‘Plácido’, de Luis García Berlanga. ‘Sentad a Berlanga en vuestra mesa’ vs ‘Una úlcera costumbrista que no amarga tanto’

SENTAD A BERLANGA EN VUESTRA MESA
 
No podemos terminar el 2010 sin dedicar nuestro último post al gran maestro Luis García Berlanga, fallecido este año pese a nuestras rogativas y negaciones. Y como es Navidad, lo hacemos con Plácido, la historia con la que el gran director de actores del celuloide patrio bebió de las mismas fuentes con las que Ramón María del Valle-Inclán manejó el teatro más transgresor del siglo pasado. Berlanga sacó a pasear su propio esperpento, con el que descolocó y toreó de un plumazo los asientos más tapizados de la sociedad española del año 1961. Y lo hacemos también porque este ‘gran pedacito’ de nuestro cine agrupa entre sus fotogramas a muchos que también se fueron: en su co-autoría, a Rafael Azcona, el gran escribano del séptimo arte español, y en su elenco coral a actores como José Luis López Vázquez, Casto Sendra ‘Cassen’, Luis Ciges o Manuel Alexandre. Comprenderéis que no encontremos mejor forma de recordarles y quererles que reviviendo sus personajes una y otra vez.
 
Para que no dijeran que en España no había manera de sacar las cabezas del pozo franquista sin perder el ojo izquierdo, Berlanga puso a funcionar su particular maquinaria satírica contra la campaña “Siente a un pobre en su mesa” en Nochebuena. Descabellada diferenciación de clases y una caridad mal entendida contra la que tropieza una y otra vez el protagonista de la historia, Plácido, encarnado por el hasta entonces cómico y humorista Cassen. Éste, conductor de un motocarro con estrella incorporada y contratado para participar en tan mezquina campaña, debe pagar la primera letra de su vehículo, lo que le lleva de cabeza todo el metraje, tropezando con un continuo laberinto burocrático y deshumanizado.
 
A Berlanga y Azcona la diatriba de Plácido rogando continuamente a Quintanilla (José Luis López Vázquez) que le ayude con el banco o con el notario, les sirvió para mostrarnos desde el caótico recibimiento en la estación de tren a las supuestas artistas de Madrid (finalmente actrices de segunda) que vienen a apoyar la campaña, la cabalgata destartalada mejor hecha de la historia del cine, encabezada por el motocarro “estrellado” del protagonista, hasta la lamentable pero desternillante subasta entre las clases altas. A ello tenemos que sumar el mercadeo con los pobres (“nosotros lo que queremos es coñac”) o la retransmisión en directo de una de las cenas, momento que el cineasta valenciano aprovechó para colar su palabra favorita:
 
     POBRE: “Pues me tenías que haber visto cuando estuve en la guerra…”.
     ARTISTA DE CINE: “¿En qué guerra, en la de África?”
     POBRE: “No, en la austro-húngara”.
 
Y la magia de esta película precisamente se encuentra en esa megamanifestación de instantáneas, multitudes que se juntan y se separan, que no se aclaran, que se cruzan una y otra vez, y a las que la cámara sigue sin cesar, en todo un manjar de planos-secuencia verdaderamente sorprendentes. Hasta el propio Azcona incluyó en el guión que el dueño de la casa donde muere uno de los pobres se quedara pasmado, casi mirando a cámara, cuando de repente ve entrar por la puerta a las hordas de Plácido y compañía. “Pero, ¿cuánta gente viene?”, afirma sorprendido. No es para menos: hasta veinte personas componen el séquito que porta y acompaña al muerto escaleras abajo. Las hemos contado.
 
Además, Berlanga tuvo la maestría de conseguir que a ningún espectador se le pasara ni uno solo de los problemas que tiene cada uno de los más de treinta personajes que desfilan por la pantalla. Si habéis visto la película, estamos seguros de que podéis mencionar más de dos: el abuelo al que llevan en el carromato de un lado a otro sin compasión (“menuda Nochebuena me estáis dando”), Martita ligando con un galán secundón a espaldas del martirizado Quintanilla, éste probando un poco fiable aerosol contra la sinusitis, el personaje de Agustín González debatiendo sobre jurisdiciones, doña Encarna pidiendo que casen a los pobres que viven en pecado, Luis Ciges comiendo a manos llenas de una casa a otra, o una “loreniana” Amparo Soler Real regalándole un ligero a su “pobre”.
 
Conversaciones cruzadas (nos atrevemos a afirmar que muchas de ellas espontáneas y de ‘making off’), humor cotidiano, cercano, barullero, desorganizado. Todo un “fregao”, que diría el propio Plácido, que hizo que el cine español saltara los límites que los neorrealistas italianos pusieron tan alto. No lo decimos nosotros. Federico Fellini la vio más de cuatro veces. Porque Berlanga lo hizo de un salto y sin pértiga, y transformó lo que criticaba con esta película en el deseo de que nuestra aportación a combatir la pobreza fuera natural y de corazón, y que a cambio fuera él mismo el que viniera a cenar con nosotros. Lejos de decaer, tras conseguir una bombardeada nominación a los Óscar con la historia de este maltratado mártir navideño, se superó a sí mismo con El verdugo dos años después. Ahí ya sentó cátedra y se convirtió en lo que sigue siendo. Aunque se haya ido y esté riéndose en las narices de San Pedro o montando una coral caótica y atropellada de querubines. Todo esto en realidad es para decir que sentimos que el 2011 empiece sin él. Así que resumiendo: gracias, Berlanga.
 
Una secuencia de maestro con pulso. Hay un momento que están en rodaje hasta cuatro conversaciones cruzadas diferentes. Lo que viene siendo una orgía para cualquier cinéfilo.
UNA ÚLCERA COSTUMBRISTA QUE NO AMARGA TANTO
 
Mal que le pese a nuestro amado Berlanga, creemos que Plácido no es su film más logrado. No sería sino dos años más tarde cuando el maestro comenzaría a frecuentar la perfección, cuando daría con la piedra filosofal de la comedia negra, el tono agridulce acertado. Cuando en buena hora alumbró El verdugo, en definitiva.
 
Pero sin alejarnos de Plácido, sabemos que estamos ante un retrato costumbrista que caricaturizó la hipocresía de la sociedad biempensante invitando a los pobres de solemnidad a fregar los platos de su conciencia en Nochebuena. Sin embargo, cuestionamos algunas de las herramientas con las que el cineasta se puso manos a la obra. Por ejemplo, la endeble efectividad de un estilo propio, sin lugar a dudas brillante, pero que en esta película tan sólo comenzaba a dar sus primeros pasos. Hablamos de la narración coral incrustada en sus característicos planos-secuencia, con ese trajín de personajes que se nos dispersan, que se zarandean a sí mismos de un lado a otro, sin orden ni concierto, para ilustrarnos la vacuidad de sus acciones, lo estériles que resultan sus buenas e hipócritas intenciones. Y desde luego, nos quitamos el sombrero, es un gran hallazgo para arrancar la sonrisa del respetable, que nos sabe a cine con mayúsculas, pero que le ha dado mejores resultados en películas con más mala leche, como lo pueden ser La escopeta nacional, o con un trasfondo más complejo y unos personajes más incisivos, más resabiados, como en La vaquilla. En Plácido, no podemos dejar de pensar que no hubiera estado de más un poquito de mesura en la técnica para lograr resultados cómicos más rotundos, menos cansinos.
 
En segundo lugar, el dibujo de los personajes se le quedó esta vez en el tintero. Estamos ante un maniqueísmo en el que, prácticamente, tan sólo se perfilan dos tipos humanos: el hipócrita pretencioso y el pringado sin remisión. El resto de matices que identifican a los distintos personajes, se nos quedan en variaciones sobre sendos temas. En tierra de nadie, eso sí, permanece Quintanilla (inolvidable López Vázquez) que pivota de un extremo a otro confirmándonos que, más adelante, Berlanga sabrá dotar de un alma más compleja a sus retratos humanos, encontrando, con ello, mil y una posibilidades cómicas. Ahí estarán José Luis Rodríguez (Nino Manfredi) y Amadeo (José Isbert) para demostrarlo.
 
Por otro lado, también echamos en falta que al frente del reparto coral hubiera estado un actor con menos limitaciones que Cassen, puesto que es hilo conductor y catalizador de buena parte de las acciones de la película. Nadie duda de su valía como cómico, pero el traje de Plácido no creemos que estuviera hecho a su medida. Su interpretación resulta dura, áspera, poco dada al sentimiento.
 
Aunque nos toque ser inmisericordes, en plena temporada navideña, haremos una excepción y no queremos dejar pasar por alto la oportunidad de celebrar los momentos cumbres que más nos han emocionado de este film, que nos gusta y mucho. Nos quedamos con la triste e irónica peripecia de Plácido, personaje con la familia siempre al hombro, de un lado para otro, confiado y porfiado, una víctima colateral de una caridad que, atrapada en el celofán, poco sabe de los apuros que pasan los autónomos. Pero sobre todo, nos quedamos con esa pobre mujer, que acaba de estrenar viudedad, a la que dejan tirada con el cadáver de su marido en su humilde casa. Una desgraciada, consumida por el dolor y que, sin embargo, no puede dejar de zamparse con avidez un pedazo de turrón, triste limosna. Y es que no hay dolor que apriete más que ‘el hambre’. Esa es la esencia del cine de Berlanga, del humor que nos ha fascinado, el que le ha buscado un buen hueco en el rincón más sagrado de nuestra memoria cinéfila. Allí, siempre le estamos esperando para echarnos unas risas de las que dejan un regusto amargo.
 
Berlanga se retrata en el retrato de su mártir navideño. Con un villancico final triste pero cierto (SPOILER). Hasta siempre, maestro.

Visionado: ‘Balada triste de trompeta’, de Álex de la Iglesia. ‘Duelo de payasos sin alma’

una estrella


Hay algo que siempre tiene un payaso, sea triste, gracioso, llorón o torpe, y es el alma. Y eso, para alguien como Álex de la Iglesia, experto en dar a luz personajes de comedia negra, con mezclas imposibles entre la mezquindad y lo conmovedor, debería haber sido un axioma inquebrantable. Por eso no terminamos de entender que esta película no tenga alma, corazón. Algo le ha fallado estrepitosamente esta vez. No sabemos si su afán por embarrarse con las escenas de violencia como fin en sí mismas, de manera irregular y exagerada, o la ausencia de Jorge Guerricaecheverría en el guión para justificarlas. Una cosa por la otra, más bien.
 
Quizás pecamos de expectación, pero la Guerra Civil, el franquismo, la venganza, el amor y el duelo entre dos payasos de circo, eran temas lo suficientemente jugosos como para haber sabido dotar a esta historia de latidos consonantes. Porque el cineasta bilbaíno hizo maravillas diacrónicas en las igualmente violentas El día de la bestia, Perdita DurangoLa comunidad, y revisiones modernas de nuestra archirrevivida pre-post-guerra le salieron de diez a otros directores en las pétreas Ay, Carmela de Carlos Saura o El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. 
 
El colmo es que los actores Carlos Areces, Antonio de la Torre y Carolina Bang, no es que lo hagan mal, es que no llegas a conocerles, ni entenderles, ni sabes por qué hacen lo que hacen. Ni les odias ni les quieres: lo peor que te puede pasar con un payaso. Si quieres hacer guiños al bufón triste que fue Buster Keaton, mejor maltrátales con emoción y sentimiento como Charles Chaplin en Candilejas y Federico Fellini en La Strada, pero no les conviertas en marionetas de madera.
 
La película está tan seca de emoción y es tan extrañamente mala (si es que hasta nos duele escribirlo) que mejor que el trailer o un clip, os dejamos la desgarradora canción que Raphael interpretó en Sin un adiós, de Vicente Escriva, que da título a la cinta que nos ocupa y que Álex de la Iglesia mete en su historia con guantes de carnicero.
 
 
“Con tanto llanto de trompeta mi corazon desesperado va llorando recordando mi pasado”. Pues eso, que para balada triste, la nuestra.

‘Amelie’, de Jean-Pierre Jeunet. ‘El sueño global comenzó en Montmartre’ vs ‘Con Juana de Arco nos bastó’

EL SUEÑO GLOBAL COMENZÓ EN MONTMARTRE
 
Más de 30 millones de personas sufrieron en 2001 el efecto Amelie. Algo así como una alucinación colectiva. Lo que al principio sólo era un nuevo cuento de dos lecturas (uno para niños y otro para adultos: léase El Principito o Alicia en el país de las maravillas) se convirtió en un fenómeno de masas cuando por entonces primaba el cine de corte social. Porque póngase “había una vez una niña falta de afecto que buscaba la felicidad de los demás olvidando la suya propia”, y suena a tostón Disney ¿verdad? Pues vaya, fue que no. Recogiendo de aquí y de allá, y poniendo las cámaras al servicio de una policromía y unos enfoques casi extraterrestres, Jean-Pierre Jeunet convirtió en un taquillazo mundial una historia de corte intimista –casi endogámico- que nos hizo poner sonrisas idiotas, como las que a nuestra protagonista le gustaba mirar al girarse para atrás en el cine.
 
Y no hay que estrujarse los sesos. A los fieles de esta película nos resulta muy fácil encontrar sus claves triunfadoras, porque las vimos antes, dispersas, estiradas, individuales, en diferentes obras de la historia del cine. Y si no, al dato: una infancia con muchos traumas, un padre esquivo, una madre muerta prematuramente, un corazón solitario, una necesidad imperiosa de hacer el bien, la justicia universal. ¿Nada nuevo, verdad? Pero es que el hecho de que monsieur Jeunet metiera todo en la coctelera, tuviera la chifladura de aplicar la muerte de Lady Di como resorte y le saliera esta maravillosa leyenda parisina, no significa que todo esté permitido. Significa simplemente que sólo a veces ese ‘molotov’ cala entre nosotros, espectadores castigadores que todo lo podemos. Esa suerte que tuvimos.
 
El cineasta ya había pulsado con maestría algunas teclas en Delicatessen, donde se excedió en la técnica –su experiencia en publicidad mandaba-, y se olvidó del guión y de unos personajes que requerían de mayor proyección y profundidad. Lección aprendida, diez años después, fraguó junto con Guillaume Laurant la película del personaje con mayúsculas. Y todo fue un acierto tras otro: la actriz Audrey Tautou (para su gloria y desgracia), la estética rococó, el festín de planos y fotografía que rompió los rígidos límites entre cine y televisión, y los acordeones y violines bajo la batuta de Yann Tiersen. Todo perfectamente encajado, como si hubiera encontrado la partitura perfecta en una caja fuerte de la isla de Saint Louis.
 
Todos fuimos Amelie desde que supimos que le gustaba tirar piedras al agua, meter la mano en un saco de legumbres, contar orgasmos simultáneos y, sobre todo, desde que convirió a un gnomo de jardín en Phileas Fogg, encontró la caja de los recuerdos del señor Bretodeau, detalló milimétricamente a un ciego las estampas de un mercadillo, castigó al tendero dictador, y provocó el romance entre un obseso y una hipocondríaca en el ya mítico Café “Le deux moulins”. Un sueño global para el mundo, por le faboleux destin que a todos nos espera, y que nació en Montmartre. Y además nos convencieron de que Renoir le diera las pistas a nuestra heroína para conseguir su propia felicidad, para encontrar su medio pastel buscando a un fantasma calvo por todos los fotomatones de la ciudad eterna, desde el sex shop más arrabalero hasta el Sacre Cour. Para más chufla, en Francia, con permiso de los grandes, de los pioneros del cine, pero contra ellos.
 
Si no has visto Amelie, nunca serás Amelie. Después del pequeño videoclip que pone fin a la historia, de esa ruta motera que nuestra protagonista y Nino Quincampoix protagonizan por las calles de París, y tras ratificar lo bien que a esta cinta le ha sentado el paso de la primera década del siglo XXI, solo nos queda una pregunta. Varias, en realidad, pero con la misma respuesta. ¿Queda algo de Amelie Poulain en esos 30 millones de personas? ¿Aprendimos a ser mejores gracias a ella? ¿O solo sabemos soñar mejor?
 
Amelie resuelve el enigma de Bretodeau y comienza su misión. Para nosotros, la mejor escena de la película:
 
 
CON JUANA DE ARCO NOS BASTÓ
 
Vamos a ver. ¿Falta de sensibilidad? Llevamos diez años bajo este precipitado, equivocado, categórico y dogmático reproche. Los que nos indigestamos con este subidón de glucosa no somos seres de piedra con muros infranqueables y ajenos al mal del mundo, ni a los placeres terrenales. Es más, quizás nuestra visión del planeta, y de las vidas de quienes habitan en él, tiene una proyección que va más allá de los cuentos cursiloides, falsos, disfrazados de canela y tiramisú, como el que Jean-Pierre Jeunet se atrevió a a hornear en esta película. Permitidnos nuestra defensa, por favor, que Amelie hizo tanto daño que no sabemos si toda nuestra vida será suficiente para un alegato en condiciones.
 
Dicho esto, protestamos. No entendemos que se catapulte a los altares de los grandes personajes del cine a una joven que padece serios trastornos mentales. Resulta que estaba tan falta de afecto, que su corazón latía a mil por hora cada vez que su padre se acercaba a ella, haciéndole creer que tenía una afección cardíaca que llevó a su progenitor a tenerla encerrada toda su vida. Su madre muere cuando le cae una turista suicida desde Notre Damme. Pero aquí la niña resulta ser una dulce princesita que decide repartir bondades por París después de encontrar un cofre lleno de recuerdos de alguien que no conoce. Y luego es totalmente incapaz de acercarse un milímetro a su “amado”. Pero por favor, a no ser que se demuestre que los franceses son realmente una raza superior, incorruptibles al estrés postraumático, que venga alguien a hurgar en la psique de esta muchacha.
 
Y luego, las trampas de siempre. El insigne director de Alien: Resurrección (sí, que a nadie se le olvide, no solo hizo Delicatessen), sacó su cuaderno de notas de “cómo hacer que 15 planos parezcan uno” y se puso a pintar la película con brocha gorda. Mucho homenaje a Renoir y a los magos del Museo D´Orsay, pero en vez de teñir de impresionismo su fábula parisina, se enfangó con el rodillo como si estuviera quitando goteras. Pero es que ese mismo año pudimos comprobar que se quedó corto, porque también desembarcó Baz Luhrmann a fastidiarlo aún más con Moulin Rouge. Pobre París, sobremaquillada. Con lo bien que está con la cara limpia.
 
Entonces, ¿se trataba de crear una heroína contra viento y marea? ¿A cualquier precio? Es que quienes suscriben tampoco hoy terminan de creerse que solo un año después de que otro visionario francés, Luc Besson, nos dejara pasmados con una Mila Jovovich partiendo cráneos inspirada por Dios en Juana de Arco, apareciera otra semi-doncella, pero esta vez al servicio de un vecindario tan friqui e irreal como el de Rue del Percebe, salvando las diferencias. Y otra vez el público encantado con los iconos imposibles. Como si no hubiéramos tenido suficiente con el espanto histórico del Sr. Besson. Ya nos bastaba con eso, gracias. No entendemos el chiste.
 
Apunto estuvimos de poner una reclamación por daños y perjuicios. Por los ataques indiscriminados de todos los que salieron dando saltitos del cine -y que todavía hoy siguen mirándonos odiosamente- y por hacernos sentir como seres inhumanos. No creemos en el ‘buenismo’ gratuito. Y no lo sentimos. Queremos ver la vida en el cine. Ni siquiera la nuestra, pero sí la real, la que vale. No somos bichos raros, solo supervivientes que no queremos que nos deslumbren con un destino que no existe. Ya no nos volverá a pasar, eso sí. Tanta experiencia nos ha hecho fuertes y permanecemos alerta para que estos galos no nos la vuelvan a dar con fromage.
 
Hasta el pobre gato se duerme. De empacho, suponemos. Como nosotros.

Homenaje: Colin Firth, caballero de la toma redonda

Candidato a los Globos de Oro, 2011. Le descubrimos a finales de los 80, en la piel seductora del Vizconde de Valmont, y fuimos suyas. Corrían los tiempos en los que las productoras no dejaban de pisarse proyectos y, de dicha competitividad clandestina, nacieron dos bellas versiones de Las Amistades Peligrosas. Firth protagonizaba la espléndida y preciosista visión de Milos Forman (Valmont). Con permiso del soberbio Malkovich, nos rendimos a sus maneras elegantes, aunque frívolas, a su mirada indiferente, pero abrasadora, a su gesto seguro, pero abrumado por mil y un matices de sentimientos encontrados.
Tiempo atrás, Firth había brillado en su querida patria, Gran Bretaña, como el arrogante Mr. Darcy de la serie Orgullo y Prejuicio que la BBC regaló a sus compatriotas. Y fue entonces cuando se hizo la luz en la cabecita de una escritora de libros en serie, una tal Helen Fielding, que se enamoró perdidamente del personaje/actor (tanto monta, monta tanto) y concibió a Mark Darcy. A la sazón, el chico demasiado perfecto de El Diario de Bridget Jones, el yerno que toda madre querría tener y, desde luego y sólo por esa vez, habría que darle la razón. Hete aquí que Firth volvía a ser universal porque si de la tele saltó al papel, de la novela pronto se nos escapó para convertirse otra vez en protagonista en la película homónima para la gran pantalla.
El año pasado Firth nos condujo al abismo en Un hombre soltero (Tom Ford, 2009). Sufrimos junto a él la pérdida del ser amado en ese terreno fronterizo emocional donde el infierno se confunde con la existencia. Su labor interpretativa estaba por encima de los Oscar y, de hecho, Jeff Bridges se lo arrebató. Hoy se nos anuncia otra vez como firme candidato a la ‘mejor interpretación masculina’ en los próximos Globos de Oro, antesala de los Oscar. En esta ocasión, su hazaña ha sido la de interpretar a un tartaja de manera convincente. A un monarca por accidente (George VI) molesto ante la homérica labor de que un país te tome en serio, en vísperas de la II Guerra Mundial, y para más inri, con un elocuente Winston Churchill al lado, como compañero de viaje. La película se llama El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010).
La soberbia interpretación del tartamudo regio bien merece que colguemos el tráiler de la película en su lengua materna. Pero si os puede la curiosidad y queréis conocer, en cristiano, de qué va la película, justo debajo encontraréis la versión española. Nadie tiene por qué saber cuál habéis visionado. Por cierto, se estrena el próximo 22 de diciembre en España.

Visionado: ‘Biutiful’, de Alejandro González Iñárritu. ‘La eterna redención’

 

cuatro estrellas


Conmovidos hemos quedado con el retrato que el director mexicano ha vuelto a hacer de un nuevo descenso a los infiernos. En su primera aventura sin el guionista Guillermo Arriaga, con el que rompió tras Babel, no echamos en falta nada del aura de sus anteriores películas. Más cercana a 21 gramos y Amores perros en sordidez, asfixia y redencionismo, en esta ocasión la película gira prácticamente en su totalidad en torno al protagonista, abandonando la estructura coral. La interpretación de Javier Bardem va más allá de lo calificable, en su encarnación de un hombre roto, con un don que le atormenta, una moral llena de aristas, una vida miserable y una cuenta atrás inapelable. Y si existiera un Óscar a la “mejor ciudad-escenario”, tendrían que dárselo a Barcelona, a la versátil y asombrosa Barcelona.
 
La crítica ha castigado a Iñárritu en esta ocasión porque, afirman, cuenta todo de la misma manera. No entendemos. Es como dejar a una novia porque sigue siendo la misma de la que te enamoraste. ¿O no?
 

‘El día de la Bestia’, de Álex de la Iglesia: ‘Cuando España se volvió satánica (y de Carabanchel)'; vs ‘El sindiós gamberro que murió en el intento’

 

CUANDO ESPAÑA SE VOLVIÓ SATÁNICA (Y DE CARABANCHEL)
 
 Pasó que a Álex de la Iglesia no le interesaban milicianos y nacionales que trasegaban por entonces por nuestras pantallas de cine, y se puso serio. En realidad no. Se puso muy cachondo, pero en plan serio, queremos decir. Vale, olvidémonos de lo cañí, se dijo, y considerémonos universales y apocalípticos. Pero en Madrid. Y en Navidad. Y con héroes. Bueno, con un cura esmirriado, un heavy gordo, feo y salido, y un vidente italiano engaña-bobos. Cumplieron su misión un poco de refilón pero, ¿salvaron el mundo o no?
 
Vemos al de Bilbao sentado con su inseparable Jorge Guerricaecheverría, echándole gasolina a una fábula de fin de siglo: sacerdote en apuros decide empezar a pecar cuanto puede siguiendo las señales que le indican el inminente nacimiento del Anticristo en la capital de España en Nochebuena. Toma ya. El mismísimo 666 quitando protagonismo al todopoderoso Mesías en su megacelebrado cumpleaños. Y para ello, nada mejor que recurrir a la ayuda de un mastuerzo drogata de Carabanchel. Álex Angulo y Santiago Segura, para más señas. El punto y la i. En España no hay Batman y Robin que valgan. Y menos cuando se une al bacanal el italiano Armando de Razza. Aquí, las cosas como son (o como serían si tal misión se nos pusiera por delante) y punto.
 
Y a partir de ahí, un ‘delirium tremens’ en una suerte de cómic noventero. Busquemos al Anticristo asesinando a los Reyes Magos, matando a madres indeseables y sacrificando doncellas buenorras. Lo curioso no es ésto, sino lo conmovedor del homenaje, nocturno, despiadado y deshumanizado, a nuestro Madrid. La película se lo debe todo a la capital, en cuanto a que se convierte en el símbolo inamovible de todo lo que pasa. Desde el cartel de Schweppes de Callao hasta las torres Kio de Plaza de Castilla. Pues mirad, aquí los presentes ya no pueden mirar esos escenarios sin imaginarse a Santiago Segura partiéndose de la risa (vía pastillas de conjura demoníaca) colgando de una vara luminosa, o a Álex Angulo observando al macho cabrío en lo alto de las torres inclinadas, en transmutación al símbolo de la Bestia. Si el mismísimo Diablo quiere acabar con el mundo, qué mejor forma que hacerlo a lo castizo y a ritmo de Def con Dos.
 
¿Fin del mundo? Todo lo contrario. El cine español revivió más que nunca con esta pastilla contra el aburrimiento. Le perdimos el miedo al demonio. Ahora somos españolitos satánicos (y de Carabanchel) que todavía percibimos la línea que De la Iglesia marcó entre dos bandos: los que sabemos partirnos por la mitad y los que no. Particularmente no hemos vuelto a ver una sala de cine riéndose así con una película española. Humildemente creemos que no es que esta historia juegue en otra Liga, es que creó la suya propia. Y ahí sigue jugando consigo misma.
 
Álex de la Iglesia nos ha regalado después personajes inolvidables y sórdidos, pero por más que busquemos el espíritu de esta película en las historias que acompañaron al cine español una vez que sobrevivimos al milenio, sabemos que una y no más. Porque Amanece, que no es poco o El Milagro de P. Tinto también compiten ellas solas en su propio torneo. A lo mejor no disfrutar de tales ingenios más a menudo es nuestro castigo porque dejamos que el Gran Wyoming nos engañara en esos últimos planos, ocupando el lugar del italianini medio carbonizado, y porque permitimos que nuestros héroes siguieran mendigando en el Retiro y mirando, muertos de hambre pero orgullosos de su hazaña, a la estatua del Ángel Caído. Y eso que nos salvaron la vida.
Sólo hay una definición para esta escena: histórica.
 
 
 
 
EL ‘SINDIÓS’ GAMBERRO QUE MURIÓ EN EL INTENTO
 
Sin lugar a dudas, lo mejor de El día de la Bestia fue el brío con el que Álex de la Iglesia cogió su cabra por los cuernos al inicio de la película. Y es que ante nosotros tenemos uno de esos ejemplos de idea concebida en estado de gracia (divertida, salvaje, irreverente) que, sin embargo, va perdiendo fuelle hasta quedar a la altura del tradicional cine chascarrillo.
 
Hasta el minuto 20 y aledaños, momento demiúrgico en el que se podría decir que estalla el detonante de la historia, la cinta es un rosario de hallazgos festivaleros, a cual más brillante y desternillante. Véase la presentación de los personajes, esos Quijote y Sancho Panza, versión friqui-contemporánea, que se nos van inventando a fuerza de golpes cachondos de guión. Ahí estaba también el poderoso arranque de la historia donde el cura vasco se empeña en hacer el mal o, más bien, el borrico, a base de gamberradas truculentas.
 
Sin embargo, acto seguido, a la altura del periplo del padre Ángel en busca de una señal demoníaca, os aconsejamos desentenderos de la película y concentraros en las palomitas, que seguramente os tendrán reservados momentos más memorables. Y es que, durante el resto del metraje, parece como si el director estuviera haciendo tiempo hasta llegar a un final donde, de repente, nos ponemos serios. Es el momento del desenlace, toca exterminar al demonio y a su parentela terrenal. La masacre resultante no la habría imaginado ni el mismísimo Michael Corleone durante sus acostumbrados servicios religiosos. Y esto por no hablar del epílogo en el que el padre Ángel y el maestro Cavan se nos hacen homeless. Todo ello para describirnos lo que se dice: que la vida es muy perra y que el destino de dos héroes accidentales, en los tiempos que corren, no puede ser otro más que el anonimato. Cosas de la sociedad fast-food que nos ha tocado vivir donde nada existe si no hay cámara de por medio. Una sociedad que no necesita de ángeles caídos para montar el apocalipsis padre. ¿Sarcasmo como postre, en una película de humor explícito?
 
Existen otras razones por las que no terminamos de digerir esta película. En primer lugar, porque el director busca desesperadamente nuestra complicidad a fuerza de algo que le funciona al principio del film: proyectarnos situaciones cercanas o escenarios familiares para situar en ellos una épica de andar por casa que pretende resultar ingeniosa. Como ejemplo de intento fallido, en este sentido, recordad la escena de los equilibrios de Cavan, el padre Ángel y José Mª, arrimados al cartel de Swcheppes de la Gran Vía. Una de las más celebradas por los incondicionales de la película. Y sin embargo, tan innecesaria, tan larga, tan sosa… No se puede estirar demasiado el chiste, que no resiste la carcajada. En segundo lugar, y aunque sea marca de la casa, el abuso de mamporros, que se reparten a diestro y siniestro, deja mucho que desear. Esta violenta puesta en escena gratuita no debería haber sido excusa para colapsar fotogramas y evitarse el trabajo de imaginar nuevas situaciones desternillantes.
 
No podíamos abandonar este texto viperino sin reseñar que existe un curioso rumor que recorre los foros internautas. Hoy tan sólo es un dime y direte, pero ayer, fue carnaza para un titular misterioso del diario El Mundo. Según reza, la génesis de la película y quizás algo más, fue un plagio de una novela llamada La Luz. El damnificado por la presunta tropelía: un autor madrileño de cuyo nombre y circunstancia, al parecer, la Red ya no quiere acordarse. Y si no, intentad acceder a la noticia en la hemeroteca de la publicación. Existió la demanda, existe el autor, pero ¿se trata de la paranoia de un autor caído en desgracia? ¿estamos, quizás, ante un nuevo caso a resolver por los agentes dobles de la SGAE? O más bien ante una de esas ideas afortunadas que alguna vez han cruzado nuestra mente, cuando íbamos en el metro, pero que nunca maduramos del todo porque, antes, habíamos llegado a nuestra parada. Ya se sabe, los caminos del Señor…
Videoclip del tema que Álex de la Iglesia encargó a Def con Dos para ponerle soundtrack a su obra. Eso sí, la banda sonora, muy recomendable: Negu Gorriak, Soziedad Alcohólica y Extremoduro, entre otros.