Atado en corto: ‘La rubia de Pinos Puente’, de Vicente Villanueva. ‘Brillante retrato de una friqui ensimismada’

Todos hemos tenido algún conocido así. Es más, seguramente alguna vez nos hemos mirado al espejo y hemos visto parte del reflejo de Noni Gil (Carmen Ruiz), la friqui ensimismada, cantautora y protagonista de este divertidísimo corto de Vicente Villanueva. Una muchacha, en la treintena, que construye su realidad, su identidad, e incluso sus principios vitales a base de lugares comunes y frases hechas. Noni o Antonia, para el carné de identidad, necesita, como muchos mortales, escapar de su medianía y sentirse especial porque se sabe ‘profunda y trascendente’.
Incomprendida por su novio porrero (Font García), no se le ocurre otra cosa más que buscar el reconocimiento del mundo entero en Tú sí que sí, un programa de televisión, de esos que cazan talentos, pero a la española. Ahí intentará hacerse un hueco en ese Olimpo popular frecuentado por artistas y personajes como David Bisbal, Susan Boyle o Belén Esteban.
El corto dura 18 minutos y, en el mismo destaca el guión, un torrente incontinente de frases cómicas de un surrealismo cotidiano brillante. Ellas son las que nos van dibujando a ese personaje ‘petardo-barroco’ de Noni Gil, en eterna bronca con su novio Juanma, el “María Moliner de la Play Station”. La rubia de Pinos Puente se ha presentado como una obra cercana al espíritu que imprimía en sus guiones Rafael Azcona. No le vemos tanta fina negrura a su humor socarrón, pero qué duda cabe que Vicente Villanueva nos parece un realizador muy creativo, un estupendo director de actores, que está listo para estrenarse en la gran pantalla. Lo hará el verano próximo con Lo contrario del amor, de la mano de Hugo Silva.
Pero volviendo a nuestro corto y a los actores con mucho talento, La rubia de Pinos Puente es Carmen Ruíz, una intérprete fabulosa para ese oficio tan complejo y desagradecido como lo es el del cómico. No para de recibir premios por esta desternillante interpretación. Y es que ha sabido componer, con una credibilidad pasmosa, un personaje tan absurdo como esta morenaza por no despertar envidias, con debilidad por las figuritas de Buda, pero adoradora de la Virgen de Guadalupe, aunque “haya echado los papeles para quitarse de católica”.
No os perdáis este corto ni el mantra con el que Noni Gil resume los males que padece nuestra sociedad. Es un estupendo chiste final con el que se cierra la historia, la que se repite como una noria.
Os dejamos una pequeña muestra de todo lo que ofrece. También podéis pinchar aquí para ver la versión íntegra del cortometraje.

Visionado: ‘Pa negre’, de Agustí Villaronga. ‘Nada nuevo ni mejor’

 

dos estrellas


El fenómeno de los últimos premios Goya nos pilló tan desprevenidos y apegados a la taquilla como a media España. Como al propio Andreu Buenafuente, concretamente. Y como hablar con conocimiento de causa y consecuencia es objetivo de esta sencilla bitácora, no dudamos entonces en marcarnos como objetivo imprescindible lanzar nuestro visionado de Pa negre en cuanto tuviéramos oportunidad y datos, tras alzarse con las categorías más importantes de los últimos “cabezones”. La hemos visto tranquilos, limpios de comentarios, y con la esperanza de encontrar el punto de apoyo con el que el siempre intimista Agustí Villaronga movió el mundo de la Academia este año. Conclusión: no hay nada nuevo ni mejor.

