Visionado: ‘El árbol de la vida’, de Terrence Malick. ‘Más que un simple destello’

 

cuatro estrellas


Puede que Terrence Malick sea un raro. Que se haya hecho a sí mismo, como le dice el personaje de Brad Pitt a su hijo en un momento de El árbol de la vida. Puede que en toda su extrañísima carrera (muchos años, pero únicamente cinco largometrajes) haya llegado a un punto de complejidad creadora y emocional que solo entiende él mismo, y se haya olvidado incluso del público, si es que alguna vez supo que estaba ahí. Como siempre, y al margen de polémicas incomprensibles, para nosotros lo importante es que nos regala lo que queda por debajo de todo eso, la última capa de la corteza, con abundante savia, que se ofrece sin más, para su contemplación, lo que nos sirve para la conmoción y la luz, como en la fábula intimista que este particular cineasta retrató en la magnífica Días del cielo hace más de treinta años.

 
Como entonces, hemos visto así las ramas poderosas y firmes de su historia sobre las relaciones emocionales. Hemos asistido a un enjambre de imágenes líricas en torno a la historia de un matrimonio con tres hijos, donde el padre (duro Brad Pitt) se erige como el autoritario y déspota señor, y su esposa (Jessica Chastain, muy de moda) como su némesis, la diosa cándida, dulce, aplacable y tierna. Envueltos en este manto familiar, hemos contemplado la creación del universo, el nacimiento de las vidas, las infancias, las llamadas a un dios sordo ante la terrible pérdida de un ser querido, la aceptación del fracaso, el derrumbamiento de la fe, y por último el más allá, de la mano de la madurez de uno de los hijos (breve Sean Penn).
 
Puede que sobren hojas para ramas tan bellas, que algo de cosmología y universo esté de más, y que algún momento provoque una estupefacción incómoda e incluso roce el ridículo (como alguna jurásica escena y sus prolongados ahogos en los primeros planos). Puede que Malick no consiga engañarnos del todo sumergiendo sus caleidoscópicas estampas en piezas musicales como Les barricades mystérieuses de Couperin o el Die Moldau de Smetana, que hacen casi todo el trabajo por él. Puede. Pero hemos visto por debajo de ello. Hemos sentido amor, dolor y compasión columpiándonos en esos planos subidos a un balancín, mostrándonos escenas infantiles tan naturales que rozan lo documental, lo vídeo-casero, lo introspectivo, lo mejor de la película.
 
Puede que El árbol de la vida no sea una película de interpretaciones al uso. Puede que Malick no deje en muchas ocasiones que veamos el gesto completo, la desembocadura final del llanto, el odio y la rabia, sino que más bien robe la mueca a sus actores cuando menos se lo esperan, que les engañe con experimentos de documentalista. Pero nos hemos percatado de que es así como vemos la vida la mayor parte del tiempo, con caras que se dan la vuelta, que desvían la mirada, que tapan el dolor de ser humanos.
 
Puede que este árbol sea de raíces tan poderosas como indescifrables, por su filosofía escondida o encriptada. Puede que los mensajes que enlazan simbólicamente nuestras vidas y emociones con los cuatro elementos de la Tierra no sirvan para salvar su extenso y difícil contenido. Puede que la poesía en el cine aún tenga mucho camino por delante para convencer al público. Pero no sabemos dónde pone que el cine debe ser prosa, que los versos son monopolio de la literatura o de la música. Ni hasta qué punto hacen falta las palabras para sentir que somos algo más que un simple destello, cuando nacemos, vivimos, amamos, sufrimos y morimos.
 
Como el tráiler ya lo incluimos en su momento, os dejamos volar con la música que Malick pone a los primeros años de infancia: el asombroso Die Moldau del compositor checho Bedrich Smetana.

‘Hasta que llegó su hora’, de Sergio Leone. ‘Algo dentro que sabe a muerte’ vs ‘Al trote sin galope’

 

ALGO DENTRO QUE SABE A MUERTE

– Armónica (Charles Bronson): ¿Te has convencido de que no eres un hombre de negocios?

– Frank (Henry Fonda): ¡Soy un hombre!

– Armónica: ¡Una vieja raza! Vendrán otros Morton y la harán desaparecer.

– Frank: Sí, pero el futuro no nos interesa. ¿Sabes por qué estoy aquí? No por la tierra, ni por el dinero, ni por la mujer. He venido solamente por ti. Porque sé que ahora tú me dirás de una vez quién eres.

