Visionado: ‘Whiplash’, de Damien Chazelle. ‘Inmortalidad voraz’

Whiplash

cuatro estrellas

Dicen que el legendario Charlie Parker (Bird) recibió un golpe de platillo en plena cabeza porque tuvo una mala tarde. El golpe, propinado por el baterista Jo Jones, le hizo caer en la cuenta de que se había instalado en la mediocridad y supo que aquello tenía que acabar. Dicen que de aquel oportuno toque de atención nació precisamente el genio que escondía el músico. Terence Fletcher, el impresionante y voraz director de orquesta de Whiplash, acude en varias ocasiones a esta anécdota, medio inventada, como si fuera un mantra. La utiliza para justificarse ante quien quiera escucharle, pues sus métodos pedagógicos son duros y cuestionados. Y también para explicar que quien decide consagrase al arte, tiene que pagar un paradójico precio: debe sacrificar su vida, precisamente, para lograr que ésta cobre sentido y no se diluya en el anonimato.

Fletcher (J. K. Simmons) es un director de orquesta de jazz que presiona, tortura psicológicamente a sus músicos, utiliza el dolor más profundo que está enquistado en sus almas y les anula la voluntad para arrancarles artísticamente mucho más de lo que se espera de ellos. Entre sus discípulos, hay un muchacho excepcional, Andrew Neiwman (Milles Teller), un baterista con mucho talento que, aunque se entrega en cuerpo y alma para convertirse en un virtuoso percusionista, jamás encuentra la perfección. Y esa opinión la comparte con el inquietante y carismático mentor.

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Visionado: ‘Ciutat morta (Ciudad muerta)’, de Xavier Artigas y Xapo Ortega. ‘En el nombre de Patri’

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cinco estrellas

No resulta cómodo para ningún periodista con cierta sensibilidad a la actualidad social, o con un mínimo apego a la investigación comprometida y honesta, adentrarse en el inquietante y terrorífico recorrido del documental Ciutat morta. Es imposible quitarse de encima esa sensación de impotencia al encontrarse ante unos hechos silenciados a los que nunca se prestó la suficiente atención mediática y que ahora explotan en las narices de un gran público que se siente indignado por lo que ahí se relata, gracias a su emisión en televisión y tras un doloroso periodo de censura e ignorancia. El mejor documental de la última edición del Festival de Cine de Málaga es un asombroso torrente de datos, testimonios y hechos casi probados que se desencadenaron porque varios jóvenes estaban donde no debían en el momento equivocado. Así de simple, pero tremendamente complejo al mismo tiempo.

El origen de todo: la madrugada del 4 de febrero de 2006 se produjo una carga policial en los alrededores de un teatro ocupado del centro de Barcelona, y entre un gran momento de confusión un agente de la Guardia Urbana resultó gravemente herido tras impactarle un objeto en la cabeza. Horas después, el entonces alcalde de la Ciudad Condal, Joan Clos, dice en la radio que el agente recibió el golpe de una maceta arrojada desde cierta altura. Sin embargo, son varios los detenidos a pie de calle (no en las azoteas ni en los balcones), entre ellos tres latinoamericanos que son llevados a dependencias policiales, donde, según sus propios testimonios y denuncias, se declaran inocentes y son torturados, insultados y vejados. Posteriormente son atendidos por médicos en el Hospital del Mar, donde acuden en ese mismo momento Patricia ‘Patri’ y Alfredo, lesionados por un aparatoso accidente de bicicleta. Su forma de vestir, y un mal interpretado mensaje en el móvil de ella, provocan la detención también de estos dos jóvenes, a quienes se acusa de participar en los altercados del teatro ocupado, sin ni siquiera encontrarse allí en esos momentos.

Una ciega venganza policial, un conjunto de testimonios falsos de los agentes acusándoles de haber arrojado piedras, de los médicos que miraron hacia otro lado y la connivencia de la juez encargada del caso hicieron el resto: prisiones preventivas de hasta dos años (lo máximo permitido por la ley) para los tres primeros jóvenes, y sentencia inculpatoria posterior para Alfredo (finalmente indultado) y para Patri. Esta última es el tema central de Ciutat morta: Patricia Heras. una joven de Madrid, escritora premonitoria en su blog Poeta Muerta, estudiante de literatura y amante de la estética ‘queer’ y post-punk, que acudió a Barcelona a ganarse la vida y que se dejó todos sus ahorros en pagarse la defensa de un juicio injusto, plagado de veneno institucional y que finalmente acabó con ella. Tras obtener un permiso penitenciario en tercer grado, Patri sale de la cárcel en abril de 2011 y pocos días después se suicida arrojándose por una ventana.

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‘Avatar’, de James Cameron: ‘En la piel del indígena’ vs ‘Miedo al vacío’

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EN LA PIEL DEL INDÍGENA

En el año 2154, Pandora no es la hija de Zeus encargada de propagar los males por el mundo, sino el nombre de una luna repleta de vegetación y magia donde habitan los na’vi, una raza de humanoides que viven apegados a la espiritualidad que emana de la tierra y a la fuerza de una religiosidad anclada en la naturaleza, dividida en diferentes clanes. El hombre también ha llegado hasta allí, y permanece en constante conflicto con los indígenas en operaciones dirigidas desde unas instalaciones científico-militares, con la intención de hacerse con un mineral necesario para la supervivencia energética del planeta Tierra. Pero el mayor yacimiento del mismo se encuentra bajo el asentamiento de un poblado de nativos, un inmenso árbol-madre que no están dispuestos a ceder a los que ellos consideran los alienígenas, los que no entienden nada, la “gente del cielo que no sabe ver”.

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Un marine que ha quedado parapléjico, Jake Sully (Sam Worthington) es enviado a Pandora con la misión de participar como conductor en el programa Avatar, a través del cual los humanos han conseguido crear cuerpos de nativos que pueden controlar a distancia. La doctora Grace Augustine (Sigourney Weaber), pacifista, amante de la biología y sensibilizada con la vida de los indígenas dirige esta operación, que los militares quieren utilizar en su beneficio para destruir el poblado sagrado. Sully consigue infiltrarse en el todopoderoso grupo de los Omaticaya tras conocer a la nativa Neytiri (Zoe Saldana), momento a partir del cual, sumido en la piel del indígena, su conciencia comienza a partirse en dos entre su deber como marine y su pasión por la libertad de lo que consigue amar y vivir dentro de su avatar. Aparece aquí la figura del elegido, del mesías, del destinado a hacer pervivir toda una raza.


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Esta es la compleja síntesis de la fábula ecologista, antiimperialista, mística y fantástica con la que James Cameron reventó las taquillas en 2009 tras numerosas especulaciones y otras tantas expectativas. Crítica y público quedaron absolutamente rendidos a la originalidad e innovación del diseño de ese nuevo universo preñado de animales mitológicos, ancestros que susurran a través de las raíces de los árboles y seres azules conectados por energías espirituales. Ante todo, un espectáculo visual sin precedentes en el cine del nuevo siglo, pero por debajo de ese caparazón en tres dimensiones, una maravilla de la otredad y de la iconografía que todavía hoy resulta difícil de resumir debido a la gran cantidad de cuestiones que aborda: desde su hostil mensaje contra el colonialismo y a favor de los derechos de los pueblos, hasta la duplicidad de la mente, la filosofía descartiana, el chamanismo, las nuevas tecnologías y las tesis sobre los mesías y profetas que todas las religiones tienen en común.

Avatar fue una revolución cinematográfica en todos los sentidos y aunque no consiguió hacerse con los Premios Oscar de Hollywood más importantes de ese año (curiosamente fueron para En tierra hostil, de Kathryn Bigelow, ex pareja de Cameron), su asentamiento en el fanatismo popular ha sido mayor en cuanto al legado. Comics, publicaciones, videojuegos, teorías y animaciones de todo tipo continúan seis años después defendiendo la alargada sombra de los na’vai, de su gran vínculo con los primeros pobladores indios de las Américas y de la cultura maya. Es esta una característica muy curiosa de la película teniendo en cuenta que, siendo objetivos, hay que reconocer que toda su maestría reside en la técnica: es espectacularidad visual pura y dura.

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Visionado: ‘Birdman’, de Alejandro González Iñárritu. ‘Pájaros en la cabeza’

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tres estrellas

Es una fórmula que no falla. Un cineasta de culto rescatando del ostracismo a un actor ya entrado en años para mostrarlo decrépito, decadente y sincero. La última vez que este sistema nos fascinó fue con Micky Rourke a las órdenes de Darren Aronofosky en El Luchador, y aunque en Birdman el mexicano Alejandro González Iñárritu va incluso un paso más allá con Michael Keaton, ya que parece contarnos buena parte de su verdadera historia, no nos ha acariciado el corazón como aquella. Quizás porque todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo en que se trata de una obra maestra de la comedia, cuando nosotros solo vemos a su director huyendo del fabuloso dramatismo de su filmografía anterior con un sentido del humor que, sin embargo, le sigue saliendo amargo, y con un resultado irregular, impostado y algo frío.

Cuatro guionistas, incluido el propio Iñárritu, son los autores de la historia de un actor en horas bajas, famoso por haber interpretado a un superhéroe cinematográfico durante años, que intenta resurgir de sus cenizas sacando adelante nada menos que en los escenarios de Broadway la adaptación teatral de una obra de Raymond Carver. Acosado por las contrariedades que se van sucediendo antes del preestreno, rodeado de personas con serias turbulencias emocionales y martirizado por la voz de su pajarraco interior, Riggan Thomson (Keaton) se regodea en una caída en picado que encuentra su mejor virtud en un falso plano-secuencia que dura toda la película, trucado en barridos, puertas que se abren y cierran, y miradas al cielo. Un revolucionario método de rodaje que se convierte en lo mejor de la película junto con la fotografía de ese genio llamado Emmanuel Lubezki ‘Chivo’.

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Visionado: ‘El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos’, de Peter Jackson. ‘Siempre nos quedará la Tierra Media’

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tres estrellas

A los que nos declaramos fans del universo Tolkien nos llegó hace mucho tiempo el momento de reconocer nuestra favorable sugestión a cualquier plano de Peter Jackson adentrándose en la Tierra Media o a cualquier partitura de Howard Shore acompañando a un hobbit (el que fuera) en sus aventuras. Que todo nos valía ya. Esa fue la pauta con la que hace dos años iniciamos el camino de esta nueva adaptación al cine del mago neozelandés. Lo hicimos con ilusión y nostalgia, así como con una predisposición de tolerancia a cualquier derrape mental que se permitiera su director, puesto que partía de un libro infantil, precuela de El Señor de los Anillos, que necesitaba ser engordado y del que se empeñó en sacar una nueva trilogía, que ahora ya podemos catalogar de innecesaria en su duración.

No sabemos si la La batalla de los cinco ejércitos es el broche final a las fantasías de Jackson y a su empeño en seguir plagiándose a sí mismo, lo cual nos parece estupendo, dicho sea de paso.  No sabemos si en los Apéndices o en El Silmarillion de Tolkien, ya entremezclados a lo loco con las películas sobre El Hobbit, encontrará dentro de unos años una nueva forma de regresar a este universo. Pero para nosotros sí que ha supuesto el fin de nuestras expectativas. Incluso conscientes de que esta tercera parte ya poco tenía que ver con las andanzas literarias de Bilbo Bolsón, aún confiábamos en que Jackson volviera a sacarnos el grito de asombro con el que asistimos a la traca final de El retorno del Rey. Al no haber sido así, poco nos queda ya salvo agradecerle el intento y alguna que otra innovación en sus secuencias bélicas y en su talento para el entretenimiento.

Lo primero y más importante es que casi no hay Bilbo en esta tercera parte. Su amable y simpática construcción interpretativa en Un viaje inesperado, así como su duelo con el dragón, que tan buen sabor de boca nos había dejado en el final de La desolación de Smaug, queda en esta tercera entrega relegado a su pequeñez, que no es precisamente física, al carecer de toda relevancia para la conclusión de la historia. Nuestro hobbit más querido, salvo en su papel de mediano mediador entre la enfermedad de poder del enano Thorin Escudo de Roble y la búsqueda de la recompensa milenaria de elfos y hombres, no hace sino pasearse por la pantalla como un títere en manos de alguien que parece estar muy aburrido. Tampoco ayuda que la mutilación de su personaje sea en favor de vergonzosos pegotes argumentales como el sinsentido de Legolas o la historia de amor entre la elfa Tauriel y el enano Kili. El magnífico Martin Freeman siempre ha sido el mejor tesoro de esta trilogía y su encarnación de Bilbo hubiera merecido mayor recompensa final.

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Disección: ‘El crepúsculo de los dioses’, de Billy Wilder. ‘Por las alturas de una gloria perdida’

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POR LAS ALTURAS DE UNA GLORIA PERDIDA

PANORÁMICA: 1950. El año despierta sorprendido por una pesadilla. El senador republicano estadounidense Joseph McCarthy despliega una hoja de papel donde dice que pueden encontrarse 205 nombres de personas que pertenecen al Partido Comunista y, además, al Departamento de Estado. Es el inicio de la denominada ‘Caza de brujas’, un estado de psicosis colectiva que llega a cobrarse un buen número de ‘víctimas’ entre los que se encontraban periodistas, funcionarios del gobierno, militares y gente del cine. Gentes que o bien perdían el empleo y quedaban condenados al ostracismo profesional o llegaban a la desesperación y se quitaban de en medio. En mayo, otra Declaración, esta vez francesa y constructiva, pone las bases de la Unión Europea. La ‘Declaración Schuman’ presentaba el proyecto de una Europa organizada y pacificada. También en el viejo continente germina otro discurso bienintencionado, la Declaración de los Derechos Humanos que había sido elaborada por la Asamblea General de Naciones Unidas. En Asia, el paralelo 38 (Corea del Sur) es invadido por tropas norcoreanas. El presidente norteamericano, Truman, anuncia que los EEUU no mirarán a otro lado ante este desafío y comienza la Guerra de Corea. Y en Israel, otra vez la palabra se hace destino para un pueblo. En esta ocasión, el judío, ya que el parlamento sionista aprueba la Ley del Retorno. Concede residencia y ciudadanía a todos los judíos que, desde cualquier parte del mundo, decidan regresar a lo que consideran su ‘tierra prometida’.

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EL MEOLLO: La cámara se acerca al bordillo de una acera que señala un lugar mítico de Hollywood: Sunset Boulevard (el título original de la película), el corazón residencial de la meca del cine. Allí, en una gran mansión aparece el cadáver de un hombre en la piscina, sacado en uno de los contrapicados más magistrales del cine. Es Joe Gillis (William Holden), un escritor de guiones cuya voz en off, en una fórmula revolucionaria en ese momento, comienza a narrar los hechos que llevaron a su propio asesinato. Seis meses antes, Gillis, escritorzuelo endeudado y sin éxito que pulula por los estudios de la Paramount de los años 50, da con sus huesos en una enorme y ostentosa mansión de la famosa calle, huyendo desesperado de unos prestamistas. Allí conoce a Norma Desmond (Gloria Swanson) una antigua actriz del cine mudo que vive encerrada con su criado Max (Erich von Stroheim) y que sueña con regresar a la gran pantalla, ajena a la realidad de un mundo que se ha transformado y ha olvidado a sus viejas glorias cinematográficas. La mítica actriz, trastornada y apasionada, consigue convencer a Gillis a través de dinero y chantajes emocionales para que escriba junto a ella el guion de su regreso, estableciéndose entre ambos una destructiva relación de la que el escritor no sabrá cómo zafarse, asqueado y conmovido a partes iguales por la sombra de la diva que fue. Billy Wilder inauguró la década de los 50 con esta obra maestra en la que se atrevió a hacer una crítica de la parte inhumana del cine cuando este apenas había empezado a conocerse a sí mismo. Refrescando los métodos narrativos y del ‘flashback’ que él mismo fraguó en Perdición y llenando de guiños y cameos su oda a la época muda, el cineasta dejó para la historia este triste relato de talentos frustrados, dioses caídos y reinas olvidadas. Hasta Robert Aldrich una década después con ¿Qué fue de Baby Jane? nadie conseguiría un relato tan fresco, cruel y conmovedor sobre la cara oscura de la fama.

DETRÁS DE LA CÁMARAS:  Por primera vez repetimos director en una disección. En marzo de 2011, con motivo de nuestra radiografía de Con faldas y a lo loco, realizamos el perfil de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, que ahora volvemos a repetir:

wilderEn 1934, Dios llegó a Hollywood y no sólo hizo la luz sino que la proyectó sobre fotogramas creando, a partir de ella, magia, genio y oficio en películas inolvidables. Hablamos de Billy Wilder, el genial cineasta de origen austriaco, cuando “el exilio no fue idea suya, sino de Hitler”. Wilder es el autor de la mejor película de cine negro de la historia del cine (Perdición), de la crónica más desgarradora pergeñada para descender hacia los infiernos del alcohol (Días sin huella) y de la comedia que encontró la alquimia perfecta entre lo agrio y lo dulce en El apartamento, cimentado en un prodigio de guión. Y qué decir de Irma la dulce, aunque “esa es otra historia”. En El crepúsculo de los dioses nos brindó la mejor de sus creaciones para burlarse de las miserias de Hollywood y de la fama, para ser cruel, elegante y regalarnos algunas de las secuencias más fascinantes del séptimo arte. Todo ello narrado por un cadáver, de vuelta de todo, que se ríe de su propia suerte.

Y es que el austriaco tenía un sexto sentido prodigioso que se llamaba sarcasmo. Una intuición, casi visceral, para la narración cinematográfica a través de la cual lograba hacerse con la comedia de una manera inteligente, con diálogos amargamente divertidos que unas veces concebía en soledad y otras, en buena compañía (junto a los guionistas Brackett y I.A.L. Diamond). Además, hizo gala de una astuta psicología para meter en vereda los talentos caprichosos e indomables de ciertas estrellas. En Con faldas y a lo loco, se las tuvo que ver con la mismísima Marilyn Monroe, pero se lo tomó con calma, pues ya se había parapetado tras un guión fabuloso e hilarante, escrito junto a Diamond y cómicos de sobrado talento.

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Visionado: ‘Interstellar’, de Christopher Nolan. ‘En la épica del espacio-tiempo’

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cuatro estrellas

En algún lugar del tiempo el planeta azul es color polvo. Es el polvo, en puñados imparables de viento con sabor a tierra, el que cubre cada día más la superficie de la humanidad y la hace irrespirable y casi estéril. El hombre sobrevive cultivando el maíz y enfrentándose, como lo hiciera hace miles de años, a plagas incontrolables contra las que ni siquiera han servido los drones fumigadores de última generación, que sobrevuelan desprogramados y sin rumbo por todo el mundo. Puede ser el futuro o puede ser una historia de hace escasos años. De cualquier forma, es el punto de partida con el que conocemos al ingeniero y piloto Cooper (Mathew McConaughey), que en esos estertores de vida en La Tierra sobrevive en una granja junto a sus dos hijos y su suegro. Él es el alma que habita el complicado engranaje que de tan sencilla premisa brota en Interstellar, la magnífica epopeya espacial del grandioso Christopher Nolan.

De nuevo de la mano de su hermano Jonathan en el guion, basado a su vez en una historia original del astrofísico estadounidense Kip Thorne, Nolan ha conseguido su película espacial soñada desatando un debate universal sobre las numerosas claves escondidas en su historia, que trascienden cualquier concepción convencional de nuestro mundo en tres dimensiones. Desde un humanista primer bloque, donde consigue que veamos a todos los personajes terrenales y amados, sobre todo en base a la peculiar relación entre Cooper y a su hija Murphy (Mackenzie Foy de niña – Jessica Chastain de mayor), el cineasta nos plantea la salvación del planeta por vía de una NASA clandestina y negada por las autoridades, donde un ingeniero y científico espacial (Michael Caine, imprescindible de Nolan) y su hija Brand (Anne Hathaway) dicen tener un plan contra el apocalipsis: atravesar Gargantua, un agujero de gusano que “alguien” ha creado como paso hacia otra galaxia, y buscar allí un sitio donde la humanidad pueda sobrevivir.

Puede decirse poco más del argumento sin caer en dos errores. El primero, destripar aspectos de la trama que son casi un fin en sí mismos para la deriva emocional del espectador; y el segundo, aventurarse en la explicación de una teoría asentada en los finos alambres del espacio y del tiempo. No hay que olvidar que hablamos de Nolan, siempre obsesionado con saltarse el límite de lo simplemente observable desde que rompiera con la memoria a corto plazo en Memento y con los niveles del sueño en Origen. El caso es que resulta innecesario avanzar en su trama (salvo destacando su fabuloso paralelismo entre la vida en el espacio y la vida en La Tierra) para resaltar las enormes virtudes de esta nueva maravilla de la ciencia-ficción.

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