Visionado: ‘La red social’, de David Fincher. ‘Ironías que superan la ficción’

 

cuatro estrellas


Aquí una muestra de cine en estado puro. La sensación de mal sueño propiciada por la fotografía, la expresividad de los rostros impulsados, agotados, derrotados, la alternancia de encuadres que nos cuentan la emoción de la competición y la frustración que se avecina. Aunque, por encima de todo, la sabia elección de la pieza musical (In the hall of the mountain King, de Grieg) para marcar el ritmo burlón de la secuencia que nos redondea la metáfora.

 

Los protagonistas de la escena son los hermanos gemelos Winklevoss. Estos buenos ejemplares de la genética privilegiada, jóvenes trabajadores, responsables y caballeros de una orden trasnochada, fueron los que supieron encontrar la gallina de los huevos de oro. Sin embargo, el talento rentable en tiempos de los creative commons hay que buscarlo en otra parte. Ante la duda, recuerda: coge la idea, corre y da el salto a la red.

Disección: ‘Lolita’, de Stanley Kubrick. ‘El arte de amar lo prohibido’

EL ARTE DE AMAR LO PROHIBIDO
 
PANORÁMICA: 1962. La Guerra Fría se alimenta al borde de un conflicto mundial nuclear tras detectar los aviones de John F. Kennedy bases de misiles soviéticos en Cuba. Se funda Amnistía Internacional. Los Beatles despiertan al mundo con Love me do. Deja este mundo el Nobel de Literatura William Faulkner. En agosto, se apaga la poca luz que quedaba del Star System cuando Marilyn muere. Cuatro días después, fallece el escritor germano-suizo Herman Hesse, gurú de los bajos fondos mentales. También muere, aunque ejecutado, Adolf Eichmann, ideólogo, por encargo, del Holocausto judío.
 
EL MEOLLO: Humbert Humbert es un profesor de literatura británico, en plena madurez, que llega a un pequeño pueblo de la Norteamérica profunda el verano anterior a su incorporación en la plantilla del Beardsley College. Decide buscarse alojamiento en la zona y, para ello, visita la casa de una viuda, Charlotte Haze, una señora con incontinencia verbal, no digamos amorosa, que le muestra las bondades de su hogar. Cuando Humbert está a punto de ofrecer una excusa y escabullirse de la casa se tropieza con Lolita, la hija de Haze, una adolescente que le observa con mirada ambigua y sonrisa perversa. A partir de entonces, Humbert se quedará a vivir con las Haze, incluso llegará a casarse con Charlotte, todo ello para permanecer cerca de Lolita y deleitarse secretamente con su presencia. Cuando Charlotte muere (la casualidad cometió el crimen perfecto), Humbert se queda a cargo de Lolita. De manera intermitente irá apareciendo en la historia Claire Quilty, un guionista de televisión famoso que será quien precipite los acontecimientos dramáticos.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: No fue una ruptura, ni una revolución. Porque no hay antes ni después de Stanley Kubrick. Su obsesión de santero del cine, sus melomanías viscerales, y su locura pendular hacen imposible incluirle en ninguna categoría visible. Solo sabemos que existió, que pilotó más allá del cine, no ya que conocíamos, sino que imaginábamos, y que sentó cátedra de una narración épica-intimista-moral, libre de toda sospecha de influencia masónica. Kubrick es ya una alegoría. Como Buñuel con Viridiana, nuestro homenajeado cogió de la mano a Nabokov y su archi-analizada obra y burló con Lolita a toda una sociedad supuestamente aperturista que volvía la cabeza ante una adolescente en bikini. Tomad dos tazas, dijo. Una receta ésta que repitió hasta el final. ¿No hay violencia? Bebeos La naranja mecánica. ¿El matrimonio es sagrado? Engullid Eyes Wide Shut. ¿La guerra hace héroes? Tragad La chaqueta metálica. ¿No hay dioses del espacio? Saboread 2001. ¿Se acabó el cine épico? Paladead Espartaco. ¿El miedo es subjetivo? Vomitad con El resplandor. Luego se fue y dejó a varios imitadores inconscientes con la lección medio aprendida. Los mismos que siguen preguntándose dónde estaba el objetivo, el que nunca encontró, el inalcanzable plano que le hacía gritar. Ignorantes también nosotros, haciendo odas al genio, sabiendo que nos contó lo que no veía, y que alabamos el resultado de algo que nunca quedaba encuadrado como él quería. Nosotros sí tenemos el encuadre perfecto: Kubrick, tras una cámara, congelado, enfadado.
 
PRIMER PLANO:
 
James Mason. El actor de la “voz aterciopelada”, el atildado galán romántico, el villano más sublime jamás descubierto por Alfred Hitchcock, el patricio Bruto que supo eclipsar al dios Brand. Y, por encima de todos, el decadente y amoral Humbert al cuadrado. Tan grande es su interpretación, entre la seducción y el patetismo, que es capaz de conmovernos y arrancar nuestro perdón haciéndonos olvidar su crimen. En Lolita, nos quedamos con dos escenas donde Mason regala geniales lecciones de interpretación: sus lágrimas atragantadas por la risa burlona al leer la torpe declaración de amor de la madre de su amada, y el llanto desgarrador, a pesar de su plástica contención, de los minutos finales.
 
Peter Sellers. Dicen que Kubrick se encerraba con Sellers en el plató todas las mañanas antes de iniciar el rodaje. El director repasaba con el actor el guión, pero dejándole completa libertad para improvisar diferentes maneras de interpretar una escena. Kubrick sabía que su talento no tenía límites y su ego, desbocado, necesitaba ser atemperado con un poco de atención personalizada. Casi siempre era en la primera toma donde mostraba su genialidad que enseguida desfallecía. ¿El resultado? como siempre en él: fascinante, perturbador, inquietante.
 
PICADO: Detrás de cualquier artesano del cine, se encuentra una visión personal, propia del lenguaje cinematográfico, por el que aceptamos, nos guste o no, la historia que nos están contando. Lolita no tiene de eso. Son varias visiones de un mismo personaje insertadas en una sola historia, varios ejercicios de perfeccionismo que provocan un vaivén de ideas, y que enfrían la empatía con los personajes. Kubrick no encontró su cubículo, no consiguió que encajaran todas las piezas. No creemos que lo consiguiera nunca, al menos como él quería, pero aquí no evitó que se notara: Lolita es y está en la historia de una manera a ratos desconcertante. Lo imposible fue demasiado evidente. Y otro apunte: Nabokov, que andaba por allí, no dijo ni mu, pero en este film, a Sue Lyon solo le faltaba arroparse con mantas de azúcar y vestir manzanas de feria. Eso no pasaba en el libro. Y aquí sobraba, claro.
 
CONTRAPICADO: Nos fascinan los encuentros demenciales entre Humbert Humbert y Clare Quilty, bajo cualquiera de sus múltiples disfraces. Encuentros con diálogos al borde de la locura tocada por la genialidad. Los monólogos frenéticos de Quilty abruman hasta que desarman. Son caóticos, pero siempre suenan a amenaza. ‘Se vomitan’ con acento surrealista y también con unz clarividencia que termina de dar el golpe de gracia al intelectual Humbert. Es así hasta que se hace la luz y descubrimos que Quilty no es otro sino Humbert Humbert, pero en estado salvaje, sin prejuicios, un Espartaco rijoso que no tiene intención de liberarnos, sólo se retuerce de la risa al reconocer nuestros remordimientos de pecadores aficionados. Quilty es nuestro profeta en el universo de los deseos inconfesables.
SIMBIOSIS SONORA: Humbert sale al jardín acompañado de los primeros acordes de un tema instrumental con coros burlones, muy sixtie. Suena pegadizo, repetitivo, pero endiabladamente sexy. Con esta canción vulgar (Lolita ya ya), hit de un día, nuestro protagonista ve por primera vez a su nínfula y se relame, sabe a ‘pastel de cerezas’. La escena tiene una fuerza increíble, arrebatadora, inolvidable. Ironías del guión, el tema se repite avanzada la película, cuando Humbert Humbert se complace, de manera cruel y húmeda, con la muerte de su esposa. Se dice que Bernard Herrmann, compositor habitual en el cine de Hitchcock, fue la primera elección de Kubrick para componer la banda sonora. Sin embargo, se sintió ofendido cuando el director le pidió utilizar el romántico, pero muy efectivo, Theme from Lolita, de Bob Harris. Cosas de genios. Nelson Riddle, uno de los más grandes arreglistas de la historia, conocido por sus trabajos junto a Sinatra, fue finalmente el encargado de hacerse con la batuta.
 
OJO AL DATO: Lolita tiene 12 años en la novela de Nabokov. En la película, el personaje tiene 14 años, aunque la actriz que lo interpretó, Sue Lyon, contaba ya con 16. La única manera de burlar la censura. Y aún así, hubo mucho desbarajuste entre aquellos que, como siempre, solo contribuyeron a aumentar su taquilla. Se comenta también que Peter Sellers no tenía guión –o no le gustaba el de Nabokov- y que improvisó su papel la mayor parte del tiempo. Estaba tan encantado con la oscuridad de su personaje que se volvió intratable y enamoradizo. Con permiso de Kubrick, acostumbrado a domar y someter actores.
 

RETRATO DEL HÉROE: “Esa mezcla que tiene mi Lolita de ternura y soñadora puerilidad y una especie de inquietante vulgaridad”. Humbert Humbert escribiendo en su diario, en un ejercicio de masturbación platónica.

 

 

Visionado: ‘Los ojos de Julia’, de Guillem Morales. ‘Mejor invisible’

tres estrellas

 

 

Acabamos de ver esta película y consideramos que es la prueba de cómo una ausencia puede ser lo mejor de una película. Todo se va al traste en cuanto lo inquietante deja de ser invisible. Aún así, la salvamos porque da miedo, porque es una buena cinta de género (y española), y porque Belén Rueda está soberbia. ¿Nos equivocamos?

‘Regreso al futuro’, de Robert Zemeckis: ‘Mi reino por un DeLorean’ vs ‘La paradoja del condensador de fluzo’

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MI REINO POR UN DELOREAN
 
Érase una vez un cuento muy, muy manido, pero imprescindible en el imaginario colectivo, que se convirtió en una película de adolescentes con melodrama familiar incorporado, cierta química incestuosa y, lo mejor: mucho humor ensartado en un guión pletórico de guiños generacionales. La alquimia perfecta para darle un barniz de cultura pop a los míticos viajes en el tiempo creados, originariamente, por el genial escritor H.G. Welles. El film se llamaba Regreso al Futuro, consagró a Robert Zemeckis como uno de los valores en alza del panorama hollywoodiense de mediados de los 80 y nos hizo pensar que, si tuviéramos un reino, por supuesto, lo venderíamos por un DeLorean, el Ferrari para todos los públicos. Steven Spielberg seguramente pensó de esta manera cuando decidió producir esta película que no terminaba de encajar en los gustos de los estudios de la época.
Zemeckis es un artesano del entretenimiento que sabe narrar historias sin perder en ningún momento el entusiasmo del respetable. Para ello contó con el oficio y la idea original de la historia de Bob Gale. En la película nos fascinan, por ejemplo, el ‘travelling’ inicial que nos descubre la personalidad, entre genial y chapucera de Doc, a través del seguimiento de un invento suyo: un complejo mecanismo que sirve para dar de comer al perro. Nos acordamos también de aquel movimiento de cámara que nos descubre la plaza de Hill Valley, centro neurálgico de buena parte de las acciones de la película, escenario de algunos puntos de inflexión de la cinta y, sobre todo, lugar simbólico donde se descubren las huellas que deja el paso del tiempo.
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De la película también nos entusiasman los múltiples malentendidos que se producen por el paso del tiempo. Guiños, en definitiva, a la historia reciente y a esa cultura de masas que ha ido alimentando nuestra identidad y nuestra imaginación en el último siglo. Nos quedamos con ese Darth Vader, el extraterrestre del planeta Vulcano que, con banda sonora de Van Halen, amenaza con exterminar a George McFly si ‘no se pone las pilas’ y seduce a la madre del protagonista. También nos gusta el terror en los rostros de esa familia de granjeros que, con la cabeza contaminada por las historias de alienígenas, tan del gusto de la época, confunden a Marty con un monstruo del hiperespacio cuando aterriza con el DeLorean en un pajar.
 
De la receta mágica de este blockbuster, hoy nos quedamos con las risas que nos echamos a costa de aquello que algunos llaman destino. Y es que, paseando por la cuarta dimensión, a lo Zemeckis, a uno le importa bien poco sentirse insignificante, sin historia previamente escrita; se asumen las cosas como Dios manda, con fe ciega en el poder de nuestra voluntad, alegría de vivir y sin depresiones existenciales. ¿Resulta que podemos viajar en el tiempo y descubrir lo que le depara a la humanidad dentro de 1.000 años? ¿Pero para qué? Como que da un poco de pereza. Mejor nos damos un garbeo por los años 50 para cotillear las torpezas de nuestros progenitores, que siempre servirán para sentirnos menos miserables.
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¿Vemos, por ejemplo, que no somos capaces de soportar el fracaso? Bueno, entonces le echamos un vistazo a nuestro historial genético y comprobamos cómo nuestros complejos también se ceban con el ánimo de nuestro padre. Pongamos por caso que en nuestra época somos unos artistas incomprendidos: pues retrocedamos unas décadas, pero yendo de listillos, y toquemos con la guitarra Johnny B. Goode, no vaya a ser que un pariente de Chuck Berry nos esté escuchando.
 
Para finalizar, es de justicia recordar las interpretaciones certeras de Michael J. Fox, pero sobre todo, de Christopher Lloyd. Para siempre quedan en nuestra memoria ofreciendo el tono perfecto ante un guión frenético y rebosante de buen humor. Dicen que Eric Soltz fue la primera apuesta de los productores para el papel protagonista. ¿A quién se le ocurrió la genial idea de que un ‘actor de método’ hurgara en la psique de un extrovertido, temerario, pero siempre ‘pizpireto’ Marty McFly? Menos mal que Zemeckis se dio cuenta a tiempo de que la suya era otra historia.
 
La historia a ritmo de Chuck Berry. Marty casi la caga al presentarla en los 50 como: “¿An oldie?”
 
 
LA PARADOJA DEL CONDENSADOR DE FLUZO
 
Disculpen, pero no nos acordamos: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? La respuesta, o más bien la paradoja, la tiene el condensador de fluzo, que es la madre del cordero que nos explica parte del argumento de ‘Regreso al futuro’ o más bien nos embrolla la historia. Difícil cuestión la que se nos plantea cada vez que nos sentamos para disfrutar de la primera película de la trilogía de Zemeckis. Y es que tenemos aquí una historia en la que todo lo que acontece es por obra y gracia de un chaval de instituto, Marty McFly, un viajero del tiempo por accidente, que gracias a una energía puntera, transformada en el susodicho condensador, se inmiscuye en el pasado de sus padres con los peligros que conlleva para el futuro de los acontecimientos.
 
¿Pero qué sería de los acontecimientos sin las meteduras de pata de Marty? ¿Hubiera Doc seguido adelante con su proyecto de inventar la máquina del tiempo, sin haber tenido la seguridad de que funciona gracias a la presencia del joven? ¿Qué final feliz le hubiera esperado a esa familia de ‘mutantes’, los McFly, que lo mismo parecen escaparse de un circo de friquis ‘fellinianos’, en los albores de la película, que se tornan en idílicos parientes de catálogo, casi al final, por obra y gracia de un oportuno puñetazo dado al matón de turno. Como si la cabra nunca tirase hacia el monte.
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En esta película, cualquier desvarío se disculpa con un ramillete de buenos efectos especiales, una banda sonora que planea sobre seguro y su vocación de divertimiento. No hay por qué salirse de madre y rasgarse las vestiduras porque el argumento de ciencia ficción no resulte creíble, que estamos ante una comedia de instituto. Pero esas paradojas espacio-temporales tan repartidas alegremente por la película, esas interpretaciones tan histriónicas que poco saben del buen oficio del comediante, esos chascarrillos que a duras penas fuerzan nuestra sonrisa, nos siguen pareciendo una tomadura de pelo. Y no hay producción de Steven Spielberg que salve tal desatino.
La película está salpicada de guiños ‘presuntamente’ ingeniosos como ese abuelo McFly que promete desheredar a su hija si tiene un vástago tan absurdo como Levi Strauss, a la sazón su nieto; o ese tío que ya en su más tierna infancia se encontraba a gusto entre los barrotes de un parque infantil anunciándonos su destino como presidiario. Lo dicho: “Explicatio non petita”.
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Todo ello por no hablar de lo más insostenible: la moralina seudo-yanqui que nos martillea insistentemente en diferentes momentos del metraje. Nos referimos a aquel “si te lo propones, puedes conseguir todo lo que quieras”. Es decir, la leyenda del hombre hecho a sí mismo en la tierra donde todo es posible. Salvo contar con un seguro médico universal, por supuesto. Una moralina que parece que tenemos que aprender a golpe de capón en la testa por si alguien hubiera en casa y las dos neuronas que se nos han quedado en la azotea estuvieran tan bien dispuestas como para tomar nota sobre la lección aprendida. Todo un insulto a la inteligencia ajena.
 
Muchos hemos crecido con la trilogía y, ¡qué demonios!, somos unos nostálgicos impenitentes que hemos mamado el cine espectáculo de Spielberg y compañía, con todos los buenos momentos que eso conlleva. Pero esto no disculpa a la cinta, ni el hecho de que seamos sinceros con nosotros mismos y reconozcamos que con Regreso al futuro no se ha hecho historia. Para terminar, sólo una reflexión que nos atormenta: ¿no recuerdan los padres McFly, los del catálogo, que Marty es la alcahueta que les reunió en el pasado? A lo mejor sí, y se lo tomaron como un ‘dejá vu’ más, de esos de andar por casa.
 
Estamos llegando a 2015 y para nosotros que la profecía final de Doc no se cumple. Es decir, we need roads.