‘Gattaca’, de Andrew Niccol. ‘Tiranía de la genética’ vs ‘La perfección es la carga’

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LA TIRANÍA DE LA GENÉTICA

“Nada está escrito”, ni siquiera aquello que dictan nuestros genes. Esa es al menos la certeza que deja tras de sí esta elegante y triste película concebida y dirigida por Andrew Niccol en los años 90. Un film que imagina un futuro donde la mayor parte de los seres humanos son seleccionados cuando son embriones con el fin de crear hombres y mujeres sobradamente dotados para vivir sin la amenaza de las enfermedades y con todos los ases en la manga para lograr el éxito. Es precisamente en este mundo sin sorpresas, habitado por “machos y hembras alfa”, donde existen unos pocos seres humanos concebidos de forma natural. Entre ellos, el protagonista de la película, Vincent, un joven miope, con el corazón enfermo, que sueña con formar parte de una misión espacial rumbo a Titán a la que sólo pueden acceder los especímenes físicamente mejor dotados. Intentará lograr su objetivo de la mano de Jerome Morrow, uno de estos seres privilegiados para quien, sin embargo, su destino pasó de largo por su existencia.

Esta película es un hermoso canto a la vida con sus luces y sus sombras que huye del determinismo genético para dejarnos su moraleja: todo es posible si se sueña muy fuerte. La voluntad sin distracciones del hombre, su capacidad para elegir y responsabilizarse de sus decisiones son el motor que le permite alcanzar cualquier meta que se proponga. Pero Gattaca no es una de esas simples historias de superación tan gastadas en el imaginario de Hollywood, tampoco es una simple heredera de magistrales referentes literarios como Un mundo feliz (Aldous Huxley) porque su argumento conmueve de una manera menos ambiciosa, más esquemática, si se quiere.

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Es una cinta de culto por múltiples razones. Ahí están las formidables interpretaciones de Ethan Hawke (esa mirada firme y derrotada; esa desesperación a la hora de negarse, de raspar hasta la última célula que le menciona) y de Jude Law (qué bien se mete el británico en la piel de personajes cínicos y amargados). También su puesta en escena sin grandes despliegues tecnológicos, apoyándose más bien en el escenario clásico de la dramaturgia y, en especial, en una banda sonora melancólica, de las que se quedan en la memoria del cinéfilo, compuesta por el siempre interesante Michael Nyman.

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Homenaje: Colin Firth, caballero de la toma redonda

Candidato a los Globos de Oro, 2011. Le descubrimos a finales de los 80, en la piel seductora del Vizconde de Valmont, y fuimos suyas. Corrían los tiempos en los que las productoras no dejaban de pisarse proyectos y, de dicha competitividad clandestina, nacieron dos bellas versiones de Las Amistades Peligrosas. Firth protagonizaba la espléndida y preciosista visión de Milos Forman (Valmont). Con permiso del soberbio Malkovich, nos rendimos a sus maneras elegantes, aunque frívolas, a su mirada indiferente, pero abrasadora, a su gesto seguro, pero abrumado por mil y un matices de sentimientos encontrados.
Tiempo atrás, Firth había brillado en su querida patria, Gran Bretaña, como el arrogante Mr. Darcy de la serie Orgullo y Prejuicio que la BBC regaló a sus compatriotas. Y fue entonces cuando se hizo la luz en la cabecita de una escritora de libros en serie, una tal Helen Fielding, que se enamoró perdidamente del personaje/actor (tanto monta, monta tanto) y concibió a Mark Darcy. A la sazón, el chico demasiado perfecto de El Diario de Bridget Jones, el yerno que toda madre querría tener y, desde luego y sólo por esa vez, habría que darle la razón. Hete aquí que Firth volvía a ser universal porque si de la tele saltó al papel, de la novela pronto se nos escapó para convertirse otra vez en protagonista en la película homónima para la gran pantalla.
El año pasado Firth nos condujo al abismo en Un hombre soltero (Tom Ford, 2009). Sufrimos junto a él la pérdida del ser amado en ese terreno fronterizo emocional donde el infierno se confunde con la existencia. Su labor interpretativa estaba por encima de los Oscar y, de hecho, Jeff Bridges se lo arrebató. Hoy se nos anuncia otra vez como firme candidato a la ‘mejor interpretación masculina’ en los próximos Globos de Oro, antesala de los Oscar. En esta ocasión, su hazaña ha sido la de interpretar a un tartaja de manera convincente. A un monarca por accidente (George VI) molesto ante la homérica labor de que un país te tome en serio, en vísperas de la II Guerra Mundial, y para más inri, con un elocuente Winston Churchill al lado, como compañero de viaje. La película se llama El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010).
La soberbia interpretación del tartamudo regio bien merece que colguemos el tráiler de la película en su lengua materna. Pero si os puede la curiosidad y queréis conocer, en cristiano, de qué va la película, justo debajo encontraréis la versión española. Nadie tiene por qué saber cuál habéis visionado. Por cierto, se estrena el próximo 22 de diciembre en España.