Visionado: ‘Ida’, de Pawel Pawlikowski. ‘Despertar a la verdad’

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cuatro estrellas

Una pulcredad en blanco y negro, satinada de nieve y silencio monacal, aclara la vista del espectador en el arranque de Ida, película polaca nominada al Oscar en la categoría de habla no inglesa y uno de los fenómenos cinematográficos del año, premiada en los festivales de Gijón, Londres y Toronto, entre otros. La rutina de Anna (Agata Trzebuchowska), novicia en un convento polaco en 1962, inunda la curiosidad de aquel que sepa ver en los ojos de su protagonista todo un mundo por descubrir, apenas asomado bajo una capa de castidad, disciplina, obediencia y devoción cristiana en sus ropajes de monja casi a punto de tomar los votos.

Ese mundo se verá transformado, muy a su pesar, por la visita que realiza a su tía antes de entregarse al dios de sus rezos. Conoce así a una mujer alcoholizada de vida bohemia (Agata Kulesza), jueza de profesión, investigadora de los crímenes nazis de la Segunda Guerra Mundial, con una desastrosa vida personal, quien irónica y aparentemente descastada le cuenta un secreto familiar totalmente inesperado para la novicia, y que comienza con el descubrimiento de su origen judío y de su verdadero nombre: Ida. Ambas deciden entonces investigar el paradero de los padres de la joven, arrancando el viaje iniciático de su protagonista, plasmada en fotogramas hechos lienzo, como si de la visita a una gran pinacoteca se tratara.

Planos amplios, estáticos y congelados, repletos de enfoques inquietantes que obligan a trabajar la retina, simbología visual cómplice de su sencillo y muy trabajado guion, componen la dirección con la que asistimos al lento despertar de Ida hacia un mundo que no conoce ni parece querer conocer. El cineasta británico de origen polaco Pawel Pawlikovski transita por los mejores vericuetos de la escuela de Michael Haneke en su concepción enmarcada de la realidad, y enfría hasta el último poro de piel del espectador para hacerle sentir a través del hielo. Es la presencia de sus protagonistas femeninas, de las dos ‘Agatas’, toda la humanidad que la película necesita para emocionarnos, aunque se escondan en la esquina de una secuencia mientras se pierden entre caminos, traiciones y tumbas asoladas por el olvido.

De hecho, es la desgarradora presencia de su tía, junto con las capas del pasado que poco a poco se van desvelando, lo que hace que vayamos descubriendo a Ida en sus tímidas aperturas de ojos hacia la vida, un conjunto de instantes que se despiertan escuchando a un grupo de jazz, descubriendo la crueldad de una guerra que apenas le contaron, entablando pequeños diálogos con gente normal, indiferente a su entrega espiritual. Ida no sabe el efecto que causa en los demás, y los acontecimientos finales, marcados por la tragedia, serán los que sirvan para testar hasta qué punto la novicia, esa Viridiana contenida y frágil, sobria y devota, ha dejado que la realidad le traspase, la marque para siempre.

Esta cinta polaca supone también un punto de vista renovado y elegante de la memoria histórica del Holocausto y de la guerra. En su ejercicio pictórico hay una voluntad de hacer un daño puntiagudo pero no visceral. El cineasta, que esconde sentimientos y respuestas durante buena parte de la historia, es generoso en su tramo final como ofreciendo una recompensa a la mirada del espectador intrigado. Tras la decisión final de la novicia, en los últimos fotogramas de esta historia, quedamos heridos y desnortados, con un billete al pasado entre las manos, ese que Ida nos deja como recuerdo de su experiencia, de su despertar a la verdad, caminando decidida, no sabemos si huyendo o regresando a la vida.

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