Nada nuevo sobre la posguerra, ese oscuro capítulo de nuestro país que los que nacimos con la Transición ya no sabemos dónde documentar, si en las hemerotecas, en los libros de los exiliados, en la historia oficial, en los montes de Toledo o en las cuevas ocultas de la Biblioteca Nacional. Porque en el cine ya estamos saturados de tragedia. La memoria histórica es necesaria en la base de dar dignidad a los que murieron por sus ideales, a sus descendientes, a sus actos. En manos de políticos y jueces y a su albur están estos recuerdos. Pero el público español hace años que demanda un giro de tendencia en la gran pantalla, harto de estos exámenes de recuperación de conciencia. Que concienciados lo estamos ya y mucho. Y cuando tienes una lección aprendida, estudiada y archivada con claves en tu disco duro, seguir añadiendo lo mismo con otro nombre y circunstancias, puede ser un riesgo de saturación (o pérdida) contraproducente.
Tampoco esta historia es nada mejor. Es otro drama rural fabulado. Y punto. Tiene adobo sentimental, carga dramática indiscutible, asomos de inteligencia narrativa. El problema es que, con todo eso, se queda a los pies (por ser generosos) de los que amargamente contó José Luis Cuerda en La lengua de las mariposas o El bosque animado. No tenemos la culpa si el cineasta albaceteño puso el listón tan alto. Es lo que hay. Villaronga también realiza la adaptación de un libro, también elige el enfoque desde los ojos querubines (geniales Francesc Colomer y Marina Comas, que conste), y también transita por la superstición entre el cielo y la tierra. Pero sin temple, sin desgarro, con demasiada profesionalidad. A lo mejor pasa que nos volvimos más exigentes también con lo pasmados que nos dejó El laberinto del fauno, ese brillante ejercicio de Guillermo de Toro, un cineasta mexicano que vino a dar frescura y magia a los años íberos más oscuros.
Desde luego que Pa negre es una sólida y bien construida película. Escalofriantemente interpretada (que conste también nuestra admiración a Laia Marull y al absolutamente genial Eduard Fernández), con un guión sin apenas concesiones y una dirección de ametralladora. Eso está claro, para quien no quiera hablar por hablar. Lo que pasa es que puesta al lado de la portentosa También la lluvia y de la revolucionaria Buried, nos hemos quedado aplanados de incompresión. Entendemos la intención última de la Academia Española de promover el cine que se hace en Cataluña y en catalán, y nos parece meritorio que comiencen a verse y promocionarse en todo el país películas en las lenguas oficiales autonómicas, pero quizás debieron esperar a una que lo mereciera, que innovara o que compitiera con otras de su misma división.

Volvemos a Guillermo del Toro para terminar. En su mágica y olvidada película El espinazo del diablo se realiza la mejor descripción jamás hecha sobre un fantasma: “Es un instante de dolor condenado a repetirse”. Y así parece que sea con lo más triste de nuestro siglo XX. Sentencia de cadena perpetua para el bando perdedor, condenado a vagar por las pantallas españolas, reiterando su tristeza de ánima en pena, como en los bosques de la España rural más profunda. ¿Qué aprendemos de vivir el dolor una y otra vez? 

‘El secreto de sus ojos’, de Juan José Campanella: ‘Si el futuro se llena de nada’ vs ‘Cojeando en aras del amor’

SI EL FUTURO SE LLENA DE NADA
 
Finales de siglo XX, recuerdos agridulces de un escritor frustrado en forma de fogonazos de una despedida en una estación de tren, bloqueada ante una página en blanco. Veinticinco años transcurridos en la nada y Benjamín Espósito (Ricardo Darín), a punto de jubilarse, mantiene enganchada su vida a un año clave, 1974, y a una ciudad, Buenos Aires, espacio y tiempo en que tuvo que investigar, como secretario judicial, el brutal crimen de la joven Liliana Coloto. Y hacía allí viaja su mano, escribiendo, porque allí hizo una promesa al viudo de la asesinada: que encontraría al culpable y que pagaría por lo que había hecho. Y allí se enamoró y calló. Un objetivo bloqueado y congelado en el tiempo, hasta que llega la hora de rendir cuentas en los dos bandos y de que el libro se escriba a sí mismo.
 
Porque el Espósito que vivió en los 70 no adivinó entonces que sus pesquisas para resolver el crimen tropezarían con el encuentro y la nunca terminada conquista de su nueva jefa en la oficina judicial, Irene Menéndez-Hastings (Soledad Villamil), con las malas hierbas de la corrupción emergente en su rival policíaco, con las falsas acusaciones y las trabas burocráticas del movimiento peronista, con su lucha contra los océanos de alcohol de su particular Doctor Watson, su asistente y amigo Pablo Sandoval (Guillermo Francella), y con uno de los asesinos mejor creados de la reciente historia negra del cine, Isidoro Gómez (el cantante y actor español Javier Godino). Para los no duchos en esta historia: la escena protagonizada por éste último en la confesión inducida, hizo palmear a Francis Ford Coppola.
 
Con su protagonista viajamos también nosotros hacia un clásico del nuevo siglo, una obra maestra que despertó la ovación de medio mundo. Toda una trama de cine negro en estado de ebullición desde el minuto cinco, firmada por uno de los mejores representantes del realismo sentimental contemporáneo, Juan José Campanella. Con este pictograma emocional de dos historias de amor en impotencia -la imposible de los investigadores y la amargamente perdida por el viudo- se llevó para una Argentina llorosa y emocionada el Óscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa en 2010. Y antes, ya había conquistado al mundo entero tras su estreno, saltándose con humildad las leyes comerciales del crudo cine hispano-parlante.
 
