Visionado: ‘Holy Motors’, de Leos Carax. ‘Lo mejor es despertar’

 
dos estrellas

Tropezón con una parte del gran cine francés de corte autoral e independiente. Eso dicen. Pues veamos. Comienza con una imagen de un patio de butacas lleno de gente durmiendo. ¿Empezamos a soñar? Eso parece. Holy Motors, de boca en boca desde su apabullante triunfo en la última edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges, arranca con un surrealismo inquietante y extremo para que no nos despistemos de nuestro objetivo: dejarnos llevar por una historia truculenta, loca y excéntrica, e interpretarla como nos venga en gana. Pero pasa que el carrusel se convierte en una carrera de excentricidades, lentitudes y bizarradas sin sentido, aunque te retuerzas las neuronas para simplificar, relativizar o cualquiera de los verbos que sirvan para otorgar un significado a aquello que no pasa de la mera pretensión estética y provocadora.
 
En una mezcla absurda de supuestos planos de fascinación e hipnotismo que se tambalean peligrosamente hacia el bostezo del espectador, el pequeño gran Leo Carax da un paso más allá de las moñadas de Los amantes del Pont-Neuf (1991) y nos presenta a un hombre, Monsieur Oscar (el fiel Denis Lavant), que realiza su jornada de trabajo interpretando a varios personajes, de diferente naturaleza, idiosincrasia y tontería, conducido en una limusina por diferentes pasajes de París. Ahora un banquero, ahora una especie de ninja follador-virtual, ahora un ser inmundo (ya conocido por los fans de Carax: el Merde de su corto en la trilogía de Tokyo!) caníbal y empalmado por los encantos de la rígida Eva Mendes, luego un padre desengañado, un asesino, un acordeonista y un moribundo. Interpreta para quién sabe quiénes, solo manejado por las manos invisibles de algún tramposo, dígase director, que por lo visto busca un homenaje al cine y a sus demonios en una coctelera encabritada de géneros inacabados.
 
Asoman las duplicidades, terciopelos y gestos desgarrados de David Lynch, escenas desencajadas a lo Luis Buñuel, en un bucle desbocado de diálogos y música alocada para dejar al espectador pasmado de incomprensión y mutismo. ¿Que no hay nada que entender? Pues probablemente, pero no vale. Se escurre entre nuestras manos tolerantes este collage de historias amarradas bajo el objetivo de atontar al ingenuo público, de trampa en trampa, arrrodillado de vergüenza ajena cuando Kylie Minogue arranca por gorgoritos tan pancha, clamando por el pasado y por el amor.
 
Aquí no hay nadie de piedra. Algún sentimiento germinó en nuestros fríos corazones en alguna que otra escena (por el cementerio, por un París desconocido, por el interior de la limusina), pero en emociones milimétricas que son cercenadas por Carax sin ninguna compasión cuando las convierte en un pasacalles, como una parada de monstruos, un circo sin gracia, un susto sin miedo, que apenas nos deja disfrutar de cierto asomo de fascinación. Hablando de circo, tampoco nos desagradó del todo Denis Lavant, con esa capacidad suya de sufrir, mimetizarse a lo Mortadelo, hacer de saltimbamqui y mostrar la erección más horrenda de la historia del cine. Llamémosle odio-admiración, por ponerle una etiqueta.
 
Que quede claro que no nos resulta sorprendente ver a Leos Carax tan alejado de sus maravillosos orígenes en Chico conoce chica (1984), que no en vano han pasado casi 30 años. Pero los entonces oníricos y magnéticos guiños a sus maestros Jean Cocteau o Jean-Luc Godard se han quedado ahora durmiendo el sueño de los justos, de los clásicos intocables, donde deben estar, sin homenajes de pantomima. Así que tras Holy Motors, al final, lo mejor es despertar, estirarse y sacudir la cabeza. El poso de esta pesadilla es breve, y su alojamiento en la memoria tan confuso que apenas somos capaces de rematar una conclusión, salvo la de la amada vigilia.
 
