Visionado: "El Gran Gatsby", de Baz Luhrmann. "La lujuria del exceso"

dos estrellas

Tras Moulin Rouge creíamos que habíamos dejado atrás al Baz Luhrmann más estomagante y excesivo, pero estábamos equivocados. En su última producción, El Gran Gatsby, ‘vuelve por sus fueros’. No sabemos muy bien cómo, el director termina  por enredarnos en la historia de un Gatsby completamente irreconocible, a pesar  de respetar muchos diálogos e incluso muchas de las escenas que plantea la obra de Scott Fitzgerald. Luhrmann decidió, en vísperas del verano, aportarnos su visión del romántico soñador para renunciar a su imagen y devolvérnoslo completamente vacío de significado. Su película es, además, una adaptación y un remake que disimula serlo presentándose como un filme revolucionario.
Y es que entendemos que el cineasta no tenía la obligación de ser fiel al espíritu del maravilloso texto de Fitzgerald (una obra aguda, sobria, incisiva, capaz de diseccionar una época y unas almas existencialmente agotadas o abrumadas), pero lo cierto es que no entendemos muy bien qué tipo de manifestación artística ha terminado siendo su película. No sentimos el desconcierto ni el abismo que se abre ante un hombre que busca su identidad en un sueño que, en algún momento de su memoria, se convirtió en un recuerdo inexistente. No encontramos el aburrimiento existencial ni la ambigüedad frívola de Daisy Buchanan (Carey Mulligan) y los suyos… Y tampoco entendemos muy bien por qué en la adaptación de Luhrmann, Nick Carraway (Tobey Maguire) sigue siendo el que nos cuenta la historia si pronto perdemos interés por él dentro de la misma.
Y es que, básicamente, la propuesta del cineasta es estética y su gran acierto, para no dejarnos fríos, es el de envolver en plumas, ‘paillettes’ y en un espíritu festivalero el retrato de una época y  el relato del hombre que hizo fortuna para recuperar a un antiguo amor.
En El Gran Gatsby disfrutamos del lujo de la ambientación y del vestuario más brillante,  fascinante y descocado (por cierto, gracias al esfuerzo promocional lo que sí nos ha quedado muy claro es que los modelos que aparecen en la gran pantalla están firmados por Prada y Miu Miu) como quien se da el gustazo de pasar la tarde en la peluquería navegando entre titulares de papel couché. Pero más allá de la fiesta y del excesivo retrato del oropel con el que  el realizador viste la ostentación que rodea la vida de Gatsby, no encontramos más que alguna secuencia afortunada al inicio de la película. Y no nos equivoquemos. Con esa grandilocuencia en sus maneras cinematográficas no está manteniéndose fiel al espíritu decadente de una época ni al sueño americano sobre el que Fitzgerald se detenía en las páginas de su obra. Sería una excusa que no cuela.  
Como no podía ser menos, Luhrmann consideró una buena opción repetir su exitosa fórmula de siempre y ha reunido temas y artistas musicales contemporáneos (Beyoncé, Lana del Rey, Fergie o Jay – Z, entre otros) para ambientar su película de otros tiempos. El anacronismo le sirve, en esta ocasión,  como coartada para encubrir la falta de ideas en la puesta en escena.
Sin embargo, y a pesar de lo anteriormente dicho, es cierto que  hay algo que deslumbra en el filme continuamente y  es el trabajo de los actores. Las interpretaciones de DiCaprio, Maguire y Mulligan son vibrantes y emocionantes aun cuando tienen que sostener secuencias que no funcionan. Los actores con su talento parecen encontrarse en otra parte, actuar y vivir en otra película  que no es la que se empeña Luhrmann en contarnos. Quizás sean su luz verde al otro lado del acantilado. 
 

‘El guateque’, de Blake Edwards. ‘La comicidad de un genio’ vs ‘Plastificada sucesión de gags’


LA COMICIDAD DE UN GENIO

 
El guateque es mucho más que una película. Es optimismo en estado puro, alegría de vivir que nace del absurdo, de un universo alocado que se sale de su órbita psicodélica para anclarse en nuestra memoria, en nuestro Olimpo de películas imprescindibles. Allí, alterando nuestra percepción del espacio, del tiempo, y del sentido común, echó raíces esa ‘casa automatizada’ de Hollywood, donde sitúa su acción. Donde tiene lugar una desenfrenada fiesta en la que se lo pasan en grande (o no tanto) camareros borrachos, productores que no soportan a la parienta, bellas italianas de gula insaciable, elefantes coloristas y pollos asados con un punto retozón. Y por supuesto, donde se encuentra el protagonista más divertido de la historia del cine, Hrundi V. Bakshi: el educado, optimista, ceremonioso, pesado, torpe e inocente hindú interpretado por Peter Sellers. Un pobre diablo que intenta hacerse un hueco como estrella de Hollywood con las maneras de un arma de destrucción masiva.

 

Heredero del humor de los Hermanos Marx y de las películas que protagonizaron bajo las órdenes de Leo McCarey, El guateque, de Blake Edwards, es la esencia del cine. Puro lenguaje visual y gestual. Edwards logra un magistral ‘tempo cómico’ haciendo uso de tomas largas llenas de ocurrencias inesperadas, con gags y diálogos impresionistas de acento cínico. Cada plano, cada secuencia, cada diálogo están llenos de potencial cómico y de una mirada sarcástica que dirige hacia el mundo de Hollywood y sus habitantes.
 

Todo en El guateque es una sublime tontería, pero resulta una película tan demoledoramente divertida, que nunca deja de sorprender, aun cuando nos hayamos muerto de la risa, muchas veces, con las torpezas del protagonista. Hay tantos momentos memorables en esta película que cuesta resaltar algunos para dejar de lado otros. Es especialmente brillante la secuencia en la que Hrundi se pone a enredar con el cuadro de mandos que dirige la ‘casa inteligente’ (esa gallina retransmitida a través del altavoz, ¡sublime!) O el momento en el que un tenedor, mal hincado, le da alas a un pollo que vuela, de una manera completamente inverosímil, hasta lo alto de un moño. O aquella ‘cruel’ escena en que Hrundi, apremiado por unas ganas irresistibles de orinar, tiene que guardar las formas, de una manera muy retorcida, mientras la guapa francesa, que le hace ojitos, termina su interpretación musical.

 
El humor de El guateque es capaz de poner el mundo patas arriba, de tal manera que, por obra y gracia de otro sortilegio psicodélico, Hrundi deja de ser ese patoso de solemnidad que todos creemos ver. Es más bien el universo que le rodea el que parece haberse confabulado contra ese pobre diablo de buenas intenciones. Así, un tropel de invitados decide ir al cuarto de baño cuando él necesita aliviarse con urgencia; el papel higiénico, ante su presencia, cobra vida hasta soltar lastre o su zapato se le escapa y vive mil y una aventuras acuáticas que finalizan cuando es servido como un entremés.
 

La grandeza cómica de esta película no hubiera sido posible sin la presencia del actor británico que la protagoniza, Peter Sellers. Se nos hacen inolvidables su actitud complaciente, sus movimientos y gestos de disimulo, pausados, exagerados, conscientes; sus miradas aumentadas por la sorpresa o el bochorno; o su gesto crispado cuando se ve enredado en una situación incómoda. Woody Allen dijo, en una ocasión, que Peter Sellers poseía “la comicidad de un genio”. Y no podemos estar más de acuerdo porque el actor cuenta con una capacidad, inexplorada por otros actores, de adentrarse en un sinfín de papeles. Lo hace de la mano, principalmente, de su prodigiosa habilidad para imitar acentos, pero también para perderse, físicamente, en la piel de una multitud de personajes paródicos o inventados. Como siempre, Sellers tiene la capacidad de extraer una interpretación imposible e inesperada de cualquier virtuoso de la torpeza, de cualquier hijo del disparate.

 
Más de una vez hemos acudido a la fiesta de Blake Edwards para alejarnos de nosotros mismos y del ‘mundanal ruido’. Más de una vez hemos soñado con vivir, para siempre, en ese eterno estado de jolgorio, tan simplón, pero tan creativo y lleno de vida. Es lo más parecido que hemos encontrado al paraíso en la tierra. Un territorio donde la risa que te invade es tan irracional, tan pura y absurda, que no sólo nos distingue de los animales, como nos diría Hrundi, sino mejor aún, de los tristes mortales.

Aquí tenemos la historia de un zapato aventurero, por seleccionar una. Y así, toda la película:




PLASTIFICADA SUCESIÓN DE GAGS

No vamos a decir que El guateque no tenga su gracia. Es más, posee un componente de humor sesentero que hasta podríamos calificar de fashion, con ese toque de culto pictórico con el que Blake Edwards supo plastificar la mayoría de sus películas. Sabemos que hoy día es muy difícil encontrar comedias de este tipo, dotadas de elegancia en forma y fondo. El sentido de la risa cambia junto con las generaciones y actualmente es lo irrisorio, lo políticamente incorrecto y lo bestia lo que más hace desternillarse a las grandes masas, entre las que nos incluimos. Pero por aquello de la exclusividad, solo en este plano, el de la sofisticación, destacamos la contribución de esta película a la historia del cine.

Mas allá poco hay. Se trata de una sucesión de gags que recaen, hasta bien entrado el final, en el personaje principal de Hrundi V. Bakshi, actor hindú que acude a una fiesta por error, encarnado por el fantástico Peter Sellers, fetiche del cineasta, cuya capa facial de betún no podemos dejar de apreciar todo el rato sin que todavía comprendamos a cuento de qué tal caracterización. El caso es que a su chepa arrastra durante la película todas las surrealistas situaciones que él mismo provoca o le vienen dadas, desde que cruza la puerta del piso hasta la gran bacanal espumosa de su desenlace. Son como pequeños cortometrajes que bien podrían ser independientes, y que no necesitan de una trama argumental ni para comprenderlos ni para justificarlos.

Es decir, no captamos ningún trabajo especial en el guion, y eso es algo que nos cuesta perdonar en las comedias, tras habernos entrenado durante años con los clásicos de Billy Wilder y Howard Hawks, con personajes ensartados entre diálogos alocados, agudos y absolutamente perfectos. Por eso todavía nos cuesta también comprender que fueran tres los guionistas del filme.
Es muy curioso que, precisamente, los miles de admiradores de El guateque vean este argumento como algo positivo, por aquello de regresar a la esencia muda de los primeros constructores del sketch cinematográfico: Charlot, Harold Lloyd o Buster Keaton. No es nuestro caso. Estos cumplieron el papel que les tocaba en su época, y si se les homenajea resulta anacrónico hacerlo en color y a golpe de las retro-partituras de Henry Mancini. La mezcla al final queda algo friqui: parodias del slapstick mezcladas con pausadísimas y lentísimas escenas de “situación”.

Siempre que nos detenemos entre las secuencias ya antológicas de esta película, como la entrada al apartamento a través de la pequeña piscina, el camarero cada vez más borracho, el caos en el cuarto de baño o el barullo final, no pasamos de la media sonrisa. Y no es que solo nos guste que fuercen más nuestra máquina de reír, es que llega un momento en el que el intruso, el no invitado, nos cae hasta un poco gordo en su pavisosez aunque le perdonemos gracias a la mímica de un Sellers al que no podemos dejar de recordar en la multipolaridad de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú o en su torpeza, mucho más indómita, como el inspector Clouseau de las cinco entregas cinematográficas de La pantera rosa.

Cuando Blake Edwards falleció hace dos años y medio, El guateque fue una de las películas más repuestas en televisión para homenajearlo y recordarlo. Tampoco es extraño, porque se trata de puro entretenimiento, sin más. Pero bizqueamos un poco ante la falta de proyección, salvo contadas excepciones como la maravillosa Desayuno con diamantes, de sus mejores tragicomedias como Días de vino y rosas, Operación Pacífico o La carrera del siglo. Pero en fin, una fiesta es siempre mucho más atrayente, más visual, menos complicada. Mejor dejar los dilemas morales de otras películas para cuando vengan buenos tiempos.

Si no habéis visto El guateque, este vídeo es un SPOILER. Es una parte de su psicodélico y caótico final:

 

Visionado: ‘Stoker’, de Park Chan-wook. ‘Ojos y oídos secuestrados’

 
tres estrellas
 
Stoker cuenta la historia de una pérdida. Un hombre muere, no sabemos cómo, y deja sin rumbo a sus ya desequilibradas hija (Mia Wasikowska) y esposa (Nicole Kidman), que habitan un caserón separadas por años de indiferencia e incomprensión. El fallecimiento coincide con el cumpleaños de la adolescente, que mantenía una relación especial con su padre, y cuya fobia social se multiplica por cien tras la terrible noticia, para disgusto y mayor soledad de su madre. En medio de este terrible clímax irrumpe el hermano del muerto (Matthew Goode), un atractivo e inquietante joven que se ofrece para cuidar de ellas. Tres vértices para un triángulo de pensamientos, inquietudes, terror psicótico, perversión y ambigüedad que te meten de lleno en su cueva de asfixia.
 
Comienza así esa reacción psicológica en la cual la víctima de un secuestro o alguien retenido contra su voluntad, desarrolla un fuerte vínculo afectivo con aquel que lo ha secuestrado. Es el denominado Síndrome de Estocolmo. No encontramos otra manera de definir el efecto que produce adentrarse en el terreno hechizante y sórdido de Stoker, el desembarco en Hollywood, con puente de oro, del director surcoreano Park Chan-wook, uno de esos cineastas que hacen auténtica magia con la cámara y que con este thriller ha sabido cómo dejar perplejos (para bien y para mal) a crítica y público.
 
Ojos secuestrados, a golpe de imágenes ajustadas para hechizar, en un ejercicio de elegancia y sofisticación que encubre un guion casi intencionadamente flojo. Para que no perdamos ni un minuto pensando en la trama de seducción, asesinato y engaño, que no termina de tener sentido, el cineasta nos mete de lleno en una sensación de pesadilla entre el preciosismo y el miedo a no saber, entre personajes incomprensibles y miméticos, pero de trazo tan reptiliano en su dirección y movimientos que solo la forma en que el director los enfoca llena la pantalla.  
 
Oídos secuestrados por un más que original uso de los efectos sonoros: pisadas constantes, golpes de segundero, gotas de agua, música templada y afilada (la secuencia del tema Summer Wine es de un erotismo hiriente), y hasta la respiración de los personajes se meten por los conductos auditivos sin apenas darnos cuenta. Un elemento algo descuidado, por sobrepeso, en las películas de suspense, y que solo Alfred Hitchcock supo concebir como materia prima del miedo y de la locura. Aquí funciona al servicio de sí mismo, como fin último.  
 
Y con nuestros ojos oídos y secuestrados, con ese truco o ejercicio salvaje de estilo, el cineasta deja que el argumento se retuerza alrededor de sí mismo, aunque marcando distancias con su ópera cómic Old Boy, esa historia de venganza con la que se metió en el bolsillo a la industria occidental. De la mano del trío protagonista, donde Wasikowska y sus iris bicolores sobresalen nítidamente, el filme sobrevuela sobre su argumento, a modo de gifs casi publicitarios. Hollywood es Hollywood, le pese a quien le pese, y el precio de Chan-wook por abandonar su poesía gore ha querido pagarlo con las casi petrificadas interpretaciones de los actores. También ellos parecen ser víctimas de ese secuestro auditivo y visual, como figuras de cera temporalmente animadas para un desfile macabro. El día en que se atreva a mezclar con un buen guion toda esta manufactura raptora, y ponga su estilismo al servicio del mismo, estaremos hablando de algo mucho más grande.
 
A continuación el tráiler y posteriormente el hechizante y sinuoso tema Summer Wine de su banda sonora:

Atado en corto: ‘La cabina’, de Antonio Mercero. ‘La gran media hora kafkiana del cine español’

 
A principio de la década de los 70 del siglo pasado un grupo de cineastas y guionistas españoles, decididos a que el país comenzara a ocupar un lugar digno en el cine de terror, planeó un ciclo de mediometrajes que se llamaría 13 pasos por lo insólito. Eran Antonio Mercero, Horacio Valcárcel y José Luis Garci. Nunca consiguió llevarse a cabo. Lo impidieron la falta de apoyo financiero y la convulsa situación de España, que afectaría a todos los niveles de la sociedad y por tanto de la cultura.
 
Pero Mercero se aferró al éxito que había conseguido con la serie Crónicas de un pueblo para persuadir a TVE de que le financiara media hora de un guión que ya tenía escrito junto con Garci y Juan José Plans. Era La cabina. Finalmente recibió luz verde, y tras algunos retoques censores del todo absurdos (coletazos agónicos de un sistema caduco), iniciaron el rodaje con un espléndido José Luis López Vázquez casi como único protagonista, que se enamoró de la historia nada más leerla.
 
En la madrileña y ya casi emblemática Plaza de Arapiles de Madrid arrancó así la historia de un señor de lo más normal que se queda encerrado en una cabina telefónica de esas que ya no existen en España, es decir, en forma de habitáculo con cristales. De la incredulidad del principio por lo cómico de la situación, el protagonista pasa posteriormente a la incomprensión y al pánico, mientras contempla, cada vez más aterrado, la indiferencia de la gente. Media hora de terror kafkiano que se concentra en la asombrosa interpretación de López Vázquez. De hecho, muchos años después, el simbolismo de este mediometraje sería reutilizado para una de las campañas de publicidad más famosas de España.
 
Como ya comentamos en su momento cuando declaramos nuestra admiración por Chico Ibáñez Serrador en ¿Quién puede matar a un niño? o por Luis Buñuel en Viridiana, resulta sorprendente volver a disfrutar de La cabina más de cuarenta años después. Es igual de claustrofóbica y terrorífica. Está perfectamente diseñada para provocar el pánico más escalofriante y mantiene un toque de surrealismo muy sutil. Y si mencionándola aquí podemos además recordar con orgullo a los desaparecidos Mercero y López Vázquez, no hacen falta más argumentos para volver a disfrutarla: 

 

 

Visionado: ‘Un gran equipo’, de Olivier Dahan. ‘Humor somnífero’

dos estrellas

Un gran equipo es la historia de un grupo de cracks del fútbol, venidos a menos, que se ven obligados a jugar en un equipo de tercera ‘en aras’ de una causa justa: salvar la industria pesquera que da de comer a los vecinos de un pequeñito y remoto pueblo de la Bretaña.
Orbéra (José García), el ‘Mister’ del multirracial team y personaje principal de la película, es una antigua gloria del balompié galo que, tras protagonizar borracho una serie de episodios lamentables y convertirse en la vergüenza nacional, recibe el golpe de gracia puesto que le quitan la custodia de su hija. Para recuperarla, ha de encontrar un trabajo que nadie va a querer proporcionarle, salvo la juez que lleva su caso. Una providencial hada madrina que le empuja a convertirse en el entrenador del equipo del susodicho pueblecito. La última resistencia gala ante la invasión del feroz mercado capitalista…
El cuarteto de escritores que ‘perpetraron’ el guión (sí, se necesitaron cuatro: Philippe de Chauveron, Marc de Chauveron, Olivier Dahan e Isaac Sharry) debió pensar que echar mano de los gestos, los comportamientos caprichosos y las excentricidades de algunos de los jugadores más famosos de todos los tiempos, sería suficiente para encontrar a unos espectadores cómplices e incondicionales que sabrían mirar a otro lado ante su falta de imaginación. Pero lo cierto es que la parodia, eso sí, fácilmente reconocible, no ha sido suficiente.
La película, dirigida por Olivier Dahan, realizador de la fabulosa La vie en Rose, se ve con cierto interés en los momentos en los que refleja los primeros entrenamientos y las competiciones del modesto club de fútbol, aunque resulta un tanto cargante cuando Orbéra sale a fichar a sus estrellas: un mujeriego adicto; un niño – grande devoto de la Play; un calzonazos que padece del corazón; un delantero con ínfulas de actor y un marrullero, pasado de rosca, que sólo encuentra la paz a bordo de  su bólido. En fin, un plantel de criaturas, con mucha etiqueta (por lo fácil de su encasillamiento), pero poca sustancia cómica.
La película no tiene, precisamente, el don de la empatía con el espectador porque en las situaciones cómicas se adivina cierta pereza y también porque los personajes no llegan a provocar la hilaridad que se les presupone al ser presentados. Da la impresión de que el universo del fútbol y sus alrededores es el único reclamo convincente que consigue atraer a simpatizantes, aficionados del deporte y a algún que otro despistado. Quizás en Francia, eso sí, tengan tirón los conocidos como los ‘cómicos más divertidos del país galo’, pues así definen a los actores algunos de los mensajes promocionales lanzados a través de la red. Sin embargo, a este lado de los Pirineos, nos faltan muchas horas de ‘visionados’ para familiarizarnos con algunos de ellos y su presunto carisma. Por eso, con la mente libre de prejuicios, sólo nos quedamos con el trabajo que realizan en el filme.
Y en este sentido, vemos que mientras algunos actores abusan del cliché y la sobreactuación para agarrarse, como Dios les da a entender, a su personaje (por ejemplo, Gad Elmaleh, para los más enterados, el novio de la nietísima de Grace Kelly), otros desarrollan sus caracterizaciones con algo más de dignidad. Es el caso del protagonista interpretado por el actor francés de origen español, José García, y de Joey Starr, el futbolista ‘broncas pasado de rosca’.
Si nos preguntáis si existe alguna buena razón, después de todo lo dicho, para disfrutar de esta película, os diremos que un par de cosas. La curiosidad antropológica que nos empuja a comprender por qué narices está siendo el filme más taquillero del cine galo. Pero sobre todo, los maravillosos y sugerentes paisajes de la Bretaña que quedan a la vista (la película fue rodada en la isla de Molène), de vez en cuando. El único argumento creíble que nos convenció de mirar hacia la pantalla sin caer en brazos de un sopor garantizado.
 

Disección: ‘Uno de los nuestros’, de Martin Scorsese. ‘Siempre quise ser un gángster’


SIEMPRE QUISE SER UN GÁNGSTER

 
PANORÁMICA: 1990. Recién caído el muro de Berlín, ya no hay espacio para la vieja Europa y el mundo comienza a reconstruirse geopolíticamente. Lituania se convierte en la primera república independiente de la antigua Unión Soviética. Se producen significativos y profundos cambios en Sudáfrica: Nelson Mandela queda en libertad tras 27 años en prisión y se aprueba la independencia de Namibia. Se une así a los últimos territorios descolonizados, las Islas Marshall y Micronesia. No obstante, los tambores de guerra comienzan a sonar en el Golfo Pérsico cuando unidades mecanizadas del ejército de Irak, bajo las órdenes de Saddam Hussein, invaden y ocupan Kuwait. Margaret Thatcher dimite como primera ministra del Reino Unido tras una escisión en las filas del Partido Conservador. Fallece con humildad la gran Greta Garbo, así como uno de los maestros de la composición cinematográfica, Leonard Bernstein. Les acompañan en este camino el siempre juvenil Robert Cummings y Jacques Demy, el que fuera uno de los cineastas franceses más estimulantes de la Nouvelle Vague.
 

EL MEOLLO: “Desde que tenía uso de razón siempre había querido ser un gángster”. Henry Hill (Ray Liotta) creció en Brooklyn sabiendo que nunca podría ser de la Familia. Su madre era siciliana; su padre, irlandés, y sus esperanzas de emerger de la marginalidad de su entorno, más bien escasas. Por eso, observa fascinado la vida bravucona, espléndida y campante, que llevan los chicos listos de la Mafia. Aquellos que hacen sus chanchullos y algún que otro trabajillo sanguinario en el barrio y sus alrededores. Henry decide acercarse a Paul Cicero, el ‘padrino’ de la familia Pauline, para entrar en su mundo, pero por la puerta de atrás, convirtiéndose en su chico de los recados. Pasarán los años y Henry alcanzará el éxito, logrará mucho dinero. Junto a Jimmy Conway (Robert De Niro) y a Tommy De Vito (Joe Pesci) dará sus mejores golpes, encontrará el amor en los brazos de una mujer judía (Lorraine Bracco), aparentemente indómita, y cometerá el único pecado capital que no puede permitirse un tipo de la Mafia. Dejará atrás sus días de gloria envuelto en el caos, trapicheando con drogas que consume compulsivamente. Desde ese abismo, sólo le faltará dar un pequeño paso para alejarse definitivamente de una Familia a la que nunca hubiera podido pertenecer.

 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Martin Scorsese fue un niño asmático que escapaba de sus largas convalecencias mirando siempre más allá. Al otro lado de la ventana de su casa, recuerda que observaba a otros niños que disfrutaban de su energía, su salud y de los juegos. Pero cuando acudía al cine podía respirar más abiertamente; sencillamente porque cualquier mundo, cualquier vida era posible. Y aquel encantamiento le atrapó. “La infancia era esa época donde veía cine y soñaba con hacer cine; era mi obsesión”, ha explicado en más de una ocasión el realizador. Por eso, gracias a esa condena temprana pudo desarrollar una de las carreras cinematográficas más apasionantes, intensas, inteligentes, revolucionarias y controvertidas de la historia del cine. De la mano de uno de los grandes ‘padrinos’ del séptimo arte, el insustituible productor Roger Corman, recibió su primer encargo en 1967, Quién llama a mi puerta. En 1973, se adentró en los bajos fondos de su ciudad natal para rodar Malas Calles con Robert de Niro y Harvey Keitel como protagonistas y, gracias a ella, su fuerte personalidad como creador comenzó a llamar la atención. Un talento que se confirmaría muy pronto cuando en 1976 rodó su primera obra maestra: Taxi Driver. Basada en un magnífico guión de Paul Schrader (presa de una depresión en el momento de abordar la historia), Scorsese creó una película claustrofóbica y laberíntica donde se pone de relieve la angustia que produce sentirse apartado de la sociedad y a la vez inmerso en un mundo hostil de violencia callejera, camellos, chulos, y política barata. Contaba con una banda sonora ‘enrarecida’ e inolvidable firmada por Bernard Herrmann quien, por cierto, murió la misma noche en la que acabó la partitura. 



Poco después, en 1980, llegó su segunda gran creación: Toro Salvaje, donde retrató el ascenso y la caída del boxeador Jackie La Motta, campeón de los pesos medios. Inmensa, fascinante en su propuesta estética y con uno de los mejores guiones jamás escritos, Scorsese fue capaz de conferirle al concepto de fracaso un significado absoluto con un acento hasta entonces desconocido y desconcertante. Después de estas dos obras cumbres, el cineasta rodaría varias películas entre las que se encontrarían ¡Jo, qué noche! (1985), El color del dinero (1986) o la fascinante y provocadora mirada que dirigió hacia la figura del ‘redentor’ en La última tentación de Cristo (1988). El cineasta entró en los 90 con Uno de los nuestros, de la mano también de uno de sus grandes éxitos de taquilla, El cabo del miedo (1991) y contándonos una bellísima y apasionada historia decimonónica. La edad de la inocencia (1993) habla de un abogado que, ahogado por una vida de convencionalismos y sin emociones, se siente liberado por el amor hacia la ‘mujer equivocada’. Era una película de época única en la filmografía del cineasta, y todo un rendido homenaje a una de sus grandes debilidades, el director de cine Luchino Visconti. Con Casino (1995) volvió a superarse. Dejó a la intemperie el mecanismo de tragaperras que tiene Las Vegas, el cual se sirve de la Mafia como un perfecto engranaje a través del cual discurren millones de dólares procedentes de multitudes de almas en pena. Ya de paso, narró de forma angustiosa una historia de amor no correspondido, adicción a las drogas y traición. En 2002 el cineasta pudo realizar, al fin, uno de sus proyectos largamente acariciados, una historia épica en el Manhattan del siglo XIX protagonizada por quien sería su segundo gran actor fetiche, Leonardo DiCaprio. Nos referimos a Gangs of New York. Una película que entusiasmó a algunos y defraudó a otros. Esta emoción bicéfala se repitió con su siguiente filme donde recuperaba retazos de la biografía del singular Howard Hughes, El aviador (2004), un título que resulta imprescindible para todo cinéfilo que se precie. En 2006 se hizo por fin justicia, recibió varios Oscar, incluido el de mejor director (un galardón que siempre le había resultado algo esquivo) por Infiltrados. Era una buena película de suspense policíaco, donde habitan topos de todo pelaje y lealtades insatisfechas, concebida con magnífico pulso. En 2010, Scorsese nos empujó a los abismos de la locura y de la culpa a través de Shutter Island y en 2011 descubrimos, junto a él, con Hugo, que todavía late nuestra capacidad para soñar gracias a un delicioso detonante: George Méliès, el más creativo de los padres del cine.

 
PRIMER PLANO
 

ROBERT DE NIRO: Nada de infancias turbulentas y traumas de familias despedazadas por la tragedia. El que probablemente sea uno de los mejores actores de todos los tiempos lleva más de medio siglo dando vida a los personajes más perturbadores que hemos conocido en la historia del cine, pero se crió entre las bambalinas artísticas y poéticas que se respiran en las calles del Greenwich Village de Nueva York. De padres divorciados pero bien avenidos y de ascendencia indirecta multi-europea (desde Irlanda hasta Italia), Robert de Niro se formó en interpretación en la Gran Manzana y no tuvo que esperar mucho, como otros, a que su talento cayera en buenas manos. Con tan solo 20 años un casi debutante Brian de Palma le incluyó en el reparto de The Wedding Party (1963), dando lugar a una colaboración entre ambos que se afianzó durante los años 60 y que hizo que el actor ganara popularidad, sobre todo a partir de su año de gracia, 1973, en el que además de repetir con De Palma en Muerte de un jugador, conoció a su gran mentor, su amigo, su Pigmalión, Martin Scorsese, con el que debutó en Malas calles. Después ambos inauguraron una etapa del cine única en la historia y prolongada por dos décadas: Taxi Driver (1976), New York, New York (1977), Toro Salvaje (1980) –con la que consiguió su segundo Oscar-, El rey de la comedia (1983), Uno de los nuestros (1990) – en la que rechazó trabajar en un principio por miedo a encasillarse-, El cabo del miedo (1991) y Casino (1995).

 
Scorsese, sin embargo, no tuvo la exclusiva. El regusto italiano de De Niro haría que Francis Ford Coppola le eligiera para interpretar la juventud de Don Vito Corleone en El Padrino II (1974), su primer Oscar, creando así una fusión casi irrepetible, aunque no coincidieran en rodaje, con Marlon Brando, otro monstruo de la interpretación y probablemente el antecesor natural de De Niro. Entre taxistas desequilibrados y boxeadores ultraviolentos, su rol de gángster taimado pero impío fue haciéndose cada vez más patente, y a partir de la grandiosa Érase una vez en América (1984), de Sergio Leone, decidió partir en dos su carrera, dividiéndose en paralelo entre villanos y buenos. Llegaron así Enamorarse (1984), La misión (1986), El corazón del ángel (1987), Despertares (1990), Mary Shelley´s Frankenstein (1994) o Sleepers (1996). Después inició, con alguna honrosa excepción como cineasta en Una historia del Bronx (1993) y El buen pastor (2006), una carrera desconcertante empeñada en parodiarse a sí mismo y en demostrar una vis cómica que, aunque conseguida, muchos preferimos obviar. No somos capaces de ver más allá del joven Vito, de Travis Bickle, de Jackie La Motta o de Jimmy Conway. Y pese a ser nominado y premiado también por este tipo de trabajos, como recientemente en El lado bueno de las cosas, siempre que le miramos le vemos frente al espejo, en plan borde, peligroso, desafiante y loco. Y seguro que él también. 
 

RAY LIOTTA: Una mirada tan clara como fiera, un rostro enjuto, surcado de misterios y sensual, alguien que pudo ser Tony Curtis y decidió pasarse al lado oscuro. El trabajador incansable Ray Liotta forma parte de una generación de actores que creemos que no han sido lo suficientemente reconocidos, teniendo en cuenta su contribución imparable al arte en la gran pantalla. Hijo adoptivo de político, y criado en Nueva Jersey, se marchó a Miami para estudiar interpretación y se hizo un nombre en la industria a través de la serie televisiva Another World (1978), en la que permaneció tres años hasta conseguir sus papeles más relevantes en el cine. Su reconocimiento en Hollywood fue lento y paulatino, y no se produjo hasta 1986 cuando, de la mano del fiero e intimista Jonathan Demme consiguió hacerse notar con su aterrador villano de Algo salvaje. En plena década de adoradores de psicópatas, la mirada de Liotta comenzaría a forjarse bajo esos papeles, cuyo punto álgido quedó materializado en Uno de los nuestros, y en su soberbia encarnación del gánsgter Henry Hill. Desde entonces no pudo volver a alcanzar el nivel de popularidad y reconocimiento que le regaló Scorsese pero ha seguido demostrando su versatilidad y carisma en películas de más o menos calidad, donde su aparición siempre hace que ganen puntos: Cop Land (1997), Hannibal (2001), Heartbreakers (2001), Identity (2003) o Smokin’ Aces (2006). Consciente de ello y de las pésimas críticas de la mayoría de sus filmes, su regreso a la televisión, el origen de su carrera, ha hecho de su madurez cinematográfica todo un ejemplo, tanto de intérprete ocasional en reconocidas producciones como Mátalos suavemente (2012), como en el papel de productor ejecutivo de otras tantas, junto con doblador de documentales y videojuegos.  Lo que decimos, nunca ha parado de trabajar, dio lo mejor de sí mismo, y falta un regreso espectacular al cine a la altura de lo que aportó.

 

JOE PESCI: Si te lo cruzas por la calle, no lo juzgues por su estatura. No le insultes ni le digas que es gracioso. El pequeño gran gángster del cine no dudará ni un momento en dictar sentencia contra ti si no le gusta cómo le miras. Joe Pesci es de esos actores encasillados para bien, porque realmente es en esos papeles de verborreicos y dementes mafiosos donde ha demostrado lo que vale. Natural de Nueva Jersey, es el único de los tres protagonistas de Uno de los nuestros de verdadera y directa ascendencia italiana (curiosamente, al igual que en la película), y aunque se prodigó por las tablas neoyorquinas en su infancia, intentó hacerse grande en el mundo de la música tocando en diferentes bandas donde llegó a coincidir con Jimi Hendrix. No tuvo éxito con la guitarra pero sí suerte en otras lides. Porque gracias a este fracaso lo intentó con el cine tocado por la gracia de Martin Scorsese en Toro Salvaje. La camaradería entre Pesci, De Niro y Scorsese durante el rodaje se convertiría en años de amistad que llegan hasta hoy. Participó así, repitiendo con De Niro excentricidad y psicopatía, en Érase una vez en América, con Uno de los nuestros conseguiría el Oscar al mejor actor de reparto y con Casino recobraría la nostalgia mafiosa de los viejos tiempos. No es de extrañar que De Niro también contara con él para Una historia del Bronx y El buen pastor. Fuera de esta “familia” tampoco le fue mal, despuntando en películas como JFK (1991) y la fabulosa Mi primo Vinny (1992). Hoy en día sigue coqueteando con su guitarra, sus homenajes a viejas glorias del rock, y su pasión por el golf y las artes marciales. Siempre hemos pensado que Tommy DeVito es el protagonista total de Uno de los nuestros, uno de los mejores y más esquizofrénicos, a la par que desternillantes, mafiosos jamás creados. Mimetización absoluta de actor y personaje. Puritanismo del bueno.

 
CONTRAPICADO: Cautiva desde el primer segundo de su proyección. Cuando la voz en off del protagonista, cínicamente desenfadada, nos hace pasar al Nueva York de los años 60 para conocer a la Familia. Las vidas y las costumbres de unas gentes de la Mafia que vivían en un completo estado de libertad, con su propia moral y su singular sistema de valores donde la lealtad lo era todo o no valía nada. Sin lugar a dudas, lo que más impresiona del filme es la atmósfera que nos envuelve, donde la amenaza siempre está en suspenso, donde la violencia se intuye como un mal sueño o se hace irrespirable antes de verse desatada. Por ejemplo, cada vez que Tommy se cabrea porque es un jodido psicópata sin sentido del humor o cuando Jimmy, comienza a desconfiar, a perder la paciencia. O segundos antes de que el pequeño matón, de nuevo, comprenda que ese no será el precisamente el día en el que pase a formar parte de la Familia. En esta magistral panorámica de los bajos fondos realizada por Scorsese, son especialmente inolvidables los contrastes que se suceden en los comportamientos de los personajes, entre la música y la violencia, en nuestras propias emociones encontradas hacia un tipo de vida que repele, pero también atrae… demasiado. Así, por ejemplo, Scorsese nos sirve los espaguetis de la Mamma como postre de un brutal crimen sinsentido o las charlas insustanciales y jocosas antes de los momentos de tensión donde el orgullo, inexplicablemente, ha quedado herido.

 

Por lo demás, es una magistral lección de cine desde todos los puntos de vista: partiendo de un guion que sabe coger por el pescuezo el alma de estos tipos sin conciencia, llegando al poder narrativo que tiene la cámara en manos del cineasta. Siempre nos acordaremos del largo plano secuencia con el que anduvimos por la trastienda del Copacabana, un recurso fabuloso para perfilar el carácter del protagonista en sus tiempos gloriosos y seducirnos con su manera de desenvolverse, con la forma de paladear el triunfo de los tipos listos. Como si no existiera el mañana y fuera fácil darle el esquinazo a cualquier tipo de remordimiento. Esa misma elegancia y eficacia narrativa la emplea Scorsese para hablar de la decadencia paranoica de los dos protagonistas: la autodestructiva de Henry Hill y la exterminadora de Jimmy Conway.
 

PICADO: Asistir a esta genealogía sobre la mafia, donde se explican detalladamente los mecanismos del gangsterismo durante tres décadas, y encontrarte al final con un desmontaje de todo lo contado a lo largo de la película resulta poco menos que desconcertante. Sabemos del cinismo y socarronería de Scorsese, y de su capacidad para pasarse la moral judeocristiana por el forro de la cámara, pero Uno de los nuestros encierra en su final un ingrediente de expiación que ni había manejado antes ni, afortunadamente, en ninguna de sus películas anteriores. Ya sabemos que trabajaba con una historia real, y eso era lo que había, pero no hubiera pasado nada si todas las licencias que se permite respecto a lo que fue la verdadera vida de Henry Hill las hubiera alargado hasta el final. En vez de habernos quedado con esa imagen del protagonista viviendo “como un gilipollas” podríamos haber fantaseado con su castigo, con su tiro en la nuca por haber dejado de ser un buen chico, un goodfella.

 
SIMBIOSIS SONORA: “Creo que amo la música más que al cine. La música es la forma más pura de arte“, llegó a decir Martin Scorsese en una ocasión. Conocido realizador de magistrales documentales sobre algunos de los músicos más influyentes de los últimos tiempos (The Rolling Stones, George Harrison o Bob Dylan, entre otros), en Uno de los nuestros el cineasta da rienda suelta a su pasión sin apenas darnos tregua. Y es que pocos son los fotogramas que no se vean acompañados por una emoción musical cargada de significado. La banda sonora está integrada principalmente por temas conocidos de los 50 y de los 60. Principalmente, aunque no solamente, y en ella se codean, por ejemplo Tony Bennett, George Harrison, Eric Clapton, Aretha Franklin, The Ronnettes, The Cadillacs e incluso Al Johnson interpretando un tema de El cantor de Jazz. Por supuesto, no faltaron a la cita sus satánicas majestades, The Rolling Stones, la banda fetiche del cineasta, ni unos interesantes y simbólicos créditos finales al compás de la legendaria versión de My Way que realizó el emblemático bajista los Sex Pistols, Sid Vicious.
 

OJO AL DATO: Hay libros enteros escritos sobre las numerosas anécdotas, casualidades, intencionalidades y tropelías acaecidas en torno al rodaje de esta obra maestra. Ya hemos mencionado algunas, así que dejamos a un lado las más de 300 veces que se pronuncia la palabra fuck durante el metraje, y paseamos por ese gran puente que el gigante de la HBO David Chase construyó, junto con la trilogía de El Padrino, entre este filme y la serie Los Soprano, indiscutiblemente la mejor de la historia. El enlace más firme lo tejió con la actriz Lorraine Bracco, la excitada, mártir y cómplice esposa del protagonista, a quien llegó a ofrecer ese mismo papel más de diez años después aunque como cónyuge de Tony Soprano. El excesivo paralelismo entre ambas interpretaciones hizo que al final su contribución fuera más significativa, convirtiéndose en la psiquiatra del rey mafioso del siglo XXI. Junto con ella, Chase regaló el mejor papel de su vida a Michael Imperioli, que pasó de ser el visto y no visto Spider de los Goodfellas al famoso Chris Moltisanti de la familia Soprano. Y al margen de la serie, no podemos dejar pasar esos guiños tan peculiares de los italoamericanos afincados en Hollywood, como el hecho de que Scorsese sacara a su propia madre para ejercer el rol de la de Joe Pesci, o que este último fuera el encargado de rodar nada más y nada menos que la escena más famosa de la película, su carta de presentación, su secuencia antológica: “¿Crees que soy gracioso?”.

 

RETRATO DEL HÉROE: Henry Hill era ya un buscavidas antes de destetar. Supo encontrar su lugar en el mundo, en su propio barrio, pero en otra dimensión, la de los tipos que miran por encima del hombro, sueltan propinas de 20 dólares y siempre encuentran la mejor mesa en el garito de moda. Henry Hill supo a quien arrimarse siendo un niño, y, desde entonces, se cubrió de gloria. El tipo no tenía la sangre limpia, su madre era siciliana, pero su padre tan solo un pobre irlandés, así que Henry creció y se hizo rico con la conciencia de su mestizaje, sabiendo que nunca podría ser uno de ellos. Aquello parecía no importarle puesto que se ganó su reconocimiento siendo un crío, cuando perdió la ‘virginidad’ demostrando que no era un soplón. Un guiño del destino teniendo en cuenta que el tipo, en su espiral de decadencia, en aquellos momentos en los que un helicóptero desquiciante se le posó en la cabeza, cantó de lo lindo buscándole la ruina a los suyos… o a los otros. Henry es un chico simpático, espabilado, agradable en sus maneras y no tan violento como sus compañeros de viaje. Quizás no hubiera sido un mal tipo si se hubiera criado en otro ambiente. Quizás. Aunque estamos seguros de que hubiera encontrado la manera de hacer un pacto con diablo solo para comer, como Dios manda, unos espaguetis a la boloñesa.

 
No hay opción. Es la mejor secuencia de la película. Tommy es muy muy gracioso:
 

 
Nos despedimos con un tributo de cine y música a la película:

 

Píldoras cinetarias: dos minutos sin respiro y a tortazo limpio

 
A tortazo, disparo, deflagración o piñazo limpio. Así se las gastan los protagonistas de este vídeo de algo más de dos minutos donde la violencia de más de una treintena de películas de acción queda condensada a base de pequeñas secuencias sintonizadas con la música. Se trata del montaje Confrontation Mashup, uno de esos miles de regalos que encontramos en las redes sociales y que no hacen sino corroborar la frescura del cine contemporáneo.
 
Entre otros muchos, encontramos planos de La naranja mecánica, Harry El Sucio, Kill Bill, Hasta que llegó su hora, El Club de la Lucha, Seven, Pulp Fiction, Tigre y Dragón, Desperado, Reservoir Dogs, Terminator, Transformers, Gladiator, La jungla de cristal, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, Karate Kid o Matrix. Las bandas sonoras de muchos de estos filmes aparecen mecanizadas y casi ocultas bajo la gran cantidad de sopapos repartidos.
 
Siempre hemos creído que la violencia en el cine sirve para exorcizar esa parte lobuna del hombre de la que hablara Thomas Hobbes. Como sucede con los videojuegos, canaliza la cólera, espanta los fantasmas y nos descarga de adrenalina. Muy necesario hoy en día. Así que aquí os dejamos la terapia: