Louis Restaurant. Tres comensales a la mesa. Michael Corleone comparte mantel con el capitán de policía MC Cluskey y con el turco Sollozzo. Pacino, al borde del abismo emocional, elude la mirada del mafioso narcotraficante. Sus ojos prefieren removerse inquietos, inmensos, crispados, asustados por la violencia que está a punto de desatarse, conscientes de que no hay marcha atrás y toca reconciliarse con su destino. Después, el frenazo chirriante del metro o del tranvía señala el momento: el pequeño de los Corleone se levanta de la mesa y comienza a disparar. La venganza y la transformación de Michael están servidas.
Después de ver esta magistral secuencia con detenimiento, que seguramente todo amante del cine recordará como si hubiera acontecido anteayer, sobran las palabras para describir la grandeza de este monstruo de la interpretación, nacido en el East Harlem y de nombre Alfredo James Pacino. A punto estuvieron de malograrnos el placer de disfrutar de su intensidad y su arte, pues cuentan que los productores de El Padrino, no le querían en la piel de Michael Corleone. Francis Ford Coppola probaba a todos los candidatos que le enviaban pero, como él mismo explicaría, ya era tarde, la cara de Al se le había metido en la cabeza. Y no se impuso a sus jefes hasta que la mujer de George Lucas, Marcia, quien por aquel entonces editaba las pruebas cinematográficas, le dijo que no había otra opción: sencillamente, porque Pacino “desnudaba con la mirada”. Después de escribir las páginas más fascinantes de la historia de la interpretación, Alfredo, se encontró el estrellato a la vuelta de la esquina.
Pero este italoamericano neoyorkino, cuyos abuelos, por cierto, eran de Corleone, no las tuvo todas consigo antes de abandonarse a su gran pasión. Aunque de niño se le escapaban las maneras. Él mismo contó, en una de las escasas entrevistas que se ha dejado hacer a lo largo de su trayectoria, que iba frecuentemente al cine con su madre. Al término de la película, el pequeño Alfredo rememoraba con mímica algunas de las escenas para sus tías sordomudas. El bicho, el instinto de buen impostor ya se le había metido en el cuerpo. Siendo adolescente comenzó a coquetear con las tablas y cuando hacía sus primeros pinitos en distintos montajes teatrales, empezó a ganarse la vida como acomodador de un cine. Después vendrían un ramillete de oficios ‘de barrio’ hasta que, por fin, a los 26 años, entró en el Actor’s Studio. Y como a él mismo le gusta recordar, Lee Strasberg le infundió valor para enfrentarse a esa ilusión a la que no se atrevía a mirar de frente.
Después de revelarse en el primer Padrino y antes del beso fraticida que le regaló a Fredo (John Cazale), en la segunda parte de esa impresionante catedral del Séptimo Arte, se fue a las antípodas del personaje para meterse de lleno en las tribulaciones del íntegro y chivato Serpico, en la película del mismo nombre, de Sidney Lumet. Una interpretación quizás más cerebral y metódica, pero igualmente inolvidable. Quedó patente, desde entonces, que no había registro que se le resistiera. Ni el crédulo y arrogante Carlitos Brigante (Atrapado por su pasado / Brian de Palma) antes de perder el último metro, ni ese Lucifer humanista con el que el supersticioso Pacino (antes que creyente) desafió a su Dios católico en El abogado del Diablo (Taylor Hackford).
Así, nos gusta recordarle inquieto, visceral, inmerso en una montaña de cocaína, ávido de locura y riqueza fácil en El precio del poder (Brian de Palma). O entregado y fascinado con Shakespeare en su particular y fantástica declaración de amor al teatro en Looking for Richard. El ávaro Sylock (El Mercader de Venecia / Michael Radford) supo sacarle sus maneras interpretativas más exquisitas y perfeccionadas, una formidable fuerza expresiva, pero también hemos disfrutado de su carisma y de su atractivo animal en un buen número de cintas menores, como en la enrarecida Melodía de Seducción (Harold Becker) o en Esencia de Mujer (Martin Brest) gracias a la cual, por fin y tras otras siete candidaturas, consiguió un Oscar. Una gran ironía, después de las películas que llevaba a sus espaldas, que se lo concedieran por un producto tan complaciente, a lo ‘Made in Hollywood’ de los 90.
Recientemente, la prensa nos contaba que Pacino pronto se las va a ver con el personaje de un viejo rockero, en una película de la Warner. Rodeado de lujos y fama, la vida del músico dará un vuelco al abrir una carta que guarda de John Lennon desde hace 40 años. Por ella se entera de que es padre y decide emprender la búsqueda de su vástago. Independientemente del reclamo Beatle y, a priori, del anodino argumento, seguramente nos pasaremos por el cine para volver a encontrarnos con el actor.
En abril cumplió 71 años y parece estar más en forma que nunca. Haciendo balance de la vida y la carrera de Pacino, hay algo que nos intriga, que no deja de tener su misterio. La sangre siciliana de Corleone, la linterna con la que dirigía sus pasos por la sala de cine donde trabajaba, las tías expectantes, Marcia Lucas sintiéndose seducida por su mirada… Todo parecen señales, luces de neón de su querido Broadway, que marcan, desde el inicio de su carrera, su camino hacia la leyenda. Aunque al principio pensara que no las tenía todas consigo.
Nuestra escena predilecta de la primera parte de El Padrino. El momento interpretativo que más nos ha fascinado.
Y a continuación, la muestra de que no hay personaje ni registro que se le resista. Pacino, en la piel de Lucifer, reivindica su condición de humanista.