El tráiler con sus estupendas e incomprensibles críticas. “La belleza está en el que mira”. Pues menos mal:

‘Te doy mis ojos’, de Icíar Bollaín. ‘El perdón imposible’ vs ‘Lejos del suelo’

 

EL PERDÓN IMPOSIBLE

Un fantasma recorre Toledo. Es Pilar (Laia Marull) huyendo despavorida con su hijo de algo terrible, monstruoso, que la mantiene tensa pero también resolutiva en la búsqueda de un escondite donde ambos puedan mantenerse a salvo. Ella es una mujer sencilla, madre y ama de casa, y ha llegado al límite de su paciencia con algo que solo conocemos cuando en casa de su hermana Ana (Candela Peña) acude a por ella su marido, Antonio (Luis Tosar). Por su cara de terror cuando baja a verle al portal, a través de las rejas, por las frases de él, ya sabemos a lo que se está enfrentando: al miedo, a la humillación, al maltrato, a la más mezquina de las persuasiones y a su propia vergüenza de mujer sumisa y temerosa.

 

El arranque de Te doy mis ojos en 2003 es la primera de las muchas joyas que esconde esta película, de una de las mejores cineastas de nuestro país, Icíar Bollaín. La historia, que arrasó en el Festival de San Sebastián y en los Premios Goya, es el retrato más realista y sobrecogedor que se ha hecho en España sobre los malos tratos, cuando todavía la gente no terminaba de comprender este fenómeno. Con la pequeña historia de Pilar, se nos ofreció la posibilidad de contemplar un caso (de ficción, pero tal real como cualquiera) desde dentro, desde los muy numerosos prismas emocionales que entran en juego cuando sobreviene esta tragedia.
Así, la cineasta no optó por contarnos la historia feliz de una boda y la posterior deriva hacia la violencia de género. Decidió comenzar el relato con la huida de Pilar y su hijo (donde ya intuimos años de malos tratos), y dedicar buena parte del metraje al proceso de perdón con el que su corazón va cayendo de nuevo en las redes de Antonio, que acude a una terapia de grupo y que lucha por recuperar a su mujer con maravillosas palabras de amor. Pero la cesión de la esposa y madre ha cambiado algo en ella. Durante el tiempo en que ha estado sola, ha descubierto dentro de sí misma la necesidad de ser alguien, de trabajar, de no ser una sombra, y este nuevo rol complicará la visión del mundo de Antonio, un hombre enfermo, que sufre, que lucha, que ama mal, aunque ame.
Un guion muy valiente (de Bollaín junto con Alicia Luna), las asombrosas interpretaciones de sus dos protagonistas, la fabulosa ambientación en la preciosa ciudad de Toledo, y un compendio de personajes, que rodean a Pilar y a Antonio, que les influyen, que les hacen pensar, que les motivan o desmotivan, hicieron de este melodrama una obra maestra que a su vez contribuyo a despertar la conciencia de una sociedad que mantenía simplificada y estereotipada la cuestión de la violencia machista, como un tabú, incluso ya bien entrado el siglo XX. Ahí encontramos a la madre de Pilar, interpretada por Rosa María Sardá, una mujer que “aguantó” lo que su hija no está dispuesta a aguantar y que le pide que haga lo mismo, o a su hermana, que sabe que todo volverá a repetirse, pero no encuentra la manera de ayudarla, chocando contra un muro cuando lo intenta.
Aunque al principio no podamos siquiera sospecharlo, Te doy mis ojos es una historia de amor y perdón imposible. Del amor de Pilar por quien fue su marido, por el hombre con quien se casó, con quien hace nuevos planes, con el que quiere empezar una nueva vida y al que se rinde a cada paso. Y del amor de Antonio, enfrentado a los celos, a la posesión, a su agresividad, a su violencia, a la única manera que encuentra de retener a su mujer, insana y humillante, como una pasión enferma y destructiva. Y ese imposible es el que nos atenaza la garganta a cada segundo: el de saber que el amor no siempre puede con todo, y menos cuando se transforma y se convierte en otra cosa, en una pesadilla de ojos oscuros y negros contra el que no podemos luchar.
Una de las escenas de amor más bellas del cine patrio. Él lo quiere todo y ella se lo da:
LEJOS DEL SUELO
Cuando en 2003 la directora Icíar Bollaín estrenó Te doy mis ojos, al mismo tiempo parecieron abrirse los de muchas personas, sobre todo mujeres, que acaso pensaron que la situación de alienación y maltrato (no solo físico) por el que estaban pasando no era normal. Por ello fue innegable su contribución, como buen retrato social, a mantener vivo el debate sobre la violencia de género. Pero lo hizo en un determinado estrato sociológico, fácil de manejar y de entender, aplicándole matices que no es que fueran mentira, sino que distorsionaron y engalanaron el drama.
Desde luego la premisa está mejor tratada que en otras películas más estereotipadas como lo fueron Celos, de Vicente Aranda, o La buena estrella, de Ricardo Franco, pero consideramos que la elección de la historia no respondió a la denuncia de un drama social en sus raíces más profundas, sino a poder perfilarla con trazos de melodrama romántico bastante incomprensibles. Porque en ocasiones se mezcla el amor con la dependencia, la pasión con la humillación y la fortaleza con la violencia. Al final se cayó en el cliché de los males de las clases medias, difuminadas entre la nada, cuando estamos ante un problema que tiene su origen en los vestigios de una sociedad todavía primitiva en muchos aspectos.
Echamos de menos por ello, ya puestos a abordar la historia con cierta valentía cinematográfica, que el guion hubiera escarbado mejor entre la herencia de muchos años de familia patriarcal y rural donde la función de la mujer era parir y callar. Que se hubiera trasportado a las capas más bajas, aquellas donde habitan las mujeres maltratadas que no tienen a quién recurrir, y los hombres de hierro que no saben decir frases bonitas y susurrar en el oído de sus víctimas para poder reconquistarlas, ya que nunca las pierden. Ya sabemos que a lo mejor entonces la cruda realidad hubiera sido demasiado para el público, pero sí que podríamos hablar de realismo auténtico e hiriente.
Por este mismo motivo consideramos que la escena de Pilar en la comisaría, donde apenas puede demostrar el maltrato de su marido, es una de las más salvables del film: ahí es donde realmente se ve la impotencia del personaje, y no en la capacidad de persuasión de su marido (Luis Tosar), un personaje apenas definido y dando continuos bandazos; ni en la de su hermana (Candela Peña), que casi parece un rol del pijismo más acuciante; y ni siquiera en la de su madre (Rosa María Sardá), mujer ya curtida en el consentimiento del maltrato, pero cuyo personaje queda pobremente justificado.

Todo esto no significa que Te doy mis ojos sea una película mediocre, que no lo es. Simplemente no cumplió el papel social que muchos quisieron atribuirle, porque no buscó donde el drama es realmente asfixiante y pudre la vida de las mujeres. Se quedó en los sentimientos de una mujer joven, que todavía tiene salida, donde existe la esperanza y la luz, y se olvidó de las que están hundidas en el fango, viviendo en la oscuridad, atadas de pies y manos a la soledad de sus días llenos de golpes, sin dinero, sin familia, ya casi sin alma, inexistentes y borradas del mapa. La película quedó lejos del suelo, de la auténtica tragedia, de la verdadera violencia.

Finalizamos con otra escena de diez. Pilar, incapaz de enfrentarse a la verdad, mutilada emocionalmente:

Visionado: ‘En la casa’, de François Ozon. ‘Como un libro semiabierto’


cuatro estrellas

 
Una inquietud parece recorrer siempre, en intermitentes ciclos, a cineastas pegados a los problemas adolescentes que durante los últimos años han hecho del “cine de aulas” casi un subgénero del realismo social, aportando una visión pedagógica, conmovedora, cruda o simplemente informativa a las historias de alumnos pasando por una de las etapas más difíciles de la vida. Ese ha sido el caso en los últimos años de estupendas historias como la francesa La clase, la alemana La ola, o recientemente la canadiense Profesor Lazhar, herederas de otras muchas que abordaron el tema con más sentimentalismo pero que también marcaron época como El club de los poetas muertos o Rebelión en las aulas.
 
En la casa parte de esta premisa, podríamos incluirla en este género, pero sucede que estamos ante una historia tan atípica como brillante sobre la dimensión profesor-alumno, y por tanto, muy difícil de catalogar. En primer lugar, este filme francés, ganador de la última Concha de Oro del Festival de San Sebastián, es tremendamente personalista en el tratamiento tanto de esa relación como en el de sus escasos personajes; y en segundo término, no hablamos de cine-denuncia, ni cine-protesta, ni siquiera de cine social, ya que en él se mezclan en mecano milimétrico un conjunto de géneros que van del melodrama a la comedia con arriesgada intención, sin moraleja.
 
En un modernísimo y sobrio colegio francés, un profesor de lengua y literatura (carismático y soberbio Fabrice Luchini) renegado, amargado, escritor frustrado y egocéntrico, encuentra en uno de sus alumnos, Claude (atención a la manera de comerse la cámara del jovencísimo Ernst Umhauer) un talento para escribir que le lleva a mantener una estrecha relación con el mismo. El docente comienza a orientar a su pupilo en el relato de la historia real que está viviendo el adolescente: una nueva amistad con un compañero al que da clases de matemáticas en su casa, y por cuya madre (bellísima aunque algo inexpresiva Emmanuele Seigner) siente una extraña fascinación.
 
El irónico y sorprendido profesor comparte con su esposa (estupenda Kristin Scott Thomas) la historia que, siempre con un “continuará” al final, irá tomando tintes cada vez más profundos dentro de esa casa, sin que sepamos si es el alumno quien provoca la ficción-realidad para poder escribirla o si es su mentor quien le influye para que lo haga, pidiéndole que dote de profundidad a sus personajes, que busque el conflicto con ellos y que se implique con toda su pasión. Claude, de pasado triste, padre paralítico, de carácter inquietante, voyeaur de su nueva familia de personas-personajes, misterioso y atractivo, se convertirá así en el centro de la vida del docente y de su esposa hasta límites difícilmente comprensibles.
 
Con simpáticos golpes de humor, con ironía deshilvanada en cada diálogo, con penetrantes interpretaciones, con una magnífica banda sonora del prolífico Philippe Rombi y con tramposos chispazos psicológicos, François Ozon transforma dos películas en una, donde el argumento va escribiéndose a sí mismo en cada nueva hoja manuscrita que Claude entrega, y en cada frase y consejo sobre creación literaria con el que el profesor le instruye. 

Así, vamos viendo la película al igual que si leyéramos un libro semiabierto, en un ejercicio de metaficción donde no somos capaces de imaginarnos el final que Claude busca para su profesor, por más que queramos, debido a la complejidad de sus dos protagonistas. Eso es lo que provoca que el fabuloso final tenga dos interpretaciones antagónicas, según la forma en que miremos dónde se quedan, cómo fluyen, todos los anhelos del hombre frustrado y del joven misterioso.

Visionado: ‘El fraude’, de Nicholas Jarecki. ‘Secuestrados en una red de mentiras’

tres estrellas

Robert Miller (Richard Gere) es un gran magnate de los negocios que huye. Lo hace para “proteger a sus inversores”, también para mantener al margen de la miseria y de la decepción a su familia. Aunque Miller huye, sobre todo, para no convertirse en un perdedor ni descubrirse como un gran embustero, sorprendido en medio de una farsa y se escabulle también para salir indemne del crimen que supone guardar silencio.
Éste es precisamente el factor que hace especialmente atractiva a esta de película, El fraude, el hecho de que conozcamos al antihéroe no en el momento en el que comienza a descender hacia los infiernos, sino a mitad del camino, y con muchas posibilidades de burlar al mismísimo diablo. Y es que Miller es un tipo acostumbrado a moverse en aguas escurridizas, donde cualquier circunstancia fortuita y fatal es posible. 

La película le presenta como un hombre seguro de sí mismo y disfrutando de las mieles de una vida perfecta. Tiene una compañera de vida, aparentemente frívola y generosa (Susan Sarandon), unos hijos que son altos directivos de su negocio y los medios le miman con titulares que alaban su condición de triunfador. Miller oculta su relación con una marchante de arte francesa muy bella (Laetitia Casta), aunque de carrera mediocre. En una de sus escapadas románticas, la pareja tiene un accidente, la joven muere, y Miller abandona el lugar del siniestro a hurtadillas. El policía que le sigue los pasos (Tim Roth) sospecha de él prácticamente desde el principio del filme porque la historia que se nos cuenta,  como podréis comprobar, es otra, y tiene mucho que ver con recorrer la geografía vital de un superviviente que, sin llegar a ser un monstruo, nos asusta y sorprende por su humana falta de escrúpulos.
El fraude no es una gran película, pero sí es una producción que entretiene con astucia. El filme logra que seamos cómplices de Miller, prácticamente, desde el primer momento. No porque nos caiga realmente bien, ni por su aspecto atractivo y su halo de triunfador, sino porque nos secuestra emocionalmente en su red de mentiras hasta que nos vemos víctimas de una especie de Síndrome de Estocolmo cinematográfico. Nos recuerda a la empatía maliciosa que conocían y sabían utilizar, con mucha malicia y más talento que en este caso, los grandes genios del suspense.
Es un thriller donde hay intriga y alguna que otra sorpresa; somos espectadores, una vez más ,de los pecados del capitalismo y del mundo-satélite de las grandes finanzas. Cuenta con algunos giros argumentales y con algunas características poco creíbles, pero que  funcionan. Por ejemplo, el perfil de la hija de Miller, su ingenuidad ante los manejos de su padre resulta un tanto pueril, pero llega a convencer su importancia dramática. Además, descubre los mejores momentos de las interpretaciones de Brit Marling y de un Richard Gere desconocido hasta el momento. Aunque nunca ha sido santo de nuestra devoción, hay que reconocer que el actor está estupendo en su madurez interpretativa. Sabe ofrecer una actuación donde sus gestos sostienen el nervio y la tensión agazapada de un superviviente.
No nos gustaría finalizar sin destacar la fantástica presencia de un Tim Roth que le da vida a un personaje interesante, discretamente ingenioso, de mirada aviesa, cinismo a pedir de boca y con principio de chepa. Un perfecto antagonista, con todas las de la ley, para nuestro sofisticado gentleman, un tiburón de las finanzas y de la vida.

Visionado: ‘Skyfall’, de Sam Mendes. ‘Olvidable cuestión de ratas’

 
dos estrellas
 
Vaya por delante que pese a nuestra dedicación y mimo al cine contemporáneo, con la saga del agente secreto 007 nos quedamos estancados en las tres primeras películas. Después de James Bond contra Goldfinger (1964), nada volvió a ser lo mismo, pese a que se trate del personaje adaptado más longevo de la historia del cine. Menos lo fueron otros, perdidos para siempre en la memoria del mejor cine negro o el western, y no por ello serán menos recordados. Por eso Skyfall solo ha sido un mero déjà vu. Sí, a lo mejor es más personalista, más sobria, con más misterios desvelados, pero tan absurda y aburrida como la mayoría de las anteriores. Habremos cometido el pecado de dejarnos embriagar por nuevos héroes de acción como Jason Bourne, más logrados, más sufridores, con más aristas, menos pedantes y sobrados, pero no nos importa decirlo. James Bond hace mucho que dejó de ser James Bond.
 
Ni nos sorprende habernos encontrado una mano maestra y dramaturga en la dirección, como es la del británico Sam Mendes, manejando cámaras en auténtica orquesta de locura y desenfreno persecutorio. Bueno, porque nos lo dicen, pero si viéramos de corrido American Beauty, Camino a la perdición o Revolutionary Road, y luego nos plantaran este subidón de adrenalina mareante, querríamos que nos dieran la ficha técnica de la película, compulsada y sellada. Que no es que pase nada con el Sr. Mendes, que puede hacer lo que quiera, siempre que de vez en cuando se acuerde de los que caímos en sus redes por su maestría en tratar el cine como si fueran las tablas de un escenario.
 
De cualquier forma, hablamos de una dirección sobria y pragmática, como de manual de película de acción, sin salirse de la tangente, y casi mimetizada con el carácter del propio James Bond (Daniel Craig) y su flema inglesa, común a todos los 007, ya sabemos, pero en este caso ya rozando la escultura de cera. En ese baile de tomas imposibles, giros argumentales sin sentido y elipsis en las que se ve claramente el tijeretazo de montaje, nos encontramos a un espectacular y malgastado reparto encabezado por la magnífica Judi Dench (la ya famosa M), el siempre adorable Ralph Fiennes (en un papel de gran futuro), y al clásico y memorable Albert Finney, interpretando el rol más surrealista de la historia, maldita la hora.
 
Y no, no nos olvidamos de nuestro Javier Bardem: el villano Silva, el loco del pelo rubio, el amanerado y renegado terrorista global, representante de una generación en la que las guerras ya no son entre países. Está estupendo, carismático y da un poco de miedo, pero no creemos que sea nada del otro mundo. Es muy difícil hoy en día crear villanos que sorprendan y te pongan los pelos de punta. De hecho, no hemos vuelto a ver a ninguno desde el Joker de Christopher Nolan en El Caballero Oscuro. Nuestro actor más querido e internacional está mejor que otros muchos en la película porque tiene la parte más sabrosa del guion, porque consigue que te creas su venganza antes que las dudosas lealtades de los “buenos”, y porque es un actor de método que sabe lo que hace. Pero no para volverse loco y lanzar fuegos artificiales, sobre todo porque el doblaje tampoco le hace ningún favor (culpa nuestra por no poder verla en versión original). A Bardem, por la experiencia vista, le esperamos en el futuro en manos más intimistas. Hasta ahora, mejor con Iñárritu, Schnabel, Amenábar y Uribe, que con Mendes, Allen y los Coen.
 
Así que nos quedamos con los títulos de crédito iniciales. Y no pretendemos sonar sarcásticos. Nos parecieron realmente originales (aunque te cuentan prácticamente toda la película), con un aire entre tenebroso y retro, y ese maravilloso tema de Adele perfectamente encajado. Y debido a ésto, a cierta crítica política que subyace entre las alcantarillas y a que nos hemos dado cuenta de que se trata de una película importante en la saga (por motivos que no debemos desvelar), la salvamos de la quema total. Aunque la hayamos reducido, como el propio Silva le dice a James Bond, a una olvidable “cuestión de ratas”. Sin que sirva de precedente.
 

‘El Piano’, de Jane Campion. ‘Pasión muda por cada tecla’ vs ‘La persuasión de una banda sonora’

 
PASIÓN MUDA POR CADA TECLA 
 
“Qué muerte. Qué suerte. Qué sorpresa. ¿Mi voluntad ha elegido la vida?”. Esta frase la pronuncia la voz en off del personaje de Adda McGrath (interpretada por una Holly Hunter como no hemos vuelto a ver) en un momento crucial de El Piano, el filme escrito y dirigido por la directora neozelandesa Jane Campion que en 1993 se convirtió en una de las películas del año. Solo esas palabras definen la complejidad de su personaje principal, una joven pianista muda con una hija (asombrosa Anna Paquin), que es obligada a casarse con un granjero colonial, Alister Stewart (Sam Neill) y se traslada Nueva Zelanda con su piano. Su instrumento, su forma de expresarse y amar, quedará abandonado en la playa ante la imposibilidad de remontarlo hasta su nuevo hogar.
 
El punto de partida y final de este drama romántico, que se alzó con tres Oscar y la Palma de Oro de Cannes, es el piano, el corazón de Adda, la voz de su mente y su lenguaje. La aparentemente delicada, fría, hierática e inaccesible joven llega a un lugar abrupto, angosto, salvaje, colonial, y desde lo alto mira con tristeza el piano abandonado y despreciado por su nuevo marido, sin saber que será un vecino y amigo de los nativos, George Baines (Harvey Keitel, ¿para cuándo en otro papel como éste?) quien lo recuperará, a cambio de unas tierras. El trato incluirá que Adda le dé clases de piano en su casa, pero el bruto, humilde y adusto Baines tiene otros planes: ir cediendo a la joven su piano, a cambio de poder tocarla, a cambio de un leve arrebato de pasión muda por cada tecla.
 
Un doble trato que se irá modulando y evolucionando entre el barro, la selva, la humedad, los diálogos de los nativos, la soledad, la incomprensión, las funciones escolares y la vida aburrida y puritana. Mientras Baines logra tocar un minúsculo trozo de piel de la pianista, asistimos al comportamiento totalmente arrebatador y desconcertante de Flora, la niña, inmersa en sueños infantiles, traductora de su madre, delatora inconsciente y soñadora de mundos imposibles. La transición de los dos amantes se da entre prendas caídas, deseos que provocan la enfermedad, miradas invasivas y breves caricias. 
 
Es impresionante que casi veinte años después, esta película guarde aún toda su grandeza. Aparte de la famosa partitura para piano de Michel Nyman, repetida hasta la extenuación, la historia parece salida de uno de esos conjuros mágicos que hace que todo se desenvuelva en estado de gracia: cuatro actores a los que siempre identificaremos con esos personajes, una fotografía de Stuart Dryburgh que nos humedece los huesos, y un guion más allá de las palabras. Gestos que superan cualquier tipo de lenguaje y que componen las mejores escenas de película: la excitación de Adda cuando toca en la playa mientras Baines la observa y la niña baila, Adda dejándose caer en el barro tras su mutilación, Adda atravesando con la mirada el cerebro de su frustrado marido para hacerle comprender su dolor, o Adda inmersa en el océano, junto con su piano, dejando que su voluntad decida. 
 
En ningún momento, sentimos la falta de las palabras de Adda, porque es su sobrecogedora mirada, y las cortísimas frases de Baines, su sufrimiento y amor, los que al final hacen que la pasión surja entre dos personas antagónicas pero igualmente heridas. Entre las teclas de ese piano, el que decíamos verdadero protagonista, queda envuelto un secreto que machaca a sus protagonistas hasta llevarles al límite. 
 
Qué sorpresa y qué suerte fue poder comprender la asombrosa catarsis de psicología que encierra esta película. En ningún momento oímos explicar a la pianista por qué no habla, por qué acepta un matrimonio que no le gusta, por qué es capaz de tocar el piano de esa manera, por qué decide entregarse a un hombre que al principio desprecia, pero lo entendimos todo a la perfección. Los minúsculos y encendidos ojos de Holly Hunter interpretaron en esta película una de las pasiones más bellas de la historia del cine. Y con ellos nos arrastró a sumergirnos con ella hasta lo más profundo de su mente, en un sueño imaginario, donde el silencio será siempre eterno y nuestro.
 
La escena donde comenzamos a conocer a Adda, en la que recogen todo su equipaje de la playa, menos su piano. Lo mira desde arriba, abandonado, como ella misma:
 


LA PERSUASIÓN DE UNA BANDA SONORA
 
El Piano es una de esas películas que te envuelven en tal atmósfera de belleza formal que, en muchos casos, no dejan ver que estás ante una historia casi anecdótica y, por momentos, estrafalaria. Imaginemos que le quitamos todo aquello que la sitúa en el Olimpo de las películas inolvidables. Para empezar, ignoremos los paisajes extraordinarios de Nueva Zelanda, las tempestades y el mar embravecido, estampas icónicas del Romanticismo, y quitémosle ese aire de falso fatalismo que envuelve a los personajes. Fuera esas frases poéticas que adornan un desenlace final artificioso, con susto hilarante incorporado. Pero sobre todo, eliminemos de la película la preciosa y singular banda sonora, firmada por Michael Nyman, (compositor de cabecera del genio inclasificable Peter Greenaway). Es decir, dejemos sin alma a un filme donde el tiempo se hace música para evitar el miedo al vacío. Después de haberla desnudado, ¿qué nos queda? Una producción protagonizada por un cuarteto de buenos actores que, en muchos casos, dejan ver que no terminan de creerse la pasión accidental en la que se ven enredados.
 
En El Piano, Adda (Holly Hunter) es una viuda escocesa que llega a Nueva Zelanda junto a su hija (Anna Paquin) para reunirse con su marido, con quien se ha casado por poderes y a quien nunca ha visto. Adda no habla desde los seis años y nadie nunca ha sabido por qué. Ni siquiera ella. La única manera que tiene de comunicarse es a través de la música que crea tocando su piano y por medio del lenguaje de signos, que sólo sabe interpretar su pequeña de nueve años. Cuando su marido acude en su busca (Sam Neill), en los límites de una playa sacudida por una violenta tormenta, éste decide recoger todas sus pertenencias, exceptuando el piano que queda a la intemperie y rompiendo las olas. Un vecino del matrimonio y amigo de los indígenas maoríes, George Baines (Harvey Keitel), propone a Adda un extraño trato para que pueda recuperar su instrumento. De este acuerdo erótico-comercial al que llegan y no se sabe muy bien cómo, surgirá una pasión y aún más, el mismísimo amor.
 
Adda es una mujer apasionada, asustada por el destino extraño hacia el que se encamina, pero desde luego, para nada melindrosa. Se nos muestra como una mujer fuerte y de carácter determinante. ¿Por qué tendríamos, entonces, que creernos que la pasión que siente hacia su piano podría llevarla a prostituirse? Hablamos, además, de una persona, que rechaza cualquier contacto humano y cuya discapacidad la envuelve en una conveniente burbuja de aislamiento social. Pero aún hay más, ¿en qué momento comienza Adda a cambiar sus sentimientos hacia Baines, un tipo que se acerca a ella con trazas de exhibicionista rijoso? ¿le conmueve su enamoramiento? ¿el roce hace el cariño? ¿y por qué el marido, un tipo vengativo, pero emocionalmente simple, tiene un comportamiento tan ciclotímico y es capaz de mostrar un gesto de generosidad inapropiado, teniendo en cuenta sus antecedentes como cornudo despechado? ¿tenía miedo de su propia locura? ¿acepta lo inevitable? Demasiado elaborado para su carácter.
 
Todas estas lagunas o ‘tontunas’, por ejemplo, podrían haberse despejado con un guion menos contemplativo y más interesado en el espectador que mira más allá del envoltorio de las películas. Un guion donde las secuencias se dedicaran a narrar, con cierta lógica y cierta progresión coherente, las tormentas que se desencadenan en el interior de los personajes. Que son muchas y podrían haber resultado interesantes.
 
La película logró un aplauso unánime y tres Oscar de Hollywood: el de mejor actriz, mejor actriz de reparto y mejor guion original. Nunca entenderemos bien cuáles fueron las razones que llevaron a los académicos a premiar el guion, aunque suponemos que algo tuvo ver que se convirtiera en la producción de moda ese año. No olvidemos, que las películas de época parecen revestirse siempre de cierto aire intelectual y Hollywood necesita de vez en cuando recordarle al mundo que simpatiza con las producciones más intimistas. Predecible fue el que recibió Holly Hunter, una actriz resuelta que no se ha prodigado demasiado en la gran pantalla. Sin embargo, la interpretación de Paquin es apabullante, extraordinaria, y capaz de eclipsar, por completo, a sus compañeros veteranos de reparto. En especial, a ese taciturno y gris Sam Neill, un gran actor que no ha contado con la carrera que se merecía.
 
La banda sonora y la fotografía, los sentimientos de represión y soledad de los habitantes ‘civilizados’ de esa colonia remota, y el fabuloso y fabulador personaje de la hija son los elementos más estimulantes de una película que se entretiene demasiado en extravagancias eróticas y en hermosos paisajes. En crear imágenes imborrables, como ese piano en silencio y ajeno a la tormenta que ha conseguido su propósito, que sean muchos los que recuerden su linda estampa.
 
Es en esta escena donde aparece casi completa la pieza de Michael Nyman para la película. Sirve de telón de fondo del inicio del acuerdo entre Adda y Baines:
 

Atado en corto: ‘The Mistake’, de Bryan Moses. ‘La peor resaca de tu vida’


Pues resulta que te despiertas, que tienes la peor resaca de tu vida, que comienzas a atar cabos, que realmente se te fue la olla, y que te encuentras en un escenario de pesadilla en el que estás total y absolutamente atrapada y sin salida. Cuestión de supervivencia, de orgullo, de piedad o de simple mal rollo, la pregunta de promoción de este cortometraje es How far would you go to scape an uncomfortable situation? (¿Hasta dónde llegarías para escapar de una situación incómoda?).


La respuesta se encuentra al final de la historia proyectada a continuación: The Mistake (el error). Dirigido por el publicista Bryan Moses (también protagonista masculino de la historia) fue el cortometraje finalista de la pasada edición del Tropfest, el mayor festival de cortos del mundo, fundado en 1993 en Sydney por el director australiano John Polson, y en el que compiten historias de todo el mundo, ganando cada año en variedad de nacionalidades, géneros y guiones.

Y aquí os dejamos con “el error” de esta muchacha y su determinante solución. No sabemos si es didáctico. Pero es muy divertido: