‘Avatar’, de James Cameron: ‘En la piel del indígena’ vs ‘Miedo al vacío’

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EN LA PIEL DEL INDÍGENA

En el año 2154, Pandora no es la hija de Zeus encargada de propagar los males por el mundo, sino el nombre de una luna repleta de vegetación y magia donde habitan los na’vi, una raza de humanoides que viven apegados a la espiritualidad que emana de la tierra y a la fuerza de una religiosidad anclada en la naturaleza, dividida en diferentes clanes. El hombre también ha llegado hasta allí, y permanece en constante conflicto con los indígenas en operaciones dirigidas desde unas instalaciones científico-militares, con la intención de hacerse con un mineral necesario para la supervivencia energética del planeta Tierra. Pero el mayor yacimiento del mismo se encuentra bajo el asentamiento de un poblado de nativos, un inmenso árbol-madre que no están dispuestos a ceder a los que ellos consideran los alienígenas, los que no entienden nada, la “gente del cielo que no sabe ver”.

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Un marine que ha quedado parapléjico, Jake Sully (Sam Worthington) es enviado a Pandora con la misión de participar como conductor en el programa Avatar, a través del cual los humanos han conseguido crear cuerpos de nativos que pueden controlar a distancia. La doctora Grace Augustine (Sigourney Weaber), pacifista, amante de la biología y sensibilizada con la vida de los indígenas dirige esta operación, que los militares quieren utilizar en su beneficio para destruir el poblado sagrado. Sully consigue infiltrarse en el todopoderoso grupo de los Omaticaya tras conocer a la nativa Neytiri (Zoe Saldana), momento a partir del cual, sumido en la piel del indígena, su conciencia comienza a partirse en dos entre su deber como marine y su pasión por la libertad de lo que consigue amar y vivir dentro de su avatar. Aparece aquí la figura del elegido, del mesías, del destinado a hacer pervivir toda una raza.


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Esta es la compleja síntesis de la fábula ecologista, antiimperialista, mística y fantástica con la que James Cameron reventó las taquillas en 2009 tras numerosas especulaciones y otras tantas expectativas. Crítica y público quedaron absolutamente rendidos a la originalidad e innovación del diseño de ese nuevo universo preñado de animales mitológicos, ancestros que susurran a través de las raíces de los árboles y seres azules conectados por energías espirituales. Ante todo, un espectáculo visual sin precedentes en el cine del nuevo siglo, pero por debajo de ese caparazón en tres dimensiones, una maravilla de la otredad y de la iconografía que todavía hoy resulta difícil de resumir debido a la gran cantidad de cuestiones que aborda: desde su hostil mensaje contra el colonialismo y a favor de los derechos de los pueblos, hasta la duplicidad de la mente, la filosofía descartiana, el chamanismo, las nuevas tecnologías y las tesis sobre los mesías y profetas que todas las religiones tienen en común.

Avatar fue una revolución cinematográfica en todos los sentidos y aunque no consiguió hacerse con los Premios Oscar de Hollywood más importantes de ese año (curiosamente fueron para En tierra hostil, de Kathryn Bigelow, ex pareja de Cameron), su asentamiento en el fanatismo popular ha sido mayor en cuanto al legado. Comics, publicaciones, videojuegos, teorías y animaciones de todo tipo continúan seis años después defendiendo la alargada sombra de los na’vai, de su gran vínculo con los primeros pobladores indios de las Américas y de la cultura maya. Es esta una característica muy curiosa de la película teniendo en cuenta que, siendo objetivos, hay que reconocer que toda su maestría reside en la técnica: es espectacularidad visual pura y dura.

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Visionado: ‘El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos’, de Peter Jackson. ‘Siempre nos quedará la Tierra Media’

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tres estrellas

A los que nos declaramos fans del universo Tolkien nos llegó hace mucho tiempo el momento de reconocer nuestra favorable sugestión a cualquier plano de Peter Jackson adentrándose en la Tierra Media o a cualquier partitura de Howard Shore acompañando a un hobbit (el que fuera) en sus aventuras. Que todo nos valía ya. Esa fue la pauta con la que hace dos años iniciamos el camino de esta nueva adaptación al cine del mago neozelandés. Lo hicimos con ilusión y nostalgia, así como con una predisposición de tolerancia a cualquier derrape mental que se permitiera su director, puesto que partía de un libro infantil, precuela de El Señor de los Anillos, que necesitaba ser engordado y del que se empeñó en sacar una nueva trilogía, que ahora ya podemos catalogar de innecesaria en su duración.

No sabemos si la La batalla de los cinco ejércitos es el broche final a las fantasías de Jackson y a su empeño en seguir plagiándose a sí mismo, lo cual nos parece estupendo, dicho sea de paso.  No sabemos si en los Apéndices o en El Silmarillion de Tolkien, ya entremezclados a lo loco con las películas sobre El Hobbit, encontrará dentro de unos años una nueva forma de regresar a este universo. Pero para nosotros sí que ha supuesto el fin de nuestras expectativas. Incluso conscientes de que esta tercera parte ya poco tenía que ver con las andanzas literarias de Bilbo Bolsón, aún confiábamos en que Jackson volviera a sacarnos el grito de asombro con el que asistimos a la traca final de El retorno del Rey. Al no haber sido así, poco nos queda ya salvo agradecerle el intento y alguna que otra innovación en sus secuencias bélicas y en su talento para el entretenimiento.

Lo primero y más importante es que casi no hay Bilbo en esta tercera parte. Su amable y simpática construcción interpretativa en Un viaje inesperado, así como su duelo con el dragón, que tan buen sabor de boca nos había dejado en el final de La desolación de Smaug, queda en esta tercera entrega relegado a su pequeñez, que no es precisamente física, al carecer de toda relevancia para la conclusión de la historia. Nuestro hobbit más querido, salvo en su papel de mediano mediador entre la enfermedad de poder del enano Thorin Escudo de Roble y la búsqueda de la recompensa milenaria de elfos y hombres, no hace sino pasearse por la pantalla como un títere en manos de alguien que parece estar muy aburrido. Tampoco ayuda que la mutilación de su personaje sea en favor de vergonzosos pegotes argumentales como el sinsentido de Legolas o la historia de amor entre la elfa Tauriel y el enano Kili. El magnífico Martin Freeman siempre ha sido el mejor tesoro de esta trilogía y su encarnación de Bilbo hubiera merecido mayor recompensa final.

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Atado en corto: ‘Sight’, de Eran May-raz. ‘El control en la retina’

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No dejamos de hacernos la misma pregunta desde que el desarrollo de las redes sociales, la realidad virtual, los videojuegos y los denominados ‘wearables’ (dispositivos adaptados al cuerpo humano más allá del smartphone) han ido transformado nuestras relaciones: ¿dónde está el límite? ¿hasta dónde podría llegar la especie humana una vez tragada por las nuevas tecnologías? ¿puede existir un control mental a través de la ingeniería online?

Sight es un cortometraje del productor y ahora cineasta israelí Eran May-raz que ofrece una respuesta tan inteligente como terrorífica a estas y otras muchas preguntas. Sigue la estela de la aclamada serie británica Black Mirror en el ensayo futurista de cuestiones como la realidad aumentada, en este caso mediante implantaciones en la retina humana que sustituyen cada objeto de la realidad y lo convierten en un videojuego, en una prueba, un reto.

Esta breve historia merece indudablemente un doble o triple visionado debido a la cantidad de detalles que se ofrecen simplemente con dos escenarios: la casa donde vive Patrick (Ori Golad) y el bar donde queda para su primera cita con Daphne (Deborah Aroshas). Nada es natural, espontáneo ni pasional. Todo está sujeto a los datos, a la vida en la retina, a la información instantánea, a los medidores de éxito y al control. Respuestas que llevan a más preguntas. ¿Sería posible un mundo así? Y la cuestión más importante, ¿habría alguna alternativa para quedarse al margen?

Visionado: ‘Lucy’, de Luc Besson. ‘Psicodelia metafísica’

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tres estrellas

Lucy es un viaje por la psicodélica cinematográfica más adulterada. Y es una película muy difícil de clasificar. En origen, es una película existencialista que coquetea con el thriller y busca como coartada el cine de acción. Preparada para impresionar, pero sin demasiada garra. Un estilo cargante lleno de artificios muy elaborados, con hallazgos visuales, pero que al estirarse en el tiempo resultan cargantes. Una estética ‘underground’ que sublima un Taiwan pasado de rosca. Así se ve en las cámaras lentas, en las escenas paralelas donde el hombre acaba encontrando su reflejo en los comportamientos de los animales salvajes.

“El objetivo de la vida es ganar tiempo”. Ese parece ser al menos el propósito de Lucy, la primera mujer sobre la Tierra de la que tuvimos noticia y también la de su tocaya, su alter ego en nuestros días y mujer de sensualidad imponente. Una Scarlett Johansson que por frecuentar malas compañías acaba ejerciendo de mula para una mafia de Taiwan con ramificaciones en Europa. Hasta que le estalla la droga en las entrañas convirtiéndola en una especie de ser humano hiper evolucionado que conserva un instinto primario: su necesidad de buscarle un sentido a su existencia. La droga que asimila le convierte en una mujer que llega a utilizar el 100% de su capacidad cerebral y eso le da control sobre las ondas magnéticas y eléctricas, una extraño poder sobre la gravedad de la tierra y la capacidad de sentir la existencia con todas sus consecuencias.

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Visionado: ‘Interstellar’, de Christopher Nolan. ‘En la épica del espacio-tiempo’

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cuatro estrellas

En algún lugar del tiempo el planeta azul es color polvo. Es el polvo, en puñados imparables de viento con sabor a tierra, el que cubre cada día más la superficie de la humanidad y la hace irrespirable y casi estéril. El hombre sobrevive cultivando el maíz y enfrentándose, como lo hiciera hace miles de años, a plagas incontrolables contra las que ni siquiera han servido los drones fumigadores de última generación, que sobrevuelan desprogramados y sin rumbo por todo el mundo. Puede ser el futuro o puede ser una historia de hace escasos años. De cualquier forma, es el punto de partida con el que conocemos al ingeniero y piloto Cooper (Mathew McConaughey), que en esos estertores de vida en La Tierra sobrevive en una granja junto a sus dos hijos y su suegro. Él es el alma que habita el complicado engranaje que de tan sencilla premisa brota en Interstellar, la magnífica epopeya espacial del grandioso Christopher Nolan.

De nuevo de la mano de su hermano Jonathan en el guion, basado a su vez en una historia original del astrofísico estadounidense Kip Thorne, Nolan ha conseguido su película espacial soñada desatando un debate universal sobre las numerosas claves escondidas en su historia, que trascienden cualquier concepción convencional de nuestro mundo en tres dimensiones. Desde un humanista primer bloque, donde consigue que veamos a todos los personajes terrenales y amados, sobre todo en base a la peculiar relación entre Cooper y a su hija Murphy (Mackenzie Foy de niña – Jessica Chastain de mayor), el cineasta nos plantea la salvación del planeta por vía de una NASA clandestina y negada por las autoridades, donde un ingeniero y científico espacial (Michael Caine, imprescindible de Nolan) y su hija Brand (Anne Hathaway) dicen tener un plan contra el apocalipsis: atravesar Gargantua, un agujero de gusano que “alguien” ha creado como paso hacia otra galaxia, y buscar allí un sitio donde la humanidad pueda sobrevivir.

Puede decirse poco más del argumento sin caer en dos errores. El primero, destripar aspectos de la trama que son casi un fin en sí mismos para la deriva emocional del espectador; y el segundo, aventurarse en la explicación de una teoría asentada en los finos alambres del espacio y del tiempo. No hay que olvidar que hablamos de Nolan, siempre obsesionado con saltarse el límite de lo simplemente observable desde que rompiera con la memoria a corto plazo en Memento y con los niveles del sueño en Origen. El caso es que resulta innecesario avanzar en su trama (salvo destacando su fabuloso paralelismo entre la vida en el espacio y la vida en La Tierra) para resaltar las enormes virtudes de esta nueva maravilla de la ciencia-ficción.

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Más que mil palabras: ‘Master and Commander: Al otro lado del mundo’, de Peter Weir (2003)

Por

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– “Es la segunda vez que me sorprende; no habrá tercera”.

El capitán Jack Aubrey (Russell Crowe) en Master and Commander: Al otro lado del mundo.

Diego Cobo Ilustración: 

Visionado: ‘El amanecer del planeta de los simios’, de Matt Reeves. ‘Tibia resurrección’

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dos estrellas

Gracias a El origen del planeta de los simios (2011) la franquicia inaugurada en los 70 tomó nuevos bríos y logró despertar el interés de un público que echaba de menos las aventuras de aquel inquietante mundo al revés donde la soberbia del hombre recibía una lección de humildad. La película de Rupert Wyatt protagonizada por James Franco nos descubrió que la propia mano del hombre, y no otra fatalidad, fue la culpable de trastocar el orden establecido por Darwin y el Evolucionismo. Y ello en medio de una película trepidante, tierna y con una estimulante acción. Por ello, la decepción ha sido importante cuando encontramos en su continuación, El amanecer del planeta de los simios, una producción con un agudo sentido de la espectacularidad, pero con un relato perezoso cuya mayor virtud es que rememora historias y resucita géneros que nos resultan demasiado conocidos.

El conflicto en la película nace de dos emociones muy humanas: el resentimiento y la envidia. Las que incuba un simio con cicatrices llamado Koba y que es una especie de lugarteniente de César, el primate protagonista de la anterior entrega. Ambos son destacados componentes de una comunidad de simios que viven en paz, en los bosques que se alejan de San Francisco y ajena a la destrucción de la especie humana que, salvo algunos supervivientes, desapareció a causa de un letal virus. En este escenario, la irrupción de un grupo de hombres que buscan nuevas fuentes de energía romperá el equilibrio de la convivencia simiesca.

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