Visionado: ‘El editor de libros’, de Michael Grandage. ‘Una leyenda con poco pulso en la gran pantalla’
Max Perkins era un hombre de sombrero eterno, superficie vital gris, pero de privilegiado mundo interior. Tenía instinto de visionario: fue capaz de comprender los nuevos caminos hacia los que se adentraba la literatura a principios del siglo pasado y de reconocer, entre tantos y tantos aspirantes a escritores que llegaban a su oficina de la editorial Scribner, el talento genuino, el latido de un nuevo genio.
Fue un amigo imprescindible para personas ‘de poco fiar’, autores capaces de revolucionar el arte, pero también de traicionarse a sí mismos a la primera de cambio. Max siempre estaba allí, para sacar la billetera cuando hacía falta o para apuntalar la autoestima frágil de escritores como Scott Fitzgerald o, en especial, de Thomas Wolfe. Y lo hacía ‘cogiendo la tijera’ y poniendo cordura, paciencia y su voracidad de lector intrépido en el caos de folios desordenados que llegaban a su oficina. En ocasiones, arrastrados en una interminable sucesión de cajas.
Max, como todo el mundo le conocía, sigue siendo un mito en el mundo editorial, uno de los pocos nombres, popularmente conocidos, de un oficio tan fascinante y sacrificado como el de editor. Así presentado es también el protagonista de El editor de libros, cinta del director británico Michael Grandage, que está nominada a la Mejor Película Europea en los premios Goya de este año. Un filme que narra precisamente la relación de intensa amistad que se estableció entre Perkins y el atormentado y genial escritor Thomas Wolfe (El ángel que nos mira; Del tiempo y el río) en los años 30. La historia está ampliamente documentada, pues se conservan numerosas cartas entre ambos además de la biografía que, sobre el singular editor, publicó Scott Berg.
Visionado: ‘Kingsman’, de Matthew Vaughn. ‘Cine fanfarrón y bienhumorado’
Nunca un paraguas tuvo un destino más azaroso. Las posibilidades que puede ofrecer ese objeto de distinción y flema, que viste a un caballero británico, llegan en Kingsman a su máxima expresión. Se convierten en la película en un escudo que repele balas y dispone de una pantalla interactiva que permite lanzar todo tipo de insospechados proyectiles. Y ese paraguas en acción resume gráficamente lo que es esta película. Una parodia, en definitiva, del cine de espías más fanfarrón. Una película que late a ritmo de clichés propios de un género que resulta perfectamente reconocible y celebrado por cualquier espectador porque pertenece al territorio ‘cool’ de James Bond. Como sus gadgets. Nada que ver con el universo amargado, inteligente e inhóspito creado por John Le Carré.
La película narra la historia de un agente secreto inglés entrado en años (Galahad / Colin Firth), que pertenece a una organización independiente de inteligencia, los Kingsman. Es un hombre que mantiene en su conciencia una deuda de honor. Un compromiso que le llevará a poner bajo su protección a un chaval de los bajos fondos (Eggsy /Taron Egerton) que es hijo de un antiguo compañero de andanzas y a quien introducirá en el mundo de los espías. Los Kingsman, selecto club de caballeros liderados por Arthur (Michael Caine), cuentan para poner en forma a sus agentes con la más avanzada tecnología y un importante despliegue logístico. Activos que, sin embargo, no impedirán el avance de una amenaza planetaria. Un magnate de las nuevas tecnologías se propone controlar el destino de la humanidad de manera ‘filantrópica’.
Visionado: ‘Magia a la luz de la luna’, de Woody Allen. ‘Rebosando encanto y prisas’
En Magia a la luz de la luna viajamos, una vez más, a otro de los paraísos remotamente perdidos de Woody Allen. En concreto, al sugestivo Berlín de los años 30 donde nos presenta a un célebre mago inglés, Stanley Crawford (Colin Firth), que se esconde tras un disfraz de chino mandarín (Wei Ling Soo) para dar rienda suelta a sus sofisticados números de ilusionismo. Malhumorado, egocéntrico, descreído y bastante desencantado con aquello de la vida, decide desenmascarar a una médium (Emma Stone) que aparentemente ha hecho presa fácil de una familia de multimillonarios en plena Costa Azul.
Woody Allen lleva a la gran pantalla uno de sus divertimentos ligeros, revestido de comedia sofisticada que sabe deshacerse en diálogos y reflexiones brillantes, llenas de ingenio a los que, sin embargo, les falta una buena percha. Y no es que el planteamiento de la película no sea estimulante, que lo es y mucho, pues Allen enfrenta dos maneras de entender la existencia: la de aquellos que prefieren contemplarla rodeada de cierto halo de misterio (un cajón de sastre donde bien pueden alternarse las casualidades cargadas de intenciones, la magia o las almas en pena y con incontinencia verbal) o presentada a las bravas, sin un más allá que nos redima del absurdo. Pero lo cierto es que los personajes no tienen verdadera garra cómica y este Woody Allen, tan aferrado a los ‘grandes existenciales’ (demasiado desconcierto) no llega a soltarse, a relajarse en el humor inteligentemente disparatado con el que, en otras ocasiones, ha sabido brindarnos grandes obras maestras.
Visionado: ‘El discurso del Rey’, de Tom Hopper. ‘Tartamudos de empatía’

¿Cómo se consigue que un ciudadano de lo más normal sufra y viva como propio el enorme tormento de un monarca británico retraído y tartamudo? Preguntad a Tom Hooper, genio de los rayos catódicos de la Gran Bretaña, que ha sacado a la palestra esta excepcional tragicomedia sobre el difícil y traumático ascenso al trono, en los turbulentos años que precedieron a la II Guerra Mundial, del rey George VI de Inglaterra. O directamente acercaos a visionar El discurso del Rey, espléndido retrato de un hombre acomplejado pero valiente, y de su tesón por superar sus miedos y coger la medida del camino que le marcaba la Historia.