Homenaje: Peter O’Toole. ‘El adiós de un genio torturado’

“Queridos todos, me ha llegado la hora de tirar la toalla. Me retiro del cine y del teatro. Me he quedado sin aliento, y no volverá”. Agotado por la vida y con la certeza de saberse viejo, se despedía hace poco, a través de un comunicado distribuido por la prensa, uno de los grandes, Peter O’Toole. El actor irlandés, de 79 años, no quiso disimular la tristeza de sus palabras, tampoco la rabia que se adivina ante una decisión que, probablemente, ha tenido que adoptar a regañadientes. Lo que se deja entrever, a través de su despedida, es que ‘el aliento’ que le falta le empuja a desaparecer de la escena, cuando su espíritu sigue aventurero y con ganas de emprender nuevos personajes.   
Y es que siempre fue así: rebelde, genial, caótico, carismático, provocador, pura furia y puro talento. 


El actor fue criado en las tablas del Old Vic Company, de Bristol, y en el Shakespeare Theatre, de Stratford upon Avon, donde comenzó a labrarse la fama hasta que dos personajes emblemáticos del teatro shakesperiano, el  del príncipe Hamlet y Edgardo de El Rey Lear, comenzaron a forjar su leyenda. Sin haber tenido el placer de disfrutarle en el teatro, el común de los mortales, podrá recordarle como Lawrence de Arabia. La fuerza artística de Peter O´Toole tiene su máximo exponente en su interpretación del coronel T.W. Lawrence (David Lean, 1962), una leyenda de la que O’Toole se enamoró perdidamente. Junto a él pudimos recorrer toda la fabulosa ‘orografía’ del personaje: todos los claroscuros, todas las contradicciones, todas las virtudes y debilidades de una de las figuras más enigmáticas y fascinantes de la Historia.
 
 
Gracias a la fama y el prestigio que logró por Lawrence de Arabia, pudo encarnar a a Enrique II en Becket o el honor de dios (Peter Glenville, 1964) donde su trabajo excesivo, manierista, pero brillante, confirmó que era un actor de los que dejaban huella. Compartió escenas, amistad y borracheras, durante el rodaje, con otro gran actor, el galés Richard Burton. Años después, O’Toole repitió personaje, pero esta vez para darle réplica a otro monstruo de la interpretación. Hablamos de Katherine Hepburn y la película a la que nos referimos es El león en el invierno (Anthony Harvey, 1968).  Pocos duelos interpretativos alcanzaron un nivel de alto voltaje como el que mantienen Enrique II y su esposa, la repudiada y encarcelada Leonor de Aquitania.  La película se basa en las batallas dialécticas, que van del amor al odio, que entablan los dos componentes del matrimonio. La astucia de los dos contendientes, la retorcida manipulación emocional de los hijos de la pareja, y la fabulosa verosimilitud de las peleas, nos brindaron un grandioso espectáculo. Tiempo después supimos, gracias a una entrevista que Terenci Moix realizó en su momento a Peter O’Toole, que ambos intérpretes mantenían viva la atmósfera de ‘mal rollo’ (eso sí, bien humorado) hablándose a gritos fuera del rodaje.
 
 
Con mucho sentido del humor precisamente abordó, años antes, una comedia de la que guardamos muy buen recuerdo. Se trata de un ‘jolgorio surrealista’ que órbita entre la estética pop y el ‘amanecer sexual’ de los 60. Su nombre, ¿Qué tal Pussycat? (1965, Clive Donner). Con Peter Sellers y Woody Allen como maestros de ceremonias, esta disparatada película, con una anécdota por hilo argumental, contaba con O´Toole como protagonista. Encarnaba a un seductor irremediable que, incapaz de ser fiel a su novia, huye y cae sistemáticamente en los brazos de bellezones como  Ursula Andress.
En los 70, Peter O’Toole vio cómo se esfumaban algunos de sus proyectos más anhelados, como interpretar al Rey Lear en la gran pantalla. Se atrevió, además, con un D. Quijote musical, una gesta imposible que compartió con la Loren, en El hombre de la Mancha (1972, Arthur Hiller) y se dio, con mayor brío, a la bebida. Tuvo, sin embargo, en el teatro un refugio donde superar sus fracasos cinematográficos y sus crisis vitales. Por aquel entonces, crió su mala fama de actor complejo y autodestructivo, mientras participaba en algunas cintas menores. 
En Profesión: el especialista (Richard Rush, 1979), filme donde encarnó a un especialista cinematográfico, recuperó su buen tono y ofreció un abanico de recursos interpretativos de primer orden y en Mi año favorito (Richard Benjamin, 1982), se puso las mallas de Errol Flynn para interpretar a un actor borrachín y en decadencia, vieja estrella de las películas de caballeros, que se refugia en las producciones televisivas en la última época de su carrera.
Pero aún le quedarían muchos más títulos para sorprendernos. Por ejemplo, fue el occidental tutor de un caprichoso y asombrado Puyi, El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987) y en Venus (Roger Mitchell, 2006) volvió a demostrar que la interpretación era, sencillamente, su gran pasión.
O’Toole se aleja de la escena y nos gustaría que comprendiera que puede descansar tranquilo, sintiéndose orgulloso, pues ha sido capaz de asombrar al mundo gracias a su trabajo, a sus otras vidas. En especial, gracias a ese personaje entusiasta, torturado, inteligente, violento, con la mirada transparente, a la luz del desierto… Gracias a Al Lawrence, el hombre para el que nada estaba escrito.


El trailer que viene a continuación, nos recuerda su magistral interpretación como Lawrence de Arabia.
 

 

 

También os dejamos con uno de sus monólogos más célebres. Pertenece a la película El león en el invierno.



Visionado: ‘El Caballero Oscuro: la leyenda renace’, de Christopher Nolan. ‘Solemne y perfecta despedida’

 
 
 
cuatro estrellas
Ya puede quedarse tan pancho Christopher Nolan. Ha creado la mejor saga cinematográfica de super-héroes de la Historia. Y que nos perdonen todos los demás. Ha dado la casualidad de que dos sensibilidades nuestras se han juntado en el camino: la devoción infantil por el personaje de Batman y la admiración por el cine del director británico, siempre visionario, siempre aguijoneando el cerebro, siempre sorprendente y por tanto renovador. Ya tiene su etiqueta en el cine contemporáneo, y con ella una horda de detractores que más que despreciarle, creemos que no le comprenden. Para nosotros, que ya le seguimos con obsesión desde hace años, con el último capítulo de la trilogía del hombre murciélago ha puesto la guinda a una historia que nació prometiendo espectáculo y cine en estado de gracia, y muere consumando todo eso y mucho más. Solemne, oscura y perfecta, así termina esta manera de entender un personaje, que sin duda es la más cercana al cómic original.
 
Ahora viene lo fuerte: no es mejor que la segunda. No lo es. La segunda sería una cinco estrellas en Cinetario. En este caso le hemos quitado una estrella a la despedida solo para dejar clara la diferencia, pero sin ningún ánimo de devaluar esta última entrega. Porque es indudable que es una gran película, que resuelve con elegancia y sin faranduleos todos los frentes abiertos en las dos cintas anteriores y porque es imposible despreciar un producto que te mantiene sin mover un músculo durante casi tres horas. Lo que pasa es que no está el Joker magistralmente interpretado por el maltrecho Heath Ledger, quien consiguió crear un villano icónico e inolvidable. Desde luego Bane (interpretado por Tom Hardy), la nueva némesis de Batman, caracterizado con una corpulencia escalofriante y con una máscara entre Darth Vader y Hannibal Lecter, no es un personaje desechable y dignifica su papel con una crueldad muy bien dibujada, pero no alcanza el magnetismo del Joker, y además se nos cae con la apabullante sorpresa final.
 
Al margen de ello, El Caballero Oscuro: la leyenda renace cuenta con los dos ingredientes de la factoría Nolan, que le han convertido en referente contemporáneo: una narración taquicárdica y un especial cuidado en las interpretaciones. Aquí aparece el fabuloso compendio de actuaciones que forman parte de su casi inabordable reparto. El Christian Bale (Bruce Wayne – Batman) más oscuro y atormentado que hemos conocido; una Anne Hathaway (Selina Kyle – Catwoman) soberbia y sinuosa; un Michael Caine (el asistente de Batman Alfred Pennyworth), gran fetiche de Nolan, que se reserva lo mejor del final; un Gary Oldman (comisario Gordon) que se deja prácticamente la piel; un Morgan Freeman (el útil Lucius Fox) que engrandece cada plano; y los repetidores de Origen, una Marion Cotillard (Miranda Tate) a la que no podemos parar de elogiar y un Joseph Gordon-Levitt (el inspector John Blake) de importancia suprema. Como curiosidad, reaparece en una breve secuencia el siempre inquietante Cillian Murphy. Todos ellos perfectamente insertados, con su aportación medida al milímetro y sin añadidos fuera de tono. Un ejemplo de dirección de actores para cualquier película coral.
 
Y hay muchos más elementos que hacen que este filme cumpla a la perfección su misión de fin de concierto. La estructura narrativa está montada casi como en los grandes clásicos de la literatura universal: un prólogo de desconcierto, de héroe caído en desgracia, de presentación de personajes y de concatenación de hechos, seguido del desarrollo de acciones paralelas que no dan tregua ni para mirar la cara de alucine del compañero de asiento (un aplauso muy especial al guiño social que supone el enfrentamiento de Batman y Bane entre las masas enfervorecidas luchando entre sí,), y un epílogo soberbio, a coscorrones entre sorpresa y sorpresa, preparándonos para poder hacer el tripe salto mortal del desenlace, que Nolan nos regala tratándonos como a seres inteligentes, exigentes y comprometidos con su causa.
 
“Todos podemos ser héroes”, aduce Batman en un momento de la película, quizás la más filosófica y espiritual de las tres, debemos añadir. No estamos muy convencidos de tal axioma con los tiempos que corren, pero agradecemos la confianza depositada en el pueblo llano por alguien que ni siquiera nos conoce. La trilogía de Nolan guarda en esa frase el secreto de su éxito, el haber hecho posible que volemos tan alto como el hombre murciélago desde que inicio su atormentada vida hace siete años. Aunque ‘burtonianos’ declarados y reconociendo los esfuerzos de Joel Schumacher y otros muchos por llevar al cine a este misterioso y carismático personaje, tenemos que quedarnos con estas tres entregas de Batman para siempre. No se puede hacer mejor. Nos ha dejado desarmados y sin argumentos para poder conceder ni un solo adjetivo a quien ose coger una cámara para una nueva adaptación. Ya lo decimos: que ni lo intente.


La intensa campaña promocional ha supuesto casi una veintena de tráilers diferentes. Os dejamos el que más nos ha gustado para apreciar un elemento que no hemos mencionado: la música. Hans Zimmer y su capacidad para la acción-emoción:
 

Visionado: ‘Carmina o Revienta’, de Paco León. ‘Una superviviente singular, pero cotidiana’

 

tres estrellas
 
Carmina (Carmina Barrios), una mujer entrada en años y en carnes, está muy harta de ver cómo el bar que regenta es asaltado por los ladrones cuando les viene en gana. Decide entonces sacarse ella misma las castañas del fuego e idea un plan para que la injusticia, en forma de compañía de seguros, no se vuelva a reír de su desgracia. Para contarnos sus desventuras tragicómicas y hablarnos de la relación que mantiene con el resto de la familia, a su hijo, el conocido actor Paco León, se le ocurrió adoptar un entretenido formato de falso documental, la nota adecuada para una película que juega al despiste y que el nuevo cineasta ha distribuido  con gran inteligencia, de manera masiva.
El filme se ha dado a conocer, al mismo tiempo, en salas de cine, a través de DVD e Internet. No se nos puede ocurrir una mejor manera de encarar la crisis del sector. Al menos para una película de producción modesta como la que nos toca. La jugada le ha salido redonda al actor metido a cineasta y ha logrado montar una auténtica revolución, muy rentable, en el ámbito de la distribución cinematográfica.
En la película, produce un extraño poder de fascinación el retrato costumbrista de unas gentes campechanas, con vidas más cercanas al disparate que a la realidad y que, sin embargo, no dejan de resultarnos familiares. Ahí están, por ejemplo, María (María León), la hija poligonera, una madre adolescente de buen ver y mejor fondo, enganchada a la vida a través del móvil o el Antonio, (Paco Casasus), marido y hombre de pocas luces, demasiado dado a la ‘vida contemplativa’, sin moverse del sofá y a la botella… no se vaya a perder una madrugada. Por no hablar de la protagonista, Carmina. Toda una heroína cotidiana, una de esas mujeres fuertes y castigadas, una señora “echá p’alante, pero cagona con la muerte'”. Y astuta, como buena superviviente.
Por cierto, el tema musical central  es un auténtico bombazo para todo aquel que lo escuche por primera vez. Se trata de una versión resacosa y un punto aflamencada que la cantautora neoyorquina, Melanie Safka, realizó del  I Will Survive,que hizo célebre  Gloria Gaynor.
Carmina o Revienta es una buena opera prima a la que le falta entonarse un poco o, en otras palabras, mejorar su ritmo. Algunas secuencias resultan excesivamente largas, lo que le resta frescura a su planteamiento inicial. Llama la atención que tengamos esa sensación cuando la película sólo dura 70 minutos. Aunque no resulte una comedia inolvidable (sobran los chistes escatológicos o la secuencia de la vecina cotilla que toma el té con la Reina y gazpacho con Mayra Gómez Kemp) lo cierto es que Paco León tenía razón. Merece la pena que una gran mayoría tengamos la oportunidad de divertirnos viendo su película. Desde el rincón, más o menos accesible, desde el que hayamos decidido disfrutar de ella. La señora y familia tienen lo suyo, en especial, una cabeza llena de ocurrencias que llamarán nuestra atención hasta el último momento. Incluido aquel en el que Carmina se ve enterrada en un sillón porque, como ella piensa, es la manera menos ‘coñazo’ de despedirse de la vida. Esa que es “tan bonita que parece de verdad”.


Aquí tenéis un trailer que anticipa, pero  no chafa el espectáculo. 

‘Trainspotting’, de Danny Boyle. ‘¿Quién necesita razones?’ vs ‘Buena pose irreverente’

¿QUIÉN NECESITA RAZONES? 

Los adjetivos y etiquetas como “generacional”, “perturbadora”, “de culto” o “rompedora” se quedaron cortos en 1996 cuando el director de Manchester Danny Boyle estrenó en los cines de todo el mundo, tras una original campaña promocional, Trainspotting, su segundo largometraje, un panegírico escocés de nihilismo, drogas, paro, escatología, traiciones y vidas sin sentido, abordado desde la ironía, la sátira y la burla. El cineasta británico, muy ligado al mundo de la publicidad, se enfangó en rodar la adaptación de la novela homónima de Irving Welsh (el novelista aparece en un cameo como punk trasnochado), escandalizando a medio mundo y alzándose con una nominación a los Oscar y un premio BAFTA.
 
Aunque el director conseguiría recientemente meterse entre los grandes de Hollywood con Slumdog Millionaire y 127 horas, soberbias películas aquí elogiadas, y siempre le hemos admirado por su visión televisiva de la dirección, nunca volvió a provocar tanto pasmo popular en las butacas de cine como lo hizo entonces. Welsh le susurraba al oído, veía su novela en cada escena, y ambos se pusieron a acumular miseria tras miseria, como el personaje de Renton, para al final “nunca tener suficiente”. Esa es la filosofía de la película, y en esa meta se encontró por el sendero con un mundo cansado de una década de los ochenta que, todavía en los 90, no había terminado. Danny Boyle, ayudado previamente por la masa que entronó a Quentin Tarantino con Pulp Fiction, se la cargó sin casi proponérselo, e hizo ancha y larga una manera de hacer llegar verdades como chutes a quien quisiera conocerlas. 
 
Muchos años después, quizás Trainspotting solo es recordada por una determinada generación, la nuestra, la que alucinó con los “amiguetes” heroinómanos y miserables que Boyle consiguió que convirtiéramos en nuestros héroes caídos. Pero otros muchos deben darle las gracias, aunque solo sea por haber sido el trampolín de actorazos como Ewan McGregor (por aquí no se nos olvida que comenzó su carrera como el capullo de Mark Renton, metiéndose chutes, cagando y vomitando), Robert Carlyle (antes de Full Monty ya había sido el sociópata Francis Begbie), Jonny Lee Miller (un Sick Boy especializado en Sean Connery que no para de pasearse por el cine inglés), o Kelly MacDonald (la pequeña y seductora Diane que después deslumbraría en Gosford Park o Intermission), así como con la consistencia de secundarios de lujo como Peter Mullan (“la madre superiora”). Todos ellos en la gris Edimburgo, subidos en un tren de enganches y desenganches, que componen una de las mejores películas de los 90, llena de video-clips autónomos, iluminaciones expresionistas, dirección de lujo y una de las bandas sonoras mejor encajadas que hemos encontrado. 
 
Nadie entendería ese impagable arranque de Renton y Spud corriendo a toda leche perseguidos por la policía, sin la batería inicial del Lust for Life de Iggy Pop mientras la voz en off del protagonista nos explica la vida que elige, sin hipotecas, sin seguro dental, sin coche, y sin razones porque “¿quién necesita razones cuando tienes heroína?” ¿O alguno de vosotros podría abstraerse de la escena de la discoteca y la narración en paralelo de cómo termina la noche de cada uno de ellos sin la versión que hizo Sleeper del Atomic de Blondie? Y por encima de todo, a muchos nos gusta pensar que Lou Reed compuso Perfect Day exclusivamente para la mejor secuencia de la película, en la que Renton, vía sobredosis, se hunde en una alfombra roja que le lleva hasta su destino, o Nightclubbing con el mismo motivo. Tampoco el asombroso final de las vicisitudes de los amigos en general, y de Renton en particular, en un Londres de oportunidades, sonarían igual de redentoras sin el Born Slippy de Underworld en los minutos finales. Entre tanto, Blur, Elastica, Primal Scream, New Order y Brian Eno acompañan prácticamente cada fotograma de la historia, junto con un homenaje al Abbey Road de los Beatles en forma de plano.
 
Darren Aronofsky (en Réquiem por un sueño), Chistopher Nolan (en Memento) o David Fincher (en El Club de la Lucha), entre otros, son algunos de nuestros mecanos de Trainspotting de ahora, en cuanto a la psicología social, sea a través de las drogas o de la enfermedad mental. Aunque lo han hecho de otra manera, que el paso de siglo no perdona, han cogido el testigo casi obsesivo de perturbar al espectador. Sin embargo, algunos de nosotros añoramos no sin cierta estupidez el limbo de sinrazones de Renton, recordando su manual de supervivencia sin pies ni cabeza, filosofía hueca pero transparente, y aunque elegimos una vida, una hipoteca, una seguridad, como él, como los chicos que contaban trenes escoceses y debatían sobre naderías, vamos “tirando, tirando, sin saber muy bien la razón”, hasta el día en que la palmemos. 
 
El inicio de la película. Iggy Pop y presentación de personajes. Vídeo clip marca Boyle, y uno de los mejores arranques cinematográficos de la década:
 
 

BUENA POSE IRREVERENTE 
 
El senador norteamericano Bob Dole, criticó la frivolidad con la que Trainspotting abordaba el mundo de las drogas. Al Partido Nacional Escocés, en cambio, no le gustó en absoluto la visión “tan negativa que se daba de la juventud escocesa en la película”. Nosotros preferimos alejarnos de las zarandajas moralistas o patrioteras para decir, sencillamente, que Trainspotting no termina de convencernos porque le sobran farolillos de colores. Nos explicamos.
 
Antes de iniciar el rodaje del filme, Danny Boyle, su director, acababa de lograr un éxito rotundo y una corte de seguidores incondicionales gracias a su primera y original película, Tumba abierta. El realizador tenía un gran reto por delante, seguir estando a la altura de las expectativas que había creado, pero también muy buen ojo, pues eligió como base para su siguiente proyecto una novela polémica de un escritor que estaba rompiendo cánones, Irving Welsh.
 
El resto de la receta para lograr el blockbuster, con etiqueta de obra maestra, se la debió sugerir su naturaleza de provocador. Construyó cinco iconos para sus protas, cinco amigos inadaptados de vida al límite, elaboró un manifiesto ‘antisistema’, lo aderezó con buenas dosis de escatología marginal y, de vez en cuando, dio un gran golpe de platillos para que no se amodorrara el personal. Ahí entran sus secuencias surrealistas, marca de la casa. Nos llevó de viaje lisérgico por el peor váter de Escocia y acabamos en un paraíso subacuático; nos atormentó con un bebé mecánico, muerto y poseído para que comprendiéramos los demonios chungos que te rondan cuando se acerca el mono, anticristo del heroinómano. Y lo más espectacular, hizo de una buena diarrea su mejor chiste en la película. Tenía todos los ases en la manga para triunfar.
 
Boyle, eso sí, supo acompañar la fórmula magistral con una brillante banda sonora donde Carmen, de Bizet, se codeaba con el gran Iggy Pop y lo más granado del pop rock británico. Una delicia, sin ironías. Todo ello con la complicidad de un guión ágil y extraordinariamente ingenioso, y la interpretación brillante de un entusiasta, famélico y guapísimo Ewan McGregor, en la piel de Mark Renton. Es muy fácil empatizar con una película que funciona como un poderoso catalizador del inconformismo que habita en todos nosotros. Un filme que nos recuerda el espejismo de vida en el que todos no hemos visto atrapados. Sin embargo, igual de efectista hubiera resultado si, como espectadores, se nos hubiera tratado como adultos. Para empezar, el humor negro de la película no tendría por qué haber perdido su frescura si los personajes hubieran tenido un punto más de relieve y hubieran dejado para su perfil inicial, para su presentación, la caricatura humorística.
 
“Ahora voy a elegir la vida, voy a elegir ser vosotros. Mirando hacia delante hasta el día que la palme”. Esta frase, epílogo del protagonista o el epitafio, según se mire, del superviviente Mark Renton, es el colmo de la pose irreverente que tiene la película. Ante semejante revelación sólo cabe decir, bienvenido, Renton, nos da que además de traidor siempre has sido un poco impostor. Si el nuestro tenía que haber sido tu destino, podrías haberte ahorrado el viaje iniciático y, sobre todo, el tiempo con esos colegas a los que nunca llegaste a soportar. “Lo malo de estar desenganchado es tener que ver a mis amigos en pleno estado de consciencia”. Tú mismo.
 
Terminamos con la mejor secuencia de la película. Renton vive su día perfecto con una sobredosis que le envuelve en una alfombra roja. Lou Reed le acompaña:
 

Visionado: ‘Ríndete mañana’, de Michael Collins y Marty Syjuco. ‘Radiografía de un falso culpable’

cinco estrellas


En estos momentos, Paco Larrañaga lleva 15 años en la cárcel. Y es inocente. Es culpable según los juzgados y el Tribunal Supremo de Filipinas, y aunque actualmente, en virtud del tratado firmado en 2007 entre este país y España, cumple su pena de cadena perpetua en una cárcel del País Vasco, también lo debe ser para nuestro Código Penal, porque permanece entre rejas. Ríndete mañana es la incisiva anatomía documental de la historia de este hombre desde que en abril de 1997 desaparecieron en la isla filipina de Cebú las hermanas Chiong. Los endebles mecanismos policiales y judiciales filipinos sacaron de una lista de jóvenes con antecedentes el nombre de Paco junto con otros seis supuestos implicados (“los siete de Chiong”), y tras permanecer tres años en la cárcel, les condenaron a cadena perpetua en un juicio esperpéntico, mediático y bochornoso.
 
En orden cronológico, los documentalistas Michael Collins (fundador de la productora Thoughtful Robot dedicada a la realización de trabajos sobre justicia social) y Marty Syjuco (productor de origen filipino y familiar de Larrañaga) firman este thriller no ficticio compuesto de entrevistas, imágenes y testimonios que ponen patas arriba el sistema judicial filipino y muestran la trama de corrupción política, con ramificaciones en el narcotráfico y la mafia, que adentraron a Paco y al resto de acusados en un laberinto kafkiano sin salida, mediante una frenética narración y una riqueza visual y periodística de primer orden.
 
Estrenada en las plataformas legales de cine on-line de pago y en las salas de cine al mismo tiempo, una tendencia cada vez más en alza, este documental de producción británica (del que un 5 por ciento de recaudación se destinará a Amnistía Internacional) está llamado a convertirse en uno de los mejores de los últimos años. En primer lugar, porque rescata de manera desgarradora y sin concesiones un tema prácticamente olvidado por la opinión pública, y en segundo lugar, porque nos demuestra esa estrecha línea que separa la vida normal de un joven estudiante de hostelería de 19 años del infierno más inimaginable. Primero el estupor ante la injusticia, luego la incredulidad, después la lucha, y finalmente el fracaso, la aceptación y una nueva esperanza.
 
El aparentemente tranquilo rostro de Larrañaga es el hilo conductor de toda la historia, intercalado con los testimonios de sus padres, de su hermana, de los testigos que le ubicaban en Manila la noche de la desaparición de las dos chicas, de los periodistas filipinos que siguieron todo el proceso, de la madre de las desaparecidas y su enfermiza persecución de los falsos culpables, y de los policías sin justificación ni pruebas para sus actos. Este primer bloque es el más fascinante, por su forma de meternos en la historia casi en primera persona, como si de un empujón se tratara, por hacernos seguir con total estupefacción los hechos, la sentencia, la condena a muerte, la resolución del Tribunal Supremo filipino, la impotencia de la familia, o las condiciones de las cárceles en este país. Después, las cámaras viajan con el recluso y su familia a España, donde el relato se remonta hasta hace unos pocos años y da un respiro a sus protagonistas y de paso, al espectador.
 
Pero la última narración en pantalla nos lo deja claro. Y no debemos olvidarlo. Paco Larrañaga es inocente y sigue en la cárcel. Su vida y la de su familia se ha perdido para siempre. Como dice su hermana en un momento de la película, todos ellos han quedado en un “limbo de la existencia” donde solo pueden escamotear pequeños espacios de felicidad. De ahí su valor como testimonio arrebatador de una de las mayores injusticias (conocidas) en el terreno de los derechos humanos y de ahí la necesidad de ver este multipremiado documental para que la memoria no vuelva a traicionarnos y pensemos ingenuamente que la libertad es intocable y e imperecedera.
 

‘El sueño eterno’, de Howard Hawks. ‘Diálogos hechos leyenda’ vs ‘Ratonera de egos’

 
DIÁLOGOS HECHOS LEYENDA

Merecía la pena inventar el cine sonoro solamente para que espectadores de todas las épocas pudiéramos escuchar el tira y afloja dialéctico que protagonizan Humphrey Bogart y Laufen Bacall en El sueño eterno. Y es que resulta imposible no rendirse ante el ‘cortejo’ agresivo, ágil, brillante, sin complejos, y excitante que se traen entre manos los dos protagonistas, el detective Marlowe y la bella aristocrática Vivian Sternwood.
 
Sin embargo, este uso febril de diálogos, divertidos y electrizantes, auténticas filigranas de ingenio, no es lo único que fascina de una de las películas más extrañas y rebeldes del cine negro. Un filme que partía con material de primera: una de las mejores novelas de Raymond Chandler, que tuvo al frente del proyecto al realizador Howard Hawks y que contaba con un grupo de guionistas encabezados, ni más ni menos, que por William Faulkner. Esta ‘conjura’ de genios logró que en El sueño eterno nada fuera lo que parece. Bordaron una maraña de crímenes, traiciones y adicciones varias, un auténtico laberinto de espejismos, a veces incongruentes, que aunque bien pudiera irritar a más de uno, resulta completamente anecdótico ante la fuerza de los personajes y el ambiente recreado. Hablamos de un universo de corrupción, crimen y de sexualidad latente.
 
Es una película que atrapa por la turbiedad que nos rodea cuando nos adentramos en su trama, como de sueño extraño, desvelado, retomado a trompicones y en el que solamente parece estar en su sano juicio el sarcasmo lúcido de Phillip Marlowe. Será su actitud inconmovible la que reste importancia a un argumento que se enreda de manera delirante y, con mucho cambio de tercio. Pornógrafos, ninfómanas con una copa de más, gángsters de medio pelo y un amplio catálogo de cadáveres pueblan esta cinta noir tan original como inolvidable.
 
El chantaje parió la trama negra de la película. En ella, Philipe Marlowe, detective privado, es contratado por un viejo general, Sternwood (Charles Waldron) para despejar las dudas que se presentan en torno a un asunto oscuro en el que se ve envuelto su hija Carmen (Martha Vickers). Al comenzar la investigación, Marlowe se dará de bruces con un asesinato y con la otra hija de Sternwood, Vivian, (Lauren Bacall) una mujer misteriosa, bella y ferozmente inteligente. Una chica protectora, y algo femme fatal e, que cuenta con un sarcasmo tan provocador y seductor como el de su parteneire.
 
Gran parte del atractivo de la película lo tiene la perfecta recreación que realiza Bogart del duro Marlowe. Lo suyo es instinto puro de sabueso, un tipo que recorre las cloacas, con la habilidad suficiente como para no mojarse los bajos de los pantalones ni perder la compostura de su elegancia cínica. Es un turista de los bajos fondos de la corrupción que conoce demasiado bien el terreno que pisa, aunque eso sí, ante nuestros ojos, jamás dejará de ser un tipo íntegro. Tampoco deja nunca de sorprendernos la elegancia y la inteligencia con la que una jovencísima Lauren Bacall encarnó su personaje. Su arrogancia, su voz grave y decidida, su desafiante caída de párpados, sus gestos sinuosos, lentos… todo en ella es un mensaje elocuente y lleno de interpretaciones.
 
Bogart y Bacall se casaron seis meses después de terminar la película. Quizás el propio cine hizo que su romance fuera especialmente intenso y magnético. Al fin y al cabo pudo habitar en diferentes personajes y en distintas historias de películas, que si bien nunca podrán estar a la altura de la realidad, son auténticas obras maestras de la ficción. El único territorio donde cualquier cosa es posible.
 
- Marlowe (Bogart): “Usted tiene cierta clase, pero no sé hasta dónde puede llegar”.
 
- Vivian (Bacall): “Depende mucho de quién sea el jinete. Siga Marlowe, me gusta mucho su estilo…”
 
Y en persona, la fórmula del diálogo-leyenda:
 
 

RATONERA DE EGOS SIN SALIDA


Ahí le teníamos otra vez. Un año después de terminar la Segunda Guerra Mundial, el gran Howard Hawks quería repetir la experiencia con la que dos años antes había juntado a Humphrey Bogart y Lauren Bacall en Tener y no tener, pero en esta ocasión para adaptar la novela El sueño eterno del rey del género policiaco Raymond Chandler. En esta ocasión, él sería el detective Philip Marlowe y ella la misteriosa Vivian, hija del moribundo general Sternwood del cual recibe un extraño encargo: averiguar quién y por qué está chantajeando a su familia. Todo se unió, la magia de Hawks, el manuscrito de Chandler, y nada más y nada menos que William Faulkner en la adaptación del guion. 
 
Y pasó lo que tenía que pasar. Que la madeja que el escritor policiaco había tejido en su libro se enredó aún más en su adaptación al cine en las manos del novelista y poeta sureño. Nunca fue cierta aquella leyenda que apunta que ni director ni guionista supieron jamás cuál era la resolución del crimen principal. En el libro queda claro, y en la película también, pero de una manera tan enrevesada, tan frenética y tan llena de diálogos acelerados e inconexos que realmente hicieron creer, a lo largo de los años, que El sueño eterno era una historia sin resolver. 
Muchos egos juntos campando a sus anchas y manejando los hijos por una ratonera de personajes sin salida, planos, tiesos y soltando palabras como si estuvieran leyendo la partitura de un montón de trombones desafinados. Mucha inteligencia, astucia, cinismo y juegos de palabras en cada escena, eso sí, sea quien sea quien hable: un viejo a punto de morir, una loca de aquí te espero, una librera con ganas de marcha, un mayordomo engreído, una simpática taxista, un policía de vuelta de todo, o un hombrecillo que lo mismo da que mate o que muera. Mientras, y por si no nos hemos despistado ya lo suficiente, se suceden muertes repentinas, chóferes ahogados, disparos, mujeres drogadas y atontadas, chantajes de quita y pon, casas de juego, personajes que salen de la nada, y asesinatos de nuevo cuño que remiten a pistas nuevas e interminables. Agotador. Una pausa para respirar. 
Y en medio de todo las dos estrellas. Probablemente debamos salvar al querido Bogart por aquello de su estrella infinita –no entremos en terrenos de mitos cinéfilos exagerados- pero tan poca expresividad para el multipersonaje que le cae encima tiene su guasa: detective, guardaespaldas, azote de hermanas descarriladas, sabueso, amante, bromista, conquistador y héroe. Todo para él. E incluso al final el propio Marlowe se hace tantas preguntas a sí mismo sobre la trama que en ese punto ya resulta imposible no darse cuenta de que Hawks y Faulkner llevan trucando dados, marcando cartas y escondiendo fichas desde el inicio de la película. Sin embargo, a la Bacall no la perdonamos. Por lo que sea, la ambigüedad de la “nena” resulta más desquiciante que intrigante, y su despliegue de elegancia en ese gesto tan suyo de medio sonreír no nos convence ni siquiera al final, cuando se supone que debemos creernos lo que nunca ha llegado a contar. Solo nos quedamos con su interpretación en el casino del tema And Her Tears Flowed Like Wine, de Ella Fitzgerald. 
Concluyendo. En un momento, un personaje le espeta a Marlowe que no logra “entender su juego”, ante lo que el detective pone cara de circunstancias. O cara de no entenderlo él tampoco, que hasta se define “desconfiado por naturaleza”, en lo que le damos toda la razón, ante tal mareante aventura de laberintos y pasadizos. Desde luego, nunca hubo en el cine negro de los 40 tantas curvas para llegar del punto A al punto B. Lo más fácil es derrapar en alguna o acabar parando a mitad de camino para reconsiderar si realmente estamos llegando a algún lugar o si nos damos media vuelta. Decisiones siempre complicadas.


Aquí os dejamos para terminar a la Bacall pasándoselo en grande y emulando a la Fitzgerald:

Píldoras cinetarias: El valls absolutorio de la última noche de Edward Norton


Spike Lee realizó en 2002 La última noche, probablemente la que ha sido hasta ahora su mejor película. En ella, asistimos a las últimas 24 horas de libertad de Monty (grandioso Edward Norton), que debe ingresar en la cárcel al día siguiente por tráfico de drogas, historia basada en una novela de David Benioff. Su ánimo es fuerte, sus amigos (Philip Seymour Hoffman y Barry Pepper) son antiguos y fieles, su novia (Rosario Dawson) está desesperada por él, su padre no le reprocha más de lo necesario (espléndido Brian Cox) y su perro le acompaña en un paseo infinito por las calles de un Nueva York que huele a despedida, que siente todavía el hueco de las Torres Gemelas, y al que Monty escupe en frente de un espejo.

Y de fondo a sus últimas conversaciones, sus últimas decisiones, su última fiesta, su última pelea, acompañando a un terror que va subiendo escaleras, aparece un valls interminable, casi épico, que adquiere todo su sentido durante el final desgarrador de la película. El tema, con el título original de la película y de la novela  -The 25th Hour- es una pieza in crescendo absolutamente emotiva, realizada por el compositor estadounidense de jazz, arreglista y genio de nuevas corrientes e influencias Terence Blanchard. 

Siempre hemos pensado que sin esta aportación del sorprendente Blanchard, la película tendría un realismo más sucio, más pegado al terreno y más fiel a la novela. Pero el caso es que la pieza aporta a las últimas horas de Monty, a su andar cansino, a su forma de no querer decir adiós, a su manera de estrellarse contra una verdad que acepta y rechaza a partes iguales, un sentimentalismo que nos gustó y nos hizo compadecerle hasta el punto de querer absolverle de todos sus pecados. Suponemos que ésa era la intención.

Os dejamos la pieza completa sonando sobre el fabuloso e icónico cartel de la película: