¿QUIÉN NECESITA RAZONES?
Los adjetivos y etiquetas como “generacional”, “perturbadora”, “de culto” o “rompedora” se quedaron cortos en 1996 cuando el director de Manchester Danny Boyle estrenó en los cines de todo el mundo, tras una original campaña promocional, Trainspotting, su segundo largometraje, un panegírico escocés de nihilismo, drogas, paro, escatología, traiciones y vidas sin sentido, abordado desde la ironía, la sátira y la burla. El cineasta británico, muy ligado al mundo de la publicidad, se enfangó en rodar la adaptación de la novela homónima de Irving Welsh (el novelista aparece en un cameo como punk trasnochado), escandalizando a medio mundo y alzándose con una nominación a los Oscar y un premio BAFTA.
Aunque el director conseguiría recientemente meterse entre los grandes de Hollywood con Slumdog Millionaire y 127 horas, soberbias películas aquí elogiadas, y siempre le hemos admirado por su visión televisiva de la dirección, nunca volvió a provocar tanto pasmo popular en las butacas de cine como lo hizo entonces. Welsh le susurraba al oído, veía su novela en cada escena, y ambos se pusieron a acumular miseria tras miseria, como el personaje de Renton, para al final “nunca tener suficiente”. Esa es la filosofía de la película, y en esa meta se encontró por el sendero con un mundo cansado de una década de los ochenta que, todavía en los 90, no había terminado. Danny Boyle, ayudado previamente por la masa que entronó a Quentin Tarantino con Pulp Fiction, se la cargó sin casi proponérselo, e hizo ancha y larga una manera de hacer llegar verdades como chutes a quien quisiera conocerlas.
Muchos años después, quizás Trainspotting solo es recordada por una determinada generación, la nuestra, la que alucinó con los “amiguetes” heroinómanos y miserables que Boyle consiguió que convirtiéramos en nuestros héroes caídos. Pero otros muchos deben darle las gracias, aunque solo sea por haber sido el trampolín de actorazos como Ewan McGregor (por aquí no se nos olvida que comenzó su carrera como el capullo de Mark Renton, metiéndose chutes, cagando y vomitando), Robert Carlyle (antes de Full Monty ya había sido el sociópata Francis Begbie), Jonny Lee Miller (un Sick Boy especializado en Sean Connery que no para de pasearse por el cine inglés), o Kelly MacDonald (la pequeña y seductora Diane que después deslumbraría en Gosford Park o Intermission), así como con la consistencia de secundarios de lujo como Peter Mullan (“la madre superiora”). Todos ellos en la gris Edimburgo, subidos en un tren de enganches y desenganches, que componen una de las mejores películas de los 90, llena de video-clips autónomos, iluminaciones expresionistas, dirección de lujo y una de las bandas sonoras mejor encajadas que hemos encontrado.
Nadie entendería ese impagable arranque de Renton y Spud corriendo a toda leche perseguidos por la policía, sin la batería inicial del Lust for Life de Iggy Pop mientras la voz en off del protagonista nos explica la vida que elige, sin hipotecas, sin seguro dental, sin coche, y sin razones porque “¿quién necesita razones cuando tienes heroína?” ¿O alguno de vosotros podría abstraerse de la escena de la discoteca y la narración en paralelo de cómo termina la noche de cada uno de ellos sin la versión que hizo Sleeper del Atomic de Blondie? Y por encima de todo, a muchos nos gusta pensar que Lou Reed compuso Perfect Day exclusivamente para la mejor secuencia de la película, en la que Renton, vía sobredosis, se hunde en una alfombra roja que le lleva hasta su destino, o Nightclubbing con el mismo motivo. Tampoco el asombroso final de las vicisitudes de los amigos en general, y de Renton en particular, en un Londres de oportunidades, sonarían igual de redentoras sin el Born Slippy de Underworld en los minutos finales. Entre tanto, Blur, Elastica, Primal Scream, New Order y Brian Eno acompañan prácticamente cada fotograma de la historia, junto con un homenaje al Abbey Road de los Beatles en forma de plano.
Darren Aronofsky (en Réquiem por un sueño), Chistopher Nolan (en Memento) o David Fincher (en El Club de la Lucha), entre otros, son algunos de nuestros mecanos de Trainspotting de ahora, en cuanto a la psicología social, sea a través de las drogas o de la enfermedad mental. Aunque lo han hecho de otra manera, que el paso de siglo no perdona, han cogido el testigo casi obsesivo de perturbar al espectador. Sin embargo, algunos de nosotros añoramos no sin cierta estupidez el limbo de sinrazones de Renton, recordando su manual de supervivencia sin pies ni cabeza, filosofía hueca pero transparente, y aunque elegimos una vida, una hipoteca, una seguridad, como él, como los chicos que contaban trenes escoceses y debatían sobre naderías, vamos “tirando, tirando, sin saber muy bien la razón”, hasta el día en que la palmemos.
El inicio de la película. Iggy Pop y presentación de personajes. Vídeo clip marca Boyle, y uno de los mejores arranques cinematográficos de la década:
BUENA POSE IRREVERENTE
El senador norteamericano Bob Dole, criticó la frivolidad con la que Trainspotting abordaba el mundo de las drogas. Al Partido Nacional Escocés, en cambio, no le gustó en absoluto la visión “tan negativa que se daba de la juventud escocesa en la película”. Nosotros preferimos alejarnos de las zarandajas moralistas o patrioteras para decir, sencillamente, que Trainspotting no termina de convencernos porque le sobran farolillos de colores. Nos explicamos.
Antes de iniciar el rodaje del filme, Danny Boyle, su director, acababa de lograr un éxito rotundo y una corte de seguidores incondicionales gracias a su primera y original película, Tumba abierta. El realizador tenía un gran reto por delante, seguir estando a la altura de las expectativas que había creado, pero también muy buen ojo, pues eligió como base para su siguiente proyecto una novela polémica de un escritor que estaba rompiendo cánones, Irving Welsh.
El resto de la receta para lograr el blockbuster, con etiqueta de obra maestra, se la debió sugerir su naturaleza de provocador. Construyó cinco iconos para sus protas, cinco amigos inadaptados de vida al límite, elaboró un manifiesto ‘antisistema’, lo aderezó con buenas dosis de escatología marginal y, de vez en cuando, dio un gran golpe de platillos para que no se amodorrara el personal. Ahí entran sus secuencias surrealistas, marca de la casa. Nos llevó de viaje lisérgico por el peor váter de Escocia y acabamos en un paraíso subacuático; nos atormentó con un bebé mecánico, muerto y poseído para que comprendiéramos los demonios chungos que te rondan cuando se acerca el mono, anticristo del heroinómano. Y lo más espectacular, hizo de una buena diarrea su mejor chiste en la película. Tenía todos los ases en la manga para triunfar.
Boyle, eso sí, supo acompañar la fórmula magistral con una brillante banda sonora donde Carmen, de Bizet, se codeaba con el gran Iggy Pop y lo más granado del pop rock británico. Una delicia, sin ironías. Todo ello con la complicidad de un guión ágil y extraordinariamente ingenioso, y la interpretación brillante de un entusiasta, famélico y guapísimo Ewan McGregor, en la piel de Mark Renton. Es muy fácil empatizar con una película que funciona como un poderoso catalizador del inconformismo que habita en todos nosotros. Un filme que nos recuerda el espejismo de vida en el que todos no hemos visto atrapados. Sin embargo, igual de efectista hubiera resultado si, como espectadores, se nos hubiera tratado como adultos. Para empezar, el humor negro de la película no tendría por qué haber perdido su frescura si los personajes hubieran tenido un punto más de relieve y hubieran dejado para su perfil inicial, para su presentación, la caricatura humorística.
“Ahora voy a elegir la vida, voy a elegir ser vosotros. Mirando hacia delante hasta el día que la palme”. Esta frase, epílogo del protagonista o el epitafio, según se mire, del superviviente Mark Renton, es el colmo de la pose irreverente que tiene la película. Ante semejante revelación sólo cabe decir, bienvenido, Renton, nos da que además de traidor siempre has sido un poco impostor. Si el nuestro tenía que haber sido tu destino, podrías haberte ahorrado el viaje iniciático y, sobre todo, el tiempo con esos colegas a los que nunca llegaste a soportar. “Lo malo de estar desenganchado es tener que ver a mis amigos en pleno estado de consciencia”. Tú mismo.
Terminamos con la mejor secuencia de la película. Renton vive su día perfecto con una sobredosis que le envuelve en una alfombra roja. Lou Reed le acompaña:
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