El poder de fascinación de esta película queda encerrado en este enigma. En quién era aquel hombre de la armónica que ronda a Frank hasta que le llega la hora. El que le devuelve en la memoria sus muertos, los que lleva sobre sus espaldas, los que reclaman un hueco en su conciencia virgen al compás de una melodía metálica, lapidaria, una auténtica misa para difuntos. Armónica es un interrogante con espuelas y rostro hierático, como de piedra, que le viene a recordar al villano su final, el que siempre había sospechado y nunca dejado de esperar. Frank y Armónica son dos pistoleros que se reúnen para ajustar cuentas en el abismo, en el confín de un viejo oeste que muda de piel abriendo su horizonte hacia una nueva época de progreso y anonimato. Estamos ante una obra maestra de Sergio Leone: Hasta que llegó su hora (1968), que bien podría ser la historia del nacimiento de una nación, a vista de personajes mitológicos de todo buen western que se precie.
En ese marco, con la guadaña de una venganza que pende sobre los personajes protagonistas y una era que toca a su fin aparece, más de dos horas antes, Jill, una bellísima y astuta prostituta de Nueva Orleans (Claudia Cardinale) que trata de reunirse con un antiguo cliente, el pelirrojo McBain, con quien se ha casado por poderes. Encontrará que su marido y sus hijos han sido asesinados por el viejo Frank (Henry Fonda), quien trabaja a las órdenes de un poderoso empresario, Morton, que construye el ferrocarril hacia el Pacífico y desea apropiarse del rancho de McBain, un emplazamiento estratégico para su proyecto. Jill defenderá su propiedad y, para ello, encontrará a su lado dos extrañas compañías, la de Cheyenne, un guasón y romántico forajido (inmenso Jason Robards), acusado injustamente de la muerte de pelirrojo irlandés, y de un inquietante personaje, Armónica (Charles Bronson), “que tiene algo dentro que sabe a muerte”.
El genio Leone acababa de terminar su Trilogía del Dólar, la que le daría la fama, un pasaporte a Hollywood y un presupuesto de cinco millones de dólares. Y lo mejor: el interés de uno de los mejores actores de la historia del cine, Henry Fonda, quien quedó cautivado con el cine del italiano. Hasta el punto de abandonar la integridad acostumbrada de sus personajes para dejarse seducir por el lado oscuro del viejo pistolero Frank. El villano, por excelencia.
No hay absolutamente nada en esta película, hecha de mugre, sudor y polvo que no sea tan sublime como épico, tan astuto como desgarrador. Desde los personajes que nacen del arquetipo para hacerse humanos, entre muchos otros factores, gracias a una bellísima y orgánica banda sonora de Ennio Morricone (alma y víscera de la cinta), a la monumental construcción de la historia, pasando por sus escasos diálogos, sobrios e impresionistas.
Leone es un director con una creatividad sin límites y una pasión adolescente, que se entretuvo en esta cinta jugando con el tiempo, acompañado en el guión ni más ni menos que por Darío Argento y Bernardo Bertolucci. En ella, una de sus grandes proezas es el ritmo lento, cadencioso del metraje, que viene marcado por una compleja maquinaria donde cada secuencia es más corta que la anterior, con la lentitud y el estertor final de un animal que agoniza, como diría de ella el propio director. Mientras, el intenso lenguaje visual hace el resto del viaje hacia el Pacífico: el plano corto para la disección de los detalles que crean atmósfera, los primeros y primerísimos planos para ahondar en el dolor sin expresión, para descubrir el miedo, también para hacer una última parada hacia el pasado. Los planos amplios, a lomos de la grúa, que conducen hacia el futuro de una nación abandonando los tiempos de tipos duros, lealtades incorruptibles, sangre y supervivencia.
Y es desde un flashback recurrente, desenfocado y a contraluz, como emerge Frank en la memoria de Armónica justo antes del duelo final, nuestra escena preferida del Séptimo Arte. Cuando descubrimos, en medio de una orgía de guitarras eléctricas y de una armónica que se desespera, que el vengador fue cómplice involuntario de un acto sin perdón. El impacto es bestial, la tensión alcanzada nos deja en suspenso y sin respiración hasta que un cruce de disparos nos devuelve bruscamente al duelo que se hace presente. Entonces, llega de nuevo la pregunta: ¿Quién eres? Bronson le devuelve el golpe, encaja la armónica en la boca de Frank, en su viaje hacia el infierno.

 

La escena del enigma, poco antes de ser definitivamente desvelado. Western en estado puro. Arte de mítico oeste.

 

 

AL TROTE SIN GALOPE

La troika soprana formada por Sergio Leone, Dario Argento y Bernardo Bertolucci elevó a la máxima exageración las coordenadas del mítico oeste cuando en 1968 mezcló sus inabordables talentos para este mural de sitios comunes y solemnidades coreografiadas convertido en obra cumbre del western. Por los años transcurridos y las cosas de los mitómanos, ha pasado a las fichas de las obras maestras que hay que ver si quieres hablar del western con algo de dignidad, aunque penséis que Centauros del desierto o La diligencia a su lado la convierten en un aprobado raspado. Y hablar de ella podemos, pero para dejarla en el lugar que le corresponde: el de la pureza sobredimensionada.

Hay que reconocer que la historia no engaña ni desde su inicio, uno de los más parsimoniosos, tensos y si nos apuráis, desesperantes, conocidos en el género: tres malotes desarrapados y con caras ocres esperan en una estación de tren a otro personaje al que, ya adivinamos, no desean ningún bien. Y esperan mucho, entre moscas temerarias, balanceos de pies y gotas que desembocan en sombreros. Hasta que llega la hora en que asistamos al primer duelo y por fin empiece la película. Decimos que no engaña porque nos avisa de que a partir de ese momento esa va a ser la estructura de este espagueti, esperar a que sus personajes empiecen a hablar, después de mirarse mucho y muy fijamente todo el rato, y de dejar que suenen estruendosamente las piezas de Ennio Morricone, lo cual también es de agradecer, por supuesto, aunque en algunos momentos parezca que se va a abrir el cielo.
Hasta que llegó su hora es la historia larga de una venganza larga que en el camino se encuentra a otra más larga todavía. Armónica (un Charles Bronson que no se vio en otra y que pese al calor parece como criogenizado durante toda la película) quiere vengarse de Frank (un Henry Fonda de bellísima presentación pero tan difícil de creer en papel de villano como Gregory Peck en Duelo al sol). Jill McBein, de prostituto pasado (espectacular Claudia Cardinale), quiere vengar la muerte de su recién estrenado marido, y para ello irá como la falsa monea, que de mano en mano va, y ninguno se la queda. Y el chulesco vuelta-de-todo Cheyenne (Jason Robards, el mejor de la película) quiere que quede claro que no mata niños, aparte de regalar al espectador todo un compendio de frases vitales y contradictorias. Y pese al revanchismo y al odio, la mayor parte del tiempo no sabes por qué los personajes hacen lo que hacen. Unos lo llaman suspense, nosotros perplejidad.

Es un ejercicio de género, de alabanza al polvo y a la arena, de guión con mil acotaciones de cámara, de cuadros estáticos que parecen casi medidos al milímetro, en escenas e interpretaciones, y en el que todo suena tan trágico y contundente que te dan ganas de aplaudir aunque sabes que solo estás oyendo soflamas, y que además no las dice Clint Eastwood, que es quien las dice como dios manda. Sobre todo en lo referente a su tema de trasfondo, la construcción del ferrocarril, donde ya comenzaban los problemas de especulación urbanística que asolarían a todo un planeta. Solo que aquí vemos los problemas del especulador, ajusticiado a golpe de sicario bien pagado, y que consigue su sueño póstumamente por la suerte de su viuda de encontrarse con tres tipos muy enfadados los unos con los otros.

Vemos el cine intentando escribirse con mayúsculas entre sus largos minutos. Y vemos su legado, aunque acabamos asolanados de un western imitando un western, esperando al trote un galope que no llega o que llega cuando ya estamos rozando la arritmia. Que quede claro: amamos el western, sabiendo que ha hecho tanto mal como bien, como casi todos los clichés atados a una época y a unos tópicos que no permiten su renovación, solo su revisión paulatina y redundante. Leone fue valiente en este sentido y algo cambió con este film, pero a los 138 minutos de su obra magna le sobran momentos, probablemente esfuerzos y también alguna que otra mirada fija. Podría habérselos puesto a Érase una vez en América, que nunca será suficientemente larga, o haberse conformado con sacar más jugo a los estupendos actores con los que contaba y no retrasar, o por lo menos no hacerlo sin tempo ni justificación, el misterio final del rencor asesino de Armónica hacia Frank. “La calma es la cualidad”, afirma el primero en las contadas cuatro frases que tiene. Nos falta paciencia para esperar a que le llegue la hora. No somos virtuosos a ojos del héroe, por lo visto.

Para finalizar, paradójicamente, os dejamos con el duelo inicial. ¿A quién le sobra o falta un caballo?

Visionado: ‘La deuda’, de John Madden. ‘Maestría entre géneros’

