Homenaje: Paul Newman. ‘El indomable talento de un buen hombre’

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Fue endiabladamente tozudo y un timador de vuelta de todo, pero con alegría de vivir. Se escondía  de la verdad con una copa en la mano y apurando tragos también supo ser un abogado íntegro, aunque en caída libre. Fue un padre con el alma y el afecto divididos y un genio irremediablemente forajido. Paul Newman fue todos ellos y muchos más. En realidad, podría haber sido  todos los personajes que nos hubiéramos querido imaginar. Tan grande era su talento. La leyenda del indomable, El golpe, La gata sobre el tejado de zinc, Veredicto final, Camino a la perdición, Dos hombres y un destino son sólo algunos de los títulos donde quedaron reflejados su dominio de la interpretación y esa bendita inquietud que le hizo escapar, como alma que lleva el diablo, de la etiqueta con la que parecía haber nacido: su pinta de galán.

Cuentan que este buen chico de Ohio, insultantemente guapo, de origen judío y alemán, quiso ser en su momento piloto militar. Un sueño al que tuvo que renunciar porque era daltónico. Curioso defecto el de Newman, que tenía una mirada transparentemente azul que no se aclaraba con los colores. El caso es que acabó estudiando Económicas y a punto estuvo de regentar la tienda de deportes de su padre, pero no le  llegó el momento. Ninguno de estos destinos se le acabó cruzando en su camino.  Afortunadamente.

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Siendo padre de tres hijos, se marchó a Nueva York donde se fue ganando la vida con oficios de tres al cuarto hasta que, al fin, se le abrieron las puertas de Broadway gracias a la obra Picnic. Corría el año 1953. Pronto le reclamaría Hollywood, una industria que acabó ofreciéndole el primer papel que logró despertar su interés aunque luego se arrepintiera y estuviera, durante años, aborreciéndolo: Se llamaba El cáliz de plata, un péplum en el que compartió protagonismo con Pier Angeli, la eterna novia de James Dean. Por aquel entonces no había encontrado su camino y la industria, siempre presta a  encontrar réplicas de los mitos con los que hace caja, le vendió como el nuevo Marlon Brando. Afortunadamente, Newman realizó Marcado por el odio (Robert Wise, 1956) donde supo demostrar su personalidad interpretativa encarnando a Rocky Graziano. El actor, inteligente como pocos, ya entonces supo hacer alarde del sentido del humor socarrón que le hacía tan especial y es que llegó a firmar muchos autógrafos con el nombre del actor de El Padrino.

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Visionado: ‘La teoría del todo’, de James Marsh. ‘Una pulcra ecuación’

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tres estrellas

Cuando el teórico y fisico Stephen Hawking vio por primera vez La teoría del todo se quedó maravillado por cómo había sabido captar la esencia de los años más importantes de su vida. Así lo afirmó. No sucede con frecuencia en el caso de los biopics, cuando estos se realizan con el personaje narrado todavía vivo, y nunca está claro si eso es bueno o malo. Para nosotros, el hecho de que a Hawking le encantara la película no era un punto a favor, porque significaba que sería complaciente, amable y tremendamente respetuosa. Adjetivos aptos para la vida cotidiana pero no siempre para el cine, o más bien, no para el cine sobre el sacrificio, el esfuerzo y la enfermedad, que requiere de crítica, de matices, de suciedad, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, tampoco podía ser de otra forma, puesto que el guion partía del libro que su ex mujer y todavía gran amiga, Jane Hawking, escribió sobre los años que pasaron juntos.

Vaya por delante que La teoría del todo es una película magnífica, brillante en buena parte de su metraje y honesta desde el principio a la hora de identificar por dónde va a descolocarnos. Tiene un arranque majestuoso, de corte clásico y tremendamente emotivo que supone la mejor parte de su metraje: los años de Hawking como estudiante, su inocente y alegre sentido de la vida, su desbordante talento y el inicio de su lucha contra la enfermedad que le postró en una silla de ruedas durante el resto de su vida. Es en ese primer bloque donde todos los elementos más deslumbrantes del filme se despliegan ante nosotros con total transparencia: el vitalismo, el amor o el sentido del humor (de lo mejor de la película). Es de agradecer esta tremenda honestidad, esa desnudez en la realización.

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Visionado: ‘Magia a la luz de la luna’, de Woody Allen. ‘Rebosando encanto y prisas’

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tres estrellas

En Magia a la luz de la luna viajamos, una vez más, a otro de los paraísos remotamente perdidos de Woody Allen. En concreto, al sugestivo Berlín de los años 30 donde nos presenta a un célebre mago inglés, Stanley Crawford (Colin Firth), que se esconde tras un disfraz de chino mandarín (Wei Ling Soo) para dar rienda suelta a sus sofisticados números de ilusionismo. Malhumorado, egocéntrico, descreído y bastante desencantado con aquello de la vida, decide desenmascarar a una médium (Emma Stone) que aparentemente ha hecho presa fácil de una familia de multimillonarios en plena Costa Azul.

Woody Allen lleva a la gran pantalla uno de sus divertimentos ligeros, revestido de comedia sofisticada que sabe deshacerse en diálogos y reflexiones brillantes, llenas de ingenio a los que, sin embargo, les falta una buena percha. Y no es que el planteamiento de la película no sea estimulante, que lo es y mucho, pues Allen enfrenta dos maneras de entender la existencia: la de aquellos que prefieren contemplarla rodeada de cierto halo de misterio (un cajón de sastre donde bien pueden alternarse las casualidades cargadas de intenciones, la magia o las almas en pena y con incontinencia verbal) o presentada a las bravas, sin un más allá que nos redima del absurdo. Pero lo cierto es que los personajes no tienen verdadera garra cómica y este Woody Allen, tan aferrado a los ‘grandes existenciales’ (demasiado desconcierto) no llega a soltarse, a relajarse en el humor inteligentemente disparatado con el que, en otras ocasiones, ha sabido brindarnos grandes obras maestras.

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Visionado: ‘Birdman’, de Alejandro González Iñárritu. ‘Pájaros en la cabeza’

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tres estrellas

Es una fórmula que no falla. Un cineasta de culto rescatando del ostracismo a un actor ya entrado en años para mostrarlo decrépito, decadente y sincero. La última vez que este sistema nos fascinó fue con Micky Rourke a las órdenes de Darren Aronofosky en El Luchador, y aunque en Birdman el mexicano Alejandro González Iñárritu va incluso un paso más allá con Michael Keaton, ya que parece contarnos buena parte de su verdadera historia, no nos ha acariciado el corazón como aquella. Quizás porque todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo en que se trata de una obra maestra de la comedia, cuando nosotros solo vemos a su director huyendo del fabuloso dramatismo de su filmografía anterior con un sentido del humor que, sin embargo, le sigue saliendo amargo, y con un resultado irregular, impostado y algo frío.

Cuatro guionistas, incluido el propio Iñárritu, son los autores de la historia de un actor en horas bajas, famoso por haber interpretado a un superhéroe cinematográfico durante años, que intenta resurgir de sus cenizas sacando adelante nada menos que en los escenarios de Broadway la adaptación teatral de una obra de Raymond Carver. Acosado por las contrariedades que se van sucediendo antes del preestreno, rodeado de personas con serias turbulencias emocionales y martirizado por la voz de su pajarraco interior, Riggan Thomson (Keaton) se regodea en una caída en picado que encuentra su mejor virtud en un falso plano-secuencia que dura toda la película, trucado en barridos, puertas que se abren y cierran, y miradas al cielo. Un revolucionario método de rodaje que se convierte en lo mejor de la película junto con la fotografía de ese genio llamado Emmanuel Lubezki ‘Chivo’.

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Visionado: ‘St. Vincent’, de Theodore Melfi. ‘El cuento de nunca acabar’

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tres estrellas

Había una vez, en la América de los sueños rotos, un viejo ogro cascarrabias de costumbres relajadas. Borracho, putero y astuto, el tipo sabía, sin embargo, esconder un buen corazón. Un músculo sonrosado que, para su vergüenza, se le quedó al descubierto cuando el destino puso en su vida a un niño de familia desestructurada. Es decir, nada nuevo bajo el sol. Una vez más, con St. Vincent, Hollywood nos receta un cuento de Navidad que no es sino una comedia fabricada en serie con su dosis de buenas intenciones y humor sin grandes sorpresas.

Y esto no quiere decir que St. Vincent no sea divertida, lo es a ratos, pero basa buena parte de su chispa en el carisma y el estupendo trabajo de dos de los actores protagonistas, Bill Murray y Naomi Watts, que se sobreponen a un guión predecible en su relato, pero con algunos golpes cómicos que se dejan querer. Y así se nos dibuja el santo varón del título, un tal Vin, un abuelo sin descendencia, pero con un montón de deudas de juego a sus espaldas, enganchado a una prostituta rusa embarazada y principal valedor de un gato con el hocico muy fino. Un primor al que le cambia la vida cuando una madre divorciada ocupa la casa de al lado con su hijo. Vincent acabará ganándose un dinerillo cuidando al niño mientras que su progenitora pasa largas jornadas en un trabajo mal pagado. Ahí comienza la gracia porque el viejo cascarrabias se dedicará a darle al chaval lecciones de vida de una manera poco ortodoxa, pero al parecer, bastante productiva.

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‘Qué bello es vivir’, de Frank Capra: ‘¿Y si no hubieras nacido?’ vs ‘Bajo cristianas ilusiones’

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¿Y SI NO HUBIERAS NACIDO?

“La vida de cada hombre afecta a muchas vidas. Y cuando él no está, deja un hueco terrible”. Un abismo. Mucho más grande que el que se abría, con el ímpetu de un río, ante un tipo llamado George Bailey (James Stewart). Un hombre que, amargado, desea una y otra vez no haber nacido. Hasta que la frase hecha y deshecha por la desesperación se escucha en el cielo donde deciden darle una lección. Le envían a Clarence (Henry Travers), un ángel cachazudo, sin alas, más extraviado que caído y algo tontorrón y le dan una misión: mostrarle a Bailey qué es lo que le hubiera ocurrido a su pueblo y a sus gentes si él jamás hubiera existido. El resultado es Qué bello es vivir, de Frank Capra, una fantasía loca, bella, cristiana y sentimental, pero con la suficiente imaginación y mala leche como para convertirse en una inmortal obra maestra.

en el banco

George Bailey es un hombre ingenuo, simpático, que vive en un pueblo llamado Bedford Falls y que se quedó sordo del oído izquierdo cuando, de niño, salvó a su hermano de morir ahogado. Y ahí comenzó su condena. Empezó a recorrer una vida, que sentía como prestada, porque tuvo que renunciar a todos y cada uno de sus sueños. Y es que siempre entorpecían los planes de otros, de muchos otros. Incapaz de escapar de su buen corazón, George dirige con muchas dificultades la empresa familiar de préstamos y consigue que muchos vecinos sin recursos de su localidad tengan su propio hogar. En su camino, siempre se cruzará con los intereses del despiadado banquero, el Sr. Potter (un malo de manual, tremendo Lionel Barrymore) el hombre de negocios cínico que, en realidad, no soporta la visión de George, quizás el tipo que podría haber llegado a ser él mismo si le hubiera tenido menos miedo al mundo.  En cualquier caso, Potter aprovecha el ‘oportuno’ descuido de un tío de Bailey, compañero de trabajo, para conducirle a la idea del suicidio.

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Qué bello es vivir!es, precisamente, una película superviviente. Un film creado por el imprescindible Frank Capra que soporta, con el paso de las décadas, la insistencia de los programadores de televisión, que la pasan una y otra vez por la pequeña pantalla, los chascarrillos de los espectadores que nunca la vieron, o el sambenito de historia gravemente edulcorada que le persigue sin hacerle justicia. Y, sin embargo, quien se acerca a ella sin prejuicios, se encuentra con una película inteligente e irónica. Ágil, llena de guiños ingeniosos sobre el amor, las diferencias sociales y las cosas de la vida, es una película que toca la fibra sensible con descaro y sin ningún tipo de complejos. Tiene, además, un gusto visionario por mezclar géneros (ese cuento que se topa con el melodrama bien humorado) y una crítica tan ingenua como imprescindible hacia un capitalismo insaciable que devora a sus propios hijos.

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Píldoras cinetarias: derechos de los niños en clave cinéfila

Los 4oo golpes

(AVISO: El artículo puede contener algunos SPOILERS)

El pasado 20 de noviembre fue el Día Internacional de los Derechos del Niño y se cumplieron 25 años de la Convención Nacional redactada para tal efecto. Se trata de una fecha simbólica en la que conviene pararse a pensar todos los días del año. En Cinetario, hemos querido dejar patente nuestro compromiso perenne con esta demanda global recordando algunas películas protagonizadas por niños, en las que se han retratado situaciones complejas, en algunos casos verdaderamente dramáticas, con una sensibilidad e inteligencia asombrosas. Hemos seleccionado las que, en este sentido, más nos han impresionado. En ellas se defienden, de alguna manera, los derechos de los niños que no están redactados como tales. Derechos que si bien no son los oficialmente conocidos, a buen seguro no deberían faltar en sus vidas.

1. Derecho a soñar.

Billy Elliot

Billy Elliot quería bailar. Pero le faltaba su madre, y el padre, un rudo minero del condado de Durham, estaba de acuerdo con que tuviera un buen ‘juego de piernas’, pero para el ring. Aquello de la danza no resultaba demasiado masculino, por eso, las clases que Billy daba ‘a hurtadillas’ con la señora Wilikinson acabaron convirtiéndose en un secreto que más valía ocultar. Su padre y su hermano (rudos, honrados, intransigentes por ignorancia) nunca podrían comprenderle. Hasta que llega el momento inevitable y los acontecimientos se precipitan. El padre descubre la pasión oculta del pequeño Billy y este flaquea, piensa en tirar la toalla y abandonarse a la comodidad que ofrece mimetizarse con su entorno. Pero descubre que no puede. No exactamente, porque vale la pena luchar. Al fin y al cabo, uno no puede renunciar al sueño de ser uno mismo. Billy Elliot, de Stephen Daldry (2000).

2. Derecho a ser amado.

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Antoine Doinel roba y miente. Es un pillo que ha hecho de la calle su territorio mientras encadena un castigo tras otro en la escuela. Pero Antoine tiene otro rostro que pocos conocen. También es una criatura que escapa de su mundo de la mano de los libros y del cine. De la mano de miríadas de historias que se atropellan las unas a las otras para hablarle de otros mundos y de otras aventuras, de otras alegrías, de audacias insospechadas y de desgracias que no son las suyas. Es la tierra prometida donde puede olvidarse de sí mismo y de unos padres que apenas encuentran tiempo para él. Antoine es un niño no deseado, siempre molesto. Un niño torpe que comete siempre el error de llamar la atención, cuando a él le hubiera gustado pasar desapercibido. En un plano final, se despide de los espectadores mirando a cámara y sin palabras. Es libre, pero tiene miedo. Los 400 golpes, de François Truffaut (1959).

3. Derecho a vivir sin sentimiento de culpa.

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Julien tiene 12 años y vive en un internado católico en la Francia ocupada por los nazis. Allí, la guerra pasa como de puntillas hasta que, un buen día, llegan a la escuela tres niños nuevos. A los novatos no les resulta fácil hacerse un hueco entre sus compañeros porque, ya se sabe, a ningún niño le gusta los cambios. A pesar de todo, ello no impide que Julien se acerque a uno de ellos, Jean, a quien observa desde hace tiempo. Hay algo raro en él, diferente, pero aquel misterio apenas importa porque juntos comienzan a descubrir el mundo y sus interrogantes. Disfrutan de las bromas cotidianas, y comparten inquietudes, diversiones y miedos. Julien acaba comprendiendo que Jean es judío y que permanece oculto en la escuela gracias a la generosidad y audacia de uno de los padres que regentan la escuela. La nueva identidad no le importa. Es más, la amistad se hace entonces más fuerte porque entra en juego la lealtad y el respeto. Sin embargo, llegará el día en el que Julien perderá la inocencia para siempre. Y será casi como por accidente. Una mirada rápida, irreflexiva, pero desgraciada, le atrapará en un sentimiento de culpa, cuando la Gestapo irrumpa en el internado. Adiós, muchachos, de Louis Malle (1987).

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