PASIÓN MUDA POR CADA TECLA
“Qué muerte. Qué suerte. Qué sorpresa. ¿Mi voluntad ha elegido la vida?”. Esta frase la pronuncia la voz en off del personaje de Adda McGrath (interpretada por una Holly Hunter como no hemos vuelto a ver) en un momento crucial de El Piano, el filme escrito y dirigido por la directora neozelandesa Jane Campion que en 1993 se convirtió en una de las películas del año. Solo esas palabras definen la complejidad de su personaje principal, una joven pianista muda con una hija (asombrosa Anna Paquin), que es obligada a casarse con un granjero colonial, Alister Stewart (Sam Neill) y se traslada Nueva Zelanda con su piano. Su instrumento, su forma de expresarse y amar, quedará abandonado en la playa ante la imposibilidad de remontarlo hasta su nuevo hogar.
El punto de partida y final de este drama romántico, que se alzó con tres Oscar y la Palma de Oro de Cannes, es el piano, el corazón de Adda, la voz de su mente y su lenguaje. La aparentemente delicada, fría, hierática e inaccesible joven llega a un lugar abrupto, angosto, salvaje, colonial, y desde lo alto mira con tristeza el piano abandonado y despreciado por su nuevo marido, sin saber que será un vecino y amigo de los nativos, George Baines (Harvey Keitel, ¿para cuándo en otro papel como éste?) quien lo recuperará, a cambio de unas tierras. El trato incluirá que Adda le dé clases de piano en su casa, pero el bruto, humilde y adusto Baines tiene otros planes: ir cediendo a la joven su piano, a cambio de poder tocarla, a cambio de un leve arrebato de pasión muda por cada tecla.
Un doble trato que se irá modulando y evolucionando entre el barro, la selva, la humedad, los diálogos de los nativos, la soledad, la incomprensión, las funciones escolares y la vida aburrida y puritana. Mientras Baines logra tocar un minúsculo trozo de piel de la pianista, asistimos al comportamiento totalmente arrebatador y desconcertante de Flora, la niña, inmersa en sueños infantiles, traductora de su madre, delatora inconsciente y soñadora de mundos imposibles. La transición de los dos amantes se da entre prendas caídas, deseos que provocan la enfermedad, miradas invasivas y breves caricias.
Es impresionante que casi veinte años después, esta película guarde aún toda su grandeza. Aparte de la famosa partitura para piano de Michel Nyman, repetida hasta la extenuación, la historia parece salida de uno de esos conjuros mágicos que hace que todo se desenvuelva en estado de gracia: cuatro actores a los que siempre identificaremos con esos personajes, una fotografía de Stuart Dryburgh que nos humedece los huesos, y un guion más allá de las palabras. Gestos que superan cualquier tipo de lenguaje y que componen las mejores escenas de película: la excitación de Adda cuando toca en la playa mientras Baines la observa y la niña baila, Adda dejándose caer en el barro tras su mutilación, Adda atravesando con la mirada el cerebro de su frustrado marido para hacerle comprender su dolor, o Adda inmersa en el océano, junto con su piano, dejando que su voluntad decida.
En ningún momento, sentimos la falta de las palabras de Adda, porque es su sobrecogedora mirada, y las cortísimas frases de Baines, su sufrimiento y amor, los que al final hacen que la pasión surja entre dos personas antagónicas pero igualmente heridas. Entre las teclas de ese piano, el que decíamos verdadero protagonista, queda envuelto un secreto que machaca a sus protagonistas hasta llevarles al límite.
Qué sorpresa y qué suerte fue poder comprender la asombrosa catarsis de psicología que encierra esta película. En ningún momento oímos explicar a la pianista por qué no habla, por qué acepta un matrimonio que no le gusta, por qué es capaz de tocar el piano de esa manera, por qué decide entregarse a un hombre que al principio desprecia, pero lo entendimos todo a la perfección. Los minúsculos y encendidos ojos de Holly Hunter interpretaron en esta película una de las pasiones más bellas de la historia del cine. Y con ellos nos arrastró a sumergirnos con ella hasta lo más profundo de su mente, en un sueño imaginario, donde el silencio será siempre eterno y nuestro.
