Llegará un momento en que esas películas que se adentran en la América profunda, aquellas en las que las cámaras ruedan la soledad de los paisajes más tristes del mundo, o la pictografía imposible de unos pueblos que ni sabemos si están en el mapa, se convertirán en un género propio del cine. Si no lo son ya y desconocemos su denominación. Lo cierto es que Nebraska ocuparía un lugar destacado en esa categoría. Y no solamente por su escenario, esa devastación austera y sin estridencias que conforman las zonas menos pobladas de Norteamérica, sino por su paralelismo para retratar algo peor: la desolación humana de los últimos años de la vida.
Con adorables similitudes a Una historia verdadera de David Lynch, e incluso con la más reciente Agosto, de John Wells, o incluso con Up, de Pixar, la nueva tragicomedia de Alexander Payne nos adentra en el último sueño de Woody Grant, un anciano que roza la demencia, interpretado de manera casi dolorosa por el magnífico salvaje del western Bruce Dern, cuando decide acudir a la ciudad de Lincoln (Nebraska) a recoger el premio que cree haber conseguido por una campaña engañosa de marketing. Acompañado a regañadientes por su hijo, su travesía se convertirá en un tortuoso regreso a su pueblo natal, donde se reúne con parte de su familia.