ALGO DENTRO QUE SABE A MUERTE
– Armónica (Charles Bronson): ¿Te has convencido de que no eres un hombre de negocios?
– Frank (Henry Fonda): ¡Soy un hombre!
– Armónica: ¡Una vieja raza! Vendrán otros Morton y la harán desaparecer.
– Frank: Sí, pero el futuro no nos interesa. ¿Sabes por qué estoy aquí? No por la tierra, ni por el dinero, ni por la mujer. He venido solamente por ti. Porque sé que ahora tú me dirás de una vez quién eres.
El poder de fascinación de esta película queda encerrado en este enigma. En quién era aquel hombre de la armónica que ronda a Frank hasta que le llega la hora. El que le devuelve en la memoria sus muertos, los que lleva sobre sus espaldas, los que reclaman un hueco en su conciencia virgen al compás de una melodía metálica, lapidaria, una auténtica misa para difuntos. Armónica es un interrogante con espuelas y rostro hierático, como de piedra, que le viene a recordar al villano su final, el que siempre había sospechado y nunca dejado de esperar. Frank y Armónica son dos pistoleros que se reúnen para ajustar cuentas en el abismo, en el confín de un viejo oeste que muda de piel abriendo su horizonte hacia una nueva época de progreso y anonimato. Estamos ante una obra maestra de Sergio Leone: Hasta que llegó su hora (1968), que bien podría ser la historia del nacimiento de una nación, a vista de personajes mitológicos de todo buen western que se precie.
En ese marco, con la guadaña de una venganza que pende sobre los personajes protagonistas y una era que toca a su fin aparece, más de dos horas antes, Jill, una bellísima y astuta prostituta de Nueva Orleans (Claudia Cardinale) que trata de reunirse con un antiguo cliente, el pelirrojo McBain, con quien se ha casado por poderes. Encontrará que su marido y sus hijos han sido asesinados por el viejo Frank (Henry Fonda), quien trabaja a las órdenes de un poderoso empresario, Morton, que construye el ferrocarril hacia el Pacífico y desea apropiarse del rancho de McBain, un emplazamiento estratégico para su proyecto. Jill defenderá su propiedad y, para ello, encontrará a su lado dos extrañas compañías, la de Cheyenne, un guasón y romántico forajido (inmenso Jason Robards), acusado injustamente de la muerte de pelirrojo irlandés, y de un inquietante personaje, Armónica (Charles Bronson), “que tiene algo dentro que sabe a muerte”.
El genio Leone acababa de terminar su Trilogía del Dólar, la que le daría la fama, un pasaporte a Hollywood y un presupuesto de cinco millones de dólares. Y lo mejor: el interés de uno de los mejores actores de la historia del cine, Henry Fonda, quien quedó cautivado con el cine del italiano. Hasta el punto de abandonar la integridad acostumbrada de sus personajes para dejarse seducir por el lado oscuro del viejo pistolero Frank. El villano, por excelencia.
No hay absolutamente nada en esta película, hecha de mugre, sudor y polvo que no sea tan sublime como épico, tan astuto como desgarrador. Desde los personajes que nacen del arquetipo para hacerse humanos, entre muchos otros factores, gracias a una bellísima y orgánica banda sonora de Ennio Morricone (alma y víscera de la cinta), a la monumental construcción de la historia, pasando por sus escasos diálogos, sobrios e impresionistas.
Leone es un director con una creatividad sin límites y una pasión adolescente, que se entretuvo en esta cinta jugando con el tiempo, acompañado en el guión ni más ni menos que por Darío Argento y Bernardo Bertolucci. En ella, una de sus grandes proezas es el ritmo lento, cadencioso del metraje, que viene marcado por una compleja maquinaria donde cada secuencia es más corta que la anterior, con la lentitud y el estertor final de un animal que agoniza, como diría de ella el propio director. Mientras, el intenso lenguaje visual hace el resto del viaje hacia el Pacífico: el plano corto para la disección de los detalles que crean atmósfera, los primeros y primerísimos planos para ahondar en el dolor sin expresión, para descubrir el miedo, también para hacer una última parada hacia el pasado. Los planos amplios, a lomos de la grúa, que conducen hacia el futuro de una nación abandonando los tiempos de tipos duros, lealtades incorruptibles, sangre y supervivencia.
Y es desde un flashback recurrente, desenfocado y a contraluz, como emerge Frank en la memoria de Armónica justo antes del duelo final, nuestra escena preferida del Séptimo Arte. Cuando descubrimos, en medio de una orgía de guitarras eléctricas y de una armónica que se desespera, que el vengador fue cómplice involuntario de un acto sin perdón. El impacto es bestial, la tensión alcanzada nos deja en suspenso y sin respiración hasta que un cruce de disparos nos devuelve bruscamente al duelo que se hace presente. Entonces, llega de nuevo la pregunta: ¿Quién eres? Bronson le devuelve el golpe, encaja la armónica en la boca de Frank, en su viaje hacia el infierno.
La escena del enigma, poco antes de ser definitivamente desvelado. Western en estado puro. Arte de mítico oeste.
AL TROTE SIN GALOPE
La troika soprana formada por Sergio Leone, Dario Argento y Bernardo Bertolucci elevó a la máxima exageración las coordenadas del mítico oeste cuando en 1968 mezcló sus inabordables talentos para este mural de sitios comunes y solemnidades coreografiadas convertido en obra cumbre del western. Por los años transcurridos y las cosas de los mitómanos, ha pasado a las fichas de las obras maestras que hay que ver si quieres hablar del western con algo de dignidad, aunque penséis que Centauros del desierto o La diligencia a su lado la convierten en un aprobado raspado. Y hablar de ella podemos, pero para dejarla en el lugar que le corresponde: el de la pureza sobredimensionada.
Hay que reconocer que la historia no engaña ni desde su inicio, uno de los más parsimoniosos, tensos y si nos apuráis, desesperantes, conocidos en el género: tres malotes desarrapados y con caras ocres esperan en una estación de tren a otro personaje al que, ya adivinamos, no desean ningún bien. Y esperan mucho, entre moscas temerarias, balanceos de pies y gotas que desembocan en sombreros. Hasta que llega la hora en que asistamos al primer duelo y por fin empiece la película. Decimos que no engaña porque nos avisa de que a partir de ese momento esa va a ser la estructura de este espagueti, esperar a que sus personajes empiecen a hablar, después de mirarse mucho y muy fijamente todo el rato, y de dejar que suenen estruendosamente las piezas de Ennio Morricone, lo cual también es de agradecer, por supuesto, aunque en algunos momentos parezca que se va a abrir el cielo.
Hasta que llegó su hora es la historia larga de una venganza larga que en el camino se encuentra a otra más larga todavía. Armónica (un Charles Bronson que no se vio en otra y que pese al calor parece como criogenizado durante toda la película) quiere vengarse de Frank (un Henry Fonda de bellísima presentación pero tan difícil de creer en papel de villano como Gregory Peck en Duelo al sol). Jill McBein, de prostituto pasado (espectacular Claudia Cardinale), quiere vengar la muerte de su recién estrenado marido, y para ello irá como la falsa monea, que de mano en mano va, y ninguno se la queda. Y el chulesco vuelta-de-todo Cheyenne (Jason Robards, el mejor de la película) quiere que quede claro que no mata niños, aparte de regalar al espectador todo un compendio de frases vitales y contradictorias. Y pese al revanchismo y al odio, la mayor parte del tiempo no sabes por qué los personajes hacen lo que hacen. Unos lo llaman suspense, nosotros perplejidad.
Es un ejercicio de género, de alabanza al polvo y a la arena, de guión con mil acotaciones de cámara, de cuadros estáticos que parecen casi medidos al milímetro, en escenas e interpretaciones, y en el que todo suena tan trágico y contundente que te dan ganas de aplaudir aunque sabes que solo estás oyendo soflamas, y que además no las dice Clint Eastwood, que es quien las dice como dios manda. Sobre todo en lo referente a su tema de trasfondo, la construcción del ferrocarril, donde ya comenzaban los problemas de especulación urbanística que asolarían a todo un planeta. Solo que aquí vemos los problemas del especulador, ajusticiado a golpe de sicario bien pagado, y que consigue su sueño póstumamente por la suerte de su viuda de encontrarse con tres tipos muy enfadados los unos con los otros.
Vemos el cine intentando escribirse con mayúsculas entre sus largos minutos. Y vemos su legado, aunque acabamos asolanados de un western imitando un western, esperando al trote un galope que no llega o que llega cuando ya estamos rozando la arritmia. Que quede claro: amamos el western, sabiendo que ha hecho tanto mal como bien, como casi todos los clichés atados a una época y a unos tópicos que no permiten su renovación, solo su revisión paulatina y redundante. Leone fue valiente en este sentido y algo cambió con este film, pero a los 138 minutos de su obra magna le sobran momentos, probablemente esfuerzos y también alguna que otra mirada fija. Podría habérselos puesto a Érase una vez en América, que nunca será suficientemente larga, o haberse conformado con sacar más jugo a los estupendos actores con los que contaba y no retrasar, o por lo menos no hacerlo sin tempo ni justificación, el misterio final del rencor asesino de Armónica hacia Frank. “La calma es la cualidad”, afirma el primero en las contadas cuatro frases que tiene. Nos falta paciencia para esperar a que le llegue la hora. No somos virtuosos a ojos del héroe, por lo visto.
Para finalizar, paradójicamente, os dejamos con el duelo inicial. ¿A quién le sobra o falta un caballo?
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