‘Juan Nadie’, de Frank Capra: ‘Del pequeño Club de John’ vs ‘Las sanguijuelas del capital’

DEL PEQUEÑO CLUB DE JONN DOELong John Willoughby (Gary Cooper) solo es un vagabundo, antiguo jugador de béisbol lesionado, que se pone en una cola de desarrapados junto a su amigo “El Coronel” (Walter Brennan), tras un anuncio del periódico The New Bulletin en el que se ofrece trabajo a los sin empleo de la ciudad, en un casting encubierto para sacar adelante una mentira. Se trata de la farsa que la ambiciosa y creativa redactora Ann Mitchell (Barbara Stanwyck) ha creado para salvar su puesto de trabajo tras la compra del periódico por un magnate: la carta de un inexistente e inventado John Doe, que desesperado, ha decidido suicidarse en Nochebuena tirándose desde lo alto del Ayuntamiento para protestar por la incivilización del mundo y por la pérdida de valores. Cooper supera la prueba, se convierte en Juan Nadie, y agasajado e instruido para cumplir su papel de mártir del sistema, en manos del poder de la prensa que busca tiradas millonarias, acaba por creerse su propia mentira y formar parte del circo del mundo.

Esta es la historia que el siempre bienintencionado Frank Capra rodó en 1941 con no pocos contratiempos y algunas malas pasadas en el montaje, y que ensombrecida por el resto de su magnífica carrera como cineasta, ha ido adquiriendo valor a lo largo de los años, conforme la sociedad de masas iba tomando forma y se cumplían una por una las tesis que el estadounidense planteó en la película: la confluencia del poder político y el poder mediático, la conciencia colectiva y borreguil ante los antihéroes ensalzados a golpe de serial informativo, la dependencia de los mercados y la inexistente convivencia social. Así es como toma cuerpo el mensaje del gurú en el que se convierte John Doe, aprendiendo de los discursos que para él escribe la periodista, comprobando por sí mismo las carencias de la sociedad individualizada, y tratando de pasar por encima, sin éxito, de la utilización malsana que al final querrán hacer de su figura de impostor, una vez convertido en ángel caído, linchado, impotente.
Analogías cristianas aparte, o incluso con ellas encima, la historia de este Juan Nadie se pone al servicio de una película más compleja de lo que aparentemente representa, tanto por su guion y la forma en que se transforman algunos personajes conforme comprenden la magnitud del fenómeno social, como por una realización bastante poco habitual en la carrera de Capra, que decidió rodar sin complejos y pocos medios dos escenas cumbres de la Historia del cine, donde además Cooper demostró su talento escalonado: el primer discurso ante la radio, en el que el protagonista poco a poco va cambiando su tono conforme comprende el mensaje del mismo; y la escena de multitudes de la convención bajo la lluvia, agónica, triste y desalentadora para un héroe por accidente, un líder impostado, un don nadie que quiere cambiar el mundo cuando el mundo ya ha decidido no creerle porque ahora así lo dicen los periódicos.

Y además, brillando sobre el magnetismo del señor Cooper, la película nos pone en la balanza los personajes polarizados por un lado, como el ambicioso y caricaturesco magnate D. B. Norton (Edward Arnold), y a los primeros anti-sistema, idealistas y cínicos, como el estupendo personaje de “El Coronel”, la conciencia de Juan Nadie, una joya de la película solo por su visionario y lúcido discurso sobre “los idiotas” del mundo: los propietarios de una cuenta corriente que creen ser libres cuando están en manos de “ellos”, de “los otros”, de los “sin nombre”. Escuchar estas palabras siete décadas después resulta extrañamente perturbador e inquietante por su indiscutible actualidad.Quienes le admiramos, ya lo sabemos. El utópico Capra supo como nadie martirizar a sus héroes y hacerles ver la cara oculta y agria de la vida, pero nunca se atrevió a cerrar ni una sola de sus historias con algo que se pareciera al pesimismo, y mucho menos en Navidad. Ni Clark Gable en Sucedió una noche, ni James Stewart en ¡Qué bello es vivir!, y ni siquiera Cary Grant en la disparatada Arsénico por compasión, tuvieron que tragar con un mundo que no fuera al final esperanzador. Aunque la esperanza sea tan falsa como la carta enviada al periódico. Por eso hasta el final, por mucho que nos imaginemos al protagonista lanzándose al vacío, hay algo en la nieve, en las luces navideñas, en el ambiente, en ese universo de bondad rescatada de la nada, que nos deja unidos a un mini-grupo de creyentes en el discurso de la gente del pueblo contra la política: el pequeño y superviviente Club de John Doe.

La puesta en escena de Juan Nadie, su primer discurso, cuando empieza a creerse la mentira:

 

 

LAS SANGUIJUELAS DEL CAPITAL

A Frank Capra o se le adora o se le disfruta con cierta condescendencia, ya que nadie en su sano juicio discute la capacidad del director para hacer películas inolvidables, de aquellas que te acompañan a lo largo de tu vida. Los suyos son, en su mayoría, filmes cuidados, llenos de emoción, grandes interpretaciones y, sobre todo, buenos propósitos. Su ‘enigmática’ fe en la bondad del ser humano (siempre a punto para el obligado final feliz) le permitió crear alocadas y fantásticas obras maestras (Vive como quieras ¡Qué bello es vivir!), pero dar un traspié en el caso de Juan Nadie. En ella se puso espléndido y abusó del tono doctrinal.

La historia retrata un capítulo imaginario de la Gran Depresión. Una periodista, Ann Mitchell (Barbara Stanwyck), se inventa, para mantener su puesto de trabajo, una carta al director firmada por un tipo como cualquier otro, un tal Juan Nadie. Una víctima más de la crisis al que convertirá en la voz de los desheredados y le servirá de plataforma para denunciar las taras de una sociedad y de un sistema económico deshumanizado. Nadie despide su misiva afirmando que se suicidará en Nochebuena. Ante el inesperado y enorme impacto que tiene en la opinión pública la carta al director, la periodista y su editor se verán obligados a ponerle rostro a su autor, al hombre común, encontrando a su protagonista perfecto en la imagen de un vagabundo, un jugador de béisbol venido a menos, John Willoughby (Gary Cooper).
El planteamiento de la película tiene gancho, pero su desarrollo es hoja caduca. Es difícil mantener una trama con ciertas pretensiones de enredo, si no se crea para ella situaciones con más garra dramática, cómica e incluso romántica. La magia reside únicamente en las agudas ironías del parlamento de “El Coronel”, el amigo vagabundo del protagonista, sobre quien descansa prácticamente todo el interés de la película. Es inevitable que muchos espectadores se sientan identificados con este personaje y tengan la tentación de quedarse sólo con su copla, sus cálidos y humanos golpes de cinismo (memorables, sus manadas de sanguijuelas). Sobre todo, cuando han de ser sufridos espectadores de secuencias que pecan de un ‘buenismo’ descontrolado que parece de origen marciano. Ahí tenemos como ejemplo la larga secuencia en la que el protagonista conoce a los miembros de uno de tantos de aquellos clubs Juan Nadie, que se constituyen a lo largo y ancho de la geografía norteamericana. Unas sectas inquietantes, compuestas de tipos aferrados al pensamiento único, que desean refundar la sociedad basándose en unos principios éticos, un tanto difusos, pero eso sí, cargados de buenas intenciones.
La moraleja, peaje obligado en los finales de Capra es, en este caso, de una ingenuidad que desarma. Por eso, preferimos quedarnos con la lectura malintencionada que, de la misma, puede extraer un espectador impaciente. El sátiro rico / empresario / capitalista y sus secuaces cuentan con el patrimonio de la maldad y, en cambio, el ciudadano de a pie, no tiene más que buen fondo. El origen de cualquier conflicto con el prójimo apenas tiene importancia, será un simple malentendido entre vecinos dirimido en un patio de porteras. Y aquí paz y después gloria.

Capra solía decir: “No hay reglas en la cinematografía, sólo pecados. Y el pecado capital es el aburrimiento”. Y aunque Juan Nadie no es una condena al fuego eterno, sí supone una película más que, aunque nos cueste decirlo, pasa de largo en nuestra memoria.

Finalizamos el año con el magnífico discurso de “El Coronel”. ¿Cuántos idiotas hay en el mundo?:

Atado en corto: ‘Una Feliz Navidad’, de Julio Díez. ‘Un “buried” de humor negro’

Hartos ya de asociar la Navidad a las campanillas, los regalos compulsivos y los buenos deseos casi nunca cumplidos, hemos decidido felicitaros las fiestas con esta pequeña historia de Julio Díez que bajo el título Una Feliz Navidad, nos cuenta la “feliz” experiencia navideña de un joven (Patxi Freytez) supuestamente electrocutado mientras monta el árbol navideño de su casa.

Con humor negro, estupenda dirección y la ayuda de una soberbia Lola Herrera, Díez, también guionista de este cortometraje, realiza un ejercicio rítmico y macabro de enterramiento involutario. Hay mucha maestría en la dirección, una música muy bien encajada y unas interpretaciones bastante creíbles, y aunque no es el Buried de Rodrigo Cortés, todavía no sabemos si es algo más macabro, por eso de tomárselo a chufla. Y con arte, además.

Felices Fiestas a todos.

 

Visionado: ‘Un método peligroso’, de David Cronenberg. ‘Perturbadora y liberadora’

cinco estrellas


Tortuosa, estimulante, oscura, liberadora. Un método peligroso es una de las películas más inteligentes e imprescindibles de los últimos tiempos. La cinta de David Cronenberg es una fascinante y temeraria incursión en uno de los mayores enigmas de la existencia del hombre, su propia psique, y lo aborda asomándose a las relaciones que mantuvieron Sigmund Freud (Viggo Mortensen), su por aquel entonces discípulo, Carl Jung (Michael Fassbender) y la paciente, luego amante de este último, Sabina Spielrein (Keira Knightley) quien llegaría a ser también una de las psiquiatras y psicoanalista más influyentes de todos los tiempos.
Un método peligroso cuenta con un guión admirable, prodigioso, firmado por Christopher Hampton (Las amistades peligrosas), que tiene la virtud de reunir con naturalidad, precisión y sentido poético algunos de los episodios más emblemáticos de las relaciones intelectuales y humanas de los padres del psicoanálisis. Tiene también la habilidad de llevarnos al nacimiento e incluso a la destrucción de algunas de las teorías más importantes que, aún hoy, siguen intentando explicar los mecanismos de la mente, los comportamientos del ser humano. Un método peligroso habla de la razón y el inconsciente, de la ciencia que nunca logrará sobreponerse al misticismo, de las pulsiones sexuales que nos conducen a la destrucción de nuestro yo para crear una nueva vida, del complejo sendero que tomamos para construir nuestra identidad. En ella se dan cita traumas infantiles, represiones civilizadas, humillaciones que despiertan el deseo, la peligrosa clarividencia de los sueños.
Es una película densa conceptualmente que, sin embargo, no abruma ni agota porque las secuencias están llenas de dolor y pasión, también de ambición, admiración y rivalidad. Llena de vida, en definitiva. Está tan bien escrita que todo el complejo engranaje intelectual que soporta se desliza a la perfección gracias a la peripecia humana y al morbo. Razón y vísceras, una vez más, en perfecto equilibrio, en eterna lucha. En la película existe un punto de inflexión brillante: la puesta en escena de un personaje casi mágico, por la libertad insultante con la que se conduce. El doctor Otto Gross (Vincent Cassel) aparece en la consulta de Jung para explicarle con dos palabras, que resuenan como dos bofetadas, de las que espabilan, la verdad sobre la naturaleza humana. Para darle el empujón que necesita su mente privilegiada y timorata, aquel que le permitirá perfeccionar su existencia y sus teorías.
Sin lugar a dudas, estamos ante uno de los mejores y más inesperados trabajos de David Cronenberg, un realizador que siempre ha husmeado en lo más recóndito del ser humano para presentarnos, como un maestro de ceremonias en un circo estrafalario, el espectáculo de nuestras ambigüedades y las de la sociedad en las que vivimos o vivieron algunos otros. Ahora, adopta una pose clásica en la narración y viste traje de época, pero sigue siendo el mismo creador brillante y desconcertante. El que se atreve a decirnos que, “a veces, hay que hacer algo imperdonable para seguir viviendo”.
La película sería perfecta si la interpretación de Keira Nightley no pecara de excesiva, al menos, al comienzo del metraje. Es peliagudo acercarse a un personaje real, del que se sabe, que era presa de innumerables tics nerviosos. Peligroso porque o bien te hace merecedor de un Oscar (la Academia cuenta con una larga tradición de premios a interpretaciones de personas discapacitadas o en situaciones límite de todo pelaje) o bien caes en el más espantoso de los ridículos. Los aspavientos y las gesticulaciones de Keyra son, sin ir más lejos, aparatosas y poco creíbles.
Como contrapartida, Mortensen y Cassel se muestran, una vez más, como dos de los mejores actores de nuestros tiempos. Pero es Michael Fassbender (omnipresente y omnipotente en la cartelera) quien se lleva el gato al agua. Camaleónico e intuitivo, apasionado y apasionante, este intérprete medio alemán, medio irlandés, es un maestro de los matices, de la actuación medida y al mismo tiempo arrolladora, visceral. Como las contradicciones del alma humana, como la mente que se empeña en mantenerla encerrada.
Os dejamos con el punto de inflexión que os hemos mencionado. Cassel/Otto Gross , paciente y ‘doctor’ de Carl Jung; también el eco de los deseos inconfesables…
A continuación, el trailer de la película, en versión original, para que podáis degustar un avance de las grandes interpretaciones que ofrece.
 

Disección: ‘Mulholland Drive’, de David Lynch. ‘El sueño de la razón’

EL SUEÑO DE LA RAZÓN

PANORÁMICA: 2001 amanece con una buena nueva: científicos estadounidenses presentaron al primer primate modificado genéticamente. Al poco tiempo, George W. Bush toma posesión de su cargo como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y en Afganistán, los talibanes destruyen con tanques, lanzacohetes y todo proyectil que se pusiera a su alcance las estatuas milenarias de los Budas gigantes de Bamiyan. En la Red, aparece por primera vez Wikipedia en español mientras que Erik Weihenmayer (32 años) y Sherman Bull se convierten, respectivamente, en la primera persona ciega y en la persona de mayor edad (64 años) que logran escalar el Everest. En la Cumbre del Clima, por otro lado, celebrada en Bonn, se llega a un acuerdo mundial para continuar limitando la emisión de gases de efecto invernadero. Lo ratificaron 178 países y solamente recibió el voto en contra de EEUU. En Argentina, se producen manifestaciones, saqueos , con decenas de muertos, a raíz de los disturbios que se originan por la grave crisis económica. Fernando de la Rúa se ve obligado a dimitir y el Perú inaugura un nuevo período político al convertirse Valentín Paniagua en Presidente de Transición de la República, tras la ‘renuncia a distancia’ de Fujimori, que se encontraba en Japón. En septiembre, se produjeron los ataques terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York, el Pentágono y Somerset (Pensilvania). Poco después, comienza la guerra de Afganistán. 2001 fue también el año en el que dijimos adiós a Stanley Kramer, Anthony Quinn, Paco Rabal y Jack Lemmon.

EL MEOLLO: Alguien con respiración entrecortada se acerca a una almohada granate y se produce un fundido en negro. Hay un accidente de coche en Mulholland Drive del que se salva una mujer desmemoriada (Laura Harring) que acaba refugiándose en una casa. Una risueña y dulce Betty (Naomi Watts) llega a Los Ángeles con la gran ilusión y propósito de convertirse en actriz. En casa de su tía ausente, donde se alojará, encuentra a la mujer amnésica, que decide llamarse Rita tras mirar un cartel de Gilda a través de un espejo. La amable anfitriona se compadece de ella y decide ayudarla a descubrir su pasado, que va apareciendo en pequeños retazos de recuerdos: primero un número de teléfono, luego un nombre (Diane), luego una casa, luego una llave azul y un montón de dinero en un bolso, y luego el deseo nocturno de acudir al Club Silencio. En paralelo, asistimos al chantaje mafioso sufrido por un director de cine para que contrate a una actriz en su próxima película, a las torpes peripecias de un asesino a sueldo, y a una conversación sobre alguien que tiene visiones. Tras abrirse una caja azul, todo cambia, Betty ahora es Diane, su aspecto es decrépito y horrible, y se levanta de la cama, parece desesperada y entre atormentados pensamientos rememora su relación amorosa con Camila (Laura Harring) entre las bambalinas de los platós de Hollywood. Pero una traición, una fiesta en Mulholland Drive, un encargo, una llave azul sobre una mesa y numerosos fantasmas se entrecruzarán para un terrible desenlace. Un final que nos despierta, o nos mete en otro sueño. Un enigma.

DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Ni Freud, ni Jung, ni Bergman, ni los instintivistas ni conductistas han conseguido jamás desentrañar el mundo de los sueños, el subconsciente, las imágenes mentales, las alucinaciones, como lo ha hecho el estadounidense David Lynch a través del cine. Odiado y amado a partes iguales, su estilo surrealista no solo bebe de los oscurantismos de Werner Herzog, y de las corrientes dadaístas, no aptas para el gran público, sino que bebe de sí mismo, tal y como ha ido perfeccionándose con el tiempo, creando su sello de desconcierto e incomprensión narrativa, y marcando la tenue línea que separa lo real de lo irreal, solo superada por nuestro Luis Buñuel. Cortometrajista durante los sesenta, cuando se pasó al largometraje con las tremendamente perturbadoras Eraserhead (1977) y El hombre elefante (1980), también se abrió camino a bastonazos entre un cine mundial que andaba preocupado en exceso por las grandes políticas y los grandes hombres. Lynch apostó entonces por lo deforme, lo imperfecto, lo degradado, incluso en su incursión en la ciencia-ficción ochentera con Dune (1984), con la que dejó a todos petrificados con una odisea espacial y extravagante imposible de clasificar. Lo mismo que le pasó con la serie Twin Peaks (1990), que naufragó sin rumbo, pero que generó el mejor capítulo piloto de la historia de la televisión.

Ya antes se atrevieron incluso a llamarle “maduro” al decir que por fin hacía cine “comprensible” cuando rodó las esquizofrénicas y maravillosas Terciopelo Azul (1986) y Corazón Salvaje (1990), y Hollywood se frotaba las manos creyendo que lo había cogido en sus redes cuando en Una historia verdadera (1999) alumbró una impresionante tractor-movie con principio, desarrollo y final, algo inaudito en su carrera. Pero después llegó Mulholland Drive (2001), donde no solo rescató los traumas y dobleces de Carretera Perdida (1997), sino que mandó un dardo envenenado a la industria cinematográfica. No obstante, la película fue ampliamente reconocida, lo que le dio lo mismo, porque con Inland Empire (2006) se volvió más loco que nunca y hoy, de nuevo de vuelta a los cortos y a las series, dicen que es un director de culto. Nosotros no lo creemos así. Simplemente nos fascinan sus escenas absurdas, sus saltos dimensionales y el haber encontrado siempre entre los sueños robados la explicación a los sentimientos más escondidos. Aunque esa no haya sido su pretensión, ni lo más mínimo.

 
PRIMER PLANO
NAOMI WATTS: Como su personaje de Betty en Mulholland Drive, Naomi Watts llegó a Hollywood con los sueños a flor de piel, aunque pronto se le quebró la ilusión para convertirse en una superviviente. Durante 10 años se las tuvo que ver con malos guiones, desplantes y rechazos, alternando papeles sin sustancia con trabajos alimenticios como el de niñera de los hijos de Nicole Kidman, una buena amiga. Cuando le llegó el guión del episodio piloto de Mulholland Drive, cambió su suerte. Y es que Watts demostró un talento arrollador para encarnar a Betty/Diane, una ingenua, entusiasta e indómita aspirante actriz y, al mismo tiempo, una mujer entregada al despecho más brutal, a un dolor sin remisión. Estuvo inmensa, aunque más aún cuando, dos años después, González Iñárritu, le dio el papel de su vida, el de Cristina, en 21 gramos (el peso del alma), una mujer desgarrada por la muerte de sus hijos, muerta en vida en una película bellísima sobre la fatalidad, el amor y la venganza. Obtuvo sendas nominaciones a los Oscar y a los BAFTA. Naomi además fue la ‘mujer de oro’ codiciada por King Kong (Peter Jackson, 2005) y una esposa inquieta, adúltera, en El velo pintado (John Curran, 2006) que emprende un camino a la inversa, en los confines del mundo, para enamorarse despacio, pero profundamente y en el último momento. Un año después, Cronenberg le ofreció la oportunidad de trabajar en una impresionante película, Promesas del Este (2007), donde se vistió de comadrona londinense y se puso a investigar la extraña muerte, durante el parto, de una adolescente relacionada con la mafia rusa. El genio Haneke la sometió a la más exquisita de las torturas, en su auto-remake de Funny Games (2008), para que el mundo reflexionara sobre la violencia y fue Woody Allen quien le puso en bandeja un gran reto: participar en una comedia de salón en Conocerás al hombre de tus sueños (2010). Quedamos a la espera de sus próximos proyectos entre los que se encuentra Blonde (Andrew Dominik), donde Watts será Marilyn Monroe, la criatura por excelencia de esa fábrica de sueños que pare mitos, llamada Hollywood.
 
LAURA HELENA HARRING: Luce el título de ex- condesa (estuvo casada con el noble Carl Von Bismarck), fue trabajadora social en la India y Miss USA en 1985. Esta actriz norteamericana, de origen mexicano, tiene una trayectoria vital de telenovela y una misteriosa caja azul en su currículum, donde encerró una joya llamada Mulholland Drive. En la actriz, Lynch encontró la materia de la que siempre han estado hechas las féminas de pasado fatal o, al menos, sospechoso. Vio en ella a su Rita/Camila, menos bella, aunque más neumática que la inolvidable Gilda. Desconcertada y despiadada, aterrorizada y lúbrica, Laura Elena tuvo una oportunidad única para exhibir en la película sus dotes para la versatilidad interpretativa aunque, en el intento, se quedara a medio gas. Posteriormente, en su carrera vendrían algunos títulos menores como El Castigador (John Hensleigh, 2004) donde se reunió con John Travolta para ‘animar’ el cómic de la Márvel; se adentró en El amor en los tiempos del cólera (Mike Newell, 2007), para encamarse con un joven Florentino Ariza, en los rasgos duros de Javier Bardem. Además, Laura ha trabajado con Denzel Washington en John Q (Nick Cassavetes, 2002) y en El Álamo: 13 días de gloria (Burt Kennedy, 1987), junto al magnífico Raúl Juliá. Últimamente la hemos visto en una serie pija, Gossip Girl, y recientemente, su nombre se ha asociado al reparto de una película que llevará a la gran pantalla la vida de Charles Manson, fundador de la secta de satánicos iluminados, La Familia, tristes ‘autores’ de varios asesinatos, incluido el de la actriz Sharon Tate.
 
CONTRAPICADO: Entre la sobredosis de cine dentro del cine, de las entrañas más envenenadas de Hollywood, de secuencias en estado puro, del collage entre cine negro, de suspense, romántico y surrealista que el maestro Lynch maneja en esta película, resulta casi imposible elegir una escena que la defina y explique. Solo podemos resaltar su hipnótico halo de misterio, su rastro de pistas, su pausada entrada en un túnel cada vez más mágico, sus toques de humor en torno al café de los mafiosos, el patoso asesino, la venganza adúltera de las joyas, y su autohomenaje a Twin Peaks con un capo de la mafia interpretado por el enano bailarín, esta vez sobre una silla, pero también rodeado de rojos cortinajes. Pero si tenemos que decantarnos, encumbramos toda la secuencia de Betty/Diane y Rita/Camila llorando por su amor en el Club Silencio así como la escena del director de cine con el cowboy que le hace ceder en sus pretensiones tan fácilmente como espetándole: “La actitud de un hombre le conduce al modo en que va a ser su vida”.
 
PICADO: Lynch es un director exigente con los espectadores. Hay que abrazar sin remilgos y con paciencia su propuesta: una autentica orgía de espejismos argumentales y de personalidades múltiples que mudan de piel con la incoherencia de una pesadilla. El problema es que pide demasiada y no todo el mundo está dispuesto a esperar la bendita caja mágica que nos abrirá los ojos del entendimiento brindándonos una posible explicación, que quizás no sea tal o sea muchas otras. Durante la mayor parte de la película se suceden demasiadas subtramas, aparentemente sin conexión alguna, que rodean la principal. La idea no es nueva y ha funcionado en otras ocasiones, lo que ocurre es que en Mulholland Drive, algunas de estas pinceladas, hechas historias, son tan absurdas, pero por carentes de interés, que no son capaces de mantenernos en éxtasis el tiempo suficiente como para llegar a ese desenlace que el propio Lynch quiso abierto a todo tipo de interpretaciones.
 
SIMBIOSIS SONORA: No tenemos ninguna duda de que se trata de la película de este cineasta donde la música adquiere mayor protagonismo. Contando de nuevo con su colaborador habitual, el italiano Angelo Badalamenti, desde el Jitterburg sixtie con el que arranca la cinta, hasta las composiciones Mulholland Drive, Silencio y las maravillosas Love Theme y Diane and Camila, este compositor consigue crear en sus melodías un personaje más, aquel que acompaña a las protagonistas en el descubrimiento de la verdad, y que después maltrata y asusta. Todas estas composiciones aparecen mezcladas con otras tan desconcertantes como el pequeño blues de piano The Beast, de Dave Cavanaugh, y con un homenaje al cine y música sesentera en I,ve told every little star, de Linda Scott, en la secuencia de casting donde la mafia gana, y Betty se enfrenta a uno de los primeros fantasmas. En esa misma escena también se interpreta el tema Sixteen reasons de Connie Stevens, pero no se incluyó en la banda sonora por problemas con los derechos de autor. No podemos dejar de elogiar el tema Llorando, versión del Crying de Roy Orbison (al que Lynch adora, y si no, recordemos al lunático Dennis Hopper obsesionado con Dreams en Terciopelo Azul), y que interpreta a capela y en castellano Rebekah del Río en el Club Silencio. Por último, pero no por ello menos importante, destacamos las melodías cincuenteras escritas para la película y la hipnótica y violinesca Mountains Fallings, obra del propio David Lynch mano a mano con su compañero de Blue Bob, John Neff.
 
OJO AL DATO: Mulholland Drive era material para la televisión. Fue concebida como una serie para la NBC con la que Lynch pretendía alcanzar la gloria pasada que le reportó Twin Peaks. El proyecto no cuajó, pero sin embargo, despertó el interés de Canal Plus Francia, la cual, después de año y medio, hizo posible que se convirtiera en película. El realizador volvió a llamar a los mismos actores. Y puestos a ser fiel a sus colaboradores, se divirtió creando curiosos cameos sin relumbrón. Por ejemplo, la ‘aparición’ de pelo azul, que permanece sentada en el palco del Club del Silencio, es Cori Glazer, la supervisora del guión en la película. Además, Angelo Badalamenti, compositor con el que suele trabajar el Lynch, interpreta a Luigi Castigliane, el productor mafioso que tortura al personaje del director, Adam Kesher (Justin Theroux), con el lamentable espectáculo que ofrece vomitando un café. Además, el personaje de Betty (Watts) se inspira en la vida de una actriz, Jennifer Symea, que perdió la vida en un accidente de coche poco antes de estrenarse la película. Lynch le dio su primera oportunidad en el cine en la cinta Carretera Perdida (1997). Mal agüero.
RETRATO DEL HÉROE: Betty/Diane (Naomi Watts) es el sueño de la razón que produce lo anhelado. Ella es el hilo conductor que nos ayudará a colocar las piezas del puzle una por una, y por eso es la heroína absoluta de este cuento maestro y enrevesado de Lynch. Primero tierna, ilusionada y bondadosa Betty, después destrozada, vengativa y desconocida Diane, sus pasos por los entresijos de la fabulación mental serán fundamentales para que comprendamos su tormento, su amor, su locura. Sus ojos azules compitiendo en amor y estupefacción con los de su partenaire, sus dos papeles y su rol de ordenadora del caos durante los últimos 25 minutos de la película reflejan la mano del propio David Lynch tomando la nuestra para entrar en su mundo. Haber sufrido con ella será haber entrado en esta historia de amor y cine, la comprendamos o no.
 

Finalizamos nuestra oda a esta joya del cine moderno con la escena del casting de la película, para que veais su perfecta manufactura:

 

Ya por último el tráiler, de los mejores de la primera década del siglo:

 

Píldoras cinetarias: ¿Soñó Beethoven con el cine en el ‘allegretto’?

En 1811 el compositor alemán Ludwig van Beethoven no se encontraba en su mejor momento de salud. Ya sabemos que eso nunca fue impedimiento para los grandes músicos de la historia a la hora de sacar a la luz las mejores evocaciones multiinstrumentales de nuestra era moderna, y este caso no fue una excepción. En la ciudad (hoy checa) de Teplice, Beethoven fraguó su Séptima Sinfonía, para muchos expertos la mejor de toda su carrera, y probablemente de las mejores del mundo.

De ella queremos destacar su Segundo Movimiento, el allegretto, una melodía escalofriante, en tempos diferentes, y de tal magnitud en interpretaciones, versatilidad y usos, que su utilización en el cine nos ha hecho preguntarnos si acaso el alemán pensó o soñó alguna vez en el arte en movimiento que surgiría más de 70 años después de su muerte. Probablemente no, claro. Pero no podemos por menos que permitirnos tal pensamiento cuando la hemos identificado en películas tan sobrecogedoras como diferentes, siempre superponiéndose a la escena, comiéndose la imagen, dejándonos sentir algo revulsivo, terrorífico o conmovedor, por encima de lo que vemos.
En el último año, la melodía del allegretto reinó como su protagonista, Colin Firth, en la oscarizada El discurso del rey (2010), con toda su intensidad, ayudando al monarca, junto con Geoffrey Rush, a superar su tartamudez en una de las locuciones más famosas de la historia, justo antes de la Primera Guerra Mundial:

Beethoven también fue el encargado de ofrecernos el tierno final/principio (la película está contada al revés) de la cruel Irreversible (2002). La inclusión de este Segundo Movimiento fue de las primeras decisiones que tomó su director, Gaspar Noé. Podéis visionar y escuchar de nuevo la melodía encajada en la última secuencia de la película en .

Por supuesto, esta pieza también aparece en el biopic sobre el compositor alemán que Bernard Rose alumbró en 1994. A continuación la composición original sobre el semblante de la encarnación que hizo Gary Oldman del maestro de maestros:

Y retrociendo en el tiempo, la encontramos nada menos que en 1934 cuando, en una de las primeras adaptaciones cinematográficas de la obra de Edgar Allan Poe, Edgar G. Ulmer rodó The Black Cat (traducida en España como Satanás). En este caso, escuchar el allegretto en blanco y negro te pone los pelos de punta:

Ahora, si queréis, poneos como tarea escuchar toda la Séptima en su globalidad, y jugad a encontrar entre su estructura la banda sonora de otras muchas escenas míticas del cine. Seguro que alguna sorpresa encontraréis, aunque Beethoven nunca soñara en fotogramas.

Visionado: ‘La conspiración’, de Robert Redford. ‘La justicia en el patíbulo’

tres estrellas


Hay algo en la vitalidad y el compromiso de muchas películas, en las que ha participado Robert Redford, que engancha emocionalmente. En un momento de su vida en el que muchos caerían en la tentación del pensamiento cínico y el desencanto, él sigue manteniendo la mirada crítica y asombrada ante ciertos dilemas morales que plantea la política, el universo de la ‘cosa pública’. Ello le da un plus de sinceridad e intensidad a las producciones en las que se ve envuelto. Fue el artífice de Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula); con su impulso y entusiasmo luchó por sacar adelante una gran película que destapaba la corrupción y los abusos de poder; en Brubaker (Stuart Rosenberg), protagonizó una cinta carcelaria que ponía patas arriba los vicios del ‘Sistema’ y en Leones por Corderos (Redford), decidió, de manera valiente, aunque un tanto fallida, airear las vergüenzas de la política exterior americana y de su cómplice, cierta prensa complaciente con el poder.En La conspiración, Redford se acerca al asesinato de Abraham Lincoln, pero para contarnos una fascinante historia que, curiosamente, siempre se quedó en la trastienda del caso, ante el impacto del magnicidio. Narra el juicio a una mujer, Mary Surratt (Robin Wright), dueña de una pensión en la que los acusados de la muerte del presidente se reunían para gestar el crimen. Surrat también es la madre del único conspirador que ha logrado huir. Un ex combatiente de la Unión, Frederick Aiken (James McAvoy), ejercerá como abogado de la acusada en una causa que parece perdida, teniendo en cuenta la sed de venganza de los dirigentes políticos del momento y de la opinión pública. Redford nos cuenta el dilema moral que se plantea el joven abogado quien, como buena parte de sus coetáneos, rechaza, en un principio y de manera abierta, a unos acusados responsables de hacer tambalear los cimientos de una nación. Un país que acaba de nacer y de sacudirse el horror de la guerra pero que, con las heridas todavía abiertas y paradójicamente, acaba poniendo en entredicho los ideales de justicia y unidad por los que se luchó en el campo de batalla.La Conspiración cuenta con un guión cuya principal virtud es la narración clásica de unos acontecimientos que se organizan en torno al juicio de Surrat, en buena parte de su metraje. A pesar de la carga dramática que conlleva la historia de esta mujer, valiente, digna y refugiada del ‘consuelo divino’, tampoco hay demasiadas concesiones al sentimentalismo fácil y ello le da verosimilitud a la historia, aunque en algunas secuencias echemos de menos cierto empujoncito de emoción. Eso sí, la película se permite ciertos guiños poéticos que se nos graban en la retina, ciertos detalles que le dotan de humanidad al relato contenido. Nos acordamos, especialmente, de los rayos de sol que, en diversos momentos de la película, deslumbran y desconciertan a Mary Surrat, acostumbrada a la oscuridad de la celda…

Como ya pudimos comprobar desde su primera película como realizador, en Gente Corriente, Redford es buen director de actores. Sabe sacar lo mejor de los intérpretes más sobresalientes (MacAvoy, Wilkinson, Evan Rachel Wood, Huston), pero en especial, hace un gran trabajo con la actuación de aquellos cuyas carreras han sido un tanto irregulares, como es el caso de Kevin Kline y de Robin Wright. Por cierto, nos alegramos de que la gran pantalla recupere a una actriz que no se deja ver mucho y que ha ganado con los años una conmovedora sutileza interpretativa.

Sólo pondremos un pero. Nos hubiera gustado desconocer ciertos objetivos que se planteó el cineasta antes del rodaje. Redford cuenta que su intención fue adoptar un punto de vista completamente neutral ante el dilema que plantea la película. Así, pretendía también huir de cualquier comparación con los crímenes de Guantánamo y ciertas decisiones adoptadas tras los atentados del 11 de Septiembre. En el intento, no tuvo mucha fortuna. Acompañamos en todo momento al protagonista; razonamos y nos peleamos con la propia conciencia, del mismo modo que lo hace el joven abogado. Por lo tanto, era inevitable que nos viéramos abocados a empatizar con el viaje mental del héroe. En ese sentido, Redford no puede evitar poner de relieve sus ideales liberales, se ve incapaz de traicionar a su álter ego, el viejo Woodward.

A continuación, os dejamos con uno de los momentos más intensos de la película.

No quisiéramos cerrar este visionado sin que disfrutárais del tráiler del filme, en versión original, para que os hagáis una idea de las fantásticas interpretaciones de sus actores principales.

Visionado: ‘Melancolía’, de Lars Von Trier. ‘Estampida de depresión y languidez’

dos estrellas


Mejor Película en los Premios del Cine Europeo. No esperábamos que el visionario y maldito Lars Von Trier nos contara una boda al estilo griego y nos vistiera el apocalipsis de alegres fanfarrias. Fanáticos de su desconcertante trayectoria de trilogías, su argumento ya deslumbraba por ambicioso, y permitido por ser quien es. Pero desde luego la depresión en la que está sumido cada fotograma de su última historia nos ha sorprendido por su superficialidad y su falta de justificación. Si fuera otro, lo mismo nos daría. Pero el danés siempre ha sabido de lo que habla cuando rueda la tristeza y la desesperación como en Rompiendo las olas. No ha tenido problemas en exagerar como nadie, que le aplaudiéramos por ello y hacernos ver el límite psicólogico de los desamparados y traicionados, como en Dogville, Bailar en la oscuridad o Anticristo
Algo de una nueva languidez hasta ahora desconocida en el lenguaje de Von Trier se vislumbra cuando un planeta que se acerca a La Tierra peligrosamente se llama Melancolía y cuando contagia de su semiótica a una joven Justine (Kirsten Dunst) que tras observarlo, de lejos, entre las estrellas, entra en una bipolaridad desquiciante durante la celebración de su boda en una magnífica mansión, y que se convierte en su entrada hacia una cueva de depresión, locura y omnisapiencia natural, que lo echa todo al traste.
Está claro también que los afanes poéticos del danés, de los que siempre ha querido dotar a su cine, y que siempre nos han gustado en pequeñas secuencias de cámara al hombro y racords intencionados, han recargado pilas vía cosmológica en esta ocasión, con esos cuadros iniciales de armaggedon al natural, de ofelias sobre el agua, bajo los compases del Tristan e Isolda de Wagner, en homenaje a un Igmar Bergman que intimidaba, no que aburría, tal es este caso. Parece también que El árbol de la vida de Terrence Malick va creando escuela y extiende su mano por ese preludio de estampas, pero sin conseguir impresionarnos con la metáfora, como sí lo hizo el cineasta estadounidense.
Debemos afirmar que Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg están magníficas, en solitario y entrelazadas, y que por ello seguimos admirando la capacidad de Von Trier para extraer como un espeleólogo cruel el tormento innato de sus actrices (hasta el punto de que ninguna de ellas quiera volver a repetir con él). Y es una delicia ver la simpática patología del personaje de John Hurt (nuestro amado Dumbledore y el primer sacrificio del Alien ochentero) con el que Von Trier ya se deleitó en Manderlay, así como un inesperado Kiefer Sutherland como único personaje que parece algo real. 
Estupendo también el trabajo fotográfico del chileno-danés Manuel Alberto Claro, sobre todo en el desenlace, todo un prodigio de expresionismo y de espectacularidad en el plano final  (polémicas hitlerianas de Cannes al margen). Pero todo ello no salva que, pese al prólogo wagneriano, no sepamos cómo hemos llegado hasta ahí, salvo por una profunda tristeza, y algo de ensoñación, que se asoma sin sentido ninguno entre los gestos de Justine, la paranoia de su hermana Claire, y entre el comportamiento frío, lánguido y extraño de cuantos le rodean, que provoca, curiosamente, nuestra estampida. Mientras tanto, Melancolía se acerca, lentamente, y por muy bello que sea, e ilumine nuestro podrido planeta, o incluso aunque al final solo sea un sueño, no nos imaginamos así el fin de todas las cosas. Preferimos que nos pille bailando, alegres, sin antesala de depresiones y apenas sin darnos cuenta.    
Pues aquí va el preludio wagneriano inicial de casi ocho minutos. Muy bello, eso sí. Casi vale por sí mismo, como experimento operístico audiovisual, sin nada después.