cuatro estrellas


Siempre es un lujo asistir a una recia y bien construida película de espías. El contexto de los servicios de inteligencia existentes en el mundo como marco de historias de amor, venganza, traiciones y lealtades, ha sido siempre en el séptimo arte un ambiguo híbrido entre el thriller y el cine negro que levanta masivas pasiones. Espectadores ávidos por conocer un mundo opaco, misterioso, desconocido para la mayoría, en un ejercicio de desclasificación de documentos por vía de la gran pantalla. Sin embargo, el riesgo de afrontar estas historias con rigor y pulso es más que evidente, y por eso La deuda es tan buena, porque viste de etiqueta, y porque además incorpora otros ingredientes que la han colocado entre las mejores de su género, al lado de las soberbias La conversación, La vida de los otros, Marathon Man, El americano impasible, Donnie Brasco, 39 escalones, Cortina rasgada o las más arriesgadas de la saga James Bond, por nombrar nuestras favoritas.
Pero esta maestría entre géneros dirigida por John Madden (el creador de la luminosa Shakespeare in love) además juega en el terreno del Mossad, una de las agencias de inteligencia de Israel, sin duda la más mediática por sus nebulosas operaciones y encumbrada a su pesar tras la epopeya que Steven Spielberg le dedicó en la grandiosa Munich. En esta ocasión, la ficción nos presenta a un trío de espías, una mujer y dos hombres, interpretados por dos actores cada uno (en el pasado y en el presente) que regresan del Berlín oriental en plena Guerra Fría tras haber cumplido con una misión: acabar con uno de los criminales nazis más codiciados por los judíos, el ficticio “Cirujano de Birkenau”, reencarnación en celuloide del tristemente real Josef Mengele, el “Ángel de la Muerte”. 
Esa hazaña es narrada en la Tel Aviv actual, y pasados más de treinta años, por la orgullosa hija de la componente femenina del trío (Hellen Mirren / Jessica Chastain). Ésta última asiste con gesto esquivo a la presentación del libro de su retoña sobre tan heroicos hechos, para posteriormente reencontrarse con su ex marido (Tom Wilkinson / Marton Csokas) el segundo componente del triángulo espía, quien le narra el extraño y triste destino del tercero en liza (Ciarán Hinds / Sam Whorthington) y le entrega  una carta que transforma sin remedio un pacto secreto entre ellos, una deuda con el pasado, un peso moral que no todo el mundo es capaz de soportar.
Y aquí entramos en la máquina del tiempo, en una elegante y casi natural espiral de saltos en la narración donde comienzan a tejerse secuencias perfectas: la presentación de los personajes tres décadas antes, la preparación y ejecución del operativo para capturar al médico nazi, y la decisión final que les unirá para siempre. En ese conducto descubriremos unas soberbias interpretaciones (contra la media, casi que nos quedamos con las de los actores jóvenes), eternas y amargas esperas, giros sorprendentes, y composiciones tan químicas, tensas y frías entre el trío protagonista, que te queman la retina. A la sazón, reina en esta película la magnífica secuencia del descubrimiento de la mentira sobre la que se sustenta la vida de sus protagonistas, una de las mejores revelaciones cinematográficas que hemos visto en mucho tiempo.
La deuda es un remake del film israelí Ho-hav de 2007. Es indudablemente anglosajona y no sabemos si debido a ello o a pesar de ello, tiene alguna que otra pifia, como los dudosos parecidos físicos entre los actores jóvenes y los mayores, que restan algo de realismo, o como el muy cuestionable y a nuestro entender inverosímil final, que vamos a disculpar porque nos lo pide su perfecto trasfondo pasional, su estructura profesionalmente manufacturada y su inyección, en el último momento, de un mensaje redencionista que nos permite perdonar el engaño. Como inexpertos espías a nuestra manera, asomando el ojo a la mirilla de vidas de otros, siempre nos gusta que nos digan que la verdad nos hará libres. Aunque eso no sea del todo verdad.

Homenaje: Ava Gardner. ‘El rostro del cine’

