PANORÁMICA: 1959. En los dos lados del charco, Charles De Gaulle se convierte en el presidente de la recién bautizada V República Francesa y Fidel Castro comienza en Cuba su mandato. Un total de 300.000 tibetanos hacen de escudo protector del Dalai Lama ante un temido secuestro o asesinato por parte de los ocupantes chinos. Finalmente, se exilia a la India. En pleno auge de la carrera espacial, la Unión Soviética posa en la Luna la sonda “Lunik 2”. La fuerzas de Vietnam del Norte penetran en Laos. Muere en un accidente de aviación Buddy Holly, uno de los pioneros insustituibles del rock and roll. En España, Franco inaugura el monumento del Valle de los Caídos y en el pueblo zamorano de Ribadelago mueren 144 personas al reventar una presa.
EL MEOLLO: Son los años de la Ley Seca y Chicago desfasa, clandestinamente, a ritmo de ‘hot’ y tacitas de alcohol, en tugurios disfrazados de establecimientos respetables. Joe (Tony Curtis) y Jerry (Jack Lemmon) son dos músicos que tocan el saxo y el contrabajo, respectivamente, en uno de estos locales de alterne cuando una redada les agua la fiesta y les deja sin empleo. Aunque consiguen escapar de la encerrona policial se dan de bruces con una réplica de la matanza de San Valentín (1929) y se convierten en dos incómodos testigos que han de huir precipitadamente de Chicago para alejarse de la banda de gangsters de Botines Colombo, autora de la masacre. Ahogados por las deudas, no les queda otra que dejar de ser unos “animales feroces, peludos y llenos de manos” para travestirse en Josephine (Curtis) y Daphne (Lemmon) y viajar en tren hacia Florida, tierra de millonarios aburridos, contratados por una orquesta de señoritas. Gracias a la alegre banda de muchachas sincopadas huye también, pero en este caso de los saxofonistas, una tal Sugar Kane (Marilyn Monroe), una criatura deliciosa, entre ingenua y sexy, aficionada a la petaca y a soñar con millonarios miopes de buen corazón.La confusión y el disparate están servidos en la obra maestra, por excelencia, de la comicidad.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: En 1934, Dios llegó a Hollywood y no sólo hizo la luz sino que la proyectó sobre fotogramas creando, a partir de ella, magia, genio y oficio en películas inolvidables. Hablamos de Billy Wilder, el genial cineasta de origen austriaco, cuando “el exilio no fue idea suya, sino de Hitler”. Wilder es el autor de la mejor película de cine negro (Perdición), de la crónica más desgarradora pergeñada para descender hacia los infiernos del alcohol (Días sin huella), de la comedia que encontró la alquimia perfecta entre lo agrio y lo dulce en El Apartamento, cimentado en un prodigio de guión. Y qué decir de Irma la dulce, pero esa… “esa es otra historia”. En El crepúsculo de los dioses nos brindó la mejor de sus creaciones para burlarse de las miserias de Hollywood y de la fama, para ser cruel, elegante y regalarnos algunas de las secuencias más fascinantes del Séptimo Arte. Todo ello narrado por un cadáver, de vuelta de todo, que se ríe de su propia suerte.
Y es que el austriaco tenía un sexto sentido prodigioso, que se llamaba sarcasmo. Una intuición, casi visceral, para la narración cinematográfica a través de la cual lograba hacerse con la comedia de una manera inteligente, con diálogos amargamente divertidos que unas veces concebía en soledad y otras, en buena compañía (junto a los guionistas Brackett y I.A.L. Diamond). Además, hizo gala de una astuta psicología para meter en vereda los talentos caprichosos e indomables de ciertas estrellas. En Con faldas y a lo loco, se las tuvo que ver con la mismísima Marilyn Monroe, pero se lo tomó con calma, pues ya se había parapetado tras un guión fabuloso e hilarante, escrito junto a Diamond y cómicos de sobrado talento.
PRIMER PLANO
MARILYN MONROE. Nunca antes el humo de un vagón de tren había perseguido con tanta lujuria el trasero cimbreante de una mujer. El acontecimiento se produjo en Con faldas y a lo loco y las nalgas ‘a motor’ fueron las de Marilyn Monroe. Y es que una criatura como ella era capaz de animar a todo bicho viviente, inerte o gaseoso que se le pusiera por delante. Actriz soberbia de talento incomprendido, mujer atormentada y trágica, más allá de las cámaras, Marilyn Monroe es la imagen, por excelencia, del Séptimo Arte. Nadie supo interpretar como ella a las rubias que se hacen las tontas (La tentación vive arriba) ni a los seres desvalidos que despiertan ternura (Vidas Rebeldes) como esta mujer a quien crítica y público tardó en reconocer su valía. En Con faldas y a lo loco ganó un Globo de oro pues para muchos supuso la quintaesencia de su capacidad interpretativa.
JACK LEMMON: La rubia de bote, fumadora impenitente, de horrible pasado y sin pasaporte a la maternidad, quizás no fuera la media naranja de Osgood Fielding III, pero sí un personaje perfecto, de los más logrados del universo de la comedia cinematográfica. Detrás de su literatura, había un actor con mucho genio, dotado artísticamente para la comedia y para encarnar, especialmente, papeles de pringado, protestones, pero irresistiblemente entrañables. Además de ‘amancebarse’, cinematográficamente hablando, con el gruñón Walter Matthau durante un buen número de películas divertidísimas, demostró que lo suyo era la versatilidad y el cambio de registro hacia el drama, un viraje para el que se deslizaba con precisión artística. Inolvidables son, en este sentido, sus actuaciones en Días de vino y rosas (Blake Edwards) y Desaparecido (de Costa-Gavras). Jack Lemmon es, sencillamente, una de las razones por las que nos hicimos adictos al cine.
TONY CURTIS: Este chico del Bronx, judío y de origen húngaro, se convirtió en galán a fuerza de tanto admirar a su dios particular, Cary Grant. Tan estudiado tenía al actor y sus personajes que en Con faldas y a lo loco utilizó el acento del actor británico para hacerse el interesante ante la Monroe en la escena de la playa. Curtis, quien se despidió de nosotros no hace mucho tiempo, fue uno de los bellezones más sonados del Hollywood dorado. Y ese fue quizás el caldo de cultivo que coció un injustificado complejo de inferioridad que le hacía demostrar continuamente su valía ante el gran público. Siempre buscando el reconocimiento artístico llegó a fundar su propia productora. Si tenemos que hacer memoria de algunos de sus trabajos, nos quedamos con el ying y el yang de sus proezas interpretativas: con el idealista y ambiguo Tonino de Espartaco (Stanley Kubrick) y con el cinismo atildado de El Gran Leslie en La Carrera del Siglo (Blake Edwards).
PICADO: Si hay algo que nos pierde de esta película son los hilarantes golpes de guión, las geniales situaciones alocadas en las que se desenvuelven la historia y los diálogos. Desde las teorías de Sugar Kane y su manera tierna y disparatada de entender el mundo, a la juerga padre que se monta Daphne y las sincopadas en la litera de un tren, más frecuentada que el camarote de los Hermanos Marx. Sin embargo y por encima de todo, nos quedamos con el tira y afloja que se traen entre manos Daphne (Lemmon) y Osgood (E. Brown), la pareja cinematográfica con más química de la Historia. En nuestro altar de los momentos inolvidables que nos ha regalado la película, encontraremos una lancha que navega con mucha dignidad, pero llevando la contraria; los besos americanos que compiten con el erotismo fatal del tango. Pero por encima de todo, veremos a ese Lemmon, castigador y sexy, en la piel de una mujer improbable que, después de haber ‘abofeteado’ las cuerdas de su contrabajo, acepta su destino millonario a golpe de maracas.
CONTRAPICADO: No queremos pecar de anacronismo, pero nos inquieta la facilidad que durante ciertos años existía entre los grandes cineastas de Hollywood de abarcar la feminidad y sensualidad con una frivolidad ya por entonces algo desfasada. No es raro por tanto que el visionado actual de esta película provoque la dificultad para entender por qué, para ser mujeres, es fundamental que Jack Lemmon y Tony Curtis pongan cara de tontainas sin parar. Suponemos que va en el chiste, pero llega un momento en que, agrupados estos dos personajes entre el resto de las mujeres de la orquesta, no puedes por menos que preguntarte si no notan que son hombres, precisamente por eso, porque son demasiado bobas, tal concepto tienen ellos del supuesto sexo débil. De la misma manera, es mejor por tanto dejar pasar por alto el hecho de que el travestismo de ambos no está muy bien logrado, sobre todo contando con la voluptuosidad de curvas femeninas con las que se nutre la historia. Por aquí vemos dos varones hechos y derechos en todo momento, pero lo aceptamos sin más. Tanto genio y tanta risa no puede ser gratuita y al final el cuerpo puede al cerebro. Y si estás ante una obra maestra, hay que aceptarlo y no hay más que hablar.
SIMBIOSIS SONORA: Hablar de esta película es hablar de música. Aunque la imparable narración y los sucesivos gags muchas veces no nos dejen agudizar el oído, esta historia es también todo un tratado de cool jazz y swing a ritmo de contrabajos y saxos de big band, con el ukelele de la Monroe incluido. Cortinillas musicales de transición entre risa y risa, pegadizas y cincuenteras, nacidas del talento del compositor inglés Adolph Deutsch, partitura en la sombra de grandes producciones como Lo que el viento se llevó y Oklahoma, y que no dudó en acompañar a Billy Wilder un año después en los compases mecanografiados de El apartamento. Entre estas armonías frenéticas, suenan grandes temas de la revistera Society Syncopaters y de Matty Malneck, como el tema que da título original a la película, Some like it hot, y los contrabajos irrecuperables de la pieza Sweet Georgia Brown. Y al margen de alguna sorpresita de rocanrol azucarado y charlestón de pasillo (imposible quedarse parado cuando te persigue la mafia a ritmo de Play it again, Charlie), se esconde el tango que vuelve loco a Jack Lemmon, entre las continuas mezclas musicales (“Medleys”). Pero no, no se nos pasa que la canción por la que siempre será recordada esta historia es I wanna be loved by you, uno de los tres temas interpretados por Marilyn, que también inmortalizaron Helen Kane y Debbie Reynolds, y que suena entre las bambalinas de otras composiciones instrumentales durante toda la película. Sin desmerecer el Running Wild que se marca con sus caderas traqueteando al compás del pasillo del tren-cama, vamos a ponernos exquisitos y nos quedamos con la última pieza cantada en la película por nuestra ambición rubia. Porque entendemos que no hay nada más mítico que la manera en que la protagonista le arranca a Tony Curtis su transexualismo, tras llorarle I´m thru with love.
OJO AL DATO: Es curioso contemplar la autoparodia que hizo George Raft en su interpretación de Botines Colombo y que nos recuerda sus personajes de mafioso en las películas de los años 40. Más aún, que se dedicara en los descansos del rodaje a enseñar a bailar el tango a Lemmon (Daphne) y a Joe E. Brown (Osgood Fielding III) logrando crear a la pareja de baile más inesperada y absurdamente sexy de la historia del Séptimo Arte. Tanto fue así, que los censores de la España franquista se sintieron sospechosamente amenazados cuando vieron que el clavel en la boca de E. Brown pasaba indolentemente a la de Lemmon y mutilaron, en origen, este singular paso de baile. No era para menos, había que quedar bien con los jefes. Y es que, según cuenta el periodista Jaume Figueras, en la época se hizo célebre una frase de Manuel Fraga, por aquel entonces, Ministro de Información y Turismo, quien al terminar de ver el filme espetó: “No voy a tolerar que se proyecte esta película de maricones y travestis”. ¡‘Cráneo previlegiado”!
RETRATO DEL HÉROE: La tentación llamaba a Marilyn para convertirla en heroína de esta disección, pero tenemos que rendirnos ante Jack Lemmon (Jerry-Daphne) por sostener sobre sus hombros toda la carga cómica. A loco y con faldas trastabilla por todas las secuencias en las que aparece, ya sea para explicar los andares de “motor incorporado” de Marilyn, para correr risueña-risueño por la playa ya transmutada en su alter ego femenino, para enamorar a un millionario y compartir con él clavel en la boca con el tango “homo” más reído del cine, para volverse loca-loco tocando las maracas en la cama, o para repetirse sin parar “Soy un chico”, “Soy una chica”, conforme lo requieran las circunstancias apuradas de testigo a la fuerza. Precisamente, de sus mejores frases, huyendo de nuevo del tan repetido final en boca del baboso Osgood (“Nadie es perfecto”), rescatamos: primero, el apuro de Lemmon ante su próxima muerte como mujer (“Me llevarán al depósito de cadáveres femenino, y cuando me desnuden, me moriré de la vergüenza”) o su respuesta al mafioso “Polainas” tras presenciar su masivo asesinato en plena Ley Seca: “No se preocupe por nosotros. No es asunto nuestro si os queréis liquidar unos a otros”. Hoy estaría más vigente que nunca.
Aquí está el mayor mito de todos los tiempos cantando su desengaño con el amor y Tony Curtis mirándola como sólo se puede mirar a Marilyn.
Pero no vamos a decepcionar. El final cinematográfico más repetido y aclamado de todos los tiempos no faltará. Voilá.
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