Puede que suene de algo. Dos policías sobrios, opacos pero de caracteres diametralmente diferentes se enfrentan a un caso de entramado escamoso y complicado. Si viajamos en el tiempo, encontraremos en todas las cinematografías mundiales un tópico similar en alguna de sus películas, ajustadas a los modelos narrativos de cada país, más o menos olvidadas o recordadas. Pero no en España. O mejor dicho, no como en La isla mínima, este drama-thriller fuera de toda órbita referencial que está disparado en taquilla tras su aclamada travesía por el Festival de Cine de San Sebastián. Porque la nueva película de Alberto Rodríguez clama por un sitio de honor entre lo mejor del cine español de los últimos años, y revisa la historia policíaca de nuestro país sin ningún complejo de culpa, con la sutilidad de unas cámaras llenas de humedad que empapan las entrañas del espectador.
Superándose con creces a sí mismo, recortando el magnífico pero aplastante artificio de Grupo 7, el cineasta firma su mejor película hasta la fecha rindiéndose al encanto de la intriga cruda y descarnada que otros como Enrique Urbizu en No habrá paz para los malvados o Jorge Sánchez-Cabezudo en La noche los girasoles ya tocaron con los dedos en los últimos años. En la investigación que los policías expedientados Juan (Javier Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo) realizan sobre la desaparición de dos adolescentes en un pueblo del Coto de Doñana hay mucho de un desconocido mundo rural, violento y maltratado, que a principios de los años 80 todavía reculaba ante la modernidad.