Disección: ‘Amanece, que no es poco’, de José Luis Cuerda. ‘Y nos dio lo mismo un so que un arre’

Y NOS DIO LO MISMO UN ‘SO’ QUE UN ‘ARRE’

PANORÁMICA: 1989. Termina la década más festiva del cine. El Dalai Lama recibe el Premio Nobel de la Paz. En contraste, centenares de personas mueren tras una movilización estudiantil en la plaza de Tiananmenn de Pekín. Fallece el ingobernable, ególatra y genio de los genios Salvador Dalí, y el activista del teatro del absurdo Samuel Beckett. En el fin del fin de la Guerra Fría, George Bush asume la Presidencia de Estados Unidos y la Unión Soviética retira sus tropas de Afganistán. Alemania vuelve a ser un solo país. Comienza la emisión de Los Simpsons. En España, la policía francesa detiene a Josu Ternera, se aprueba la plena incorporación de la mujer a las Fuerzas Armadas, El Dioni roba un furgón con 320 millones de las antiguas pesetas y Camilo José Cela recibe el Premio Nobel de Literatura.

 
EL MEOLLO: La decisión es vuestra. Éste es el planteamiento: Teodoro es un ingeniero español que trabaja en la Universidad de Oklahoma y está de año sabático. Se va de ruta con su padre, en un sidecar que éste le ha comprado para que olvide que asesinó a su madre “porque era muy mala”. Llegan a un pueblo sin nombre donde, en un principio, no hay ni el tato. Pero tras la aparición del catecúmeno Ngé Ndomo, que camina haciendo eses porque así tiene más tiempo para decidir a dónde va, comienzan a ser testigos y partícipes de multitud de situaciones disparatadas. Y ahí es donde podéis o no entrar en el juego.
 
Opción A: si le dais luz verde, obtendréis de recompensa un vodevil absurdo, pero luminoso y humano, y con una lógica-cosmo-lógica. Os desternillaréis así con los aplausos enfervorecidos al levantamiento de hostia del cura, con la ocupación pacífica que hacen los del pueblo de al lado, con un profesor (“rural, nada más”) que examina sobre las ingles y revienta a sus alumnos a base de musicales, con un alcalde que se ahorca porque el pueblo quiere que su novia sea “comunal”, con el encarcelamiento de un intelectual por plagiar a William Faulkner, con inmigrantes que unos días huelen bien y otros días van en bicicleta, y con elecciones de un día para otro (porque “ya nos conocemos todos”).
 
Opción B: si le cerráis la puerta a esta obra maestra de la comedia (y de la filosofía) española, no os merecéis por tanto disfrutar de un flash-back en la plaza del pueblo, de un sacristán que levita, de hombres que nacen de los bancales, del alcoholismo organizado por la Guardia Civil, de amables anfitrionas interesadas en Dostoyevski, de gente que se preocupa por el aspecto teórico de los hechos, de borrachos cornudos que se desdoblan, de suicidas inasequibles al desaliento, y de alergias a la luna llena. Y no veréis cómo amanece por donde no debe, ni os cagaréis en el misterio. Saldréis perdiendo, entonces, sin las proclamas de este cuento de estampas mágico-costumbristas, de este tratado de aires mundanos y aplastantes. Y si aún así pensáis que no, que no cuela, solo podemos desear que os lluevan higos y que los dioses os manden conformidad.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: A nuestro amigo José Luis Cuerda, director y guionista de esta historia para mentes abiertas, le debemos nuestra receptividad al surrealismo desde temprana edad. Fueron la asombrosa Total (un mediometraje hecho para la televisión) y la onírica y cuasi-siniestra El bosque animado (adaptación de la novela de Wenceslao Fernández Flórez), el precocinado de lo que luego se convertiría en la obra que nos ocupa. Le consideramos un estupendo ingeniero de las cámaras y poseedor de una sensibilidad reflejo involuntario de su campechanismo, pero lo único que sentimos es que nunca haya querido volver a abrazar su capacidad para el absurdo. Si bien con La marrana demostró un pulso narrativo mejorado y tecnificado, y con La lengua de las mariposas nos hizo llorar de impotencia, nunca más volvió al principio del camino. Lo intentó sin éxito con Así en el cielo como en la tierra, y luego parió a Alejandro Amenábar, y nos dejó tristemente interruptus y denostados con La educación de las hadas y Los girasoles ciegos. Pero aún así, por habernos proporcionado nuestro particular manual de super-surrealismo a la española, nos atrevemos a decirle, pese sus derrapes estilísticos, lo mismo que le dicen los habitantes del pueblo a su alcalde. “Nosotros somos contingentes, pero tú eres necesario”.
PRIMER PLANO: Luis Ciges (Jimmy).Disparatado en la pantalla, bohemio, erudito e imprevisible en la vida real, Ciges es un actor de culto para todo incondicional de la comedia patria. En El Milagro de P. Tinto se reveló como un gran protagonista cuando ya llevaba tiempo subido al pedestal de esos secundarios que se comen la película sin piedad (algo así como una Thelma Ritter, pero en absurdo). Dignas de recordar son sus interpretaciones como criado de los Marqueses de Leguineche en La escopeta nacional y en Patrimonio Nacional. Berlanga lo había fichado, tiempo atrás, cuando iba para médico y justo después de hacer de leproso en una cinta de Luis Lucía, de enigmático nombre, Molokay. Fue por aquel entonces cuando Ciges tropezó con el Instituto de Investigación y Experiencia Cinematográfica, lugar en el que se propuso ver qué era aquello del cine. Gracias a aquel experimento hizo sus pinitos como realizador, pero también le permitió conocer al gran director, recientemente desaparecido, pues allí ejercía de maestro. De ahí a Plácido fue todo uno y, entonces, la vocación se le puso seria. Gracias a una película de José Luis Cuerda, (Así en el cielo como en la tierra) ganó un Goya, pero es interpretando al padre que suplica respeto a su hijo, mientras comparte sábanas con él, como nos gusta recordarle en Amanece, que no es poco. Y es que ya se sabe, “un hombre en la cama es un hombre en la cama”.
Antonio Resines (Teo). Siempre nos ha caído bien el tipo y han sido muchas las veces que nos lo hemos pasado en grande viéndole encarnar papeles de ex, futbolero y periodista deportivo (Todos los hombres sois iguales), de cantinero sordomudo (Los ladrones van a la oficina) e incluso durante su periplo como padre de familia en continuo estado de perplejidad en Los Serrano. Sin embargo, Resines, ha dado lo mejor de sí mismo en personajes dramáticos donde es capaz de arrebatarnos una intensa ternura. En La buena estrella (Ricardo Franco) nos emocionó como el manso-castrado que resiste los embistes del amor esquivo (su interpretación bien le valió un Goya). También sufrimos junto a él cuando se puso el mundo por montera para vengar la muerte de su hija desvelando una compleja trama de corrupción en la Costa del Sol. La excusa para su precisa interpretación, un brillante thriller made in Spain, La Caja 507. En Celda 211 se atrevió además con un personaje sádico y sin escrúpulos, el policía asesino de la prisión donde se desencadena la trama. En Amanece, que no es poco aparece de año sabático, con la guitarra al hombro, el padre senil en el sidecar y esquivando a un Quique San Francisco que le quiere cambiar el personaje. Quizás, si se hubiera dejado, también nos hubiera resultado convincente. Ahora le tenemos en cartelera de la mano de su amigo Jesús Bonilla en La daga de Rasputín.
 
CONTRAPICADO: Al igual que nos pasó con Plácido, creemos que el hecho de que esta película haya calado tanto en la memoria colectiva y se haya convertido, más de veinte años después de su estreno, en una obra de culto, se lo debe casi todo a sus actores. Porque Cuerda no solo comparte con Berlanga su pulso coral sino esa capacidad para que alguien diga una barbaridad sin pies ni cabeza con la mayor naturalidad del mundo. Por eso, no dudamos en aplaudir desde aquí a los que dieron rostro a los habitantes del mejor pueblo de España, el que quizás alguna vez soñaron Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester o el ya mencionado Wenceslao Fernández Flórez. Y en el ránking, los primeros: José Sazatornil ‘Saza’, Luis Ciges, Antonio Resines, Manuel Alexandre, Chus Lampreave, Casto Sendra ‘Cassen’, María Isbert, Rafael Alonso, Violeta Cela, Gabino Diego, Ovidi Montflor, Miguel Rellán, Pastora Vega, Enrique San Francisco, Tito Valverde y Guillermo Montesinos.
PICADO: Echamos en falta un contrapunto, una vía de escape que marque la normalidad en el maremágnum de gags y escenas surrealistas que se suceden en la vida cotidiana del pueblo o, lo que es lo mismo, a lo largo de la película. Tanto mundo al revés, en ocasiones, abruma. Lo decimos porque quizás así, ante la atenta mirada de, por ejemplo, un personaje virgen de excentricidades, o al menos, con fácil capacidad de asombro, el contraste podría haber generado situaciones de humor nuevas y contundentes. Algo así como Sazatornil, en su personaje de empresario, prosaico y catalán, cuando se pierde en el ‘sindiós’ de cacería organizada para La escopeta nacional. De este modo, a lo mejor, se podría haber aprovechado mejor el metraje ahorrándonos algunas escenas forzadas y poco afortunadas como las clases del profesor, los pedos psicosomáticos o ese yankee cansino que no termina nunca de hablar (que nos perdone el simpático de Gabino Diego) ¡y sin tener maldita la gracia!
SIMBIOSIS SONORA: De la Kalinka rusa a la percusión rítmica para Nge, del himno universitario a los ‘Madrigales’ de Giovanni Gastoldi, pasando por la taberna, para escuchar a Puccini y Haendel… El mosaico de piezas musicales, de diverso pelaje, se sucede sin ton ni son a lo largo de la película o al menos así lo parece. Pero hete aquí que esa era la única manera que José Nieto tenía para otorgar voz y dimensión a los variados personajes que se dan cita en la película. En Amanece, que no es poco fue el responsable de darle vida al absurdo haciéndose cargo de la música original. Nieto fue batería en Los Pekenikes y durante buena parte su existencia, un gran y respetado autor de bandas sonoras tan fantásticas como las de Sé quién eres,La pasión turca, Beltenebros o El bosque animado. Cuenta en sus estantes con seis Goyas y dice que acabó en esto del cine porque le gusta que lo que escribe “se haga, se interprete y pueda oírlo”; y es que su música no está hecha para dormir el sueño de los justos en un cajón, a la espera de que alguien quiera interpretarla o grabarla.
OJO AL DATO: La película ha envejecido a la manera de un buen vino. Si cuando se estrenó fueron no pocos los que se cebaron con ella, hoy ya no es sólo una película de culto, sino un género en sí mismo que ha creado escuela entre humoristas que triunfan en la pequeña pantalla (véase la banda de Muchachada Nui). Pero además, Castilla-La Mancha ha creado una ruta Amanece, que no es poco para que los incondicionales del filme se pierdan por los escenarios naturales de la película de tres pueblecitos de la Sierra del Segura: Ayna, Liétor y Molinicos. Aunque del rodaje nos quedamos con los recuerdos de Miguel Rellán quien contaba que con tanto trajín de personajes entrando y saliendo en escena, fueron muchas las horas que tenían libres los que esperaban su turno para colocarse ante las cámaras. Algunos, las mataban jugando al billar y ahí, quien no tenía rival, era Manuel Alexandre, quien además de tener una “habilidad innata” ante la mesa, brillaba, como de costumbre, cuando tenía que volver al tajo.
RETRATO DEL HÉROE: Casi imposible nos resulta destacar algo entre tanto festín de frases y personajes. Así que nos decantamos por el que consideramos el “héroe anónimo” de la película, el que lleva a su calabaza en el corazón, putero como ninguno, y filósofo por accidente y ruralidad. Aquel que dijo algo que, en nuestro caso, llevamos repitiendo sin cesar desde entonces: “Yo soy un hombre muy primario y estoy terriblemente sujeto a las pasiones. No pienso casi. Cualquier cosa que les dijera sería una estupidez”. Sin réplica posible.

 

 

El paternal Luis Ciges desvelando sus miedos nocturnos. Sin duda, la secuencia más desternillante de la película.

 

‘Plácido’, de Luis García Berlanga. ‘Sentad a Berlanga en vuestra mesa’ vs ‘Una úlcera costumbrista que no amarga tanto’

SENTAD A BERLANGA EN VUESTRA MESA
 
No podemos terminar el 2010 sin dedicar nuestro último post al gran maestro Luis García Berlanga, fallecido este año pese a nuestras rogativas y negaciones. Y como es Navidad, lo hacemos con Plácido, la historia con la que el gran director de actores del celuloide patrio bebió de las mismas fuentes con las que Ramón María del Valle-Inclán manejó el teatro más transgresor del siglo pasado. Berlanga sacó a pasear su propio esperpento, con el que descolocó y toreó de un plumazo los asientos más tapizados de la sociedad española del año 1961. Y lo hacemos también porque este ‘gran pedacito’ de nuestro cine agrupa entre sus fotogramas a muchos que también se fueron: en su co-autoría, a Rafael Azcona, el gran escribano del séptimo arte español, y en su elenco coral a actores como José Luis López Vázquez, Casto Sendra ‘Cassen’, Luis Ciges o Manuel Alexandre. Comprenderéis que no encontremos mejor forma de recordarles y quererles que reviviendo sus personajes una y otra vez.
 
Para que no dijeran que en España no había manera de sacar las cabezas del pozo franquista sin perder el ojo izquierdo, Berlanga puso a funcionar su particular maquinaria satírica contra la campaña “Siente a un pobre en su mesa” en Nochebuena. Descabellada diferenciación de clases y una caridad mal entendida contra la que tropieza una y otra vez el protagonista de la historia, Plácido, encarnado por el hasta entonces cómico y humorista Cassen. Éste, conductor de un motocarro con estrella incorporada y contratado para participar en tan mezquina campaña, debe pagar la primera letra de su vehículo, lo que le lleva de cabeza todo el metraje, tropezando con un continuo laberinto burocrático y deshumanizado.
 
A Berlanga y Azcona la diatriba de Plácido rogando continuamente a Quintanilla (José Luis López Vázquez) que le ayude con el banco o con el notario, les sirvió para mostrarnos desde el caótico recibimiento en la estación de tren a las supuestas artistas de Madrid (finalmente actrices de segunda) que vienen a apoyar la campaña, la cabalgata destartalada mejor hecha de la historia del cine, encabezada por el motocarro “estrellado” del protagonista, hasta la lamentable pero desternillante subasta entre las clases altas. A ello tenemos que sumar el mercadeo con los pobres (“nosotros lo que queremos es coñac”) o la retransmisión en directo de una de las cenas, momento que el cineasta valenciano aprovechó para colar su palabra favorita:
 
     POBRE: “Pues me tenías que haber visto cuando estuve en la guerra…”.
     ARTISTA DE CINE: “¿En qué guerra, en la de África?”
     POBRE: “No, en la austro-húngara”.
 
Y la magia de esta película precisamente se encuentra en esa megamanifestación de instantáneas, multitudes que se juntan y se separan, que no se aclaran, que se cruzan una y otra vez, y a las que la cámara sigue sin cesar, en todo un manjar de planos-secuencia verdaderamente sorprendentes. Hasta el propio Azcona incluyó en el guión que el dueño de la casa donde muere uno de los pobres se quedara pasmado, casi mirando a cámara, cuando de repente ve entrar por la puerta a las hordas de Plácido y compañía. “Pero, ¿cuánta gente viene?”, afirma sorprendido. No es para menos: hasta veinte personas componen el séquito que porta y acompaña al muerto escaleras abajo. Las hemos contado.
 
Además, Berlanga tuvo la maestría de conseguir que a ningún espectador se le pasara ni uno solo de los problemas que tiene cada uno de los más de treinta personajes que desfilan por la pantalla. Si habéis visto la película, estamos seguros de que podéis mencionar más de dos: el abuelo al que llevan en el carromato de un lado a otro sin compasión (“menuda Nochebuena me estáis dando”), Martita ligando con un galán secundón a espaldas del martirizado Quintanilla, éste probando un poco fiable aerosol contra la sinusitis, el personaje de Agustín González debatiendo sobre jurisdiciones, doña Encarna pidiendo que casen a los pobres que viven en pecado, Luis Ciges comiendo a manos llenas de una casa a otra, o una “loreniana” Amparo Soler Real regalándole un ligero a su “pobre”.
 
Conversaciones cruzadas (nos atrevemos a afirmar que muchas de ellas espontáneas y de ‘making off’), humor cotidiano, cercano, barullero, desorganizado. Todo un “fregao”, que diría el propio Plácido, que hizo que el cine español saltara los límites que los neorrealistas italianos pusieron tan alto. No lo decimos nosotros. Federico Fellini la vio más de cuatro veces. Porque Berlanga lo hizo de un salto y sin pértiga, y transformó lo que criticaba con esta película en el deseo de que nuestra aportación a combatir la pobreza fuera natural y de corazón, y que a cambio fuera él mismo el que viniera a cenar con nosotros. Lejos de decaer, tras conseguir una bombardeada nominación a los Óscar con la historia de este maltratado mártir navideño, se superó a sí mismo con El verdugo dos años después. Ahí ya sentó cátedra y se convirtió en lo que sigue siendo. Aunque se haya ido y esté riéndose en las narices de San Pedro o montando una coral caótica y atropellada de querubines. Todo esto en realidad es para decir que sentimos que el 2011 empiece sin él. Así que resumiendo: gracias, Berlanga.
 
Una secuencia de maestro con pulso. Hay un momento que están en rodaje hasta cuatro conversaciones cruzadas diferentes. Lo que viene siendo una orgía para cualquier cinéfilo.
UNA ÚLCERA COSTUMBRISTA QUE NO AMARGA TANTO
 
Mal que le pese a nuestro amado Berlanga, creemos que Plácido no es su film más logrado. No sería sino dos años más tarde cuando el maestro comenzaría a frecuentar la perfección, cuando daría con la piedra filosofal de la comedia negra, el tono agridulce acertado. Cuando en buena hora alumbró El verdugo, en definitiva.
 
Pero sin alejarnos de Plácido, sabemos que estamos ante un retrato costumbrista que caricaturizó la hipocresía de la sociedad biempensante invitando a los pobres de solemnidad a fregar los platos de su conciencia en Nochebuena. Sin embargo, cuestionamos algunas de las herramientas con las que el cineasta se puso manos a la obra. Por ejemplo, la endeble efectividad de un estilo propio, sin lugar a dudas brillante, pero que en esta película tan sólo comenzaba a dar sus primeros pasos. Hablamos de la narración coral incrustada en sus característicos planos-secuencia, con ese trajín de personajes que se nos dispersan, que se zarandean a sí mismos de un lado a otro, sin orden ni concierto, para ilustrarnos la vacuidad de sus acciones, lo estériles que resultan sus buenas e hipócritas intenciones. Y desde luego, nos quitamos el sombrero, es un gran hallazgo para arrancar la sonrisa del respetable, que nos sabe a cine con mayúsculas, pero que le ha dado mejores resultados en películas con más mala leche, como lo pueden ser La escopeta nacional, o con un trasfondo más complejo y unos personajes más incisivos, más resabiados, como en La vaquilla. En Plácido, no podemos dejar de pensar que no hubiera estado de más un poquito de mesura en la técnica para lograr resultados cómicos más rotundos, menos cansinos.
 
En segundo lugar, el dibujo de los personajes se le quedó esta vez en el tintero. Estamos ante un maniqueísmo en el que, prácticamente, tan sólo se perfilan dos tipos humanos: el hipócrita pretencioso y el pringado sin remisión. El resto de matices que identifican a los distintos personajes, se nos quedan en variaciones sobre sendos temas. En tierra de nadie, eso sí, permanece Quintanilla (inolvidable López Vázquez) que pivota de un extremo a otro confirmándonos que, más adelante, Berlanga sabrá dotar de un alma más compleja a sus retratos humanos, encontrando, con ello, mil y una posibilidades cómicas. Ahí estarán José Luis Rodríguez (Nino Manfredi) y Amadeo (José Isbert) para demostrarlo.
 
Por otro lado, también echamos en falta que al frente del reparto coral hubiera estado un actor con menos limitaciones que Cassen, puesto que es hilo conductor y catalizador de buena parte de las acciones de la película. Nadie duda de su valía como cómico, pero el traje de Plácido no creemos que estuviera hecho a su medida. Su interpretación resulta dura, áspera, poco dada al sentimiento.
 
Aunque nos toque ser inmisericordes, en plena temporada navideña, haremos una excepción y no queremos dejar pasar por alto la oportunidad de celebrar los momentos cumbres que más nos han emocionado de este film, que nos gusta y mucho. Nos quedamos con la triste e irónica peripecia de Plácido, personaje con la familia siempre al hombro, de un lado para otro, confiado y porfiado, una víctima colateral de una caridad que, atrapada en el celofán, poco sabe de los apuros que pasan los autónomos. Pero sobre todo, nos quedamos con esa pobre mujer, que acaba de estrenar viudedad, a la que dejan tirada con el cadáver de su marido en su humilde casa. Una desgraciada, consumida por el dolor y que, sin embargo, no puede dejar de zamparse con avidez un pedazo de turrón, triste limosna. Y es que no hay dolor que apriete más que ‘el hambre’. Esa es la esencia del cine de Berlanga, del humor que nos ha fascinado, el que le ha buscado un buen hueco en el rincón más sagrado de nuestra memoria cinéfila. Allí, siempre le estamos esperando para echarnos unas risas de las que dejan un regusto amargo.
 
Berlanga se retrata en el retrato de su mártir navideño. Con un villancico final triste pero cierto (SPOILER). Hasta siempre, maestro.

‘El día de la Bestia’, de Álex de la Iglesia: ‘Cuando España se volvió satánica (y de Carabanchel)'; vs ‘El sindiós gamberro que murió en el intento’

 

CUANDO ESPAÑA SE VOLVIÓ SATÁNICA (Y DE CARABANCHEL)
 
 Pasó que a Álex de la Iglesia no le interesaban milicianos y nacionales que trasegaban por entonces por nuestras pantallas de cine, y se puso serio. En realidad no. Se puso muy cachondo, pero en plan serio, queremos decir. Vale, olvidémonos de lo cañí, se dijo, y considerémonos universales y apocalípticos. Pero en Madrid. Y en Navidad. Y con héroes. Bueno, con un cura esmirriado, un heavy gordo, feo y salido, y un vidente italiano engaña-bobos. Cumplieron su misión un poco de refilón pero, ¿salvaron el mundo o no?
 
Vemos al de Bilbao sentado con su inseparable Jorge Guerricaecheverría, echándole gasolina a una fábula de fin de siglo: sacerdote en apuros decide empezar a pecar cuanto puede siguiendo las señales que le indican el inminente nacimiento del Anticristo en la capital de España en Nochebuena. Toma ya. El mismísimo 666 quitando protagonismo al todopoderoso Mesías en su megacelebrado cumpleaños. Y para ello, nada mejor que recurrir a la ayuda de un mastuerzo drogata de Carabanchel. Álex Angulo y Santiago Segura, para más señas. El punto y la i. En España no hay Batman y Robin que valgan. Y menos cuando se une al bacanal el italiano Armando de Razza. Aquí, las cosas como son (o como serían si tal misión se nos pusiera por delante) y punto.
 
Y a partir de ahí, un ‘delirium tremens’ en una suerte de cómic noventero. Busquemos al Anticristo asesinando a los Reyes Magos, matando a madres indeseables y sacrificando doncellas buenorras. Lo curioso no es ésto, sino lo conmovedor del homenaje, nocturno, despiadado y deshumanizado, a nuestro Madrid. La película se lo debe todo a la capital, en cuanto a que se convierte en el símbolo inamovible de todo lo que pasa. Desde el cartel de Schweppes de Callao hasta las torres Kio de Plaza de Castilla. Pues mirad, aquí los presentes ya no pueden mirar esos escenarios sin imaginarse a Santiago Segura partiéndose de la risa (vía pastillas de conjura demoníaca) colgando de una vara luminosa, o a Álex Angulo observando al macho cabrío en lo alto de las torres inclinadas, en transmutación al símbolo de la Bestia. Si el mismísimo Diablo quiere acabar con el mundo, qué mejor forma que hacerlo a lo castizo y a ritmo de Def con Dos.
 
¿Fin del mundo? Todo lo contrario. El cine español revivió más que nunca con esta pastilla contra el aburrimiento. Le perdimos el miedo al demonio. Ahora somos españolitos satánicos (y de Carabanchel) que todavía percibimos la línea que De la Iglesia marcó entre dos bandos: los que sabemos partirnos por la mitad y los que no. Particularmente no hemos vuelto a ver una sala de cine riéndose así con una película española. Humildemente creemos que no es que esta historia juegue en otra Liga, es que creó la suya propia. Y ahí sigue jugando consigo misma.
 
Álex de la Iglesia nos ha regalado después personajes inolvidables y sórdidos, pero por más que busquemos el espíritu de esta película en las historias que acompañaron al cine español una vez que sobrevivimos al milenio, sabemos que una y no más. Porque Amanece, que no es poco o El Milagro de P. Tinto también compiten ellas solas en su propio torneo. A lo mejor no disfrutar de tales ingenios más a menudo es nuestro castigo porque dejamos que el Gran Wyoming nos engañara en esos últimos planos, ocupando el lugar del italianini medio carbonizado, y porque permitimos que nuestros héroes siguieran mendigando en el Retiro y mirando, muertos de hambre pero orgullosos de su hazaña, a la estatua del Ángel Caído. Y eso que nos salvaron la vida.
Sólo hay una definición para esta escena: histórica.
 
 
 
 
EL ‘SINDIÓS’ GAMBERRO QUE MURIÓ EN EL INTENTO
 
Sin lugar a dudas, lo mejor de El día de la Bestia fue el brío con el que Álex de la Iglesia cogió su cabra por los cuernos al inicio de la película. Y es que ante nosotros tenemos uno de esos ejemplos de idea concebida en estado de gracia (divertida, salvaje, irreverente) que, sin embargo, va perdiendo fuelle hasta quedar a la altura del tradicional cine chascarrillo.
 
Hasta el minuto 20 y aledaños, momento demiúrgico en el que se podría decir que estalla el detonante de la historia, la cinta es un rosario de hallazgos festivaleros, a cual más brillante y desternillante. Véase la presentación de los personajes, esos Quijote y Sancho Panza, versión friqui-contemporánea, que se nos van inventando a fuerza de golpes cachondos de guión. Ahí estaba también el poderoso arranque de la historia donde el cura vasco se empeña en hacer el mal o, más bien, el borrico, a base de gamberradas truculentas.
 
Sin embargo, acto seguido, a la altura del periplo del padre Ángel en busca de una señal demoníaca, os aconsejamos desentenderos de la película y concentraros en las palomitas, que seguramente os tendrán reservados momentos más memorables. Y es que, durante el resto del metraje, parece como si el director estuviera haciendo tiempo hasta llegar a un final donde, de repente, nos ponemos serios. Es el momento del desenlace, toca exterminar al demonio y a su parentela terrenal. La masacre resultante no la habría imaginado ni el mismísimo Michael Corleone durante sus acostumbrados servicios religiosos. Y esto por no hablar del epílogo en el que el padre Ángel y el maestro Cavan se nos hacen homeless. Todo ello para describirnos lo que se dice: que la vida es muy perra y que el destino de dos héroes accidentales, en los tiempos que corren, no puede ser otro más que el anonimato. Cosas de la sociedad fast-food que nos ha tocado vivir donde nada existe si no hay cámara de por medio. Una sociedad que no necesita de ángeles caídos para montar el apocalipsis padre. ¿Sarcasmo como postre, en una película de humor explícito?
 
Existen otras razones por las que no terminamos de digerir esta película. En primer lugar, porque el director busca desesperadamente nuestra complicidad a fuerza de algo que le funciona al principio del film: proyectarnos situaciones cercanas o escenarios familiares para situar en ellos una épica de andar por casa que pretende resultar ingeniosa. Como ejemplo de intento fallido, en este sentido, recordad la escena de los equilibrios de Cavan, el padre Ángel y José Mª, arrimados al cartel de Swcheppes de la Gran Vía. Una de las más celebradas por los incondicionales de la película. Y sin embargo, tan innecesaria, tan larga, tan sosa… No se puede estirar demasiado el chiste, que no resiste la carcajada. En segundo lugar, y aunque sea marca de la casa, el abuso de mamporros, que se reparten a diestro y siniestro, deja mucho que desear. Esta violenta puesta en escena gratuita no debería haber sido excusa para colapsar fotogramas y evitarse el trabajo de imaginar nuevas situaciones desternillantes.
 
No podíamos abandonar este texto viperino sin reseñar que existe un curioso rumor que recorre los foros internautas. Hoy tan sólo es un dime y direte, pero ayer, fue carnaza para un titular misterioso del diario El Mundo. Según reza, la génesis de la película y quizás algo más, fue un plagio de una novela llamada La Luz. El damnificado por la presunta tropelía: un autor madrileño de cuyo nombre y circunstancia, al parecer, la Red ya no quiere acordarse. Y si no, intentad acceder a la noticia en la hemeroteca de la publicación. Existió la demanda, existe el autor, pero ¿se trata de la paranoia de un autor caído en desgracia? ¿estamos, quizás, ante un nuevo caso a resolver por los agentes dobles de la SGAE? O más bien ante una de esas ideas afortunadas que alguna vez han cruzado nuestra mente, cuando íbamos en el metro, pero que nunca maduramos del todo porque, antes, habíamos llegado a nuestra parada. Ya se sabe, los caminos del Señor…
Videoclip del tema que Álex de la Iglesia encargó a Def con Dos para ponerle soundtrack a su obra. Eso sí, la banda sonora, muy recomendable: Negu Gorriak, Soziedad Alcohólica y Extremoduro, entre otros.