LA TIRANÍA DE LA GENÉTICA
“Nada está escrito”, ni siquiera aquello que dictan nuestros genes. Esa es al menos la certeza que deja tras de sí esta elegante y triste película concebida y dirigida por Andrew Niccol en los años 90. Un film que imagina un futuro donde la mayor parte de los seres humanos son seleccionados cuando son embriones con el fin de crear hombres y mujeres sobradamente dotados para vivir sin la amenaza de las enfermedades y con todos los ases en la manga para lograr el éxito. Es precisamente en este mundo sin sorpresas, habitado por “machos y hembras alfa”, donde existen unos pocos seres humanos concebidos de forma natural. Entre ellos, el protagonista de la película, Vincent, un joven miope, con el corazón enfermo, que sueña con formar parte de una misión espacial rumbo a Titán a la que sólo pueden acceder los especímenes físicamente mejor dotados. Intentará lograr su objetivo de la mano de Jerome Morrow, uno de estos seres privilegiados para quien, sin embargo, su destino pasó de largo por su existencia.
Esta película es un hermoso canto a la vida con sus luces y sus sombras que huye del determinismo genético para dejarnos su moraleja: todo es posible si se sueña muy fuerte. La voluntad sin distracciones del hombre, su capacidad para elegir y responsabilizarse de sus decisiones son el motor que le permite alcanzar cualquier meta que se proponga. Pero Gattaca no es una de esas simples historias de superación tan gastadas en el imaginario de Hollywood, tampoco es una simple heredera de magistrales referentes literarios como Un mundo feliz (Aldous Huxley) porque su argumento conmueve de una manera menos ambiciosa, más esquemática, si se quiere.
Es una cinta de culto por múltiples razones. Ahí están las formidables interpretaciones de Ethan Hawke (esa mirada firme y derrotada; esa desesperación a la hora de negarse, de raspar hasta la última célula que le menciona) y de Jude Law (qué bien se mete el británico en la piel de personajes cínicos y amargados). También su puesta en escena sin grandes despliegues tecnológicos, apoyándose más bien en el escenario clásico de la dramaturgia y, en especial, en una banda sonora melancólica, de las que se quedan en la memoria del cinéfilo, compuesta por el siempre interesante Michael Nyman.