La escena donde comenzamos a conocer a Adda, en la que recogen todo su equipaje de la playa, menos su piano. Lo mira desde arriba, abandonado, como ella misma:
LA PERSUASIÓN DE UNA BANDA SONORA
El Piano es una de esas películas que te envuelven en tal atmósfera de belleza formal que, en muchos casos, no dejan ver que estás ante una historia casi anecdótica y, por momentos, estrafalaria. Imaginemos que le quitamos todo aquello que la sitúa en el Olimpo de las películas inolvidables. Para empezar, ignoremos los paisajes extraordinarios de Nueva Zelanda, las tempestades y el mar embravecido, estampas icónicas del Romanticismo, y quitémosle ese aire de falso fatalismo que envuelve a los personajes. Fuera esas frases poéticas que adornan un desenlace final artificioso, con susto hilarante incorporado. Pero sobre todo, eliminemos de la película la preciosa y singular banda sonora, firmada por Michael Nyman, (compositor de cabecera del genio inclasificable Peter Greenaway). Es decir, dejemos sin alma a un filme donde el tiempo se hace música para evitar el miedo al vacío. Después de haberla desnudado, ¿qué nos queda? Una producción protagonizada por un cuarteto de buenos actores que, en muchos casos, dejan ver que no terminan de creerse la pasión accidental en la que se ven enredados.
En El Piano, Adda (Holly Hunter) es una viuda escocesa que llega a Nueva Zelanda junto a su hija (Anna Paquin) para reunirse con su marido, con quien se ha casado por poderes y a quien nunca ha visto. Adda no habla desde los seis años y nadie nunca ha sabido por qué. Ni siquiera ella. La única manera que tiene de comunicarse es a través de la música que crea tocando su piano y por medio del lenguaje de signos, que sólo sabe interpretar su pequeña de nueve años. Cuando su marido acude en su busca (Sam Neill), en los límites de una playa sacudida por una violenta tormenta, éste decide recoger todas sus pertenencias, exceptuando el piano que queda a la intemperie y rompiendo las olas. Un vecino del matrimonio y amigo de los indígenas maoríes, George Baines (Harvey Keitel), propone a Adda un extraño trato para que pueda recuperar su instrumento. De este acuerdo erótico-comercial al que llegan y no se sabe muy bien cómo, surgirá una pasión y aún más, el mismísimo amor.
Adda es una mujer apasionada, asustada por el destino extraño hacia el que se encamina, pero desde luego, para nada melindrosa. Se nos muestra como una mujer fuerte y de carácter determinante. ¿Por qué tendríamos, entonces, que creernos que la pasión que siente hacia su piano podría llevarla a prostituirse? Hablamos, además, de una persona, que rechaza cualquier contacto humano y cuya discapacidad la envuelve en una conveniente burbuja de aislamiento social. Pero aún hay más, ¿en qué momento comienza Adda a cambiar sus sentimientos hacia Baines, un tipo que se acerca a ella con trazas de exhibicionista rijoso? ¿le conmueve su enamoramiento? ¿el roce hace el cariño? ¿y por qué el marido, un tipo vengativo, pero emocionalmente simple, tiene un comportamiento tan ciclotímico y es capaz de mostrar un gesto de generosidad inapropiado, teniendo en cuenta sus antecedentes como cornudo despechado? ¿tenía miedo de su propia locura? ¿acepta lo inevitable? Demasiado elaborado para su carácter.
Todas estas lagunas o ‘tontunas’, por ejemplo, podrían haberse despejado con un guion menos contemplativo y más interesado en el espectador que mira más allá del envoltorio de las películas. Un guion donde las secuencias se dedicaran a narrar, con cierta lógica y cierta progresión coherente, las tormentas que se desencadenan en el interior de los personajes. Que son muchas y podrían haber resultado interesantes.
La película logró un aplauso unánime y tres Oscar de Hollywood: el de mejor actriz, mejor actriz de reparto y mejor guion original. Nunca entenderemos bien cuáles fueron las razones que llevaron a los académicos a premiar el guion, aunque suponemos que algo tuvo ver que se convirtiera en la producción de moda ese año. No olvidemos, que las películas de época parecen revestirse siempre de cierto aire intelectual y Hollywood necesita de vez en cuando recordarle al mundo que simpatiza con las producciones más intimistas. Predecible fue el que recibió Holly Hunter, una actriz resuelta que no se ha prodigado demasiado en la gran pantalla. Sin embargo, la interpretación de Paquin es apabullante, extraordinaria, y capaz de eclipsar, por completo, a sus compañeros veteranos de reparto. En especial, a ese taciturno y gris Sam Neill, un gran actor que no ha contado con la carrera que se merecía.
La banda sonora y la fotografía, los sentimientos de represión y soledad de los habitantes ‘civilizados’ de esa colonia remota, y el fabuloso y fabulador personaje de la hija son los elementos más estimulantes de una película que se entretiene demasiado en extravagancias eróticas y en hermosos paisajes. En crear imágenes imborrables, como ese piano en silencio y ajeno a la tormenta que ha conseguido su propósito, que sean muchos los que recuerden su linda estampa.
Es en esta escena donde aparece casi completa la pieza de Michael Nyman para la película. Sirve de telón de fondo del inicio del acuerdo entre Adda y Baines:
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