Su arranque visceral y difuso entre los tachones y las arrugas cansadas de Darín, su transporte generacional de sentimientos, la exaltación sobria y ebria de la amistad, las injusticias que conducen a dejar el crimen no vengado, la tensión amorosa y lo que Benjamín e Irene se dicen sin hablar, los recuerdos de Liliana que viven en el marido que la sobrevivió, generaron un crisol de sentimientos trasnacionales que llevaron a su equipo a hacer toda una tourneé de recolecta de premios sin parangón en el cine argentino. Las maravillosas historias que ya contó Campanella en Luna de Avellaneda y El hijo de la novia fueron la sala de espera de la combinación perfecta que de ambas alumbró en El secreto de sus ojos. Repitiendo el dúo de protagonistas (Darín-Villamil) y prácticamente la base sentimental de El mismo amor, la misma lluvia, el argentino se acompañó de la novela de Eduardo Sacheri, La pregunta de sus ojos, y ambos la convirtieron en una nueva manera de sufrir. Y planteó: ¿qué ocurre cuando el futuro está lleno de nada? ¿cómo se vive una vida vacía? ¿qué ponemos en su lugar?
 
Al margen de su trepidante estructura narrativa, con cuidadísimos saltos temporales, de sus acelerados diálogos como solo los porteños saben hacerlo, de unas interpretaciones fuera de serie y de una congoja impagable que no da respiro, esta película merecería reivindicar todo, o más de lo que tiene, solo por el planchazo emocional que recibimos al final, y por uno de los planos-secuencia más espectaculares de toda la historia del cine, que puede darse codazos sin pestañear con los de Alfred Hitchcock en La soga u Orson Wellws en Sed de mal. Casi cinco minutos seguidos de filmación desde la panorámica del estadio del Racing Club de Avellaneda hasta la captura del asesino aterrador, trastornado y futbolero, por los pasillos subterráneos de las gradas. Con dos pares y con aviso previo, porque durante toda la historia precedente coquetea con las secuencias alargadas, en área teatral.
 
Lo que no sabemos todavía es dónde situó el cineasta el secreto de sus ojos. Nos preguntamos si lo hizo en los mensajes extra corpóreos que jefa y subordinado se transmiten en cuanto comparten plano, en el último (supuesto) sacrificio de Sandoval para salvar a su mejor amigo, en las pupilas delatoras del asesino que aparecen en las fotos adolescentes de la fallecida Liliana y mirando el escote roto de la Villamil, o en la satisfacción absoluta que finalmente vemos en la mirada del viudo cuando, frente al investigador, tras más de dos décadas, solo le da un argumento para sus actos: “Usted dijo perpetua”. O en todos ellos. Puede que las miradas simplemente “hablen al pedo”, pero esté donde esté el secreto, el respiro de felicidad íntima entre los dos protagonistas tras una pausa de 25 años, que Campanella se niega a mostrarnos cerrando una puerta, nos estimula a no bajar los párpados, a mirar de frente el pasado, cuando el futuro esté lleno de nada.

 

El plano-secuencia que nos dejó alelados durante cinco minutos seguidos. Está cuidado hasta el último detalle. Y si queréis escrutar, aquí tenéis el cómo se hizo.

 
COJEANDO EN ARAS DEL AMOR
 
Campanella, más deslumbrante que nunca, nos muestra esta intensa película acerca de un secretario de juzgado, Benjamín Espósito (Ricardo Darín), que investiga el asesinato de una mujer joven, un suceso que se le quedó atravesado en el alma. Espósito supo resolver el enigma al reconocerse, de alguna manera inquietante, oscura, en la mirada apasionada, obsesionada de otro: un brutal asesino. Desde luego, son muchos los preciosistas detalles que hacen de esta película una cinta inolvidable, arrebatadora. Ahí está, por ejemplo, esa letra ‘A’ atragantada en la máquina de escribir y en el destino del protagonista o esa amistad dependiente que redime de la borrachera vital a un tipo pasional. O lo mejor, esa emocionante historia de amor vibrante, callada, elocuente en las miradas. Todo ello por no hablar de la arquitectura de diálogos brillantes, que juegan con las verdades inevitables, con los pensamientos cotidianos que nos asaltan y no acertamos a explicar.
 
Una vez que se nos pasa la excitación que producen sus múltiples encantos, cuando la maravillosa música de Federico Jusid deja de sonar en nuestra mente, acaba la magia y tomamos conciencia de una serie de descuidos argumentales o de ejercicios de estilo fallidos que nos decepcionan y que nos hace pensar, sencillamente, que estamos ante una película un tanto sobrevalorada.
 
En El secreto de sus ojos, el amor triunfa sobre el thriller que agoniza en una descuidada narración. Es cierto que la historia detectivesca le sirve al director y guionista (el texto fue escrito al alimón con Eduardo Sacheri) como telón de fondo para retratar dos extraordinarias historias de amor, para preguntarse por ciertos dilemas morales y analizar la condición humana ante experiencias vitales límite. Sin embargo, no es precisamente acertado abandonar el hilo argumental de manera tan notable. A veces, se cuenta parte de la trama de forma demasiado apresurada (la pista falsa de los dos obreros); otras veces, nos deja ante acontecimientos cuya verosimilitud no se sostiene, por supuesto, dentro de la lógica de la historia. Así, nos preguntamos cómo, en una película de corte realista (porque no es ciencia ficción precisamente) puede Benjamín Espósito encontrar con la clarividencia de un médium al asesino Isidoro Gómez (Godino) en un campo de fútbol con 80.000 almas en continuo y exaltado movimiento. Absurda, incoherente y larga es la escena en la que el viudo interroga a la madre del asesino vía telefónica. Ahí está también la pobre ‘tensión cómica’ que se crea cuando los protagonistas se introducen furtivamente en la casa de la madre de Gómez. Es como si Campanella tuviera prisa por pasar página y quisiera saltar la tapia de aquella finca cuanto antes, entrando en otro capítulo más interesante, pero se viera obligado a cubrir el expediente de una investigación criminal que parece molestarle.
 
El thriller también cojea con detalles un tanto extraños como esa fijación por encontrar pistas en las cartas que le escribe el asesino a su madre (¿quién dejaría sus señas auténticas en el sobre?) la cual, por otro lado, debía contar con notables conocimientos de actualidad futbolística argentina para poder saber cómo le iba al hijo en Buenos Aires. Por otra parte, no deja de producirnos cierta risa las molestias que se toman los guionistas para anticiparnos, con demasiada insistencia, el desenlace en los diferentes encuentros que mantienen Espósito y Morales, el viudo (Pablo Rago). Es como un ingenuo redoble de tambores en el circo antes del salto del trapecista. Desde luego, nos hacemos cargo de que Morales no es partidario de la pena de muerte.
 
También desconcierta mucho la elección fallida de Pablo Rago para interpretar al personaje del doliente marido. Pocas veces hemos tenido el disgusto de asistir a un espectáculo de inexpresividad tan alarmante. Su frialdad ante la muerte de su esposa nos deja de piedra y nos sentimos completamente desconcertados, como Espósito, cuando sabemos, junto a él, que no actúa con la lógica que se le presupone al personaje, piedra angular del thriller. Curiosa elección la de Rago cuando el resto de actores protagonistas que le rodean son tan fascinantes y sobresalientes. Ahí están las hermosas miradas mantenidas de Ricardo Darín y Soledad Villamil, en espera del milagro; o la diminuta y viciada de Isidoro Gómez, interpretado por un gran descubrimiento español, Javier Godino. Y por supuesto, la mirada chisposa y chispeante del borracho pelotudo (Guillermo Francella) quien nos dejó completamente desarmados al explicarnos su lúcida historia sobre las pasiones. Las que nos delatan y relatan.

Despedimos este versus con esa pasión. La que no se puede abandonar así sin más. Como Irene y Benjamín. Desesperados, contenidos.

‘Sin compromiso’, de Ivan Reitman: ‘Cuando Harry se amuermó con Sally’

 

dos estrellas


No es muy buena idea disfrutar de una película de estas características en horario adolescente pues corres el peligro de ver tu butaca rodeada de jóvenes alborotados que acuden al reclamo del ‘macizo/a’ de turno; en nuestro caso, de Ashton Kutcher. Sin embargo, hay que decir que en cualquier caso, a cualquier hora, y por mucha distracción que tengamos mientras vemos Sin compromiso, probablemente, acabaremos llegando a la misma conclusión: se trata de una comedia que ha perdido la gracia y no, desde luego que no es ni la sombra de Cuando Harry encontró a Sally (Bob Reiner,1989) por mucho que su director, Ivan Reitman (sí, el de las divertidísimas Los Cazafantasmas), se empeñe en promocionarla como su secuela contemporánea.

Amistad y sexo siguen siendo, eso sí, las variables de la ecuación; el amor, el tercero en discordia, pero en este caso sirven como excusa para hablar de los ‘follamigos”, en inglés, ‘fuckbuddies’. Ambos son términos que están haciendo furor en nuestra timorata sociedad, pero que, a fin de cuentas, sirven para ponerle una etiqueta a un tipo de relación entre seres humanos que, a estas alturas de la película, resulta de lo más convencional.

Y esa es la mayor osadía del guión, tratar con despreocupación la relación sexualmente abierta y sin ataduras entre dos jóvenes que dicen ser amigos: Emma (Natalie Portman), una doctora estresada y sin tiempo para la vida y un ayudante de dirección/ guionista de una serie de televisión musical, Adam (Ashton Kutchner), quien siempre ha albergado ‘oscuros’ sentimientos amorosos hacia ella. Los amigos se hacen los duros mientras mantienen profilácticas sesiones de ‘edredoning’ y procuran no hacer gala de aquello que decía nuestra madre: “torres más altas han caído”.

Llama la atención que Ivan Reitman cuente que el guión (obra de Elizabeth Meriwether) figuraba en la lista de los ‘10 sin producir’ más apetecibles del año 2008 y que medio Hollywood: “se moría por hacerla”. Quizás sea un exabrupto de esos que se sueltan en los bolos promocionales, porque lo cierto es que el guión no resulta escandaloso, ni atrevido, ni afortunado en sus golpes de gracia. Sigue la tradición verbal de los hermanos Farrelly con abundancia de ‘cunnilingus’, ‘penes’ y ‘menstruaciones’, espolvoreados en los diálogos (porque ya se sabe, es así como hablamos, no vayamos a hacernos los intelectuales) y plantea personajes vacíos, creados, ex profeso, para arrancar las risas del respetable. Los pobres sólo aciertan a dejarnos atónitos y sin expresión alguna, como si no diéramos crédito al espectáculo desaborido al que estamos asistiendo. Por supuesto, pongamos al espectador pueril aparte, pues siempre será más agradecido y propenso a la risa floja. Los protagonistas cuentan con sus neurosis particulares, sin dobleces, de manual, especialmente Emma quien desarrolla una fobia a las relaciones serias, que sigue la lógica de un perrito de Paulov. Duele: ladro.

El gurú de Twitter, Ashton Kutchner, es un galán contemporáneo que cae simpático y cumple con su cometido en la romcom, aunque bien es cierto que nos gustaría verle en algún otro tipo de registro diferente para poder tomarle más en serio. Natalie Portman nunca dejará de ser una gran actriz, aunque se las tenga que ver con un personaje flojo y con un guión insustancial que ella misma ha bendecido produciéndolo para la gran pantalla. De la quema total, salvamos la vibrante vis cómica de Kevin Kline, un bendito oasis en el desierto de las risas flojas.

Los mejores ‘golpes’ se recogen en el trailer. Por si alguno se plantea ahorrarse la entrada…

Píldoras cinetarias: ¿Explicará el Génesis el lío de ‘[Rec]’?

 

La que se lía cuando uno no quiere liarla mucho pero tampoco termina de rematar la faena. Así ha pasado con [Rec], una de las sagas de terror más taquilleras de firma española. Empezamos allá por el año 2007 con un aliñado de 28 días después y El proyecto de la Bruja de Blair que nos dejó gratamente mareados e hiperventilados. Seguimos dos años después con una segunda parte que con la que rememoramos una versión indie y algo atragantada de El exorcista. Y ahora estamos esperando una tercera entrega (no hay dos sin tres, mala suerte) que anuncia el escampamiento de los tremendos borrones que se nos quedaron cuando Manuela Velasco se convirtió en territorio ocupado por las garras de Lucifer mediante un alien agusanado.

De momento, solo encontramos la web www.rec3lapelicula.com en la que pone un taxativo “Próximamente” y podeis darle al “Me gusta” de Facebook. Sin haberla visto, pero bueno. Por su parte, la actriz Leticia Dolera se divierte con algunas curiosidades sobre el inicio del rodaje en su blog http://rec-3-genesis-si-quiero.blogs.fotogramas.es/. Y ya está. Nada de la niña Medeiros y su pobre destino como Conejillo de Indias de la gripe vírica más sanguilonenta del mundo. La tercera parte llevará el sobrenombre de Génesis. Suponemos que nos contarán el origen de todo, pero la verdad es que suena a broma salvo que tu imaginación te impida buscar el origen de los Walking Dead patrios en el irrefenable deseo de Eva de morder una manzana envenenada.

Mucho tienen que cambiar las cosas en la tercera entrega para que nos olvidemos de la segunda y dejemos de pensar que solo con la primera Jaume Balagueró y Paco Plaza ya habían conquistado lo conquistable en tierra, y no debían echarse a la mar. Porque nos gustaron mucho esos primeros espasmos de butaca cuando la periodista y su abravado cámara entraron en el portal del infierno y grabaron sin parar una epidemia desconocida, desde los bajos fondos hasta el último piso. Lo que nos quedó más o menos claro en los documentos y cintas grabadas en el ático de la comunidad nos daba de sobra para dilucidar una posible explicación. Pero con la segunda, todo dejó de tener sentido.

Lo dicho. Esperamos que la tercera fase consiga desenredar los nudos de la historia y ofrezca algo de luz al destino de estos asuntos zombies, demoniacos, alienígenas o nigromantes. Lo que sea, por favor, pero que sea algo.
Mirad qué bien terminaba la primera entrega y cómo pedía a gritos la pobre Manuela quedarse como estaba.

 

Visionado: ‘Sin límites’, de Neil Burger. ‘Supercerebro de diseño’

tres estrellas


¿Nunca habéis fantaseado con ganar el Euromillón y poner tierra de por medio para distanciaros de todo cuanto aborrecéis? ¿Cómo os sentiríais con el palmito de la Jolie o con el genio de Orson Welles? ¿Qué haríamos si pudiéramos utilizar al 100% nuestro cerebro? ¿Seríamos capaces de volar, de doblar tenedores, quizás de teletransportarnos a otra dimensión más afortunada? ¿O seguiríamos en la nuestra, con superpoderes, pero tropezando en la misma piedra? Sin límites es una de esas películas que plantean algunas de las preguntas existenciales absurdas con las que, de vez en cuando, distraemos el aburrimiento.
En la era post Avatar, esta nueva película de Neil Burger (el realizador de El Ilusionista), nos presenta a un escritor sin talento, Eddie Morra (Bradley Cooper) que agoniza ante la pantalla en blanco del ordenador sin ser capaz de escribir una sola línea. Gracias a un golpe del destino, acaba con un alijo de una sofisticada droga (la NZT) que le permitirá utilizar completamente toda su capacidad cerebral, aún cuando tenga unos terribles efectos secundarios. Como el mismo protagonista dice, en un momento de la película, se convertirá en una “versión perfecta de sí mismo” que habla todo idioma que se le ponga por delante, que se atreve con los deportes de riesgo y con los negocios de altos vuelos. Capaz de tener la psicología suficiente como para librarse de pagar a su casera y llevarse, como propina, un revolcón de última hora.
 
El planteamiento es de por sí muy atractivo para una película de entretenimiento que, con un buen ritmo narrativo, cumple sin aspavientos con doble objetivo. En primer lugar, evadirnos de nuestra prosaica realidad. En segundo lugar, ironizar sobre alguien que es capaz de procesar la sobrecarga de información que recibimos en estos tiempos de ‘aldeas globales’, sin quedar narcotizado y ganando mucha pasta. Es por ello que nos ponemos un poco condescendientes a la hora de pasar por alto su estética de vídeo musical, un tanto cargante en ciertos momentos, y algunas secuencias de relleno demasiado evidentes. Tampoco termina de convencernos su desenlace, donde se utiliza una triquiñuela un tanto cutre para hacernos creer que al final el ‘patrón’ (Carl Von Loon, Robert de Niro) cazó al empleado en un renuncio y, por descontado, nunca fue así. El Happy End era el colofón obligado para nuestro yonki de diseño.
 
En cuanto a las interpretaciones, Bradley Cooper realiza su trabajo de manera solvente. Y en lo que respecta a Robert de Niro, sencillamente, decir que nos produce mucha morriña recordar el poder de fascinación que antaño despertaba en nosotros su mera aparición.
 

Por cierto, esta película, a caballo entre la ciencia-ficción sin fuegos artificiales y el thriller de acción, propone un simpatiquísimo cambio de tercio argumental. El que protagoniza nuestro antihéroe quien, cuando comprende que tiene el mundo a su alcance por obra y gracia de su mente privilegiada, abandona sin mayores complejos su vocación literaria para vender su alma al diablo y dedicarse a ganar pasta ¡y mucha!, en la Bolsa. ¿Quién quiere una presunta inmortalidad en la memoria de unos cuantos empollones, pudiendo vestir de Armani y disfrutar de una piscina cuyo horizonte se confunde con el mar? En fin, con supercerebro o no, quizás sea verdad aquello de que tenemos lo que nos merecemos.

Un buen resumen que recoge lo mejor de la película: su planteamiento.

 

‘Chinatown’, de Roman Polanski: ‘Destino trágico, obra maestra’ vs ‘Culebrón sobre fondo noir’

DESTINO TRÁGICO, OBRA MAESTRA
 
“La mayor parte de las personas no tienen que afrontar el hecho de que, en un momento dado y en el lugar adecuado, pueden ser capaces de cualquier cosa”. Noah Cross (fascinante John Huston), el “villano” de Chinatown (1974) y autor de las palabras, fue uno de los ‘privilegiados’ que supo encontrarse a sí mismo. Evelyn Mulwray (Faye Dunaway), en la tierna adolescencia, también tuvo su instante revelación. En la ciudad de Los Ángeles de los años 30, desbordada por la violencia, el polvo del desierto y el agotamiento existencial, cualquier corrupción del alma se hacía cotidiana, era moneda de cambio, una forma de vida. Y el barrio de Chinatown se convierte ahí en un destino trágico más allá de la superstición.
 
Este fue el escenario que se encontró Roman Polanski, director de la película, en el guión de este título imprescindible de los 70. Entendió a la perfección el vibrante material que tenía entre manos, el potencial del guión de Robert Towne, un hábil escritor (conocido del mítico productor del filme, Robert Evans) que pensaba saldar cuentas con sus fantasmas personales recuperando un capítulo histórico de la ciudad angelina: el desvío ilegal que se produjo en el suministro de agua, muy similar al narrado en la película, y que llevó a muchos granjeros a la ruina. El padre de Towne fue uno de los damnificados. A Towne no le traicionó el exceso de sentimiento y supo llevar con maestría y buen pulso la narración de las dos historias que discurren paralelas (aunque confluyen de manera casi orgánica): la trama detectivesca y el drama familiar con el ‘aliviadero’ de las secuencias de seducción de la pareja protagonista. Towne recibió un Oscar por su magnífico trabajo, el único de la película, que optaba a otras diez estatuillas más.
 
Pero fue Polanski el responsable de redondear la obra maestra. Soltó lastre, eliminó páginas del guión y simplificó la trama, encontrando en el detective Jake Gittes (Jack Nicholson) el hilo conductor que precisaba la narración fílmica, el relato de la intriga. Atemperó a Faye Dunaway (tenía fama de ser tremendamente perfeccionista) para encontrar juntos el tono adecuado de su personaje. Creó una atmósfera claustrofóbica, pocas veces transitada por otros cineastas, y optó por el color para revisitar e ir más allá del cine negro. Polanski fue también el culpable de encontrarle el final perfecto a la película, adecuado al tono de la historia. Si hubiera sido por Towne, la pareja protagonista hubiera cruzado la frontera, huyendo hacia México. Y es cierto, con ello Jake hubiera podido olvidarse de Chinatown.
 
Sin embargo, si hay algo que nos dice que estamos ante una película de este director, es la sensación de extrañamiento que nos recorre, como un escalofrío, a lo largo de toda la historia. Todo nos resulta sospechoso, amenazador desde el comienzo. Además, hay algo que no funciona como debería en una película de detectives. Algo demasiado oscuro, turbio, podrido. Perturbador. Crece la necesidad morbosa en nosotros de remover la mierda hasta que se nos ofrece un desenlace, a la altura de nuestras expectativas, en una de las escenas más desgarradoras del Séptimo Arte: Evelyn confiesa, bofetada, tras bofetada, la monstruosa verdad: su doble identidad consentida.
 
No podíamos homenajear esta película sin hacer un alto en el camino ante los dos personajes y actores protagonistas. En primer lugar, constatar que es todo un placer revisar las emocionantes interpretaciones del primer Jack Nicholson: sobrio, certero, cínico, pero, sobre todo, alejado del histriónico de los últimos tiempos. En especial, nos gusta el personaje que interpreta en esta ocasión, Jake Gittes, un detective de género y, por tanto, de vuelta de todo, con el aguijón del sarcasmo siempre a punto y, sin embargo, tremendamente ingenuo y dispuesto, a la hora de la verdad, a creer en la raza humana. Pero además, es presa de un buen número de matices que confieren riqueza a su carácter: ‘atildado’, ambicioso, prepotente, un tipo capaz de despreciar sin miramientos los momentos de flaqueza de una persona, incluso de un cliente, con tal de que no le arruinen las persianas nuevas.
 

En cuanto a nuestras secuencias preferidas, aquella en la que conocemos a los ignorantes herederos del gran imperio de 5.000 acres. De fábula. Pero no podemos dejar de estremecernos cuando recordamos la confesión de Evelyn Mulwray (Faye Dunaway), la madre y la hermana; la hermana y la madre. Siempre bella, gélida, y siempre agotada de sentirse triste.

Faye Dunaway expulsando fantasmas motivada por el maltrato e incredulidad de su hermético amante. Fabulosa escena.

 
 
CULEBRÓN SOBRE FONDO NOIR
 
“Este negocio requiere una gran cantidad de sutileza”. Así le espeta Jake Gittes (Jack Nicholson) en Chinatown a su subordinado de agencia detectivesca su falta de profesionalidad a la hora de rascar en lo que no se ve. Es casi al principio de la película y poco antes de darnos cuenta de que el ejercicio de emulación al noir que el director franco-polaco Roman Polanski intentó con esta historia se quedó en eso, en sutilezas, en hilos finos de un guión por encima de las interpretaciones, e incluso más, por encima del propio director. Sutileza va, sutileza viene, para que al final la trama investigada, pese al enorme metraje dedicado a quebrarnos la cabeza con los chanchullos del agua en Los Ángeles, no sea nada más que la excusa para plantarnos un culebrón de proporciones incestuosas y de mala suerte.
 
Es obvio que Polanski es fetichista y no quiso arriesgarse. Tiene motivos más que suficientes para serlo, pero este homenaje al cine negro que realizó en 1974 no debiera dar la impresión de ejercicio de estilo, como así sucede. Porque tras las mencionadas sutilezas se encuentran también los supuestos guiños de enciclopedia “chandleriana” que el cineasta va desprendiendo de su paracaídas. Hasta que dejan de ser homenajes y se convierten en prácticas de caligrafía copiada de cuando Humphrey Bogart regalaba enigmas a bellas y oscuras mujeres. Si no, a cuento de qué, después de tanto género de este tipo mamado en los cincuenta, Polanski se sirve de clichés tan manidos como el detective renegado y de vuelta de todo, las mujeres (siempre “de otros”) elegantes y frágiles, el trauma que regresa del pasado para hacerse bucle con el presente, o las conversaciones con psiquiatras en forma de barberos comprensivos.
 
Por eso el fetichismo de este director tenía algo más de sentido cuando no lo padecía de manera explícita y solo se copiaba a sí mismo, en su etapa pre-fantasmas con La semilla del diablo o El baile de los vampiros, o cuando le dio por dejarnos desencajados de pesimismo en su fase post-traumática con El pianista o más recientemente en la soberbia El escritor. ¿Dónde está la tortura psicológica de los personajes polanskianos de Repulsión en esta cinta? Explicada y no intuida. Y lo que no explican ahí se queda, desinformado, durmiendo el sueño de los justos y dejando al espectador preguntándose por qué comenzamos visitando embalses y empatizando con la sequía de los naranjos californianos, y terminamos descubriendo un drama familiar que parece no creerse ni el propio investigador, mientras abofetea a su dama. Que nadie nos venga con lo misterioso e irresoluble de El sueño eterno. Una vez hizo gracia. Dos ya no.
 
En Chinatown, su afán en la búsqueda del espectador cautivo y atolondrado entre tanta trama se agarra tanto al guión de Robert Towne, que tenemos la sensación (placentera, pero no cinéfila) de estar pasando las páginas de un libro sin parar. Y eso no, oiga. Porque resulta que con ello camina de la mano la plana interpretación del almidonado y tieso Nicholson (sumando clichés del noir) y los mohines interpretados, que no interpretativos, de los pómulos de Faye Dunaway. Con tal hermetismo, salvo por el maravilloso jazz de Jerry Goldsmith, la escena sexual de ambos le sale tan naif que ni los senos de ésta consiguen engallinarnos la piel. Menos mal que John Huston asume el papel de patriarca malvado de la película, en varios cameos tan magnéticos que se convierte en el auténtico protagonista, con permiso del propio Polanski, que también se pasea por una secuencia rasgando narices.
 
Y hablando de narices. Eso de que el héroe de la historia se pase medio metraje con un vendaje en sus fosas nasales tan grande como su cara no ayuda. Bastante tenemos con no disfrutar de una sola mueca de Nicholson en dos horas, como para que encima nos lo tapen con post-cirujía. Tal queja no es en vano si tenemos en cuenta que prácticamente toda la narración se desarrolla en entrevistas bilaterales del protagonista con los diferentes personajes. Hasta dan ganas de prestar atención en las escasas veces que en una secuencia aparecen más de tres personajes interactuando, y no formando composiciones de sombreros ladeados.
 
En realidad, tampoco queremos sacarle más sentido a la película del que el propio Polanski pretendía, que lo mismo quería ser transparente y nos empeñamos, desalmados y sin justicia cinéfila, en la sutileza, y en buscarle los traumas por todas partes, para una vez que lo mismo quiso alejarse de las profundidades psíquicas. Podemos olvidarlo todo, como le dicen al protagonista al final, o podemos verla de nuevo a ver si le encontramos la genialidad que sus masas de fanáticos le atribuyen por los siglos de los siglos. Por intentarlo -una y otra vez- que no quede, aunque nos tememos repetir -una y otra vez- el mismo resultado, como Nicholson en el Barrio Chino.

 

La mejor secuencia gracias al patriarca de la película, un John Huston “responsable y viejo”.