Ava Gardner le puso rostro al cine. Ella, la actriz de perfectos rasgos y torpe dicción sureña fue el perfecto ejemplo de la capacidad que tiene el séptimo arte de construir mitos intemporales. Ava Lavinia, la mujer, se encargaría de hacer el resto, remataría la leyenda con su obsesión enfermiza por saberse viva. Como una divinidad de grandes almacenes la vimos, por primera vez, cuando éramos niños. Venus era mujer (William A. Seiter, 1948), nos dijeron y, desde luego, nos lo creímos cuando, junto a Robert Walker, la contemplamos como una estatua animada en una comedia con ramalazo fantástico, perfectamente prescindible. El piropo de diosa la acompañaría el resto de su vida hasta el mismo momento en que Louis B. Mayer le colgara el desafortunado sambenito del “animal más bello del mundo” y, muchos años después, Paul Newman la redimiera de tamaña afrenta colgando en la horca a todo aquel que no considerara la “mujer más guapa del mundo”. (John Huston, 1972).
Mucho antes, cuando nos hicimos incondicionales del cine negro, nos tropezamos con Forajidos (1946, Robert Siodmak). Ava vistió raso negro para condenar a un Burt Lancaster que se deja matar en uno de los arranques más bellos de la historia del cine. Kitty Collins era la perdición del rudo boxeador sin suerte que se deja enredar por esta femme fatale singular, más superviviente que pérfida, más egoísta que inteligente. El espectáculo era impresionante: dos fuerzas de la naturaleza deseándose y haciéndonos soñar en medio de una tensión sexual ardiente y definitiva.
La escultura de la diosa, apareció años más tarde, en un cementerio italiano, bajo la lluvia, y observada por un Humphrey Bogart, con la gabardina y el sombrero desencajados, extrañándola como a una buena amiga. En La condesa descalza (Mankiewicz) la actriz se convirtió, definitivamente, en un sueño colectivo de celuloide precisamente cuando una cinta, una ficción, era capaz de devolverle la imagen de su propia vida, el reflejo de su propio carácter. Y es que en esa fantástica e inolvidable historia, inspirada en algunos capítulos de la biografía de Rita Hayworth, es donde Ava pudo expresarse como era, adorada, insaciable, vital hasta la extenuación, rebelde y desconcertada por la fatalidad. Por supuesto, también, descalza, para abrazar mejor a la tierra. Así decía que correteaba por la pequeña plantación de tabaco de su padre en Carolina del Norte.
No creyó nunca en la industria del cine más allá de su condición de estrella y de su abrumadora belleza. Nosotros siempre desconfiamos de B. Mayer quien insistía en presentarla como un producto fascinante, pero mediocre. Y es, en especial, porque nos acordamos de la energía positiva, arrolladora y desencantada con la que dio vida a Miss Kelly en Mogambo (John Ford, 1953). En ella, a pesar de los notables esfuerzos interpretativos de Grace Kelly y del también icónico Clark Gable, la Gardner, devoraba la película. Todos estuvimos con ella, todos quisimos vengarnos, a través de la inteligente ironía arrabalera de Miss Kelly, del adulterio hipócrita de la bella mojigata y el caduco galán. Aunque la Gardner acabara en brazos del hombre que le había despreciado, no pudimos más que darle nuestra bendición porque pocos personajes, pocos intérpretes han despertado nuestra simpatía y amor incondicional.
Su propia vida es fascinante. Las noches de locura y desmadre, de sexo, tablaos, toreros y periódicas visitas de Sinatra, aquellas que encendieron la imaginación de los españoles de entonces, y de los cinéfilos de cualquier época, no parecen ser únicamente la constatación de una mujer que se sentía desgraciada. No había tenido mucha suerte con los hombres, la industria del cine no la tomó tan en serio, como a ella le habría gustado, pero no parece que aquello fuera suficiente para justificar su eterna inquietud. Por lo que encontramos en los testimonios de aquellos que la conocieron, en el original e inteligente documental de Isaki Lacuesta, (La noche que no acaba) parece más bien una de esas personas que comprendió, algo tarde, que había perdido demasiado tiempo en una vida equivocada. Y decidió correrse la gran juerga. En España, porque según ella tenía sus mismos defectos. A lo mejor esperaba, en medio de los escándalos y ebria de solemnidad, reconciliarse con la mujer auténtica que le hubiera gustado ser (la que añoraba en sus últimos días en Londres). Pero lo cierto es que nunca hizo nada para acercarse a ella.
“En relación con mi vida he sido siempre una hábil destructora”, llegó a afirmar en una entrevista. Años antes, su arrestado e impotente marido de ficción, el conde italiano (Rossano Brazzi) de la película de Mankiewicz, ya le había advertido: “Che sará sará” (lo que tenga que ser, será).
En la red existen muchos homenajes a la actriz, pero hemos elegido éste porque en él escuchamos la voz lánguida de la propia Gardner interpretando una canción. Mientras, transita por algunas de las escenas de su filmografía que nos dejaron huella.

Visionado: ‘La piel que habito’, de Pedro Almodóvar. ‘Venganza sublime y barroca’

cuatro estrellas


Sería preferible no saber nada de esta película. Disfrutarla sin pasearse previamente por las críticas que se multiplican por la red o por los medios de comunicación. Se debería ver sin complejos, sin prejuicios, haciendo incluso oídos sordos a la verborrea ingeniosa del propio Almodóvar en sus bolos promocionales. Y sobre todo, olvidando el mal sabor de boca que nos dejaron Los abrazos rotos. Nos pillaría por sorpresa el tono con el que ha escrito La piel que habito, aunque no su fondo, porque al fin y al cabo Almodóvar regresa con el pulso pasional con el que ha sabido construir su propio universo cinematográfico. Si recorremos con mirada virgen esta piel nueva que nos inventa el manchego, entraremos en su juego y podremos sentir que es verdad lo que nos cuenta: el dolor por la pérdida y el sentido que adquiere cuando se convierte en inspiración o la fuerza vital arrolladora que es la venganza. O la lucha paciente, pero determinante, por conservar la identidad propia.

Pedro Almodóvar interpreta con rebeldía una novela escrita por el autor francés Thierry Jonquet, llamada Tarántula. La toma, succiona todo lo que de ‘rara avis’ tiene y la abandona para darle otra vida. Habla de un cirujano plástico, Robert Ledgard (Antonio Banderas), una eminencia en su sector, que lleva años cultivando una piel en su laboratorio de manera clandestina y aprovechando los avances de la ciencia transgénica. En este empeño, busca una epidermis resistente, que sea una especie de fortaleza, la que hubiera podido salvar a su mujer, que murió quemada en un accidente de coche. Como conejillo de indias utiliza a una extraña y sensible criatura (Elena Anaya) que vive encerrada en la mansión toledana del protagonista. La vigila de cerca, y también la cuida un ama de llaves leal, una mujer de gesto triste (Marisa Paredes). El relato de Jonquet sólo es el punto de partida que le permite al cineasta contar la historia de una venganza siniestra, redonda, para algunos bufonesca, que se retuerce en un intenso nudo hasta dejar al descubierto un desenlace que llega a ser previsible, pero no por ello menos desconcertante. Excita tanto la imaginación que algunos incluso hubiéramos querido ir más allá, nos hubiéramos perdido en derroteros todavía más fatalistas.

Uno de los mayores méritos que tiene la película es su capacidad para utilizar la transgresión, el exceso, como vehículo para conducirnos a lo universal, a sentimientos donde cualquiera puede llegar a reconocerse, sentirse menos solo. En este cometido ha logrado su obra maestra. A la película le falta la calidez del humor peculiar y brillante que siempre ha recorrido su cine, pero es un cambio de tercio hacia la oscuridad que no le sienta mal a su trayectoria artística. La manera elegante de desenvolverse el misterio, la sobriedad de las interpretaciones (quién hubiera podido imaginar que Banderas podría acercarse al gesto seco de Delon en El Samurai) y la intensa música, como de tormenta, de Alberto Iglesias son todo un acierto, rasgos de genialidad.

En todo caso, es en el abuso narrativo de las violaciones que precipitan los acontecimientos donde la película parece perder pie. Es un recurso extremo, demasiado visto y afectado. Como forzada y pobre es la irrupción del personaje de Zeca (Roberto Álamo) y las secuencias que comparte éste con la magnífica e irrepetible Marisa Paredes (Marilia).

 

La capacidad interpretativa de Elena Anaya no tiene límites. De la mano de Almodóvar se tira al vacío, envuelta en su mortaja color carne, para abandonarse a un personaje peliagudo, complejo y enigmático que se expresa casi sin palabras y construye su historia sólo con su presencia. Deberíamos aprender de su elocuencia. Se habla demasiado de La piel que habito y no hay que hacer mucho caso de la mirada ajena. Sencillamente hay que sentirla para experimentar con nuestros propios límites. Puede pasar de todo: la puedes ridiculizar o admirar, pero en cualquier caso, será difícil desprenderse de ella.

‘¿Quién puede matar a un niño?’, de Chicho Ibáñez Serrador. ‘El peor enemigo posible’ vs ‘Venganza de catecismo’

EL PEOR ENEMIGO POSIBLE

Estuvo durante casi dos décadas condenada al olvido. Alguien decidió que era tan atroz, tan poco española, transgresora y exagerada que tampoco iba a pasar nada si se quedaba paralizada en los archivos de un catálogo con registro de entrada pero no de salida. Pero muchos de los fans que esta película captó en su estreno en 1976, junto con su indiscutible proyección internacional hicieron que casi a finales de los 90, miles de cartas llegaran hasta el programa Versión Española de La 2 y esta cinta tuviera una segunda oportunidad. A raíz de su reestreno en televisión, se editó en DVD, se incluyó en colecciones, se reeditó para su venta, lo que además sirvió para su reconocimiento en el país que la acunó en sus orígenes y para que los más jóvenes descubrieran en Narciso ‘Chicho’ Ibáñez Serrador, el artífice del Un, dos, tres, a algo más que a un mago del entretenimiento televisivo. Algo que ya sabían nuestros padres, pertenecientes a una generación traumáticamente desvelada por las fantásticas y muy recomendables entregas de las primeras Historias para no dormir y que después se refrescarían en Mis terrores favoritos.

En su segundo (y último) largometraje, ‘Chicho’ seleccionó a dos actores extranjeros y poco conocidos para encarnar a Tom (Lewis Flander) y Evelyn (Prunella Ransome), un matrimonio británico que, a punto de ser padres por tercera vez, viaja a la costa levantina española para trasladarse después a Almanzora, una isla (ficticia, y cuya mayor parte de escenas se rodaron en un pueblo toledano) donde el protagonista pasó algunos días en su juventud. Al llegar allí, encontrarán el sitio desierto, salvo por algunos niños, que van apareciendo con cuentagotas. Niños que se esconden, que juegan a algo por las esquinas, que ríen sin parar, y que no tardarán en hacerles comprender que han caído en su piñata macabra de muerte y persecución, por razón de una extraña artimaña de la naturaleza. Ante esto, la pareja, incrédula, desconcertada y aterrorizada, solo podrá huir o enfrentarse a ellos, si acaso esto último es posible, tal y como plantea el título de la película.
Para ayudarnos a entender la justificación o el conducto moral sobre el que circula toda la historia, es decir, la guerra emprendida por una nueva raza de pequeños asesinos, la película incluye, intercaladas con los títulos de crédito, imágenes reales muy duras (mucho, avisamos) sobre diferentes conflictos en todo el mundo que han tenido a los niños como principales víctimas. Es decir, casi todos, como apunta un personaje secundario al inicio: “Si hay guerra, los niños. Si hay hambre, los niños”. Después se adentra en un ambiente festivo, propio del verano más sol y playa, y del que disfrutan los dos protagonistas, para después navegar hacia la isla donde comienzan sus numerosas desventuras. Y conforme avanza el metraje, gana terreno la maestría y los homenajes cinéfilos (La dolce vitta, Los pájaros), en la dirección de Ibáñez Serrador, acercando la cámara al asombro de sus dos víctimas y colgando panorámicos y asolanados planos de la escapada, cada vez más frenética, menos valiente, más torpe, conforme anochece, se apaga el blanco nuclear de las calles, y ambos terminan de aceptar quiénes son sus enemigos, los peores imaginables, hasta el escalofriante final.

Nueve años antes, ‘Chicho’ ya había rodado su otro largometraje, La residencia, donde también los terrores venían padecidos a edades muy tiernas, pero lo cierto es que fue con ¿Quién puede matar a un niño? con la que se hizo, a nuestro entender, pionero de todo un género, el del terror con niños. Anteriormente, los pequeños habían pasado a un estrato muy alejado de la inocencia en El exorcista, de William Friedkin; La semilla del diablo, de Roman Polanski, o La noche del cazador, de Charles Laughton, pero este guionista, realizador y hechicero del miedo fue mucho más allá, revisó el sustrato de El pueblo de los malditos (la primera, la de Wolf Rilla de 1960), y en adaptación, algo libre, de la novela El juego de los niños de Juan José Plans, les convirtió en el arma en sí misma, sus propios vehículos de la venganza hacia una humanidad tan adulta como mezquina. Un ejército de pequeños lunáticos que no dudan en utilizar de escudo su propia inocencia, para que seas incapaz de considerarles una amenaza y te apuñalen por la espalda cuando quieras abrazarles. Ni qué decir que por ello su director no tuvo problema en incorporar escenas de auténtica violencia infanticida y en dosificar in extremis una inolvidable banda sonora de Waldo de los Ríos que intercala las risas infantiles con la nana más tétrica que seáis más capaces de combinar, precisamente inspirada en la pieza que Krzysztof Komeda compuso para la fábula demoniaca de Polanski años antes.

Hubo pasos, hubo intentos de generarnos ese miedo hacia lo infantil, ese mismo año, en cintas como La profecía, y años después, en otras como La señal o Los chicos del maíz, en un estrato de posesiones infernales, o en El resplandor, Cementerio de animales, El orfanato o Los otros, con los niños casi siempre víctimas de un ser malvado. Pero no consiguieron dejarnos esa sensación de sumarísima catástrofe, de juicio final y de mala conciencia que sentimos con la obra maestra de ‘Chicho’. Nunca a la manera en que los mini-killers de la isla de Almanzora hicieron caer los cimientos de cualquier infancia idílica, protagonistas desencajados de una historia cruel, generosamente macabra, con un trasfondo no muy explicado, más bien deducido, pero fácilmente comprensible. Sólo por adultos, claro. No es un “había una vez” para niños, aunque sean los villanos de la película. Mejor no dar ideas, que ese tipo de revancha contra los mayores hoy en día tendría más legitimidad que nunca.

Una prueba del éxito internacional de la cinta: el tráiler que circuló por toda Europa. Atención al último fotograma, el último segundo. Aterrador.

VENGANZA DE CATECISMO

La película comienza su andadura con un matrimonio de turistas (Tom y Evelyn) que deciden visitar Almanzora, una isla del Mediterráneo, un “pueblo de los malditos” (la alusión y la influencia inevitable) cercado por el mar y por los únicos habitantes que allí se encuentran, unos niños víctimas de un raro embrujo o, como apunta la película desde el inicio, de una lucidez mental insólita que les llevará a ajustar cuentas con los adultos.

 
¿Quién puede matar a un niño? es una película que rezuma pasión por un género para el que ‘Chicho’ Ibáñez Serrador tenía un talento especial, aun cuando en el cine dejara escasos testimonios de ello. Nos gustan mucho los trucos que el cineasta se saca de la chistera de su imaginación para mantener la tensión: esa cortina de pueblo que se despliega estrepitosamente, el plañidero sonido del asador de pollos y sobre todo, por encima de todo, las omnipresentes risas ahogadas de los niños que se esconden en la isla. Son sencillos, cotidianos, pero muy eficientes a la hora de avivar el suspense en el metraje y la sensación de amenaza. La secuencia de la piñata es un auténtico hallazgo, una imagen poderosa lista para atragantarse en el recuerdo y producirnos pesadillas recurrentes. Sin embargo, si hay algo que pone de verdad los pelos de punta en esta película de Ibáñez Serrador es el extraño comportamiento de la pareja protagonista.
 
Y por exigencias del guión, desgraciadamente, siempre habremos de volver a nuestro matrimonio aterrorizado, pues constituyen el hilo argumental que “se deja conducir” por la historia. Y es así cómo los percibimos, como dos señores montados en una de esas atracciones de feria con las que se recorre un “túnel del terror” en el que surgen, de vez en cuando, unos seres monstruosos para pegarte un buen susto. Y esa sensación de artificio, esa impresión incómoda que no nos deja abandonarnos a la aventura y que se nos propone, se debe, sencillamente, a que los personajes no tienen nervio, no tienen vida, son unos perfectos plomazos apenas esbozados: ¿por qué tardan tanto en sentirse amenazados y huir de la isla? Nos encanta el espíritu solidario y la lógica con los que se desenvuelven Tom: un tipo que recoge el cadáver de un anciano no sabemos muy bien para qué porque en seguida lo abandona a su suerte. No avisa del peligro que acecha a la buena samaritana que le echa una mano; que templa los nervios con una buena copa, tras haber sido espectador de una masacre sin pies ni cabeza, en lugar de salir corriendo y se queda, como si tal cosa, cuando le sobreviene una espantosa desgracia elevada al cuadrado. Realmente inquietante.
 

Además, ¿por qué los niños mantienen ese extraño comportamiento con el protagonista antes del desenlace? Este señor con cara de palo llamado Tom tiene todo tipo de encontronazos con los ‘malditos infantes’ y, sin embargo, logra mantener el tipo y salir indemne de todos ellos en casi todas las situaciones. Claro, están jugando, aunque más bien tan esquiva violencia parece fruto de una conspiración, la de una serie de personajes que son demasiado conscientes de protagonizar una película en la que es obligado mantener la tensión.

Tampoco comprendemos por qué los protagonistas se hacen preguntas redundantes a destiempo. “¿Dónde está todo el mundo?”, cuestiona la protagonista cuando casi ha finalizado el metraje. Y es que la construcción de personajes y, en fin, la literatura del guión no es uno de sus puntos fuertes. Los diálogos enternecen por su puerilidad. Ahí está ese tendero anunciándonos con voz firme, para que no se nos escape el mensaje, la explicación de lo que está a punto de acontecer, su lectura de las injusticias de este mundo. Bien cierto, pero no deja de ser una moraleja, que presentada de manera tan obvia, parece un capítulo de catecismo (la consagrada legítima defensa). Sobre todo, después de haber sido espectadores de un largo prólogo, documental que, de por sí, nos resuelve el misterio. No hace falta un repaso a todos los desmanes históricos de los últimos tiempos. Captamos la indirecta a la primera y con la verdad por delante.

Aquí van los créditos iniciales, con imágenes reales, y bajo la batuta de los niños dirigidos por Waldo de los Ríos. Volvemos a avisar de su dureza.

Píldoras cinetarias: Destierro formal en carteles minimalistas de cine

Cuando el adorno y los abalorios sobran, siempre podemos buscar la reducción a la mínima expresión en la simbología de grandes obras maestras del séptimo arte. El vehículo que hemos encontrado para ello: una serie de pósters de cine que eliminan la ornamentación descriptiva y muchas veces adulterada de las películas que representan, y ofrecen su contenido conceptual basado en un objeto, una figura, una alineación o simplemente la nada.
Para hacernos eco de este homenaje cinéfilo al destierro formal que pionizaron los primeros trabajos conceptuales de Ad Reinhardt y Marcel Duchamp, hemos elegido como presentación del post el cartel de El resplandor, la adaptación de la novela homónima de Stephen King que Stanley Kubrick realizó en 1980 y que se convirtió en una de las películas más terroríficas de todos los tiempos, para mayor gloria de Jack Nicholson y sucesivos traumas de Shelley Duval. En el cartel, dos vestiditos: los de las dos gemelas hieráticas que un niño sobre un triciclo contempla al final de un pasillo, primero en formación y después muertas a hachazos.
A continuación os ofrecemos otros cinco carteles fruto de este experimento, y os invitamos a visitar el enlace www.listal.com/list/minimalist-posters para poder verlos todos. Alguno está tan vacío de esencia que resulta difícil encontrar su sentido, pero no deja de ser un juego de agudeza cinéfila o de protesta nihilista, según se mire.
La mezcla de cursiladas manga y gore hiperbólico de sangre y venganza en la surcoreana Old Boy  (2003), de Park Chan-wook, queda perfectamene sintetizada en una cascada rojinegra:
De los más logrados. Una mano muerta y un anillo: el desecadenante de que el apocado Victor se convierta en el marido involuntario de la fallecida Emily a golpe de gusanos y muertos de musical, en La novia cadáver (2005), de Tim Burton:
¿Con qué conseguían los personajes atrapados en la estructura de cubos infinitos de Cube (1997), de Vicenzo Natali, segregar con la boca la suficiente saliva para no desfallecer por deshidratación? Pues eso:
El eterno símbolo cinematográfico de la paz y la concordía se convierte en Blade Runner (1982), de Ridley Scott, en detector de replicantes. Si aparece en tus sueños, es posible que no seas humano. Que se lo digan a Harrison Ford:
Y continuando con la inteligencia artificial, el ojo como último resquicio de vida de la máquina apocalíptica y destructora de Terminator (1984), de James Cameron: