Visionado: ‘Hitchcock’, de Sacha Gervasi. ‘Dejando atrás la sombra del genio’

tres estrellas

En el momento en el que conocimos la existencia de esta película, nos frotamos las manos. Se iba a estrenar un filme que prometía desvelar los secretos del rodaje de la película más oscura y singular de Alfred Hitchcock, Psicosis. Parecía que alguien, el británico Sacha Gervasi, tenía los arrestos suficientes como para proponer un viaje imposible: adentrarse en la imaginación tortuosa y fascinante del genio, en el momento en el que  abordaba su producción más compleja. Quizás así, escarbando en la mente de aquel tipo  ególatra hasta la caricatura, de este genio obsesionado con el crimen, la culpa  y las rubias, alguien podría ser capaz de descifrar el misterio de su creatividad. Sin embargo, la visita al cine no cumplió con las expectativas. Y es que el interés de Hitchcock (la película), para cualquier cinéfilo que se precie, va por otros derroteros más domésticos.
 Dentro de la carrera de  Alfred Hitchcock, la película se remonta a la época en la que terminaba de promocionar Con la muerte en los talones. Un momento en el que decidió  liberarse del servilismo de Hollywood (estaba harto de lidiar con las estrellas) y poner patas arriba la Historia del cine con Psicosis, una producción más pequeña, sórdida y violenta donde la narración desafiaba todo tipo de convenciones puesto que, por ejemplo, se permitía el lujo de asesinar a la protagonista al poco tiempo de comenzar el filme. El cineasta, en el mejor momento de su carrera, no lo tuvo, sin embargo, fácil y la Paramount, productora que le había dado carta blanca en otras ocasiones, no le apoyó financieramente. Ante aquellas circunstancias, Hitchcock se vio obligado a hipotecar su mansión, echar mano de sus ahorros y a ponerse el mundo por montera para materializar su experimento cinematográfico. En aquellos momentos, tuvo que afrontar una presión añadida. Su mujer comenzó a mantener una estrecha y cómplice relación personal y laboral con un atractivo guionista (Danny Huston). 
 Así, la película se zambulle en la relación extraña, simbiótica y fructífera  que existió entre Alfred y Alma Reville. Una pareja de colegas, amigos y confidentes que fue todo un misterio para Tippi Hedren, pero también para los cinéfilos de todos los tiempos. Alma Reville conoció a Hitchcock en una productora de cine mudo donde ella fue durante algún tiempo su jefa. Por aquel entonces, ella quedó impresionada por el talento que comenzaba a desplegar el joven cineasta. Fue una mujer que aguantó las excentricidades y los caprichos del marido con un estoicismo inteligente y una templada indiferencia difícil de comprender para ‘ojos forasteros’. Pero estaba claro que la estabilidad de la pareja tenía sus propias  reglas que parecían funcionar… o quizás no. Lo único cierto es que nunca se separaron  y formaron un tándem creativo que rozaba la perfección. Alma  colaboraba en la redacción de guiones, editaba y también revisaba los argumentos y diálogos en busca de incongruencias. En la película, esta simbiosis queda hábilmente representada.
En el filme de Sacha Gervasi, queda al descubierto hasta qué punto fue crucial Alma en la carrera de su marido. Por ejemplo, Hitchcock no quería emplear música en la secuencia de la ducha; el asesinato debía cometerse con la asepsia inquietante del sonido que producían las cuchilladas y los gritos de terror. Sin embargo, la mujer del cineasta comprendió, desde el principio, que los escalofríos de los espectadores podían escucharse en la escena, chillaban con el sonido estridente de los violines, violas y violonchelos del compositor Bernard Herrmann. Y el cineasta tuvo que rendirse a la evidencia. Su mujer encontró el toque perfecto emocional para una secuencia magistral que había necesitado más de 90 planos desde 70 ángulos diferentes.
Hitchcock, de Gervasi, no es una película inspirada, pero sí un paseo entretenido por un capítulo de la biografía de un mito. Es cierto que el planteamiento de los ‘celos’ acompasados del protagonista de Psicosis y del propio Hitchcock no terminan de funcionar. La comparación narrativa es un tanto floja como también lo son algunos momentos de sobreactuación de Anthony Hopkins.  Por cierto, el actor  se oculta esta vez tras una máscara imposible donde el exceso de látex caricaturiza hasta el ridículo los rasgos del genio.
Gervasi  sabe sacar mayor partido de las relaciones humanas que presenta de manera natural, sin forzar. Por ejemplo,  el rencor inocuo que siente el cineasta hacia Vera  Miles. O las secuencias más cómplices que el realizador comparte con su esposa. Y es que Helen Mirren, como siempre, es el plato fuerte de la película. Está inmensa, poderosa, insegura y vulnerable a un mismo tiempo.
Supo resolver, sin problemas, la difícil tarea de realizar un retrato original de una mujer desconocida o ignorada, pero en cualquier caso, una artista de un  talento indiscutible. Alguien que, por fin, comienza a tomar relieve dejando atrás la sombra del gran hombre.

Atado en corto: ‘Paperman’, de Disney. ‘Enamórate hoy’

 
En la jornada previa a los Oscar 2013, y como ya hemos dejado nuestros visionados y críticas de las principales películas nominadas, queremos dejaros un regalito escondido entre las candidaturas.

Casi diez millones de visitas en Youtube. Mudo y en blanco y negro. Absolutamente perfecto. El cortometraje de Disney nominado para esta es de esos fenómenos que nacen de la sencillez de los gestos, del pequeño resquicio que el amor deja en los días amargos. Paperman es la historia de un encuentro, de una separación y del poder del destino. Sabemos que es utópica tirando a cursi, pero es una delicia encontrar el perfilado de los clásicos de esta factoría, dos personajes al estilo de sus grandes películas, en una pequeña historia.
 
Es importante también recordar que cuando Walt Disney Animation Studios compró Pixar, el mundo de la animación dio un giro de 180 grados, asistiendo a todo un prodigio de películas y cortometrajes que han llegado a todo el mundo, compitiendo con la bien merecida supremacía japonesa en estos lares. Para la factoría ha supuesto ahora todo un reto la elaboración de este relato, porque le congratula con un público que criticaba el abandono de sus raíces.
 
John Lasseter, el productor de Paperman y uno de los fundadores de Pixar, es el hombre clave de todo lo que rodea al enfrentamiento entre el clasicismo y la modernidad en la que se debate Disney. No sabemos si con este cortometraje buscaba el objetivo de congraciarse con los más puristas del género, pero lo cierto que ha sabido sacar a la luz un cuento maravilloso que ha hecho que las viejas rencillas entre las dos factorías descansen unos minutos, pidiendo a su público que se enamore, hoy, mañana o en cualquier momento.

Visionado: ‘Lincoln’, de Steven Spielberg. ‘La leyenda que se hizo grande al bajar del pedestal’


cuatro estrellas

“La medida más importante del S. XIX, aprobada gracias a la corrupción urdida por el hombre más puro de América”. En una secuencia de Lincoln (Steven Spielberg), Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones) suelta esta frase que queda en el aire como una sentencia grave, algo pesada, pero inapelable, mientras le entrega a su ama de llaves afroamericana un papel en el que ha quedado registrado un momento histórico: la aprobación de la decimotercera enmienda. Es un regalo, le dice a la mujer, y vaya si lo era. El documento era el fruto de la larga y compleja cruzada personal que emprendió Abraham Lincoln (Daniel Day Lewis) para poner fin a la esclavitud.
En esta reveladora secuencia, que se apresura hacia el final de la película, Thaddeus Jones se convierte en una especie de portavoz de unos espectadores que han quedado maravillados por el retrato inteligente que se les ha ofrecido de la democracia y sus contradicciones, pero también sorprendidos por el dibujo de un personaje que está bastante alejado del encorsetado mito del padre de la nación.
Lincoln es una película compleja y fascinante,  un universo cifrado en la grandeza de un hombre que,  con un vigor portentoso y sin complejos, sacó partido de los manejos de la política y de los bajos instintos que alimenta el poder.  La película está llena de reflexiones interesantes que desafían la moralidad de cualquier hijo de vecino y que, sin embargo, son tratadas abiertamente, con naturalidad y sin ningún pudor. Como esa posible paz incómoda para el presidente que amenaza con trastocar sus planes legislativos. …
La película nos recupera al gran político y al hábil estadista que fue Abraham Lincoln, pero también al marido atormentado y al padre ausente. No pretende santificar al héroe, revela su lado más comprometido, lo que no daña, ni remotamente, su imagen ni su legado. En Lincolnno recorremos  una biografía, nos colamos en el último e intenso año de la vida de un personaje para descubrir su esencia y su lucha más feroz. Atrapamos un instante de su eternidad.
La película no sólo es brillante en sus peripecias políticas sino también y, especialmente, en sus momentos más intimistas. Como la discusión que protagonizan Lincoln y su mujer (intensa Sally Field). Dos almas rotas por la muerte de un hijo. Un sentimiento de dolor que les enfrenta y les une con una fuerza indescriptible.
Desde luego, el guión está lleno de momentos memorables y frases con vocación de trascender. Su abuso es quizás el único ‘pero’ que le podríamos poner a un filme emocionante y vibrante. Cuenta con otro valor añadido: la perfecta sincronización de talentos que se dan cita a lo largo de la película. Es un auténtico placer disfrutar de la interpretación de todos y cada uno de los secundarios.  En especial, del trabajo del portentoso Tommy Lee Jones.
Spielberg tardó diez años en comprender cómo debía afrontar la historia que quería contar sobre la figura histórica de Lincoln. En el camino se quedó un eterno aspirante a encarnar el personaje del presidente, el actor Liam Neeson, aunque en la imaginación de Spielberg , Lincoln siempre había tenido el mismo rostro, el de Daniel Day Lewis.  A estas alturas ya se ha dicho todo sobre la interpretación de este actor epidérmico, intuitivo y voraz. Nos presenta a Lincoln como un hombre alto, físicamente imponente a pesar de su aspecto espigado y tímido. Un hombre de mirada algo distraída,  pero inteligente, que apenas sabe esconder un extraño  cinismo humanizado. Su voz es inesperada, un tanto frágil, poco autoritaria, pero con la capacidad de atraer el silencio a su alrededor. Un silencio que también forma parte del genial e hipnótico trabajo que realiza el actor.
 

Visionado: ‘Blancanieves’, de Pablo Berger. ‘Entre la belleza gótica y la España cañí’

cuatro estrellas
 
Tenemos que reconocer que, de entrada, no conseguíamos desentrañar del todo la idea de adaptar el cuento de Blancanieves al cine mudo, en blanco y negro, ambientado en los años 20, en Sevilla y en el mundo del toreo. Hay que admitir que desde su puesta de largo en el pasado Festival de San Sebastián, el concepto en sí de la película nos pareció un poco friqui. Sí, prejuicios. El problema, está claro, es que no la habíamos visto. Porque después de verla, todo eso dejó de tener sentido. El director bilbaíno Pablo Berger consigue que nada más abrirse ese telón de inicio y al adaptar nuestra vista al formato diapositiva, nos empapemos de la maravillosa atmósfera de ensoñación y realismo en paralelo que imprime a cada una de sus secuencias.
 
Todavía resonando los estertores del gran éxito de la también muda The Artist, de Michael Hazanavicius, lo cierto es que, aunque las comparaciones no pueden evitarse, conforme avanza el metraje se va agrandando la certeza de estar viendo algo totalmente diferente. Puede que tuviera más sentido hacer una película muda para homenajear a los clásicos, trabajar con el metacine, rendir tributo a lo que se fue, como hizo el director francés, pero en Blancanieves el concepto es otro. La libre (muy muy libre) adaptación de Berger del cuento de los Hermanos Grimm es simplemente una tragicomedia gótica, bellísima y castiza en la que no hay más truco que el de dejarte embaucar por ella. Y de verdad que al hacerlo se disfruta mucho más.
 
Cada una de sus secuencias está trabajada con una delicadeza y sensibilidad que raya el perfeccionismo, en un ejercicio de lenguaje cinematográfico asombrosamente técnico y detallista al mismo tiempo. Buena parte del mérito la tiene su trepidante prólogo, donde se nos relata el trágico nacimiento de la niña Carmen (primero Sofía Oria, después Macarena García), la muerte de su madre (Inma Cuesta), y la forma en que su futura madrastra (Maribel Verdú) consigue casarse con su padre, el torero caído en desgracia Antonio Villalba (Daniel Giménez Cacho). Lo mejor es que a partir de ahí, la historia no decae en ningún momento, conforme avanza la infancia de Carmen, el amor por su padre y su imprevisible destino.
 
Las interpretaciones, esenciales en este formato, tampoco defraudan. Tenemos que situar en primer lugar a la niña Sofía Oria y a Macarena García, los dos rostros de Blancanieves, resultado de un casting magnífico, con cuatro pares de ojos que se comen la pantalla. Verdú merecería un capítulo aparte en su encarnación de villana, pero da la sensación de que los elogios a esta estupenda actriz nunca la hacen justicia. Estupendos están igualmente los siempre eficientes Ángela Molina, José María Pou y Pere Ponce junto a un correcto y melancólico Giménez Cacho y unos entrañables enanitos toreros (chisposo reencuentro con Emilio Gavira, admiradísimo desde El milagro de P. Tinto). Sobre estos últimos, solo nos queda la duda (por si alguien nos la quiere solventar) de no saber por qué son seis, en vez de siete, tal y como ellos mismos se anuncian en los carteles de la película. 
 
Numerosos picados y contrapicados llenos de emoción, primeros planos pictóricos y acabados con un buen gusto exquisito, múltiples y variadas escenas rápidas y superpuestas, alegres composiciones de vodevil, y personajes con encanto son los penúltimos ingredientes más valiosos de esta historia. ¿Cuál es el último? Es indudable que la música del compositor catalán Alfonso de Vilallonga y la voz de la cantaora Silvia Pérez Cruz (la única que se escucha en toda la película). Reminiscencias de la copla, el flamenco, palmas y taconeo, se entrelazan con las escenas como en una auténtica coreografía, si bien es cierto que también en ello viaja uno de los sus leves defectos: la sobrecarga emotiva, los estereotipos casposos de la España cañí (incluso parece reírse de ellos), y alguna que otra pifiada cursiloide. Bueno, sabemos que mucho se ha hablado también del final, y sin embargo aquí solo podemos calificarlo de coherente, tierno y delicado.
 
No podemos terminar este texto sin dejar constancia de nuestro espíritu antitaurino. Pero para decir que lo hemos dejado aparcado para realizar una crítica justa de la película, es decir, por sus valores artísticos. Después de que haya sido criticada por asociaciones en defensa de los derechos de los animales, preferimos quedarnos con el arte, como casi siempre. No el del toreo, que no creemos que lo sea por muy bonito que lo nos lo saquen, sino el del cine. Berger se esfuerza por hacer al público algunos guiños en forma de gallo para que su historia sea sensible al sufrimiento animal. Puede parecer hipócrita por su parte, pero el gesto le honra. En los tiempos que vivimos, afortunadamente, el sufrimiento animal para rodar una película es del todo innecesario, y después de mucho informarnos, estamos casi convencidos de que en esta película se ha respetado este precepto. Eso solo nos hace admirarla más y desearle mucha suerte esta noche en sus múltiples nominaciones a los Goya, aunque, pese a nuestros elogios, y tal y como señalan las estrellas con las que valoramos las películas en Cinetario, no sea nuestra favorita.

Píldoras cinetarias: las 20 mejores películas de amor de la historia

 
San Valentín. Hoy es el día en el que se supone que todo el mundo celebra estar enamorado. Pese a que no nos gusta que esta jornada se haya convertido más en un eslogan de publicidad, como casi todas las conmemoraciones basadas en el consumo, hemos querido aprovecharla para hacer un nuevo tributo de género, en esta ocasión a uno que además ha tenido gran espacio en este blog: el cine romántico. Ha sido una selección difícil, y sabemos que como en todas las listas habrá discrepancias y debates. Nos dejamos muchas, estamos seguros, pero se trata de un ranking realizado desde la más profunda admiración a las que están y a otras muchas que no encajaron.

En este caso el medidor aplicado está basado en las emociones que nos despertaron esas historias de pasión, unas felices, otras imposibles, alguna de risa, pero la mayoría tan reales como la vida misma. Navegando de nuevo por ellas, hemos comprobado que el amor sea quizás el arma más poderosa y el verdadero engranaje del mundo. Y si no fuera así, este estupendo viaje nos permitirá que así lo creamos durante una buena temporada.
 
Nº 20. Casablanca, de Michael Curtiz (1942). Arrancamos con el clásico de los clásicos, en el altar de las grandes películas de Hollywood, laureado hasta el infinito (por no decir hasta el aburrimiento) y un golpe de fortuna para sus dos protagonistas. La historia de amor perdida y reencontrada entre Ilsa (Ingrid Bergman) y Rick (Humphrey Bogart), en un bar de la ciudad marroquí durante la Segunda Guerra Mundial, forma parte desde hace décadas de los grandes iconos del cine, junto con el tema As Time Goes By que el pianista Sam tocaba siempre que se lo pedían, y con ese final de sombreros ladeados y sueños en París entre la niebla de un aeropuerto. Dicen que no se puede amar el séptimo arte si no se ha visto esta película. Pese a sus cansadas reposiciones, solo podemos afirmar con la cabeza una y otra vez. Es indudable que es la esencia de su género y nada ni nadie la destronará.
 
Nº 19. Tiempos modernos, de Charles Chaplin (1936). Sí, tenemos que esperar mucho a que avance el metraje para encontrar el pequeño cuento de amor y amistad que el maestro Chaplin alumbró en esta fábula sobre la deshumanización, la injusticia, la pobreza y la miseria moral. Hay que seguir al pobre obrero por todas sus vicisitudes, el hospital, la cárcel y finalmente la calle, para comprender su entrañable encuentro con la joven huérfana (Paulette Godard) con la que iniciará  un alocado intento de supervivencia. Despojados de todo, después de haber intentado adentrarse en una modernidad que no tiene sitio para ellos, la secuencia de los dos jóvenes en mitad de un camino, andando alegremente hacia no se sabe dónde, siempre nos pareció el rostro del amor más desinteresado.
 

Nº 18. The Artist, de Michel Hazanavicius (2011). Nos situamos en el cine contemporáneo con la que consideramos una de las películas románticas más asombrosas del nuevo siglo. Comenzó con un boca a boca, después pasó a recoger premios por toda Europa, y el público terminó por convertirla en un clásico moderno. Muda, en blanco y negro, con simpáticos cameos, adorables secuencias y bailes, y con olor a sueños de Hollywood y a homenajes cariñosos. Magia emanada por todos sus poros, con el mítico ascenso y derribo del actor de cine mudo George Valentin (Jean Durjardin) y su tierna relación con Peppy Miller (Bérénice Bejo), primero su pupila y después su redentora. Una sencilla y sofisticada historia de amor sin palabras que nos recordó hace un año todo lo que puede haber tras la música y los gestos.

 
Nº 17. Brokeback Mountain, de Ang Lee (2005). Retrocedemos solo unos años, cuando el romanticismo pareció eclipsar especialmente a los académicos de Hollywood. En los años 60, entre montañas escondidas, dos vaqueros contratados temporalmente para vigilar rebaños (Jake Gyllenhaal y Heath Ledger) se dejan arrastrar por una pasión que marcará sus vidas para siempre. Tras despedirse, cada uno forma su propia familia, con esposas e hijos al uso. Todo funcionará de perlas hasta el reencuentro, cuando el deseo irrefrenable de verse pueda con todo, o con casi todo. Sorprendente, atractivo, lírico y apasionado resultó este oscarizado filme del siempre imprevisible Lee, que ayudó además a derribar los humillantes tabúes que la fábrica de los sueños había remendado malamente en torno a la homosexualidad.
 
Nº 16. Memorias de África, de Sidney Pollack (1985). Imprescindible resulta en esta lista una de las mejores películas de la década de los 80. La inolvidable partitura de John Barry, una de las mejores de la historia del cine, conmovió a todo el planeta mientras descubríamos la pasión oculta de la infelizmente casada Karen (Meryl Streep) quien descubre en el aventurero y libre Denys (Robert Redford) el amor de su vida. Los paisajes de Kenia, sus diálogos sobre la libertad, la conciencia y la confianza, y el irreparable destino de ambos personajes, trazados con la sensibilidad de un impresionista, la hicieron la mejor de su género durante toda una década, mientras seguimos repitiendo aquello de “Yo tenía una granja en África…”.
 
Nº 15. Eduardo Manostijeras, de Tim Burton (1990). Y esto es lo que pasa. Que debemos saltar al filo del inicio de la siguiente década para avanzar en el ranking, con la gran obra maestra de Tim Burton. La original revisión del mito de Frankenstein, reconvertido en la triste vida de un hombre inacabado, con imagen a lo The Cure y tijeras en vez de manos, ya forma parte de lo mejor del cine fantástico. Pero todos sabemos que lo que queda de ella es el gran amor de Edward (iconográfico Johnny Depp) por la hija de su madre adoptiva, una jovencísima y rubísima Winona Ryder. Eso es lo que hizo funcionar este gótico, colorido y tragicómico cuento. Resulta igualmente placentero ver lo bien que esta historia ha envejecido después de más de 20 años, y que aún nos haga soñar con bailes bajo la nieve, esculturas de hielo y amores que no pudieron ser.
 
Nº 14. Amor, de Michael Haneke (2012). La más actual de las películas que conforman esta lista, es una cinco estrellas de Cinetario. En esta fecha aún no sabemos su destino en la próxima edición de los Premios Oscar, pero sí estamos seguros de su indudable posición entre las mejores de la historia del cine. Ningún otro título ha definido mejor a una película: amor es lo que empieza y acaba en la devastadora exhibición de emociones sacadas de un matrimonio anciano (grandiosos Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant) cuando llega la enfermedad, bajo el encuadre dramático, frío y áspero del director austriaco. Todo narrado, sentido y sufrido entre cuatro paredes, medicinas y desolación. Repetimos la frase que incluimos en el texto de la crítica y que mejor resume el papel de este filme entre las grandes del romanticismo: no hay amor más grande que el que encontramos al final del camino.
 
Nº 13. El paciente inglés, de Anthony Minghella (1996). También objeto de un versus particular en Cinetario, la gran heredera de Casablanca y triunfadora de los Oscar de ese año, tiene para nosotros el valor de haber sabido salir indemne de sus injustificadas comparaciones con otras películas épicas. No tuvo por qué ser así. Solo cuenta la triste historia de amor adúltero entre el conde Laszlo Almasy (Ralph Fiennes) y la sofisticada Katharine Clifton (Kristin Scott Thomas), recordada por boca del primero en los últimos momentos de su vida, y mientras recibe los cuidados de la enfermera Hana (Juliette Binoche) en un monasterio abandonado de la Toscana italiana. Pese a su ambientación en plena guerra, y sus magníficos guiños a los desiertos de Lawrence de Arabia, esta historia simplemente contribuyó a hacer más grandes las historias atemporales, que nacen y mueren en apenas tres horas y que se quedan con nosotros para siempre.
 
Nº 12. West Side Story, de Robert Wise y Jerome Robbins (1961). Acababa de conocer a una chica llamada María y todo tomaba sentido para él. El amor a primera vista más rotundo de la historia del cine lo encontramos en este portentoso musical que adaptaba los amores imposibles de Romeo y Julieta, sustituyendo a las familias por pandillas callejeras enfrentadas por territorios en pleno oeste de Nueva York. Entre los diálogos de encuentros y despedidas de Tony (Richard Beymer) y María (Natalie Wood), la composición melódica de Leonard Bernstein, la ambiciosa producción y decorados, y unas coreografías urbanas, circenses y enérgicas todavía difíciles de imitar, dieron al traste con dramas anteriores, a golpe de navaja y despropósitos, denunciando los prejuicios, e impidiéndonos ver la consumación del flechazo más sencillo nunca filmado.


Nº 11. Moulin Rouge, de Baz Luhrmann (2001). De un salto de 40 años nos plantamos en otro musical que rompió los moldes del género y a la vez prendió la mecha de la exaltación, la pirotecnia y los artificios de videoclip para contarnos la conmovedora y triste historia de amor entre el escritor Christian (Ewan McGregor) y la cortesana y cabaretera Satine (Nicole Kidman) en el París de principios de siglo. Canciones del glam, del pop rock, y del folclore mundial se remezclaron en coreografías aceleradas y planos imposibles para regalarnos la primera revolución cinematográfica del siglo, que mantiene hoy en día tantos detractores como admiradores. Nosotros simplemente nos quedamos con ese romance bohemio y agrio entre los dos protagonistas, y con el lema que se repite durante toda la película y que resume el devenir de su apabullante final: “Lo mejor que te puede pasar es que ames y seas correspondido”.


Nº 10. Olvídate de mí, de Michel Gondry (2004). De título horrorosamente adaptado al castellano (atentos al original: Eternal Sunshine of the Spotless Mind) este bello cuento sobre la ruptura, la memoria y el destino, relatado como un rompecabezas y protagonizado por unos estupendos Kate Winslet, Jim Carrey, Elijah Wood, Kirsten Dunst y Tom Wilkinson, fue promocionado como una comedia romántica al uso que dejó con la boca abierta a quienes solo buscaban eso. Algo mucho más complejo estaba encerrado en esta película, cuando una pareja se reencuentra después de que ambos hayan decidido borrar de su memoria los recuerdos de su relación, envenenada por el odio y los celos. El derribo paulatino del mundo que vivieron, la desintegración de sus sueños a través de una máquina revolucionaria y la forma en que asistimos a la dolorosa verdad, la convierten en una rara avis del cine que forma parte de nuestras favoritas por su defensa del amor a prueba de bombas.y reproches.


Nº 9. Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming (1939). La majestuosa soberana de los grandes dramas épicos del cine. Amor y guerra, actores en estado de gracia, una ambientación espectacular, frases inolvidables y un final nada comercial son las claves que hicieron de esta adaptación de la novela de Margaret Mitchell una indiscutible obra maestra. En el bando sureño y esclavista de la Guerra de Secesión norteamericana, los vaivenes amorosos de la caprichosa y valiente Scarlett O´Hara (Vivien Leigh) y del crápula y cínico Rhett Butler (Clark Gable) a lo largo de varios años, dejaron para el recuerdo frases inolvidables que todavía hoy resuenan en la imaginería popular. La orquestal banda sonora de Max Steiner, y el “quiero y no puedo” de esta mítica pareja, concluido con la indiferencia masculina y la esperanza femenina, seguirá siendo la luz influyente de cuantos amores en tiempos de guerra queden por contar.
 
Nº 8. Encadenados, de Alfred Hitchcock (1946). Imposible no incluir en este ranking el beso más apasionado, largo y astuto de la historia del cine. El que durante varios minutos inician e interrumpen Ingrid Bergman y Cary Grant en los comienzos de su enamoramiento, antes de que todo se vaya al traste cuando él la convenza de infiltrarse como espía en la vida del jefe de los nazis en Brasil, y su vida quede en manos del peligro, de la sospecha y del debate entre el deber y el amor. Una de las mejores películas del mago del suspense se convirtió también en una trágica y emocionante relación entre dos grandes personajes, quienes durante todo el metraje juegan a no quererse con las palabras y a amarse con los ojos, en un fabuloso juego de diálogos y mímica que nos puso un nudo en la garganta e hizo estallar por los aires la química de ambos.


Nº 7. Breve encuentro, de David Lean (1945). La película más intimista y particular del gran artífice del cine épico de los 60, es igualmente una de las más bellas, sencillas e intensas historias de amor del cine. Una mujer felizmente casada y con hijos (Celia Johnson) tiene por costumbre pasar un día a la semana en el centro de su ciudad para lo que utiliza siempre el mismo tren. Una anécdota provoca que conozca a un apuesto médico (Trevor Howard) en la estación, iniciando ambos una simpática amistad que, prácticamente sin remedio, acaba transformándose en una pasión en la se sienten tan enamorados como desgraciados, atormentados y a la deriva. Una dirección muy personalista y dramática hizo de esta pequeña historia un clásico sobre la honradez moral, el poder de los sentimientos, el daño de la rutina y la radiografía de la pasión.


Nº 6. El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella (2009). El director argentino no venía de nuevas. Ya nos había tocado la fibra sensible con El hijo de la novia y El mismo amor, la misma lluvia, pero con este maravilloso collage, donde se entrecruza la esencia del cine negro y lo mejor del trhiller policiaco, llegó a lo que consideramos el punto álgido de su fantástica carrera. Objeto también de un análisis en este blog, fueron dos las grandes historias de amor de este filme: primero la del joven banquero que pierde a su esposa, violada y asesinada brutalmente, y segundo, la de aquel que recrea la investigación que años atrás se hizo del caso, Benjamin Expósito (Ricardo Darín), quien al regresar al pasado para escribir una novela sobre estos hechos, se reencuentra con la mujer a la que siempre ha amado (Soledad Villamil) y con un desenlace totalmente inesperado, asombroso, y que supera las barreras de lo imaginable.
 
Nº 5. Los puentes de Madison, de Clint Eastwood (1995). Si nos hubieran dicho que el rostro inexpresivo del espaguetti western y el personaje rudo y justiciero de Dirty Harry sería el autor de uno de los romances más conmovedores del séptimo arte, no hubiéramos dado crédito. Pero no nos quedó más remedio que reconocer que uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo no solo dejaba fluir en sus películas la sangre de la moralidad infantil de Charles Dickens, sino que estaba dispuesto a romper de una tacada los topicazos del adulterio. Solo le hizo falta meter en la vida de un ama de casa solitaria (Meryl Streep) a un veterano fotógrafo de la revista National Geographic (el propio Eastwood). Lo demás se convirtió en una contenida y cuidadísima historia de frases inocentes, temores ocultos, fotografías y decisiones imposibles de tomar. La lluviosa secuencia del final, con ella agarrada al abridor de la puerta del coche mientras su amante permanece delante en otro vehículo, parado y esperándola frente a un semáforo en verde, es de las más desgarradoras que jamás hayamos visto.
 
Nº 4. El cartero (y Pablo Neruda), de Michael Radford (1994). La esencia del cine italiano volvió a respirar la eternidad de sus clásicos cuando Radford adaptó la novela homónima de Antonio Skármeta sobre el aprendizaje en el amor de un tímido y humilde cartero (el difunto Massimo Troisi) quien a través de su amistad con el poeta chileno Pablo Neruda (admirado Philippe Noiret) consigue conquistar el corazón de la escultural e inalcanzable Beatrize (Maria Grazia Cucinotta). La poesía, en ocasiones desplazada del cine romántico por haber quedado relegada al teatro o a los primeros clásicos de los años 20, adquirió en esta película su papel estimulador del enamoramiento, y nos recordó la importancia de las palabras, del lenguaje lírico y de la literatura en la generación de los primeros mitos de conquistados y conquistadores. Si a todo ello añadimos la hermosa partitura de Luis Bakalov, nos encontramos una soberbia y emocionante historia de amor incondicional. 
 
Nº 3. Tú y yo, de Leo McCarey (1957). Uno de sus planos es la fotografía de portada de este post, quizás porque en las miradas de Cary Grant y Deborah Kerr queda reflejada la impotencia, la supuesta despedida o el imposible que en la mayoría de los casos reflejan los romances cinéfilos. Esta película no fue para menos, pero los años la han convertido en un filme muy especial, no solo por el fuerte simbolismo que tienen en el argumento la conmemoración de San Valentín y el Empire State Building de Nueva York, sino porque en buena parte del inicio de la historia asistimos a un festival de frases irónicas y diálogos chisposos que recuerdan los tiempos en que McCarey dirigía a los hermanos Marx. Así es como se conocen los dos protagonistas, y como inician una relación que queda pendiente de una promesa, la que nunca llegará a cumplirse por la fatalidad del destino.
 
Nº 2. Esplendor en la hierba, de Elia Kazan (1961). Uno de los filmes más sobrecogedores de los años 60 ocupa el segundo puesto de esta lista. El gran cineasta se remontó a la América rural antes, durante y después de la Gran Depresión para filmar este melodrama donde dos jóvenes ingenuos y apasionados (inmortales Warren Beatty y Natalie Wood) se enamoran para después verse irremediablemente separados por los intereses familiares, los malentendidos, la locura y el transcurso inevitable del tiempo. La ternura de sus interpretaciones, el colorismo inimitable de Kazan y un desgarrado guion compusieron esta manera de manejar las emociones y la nostalgia, resumida en los versos del poeta William Wordsworth: “Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, pues encontraremos fuerza en el recuerdo”.
 
Nº 1. Vértigo (De entre los muertos), de Alfred Hitchcock (1958). No hemos tenido dudas. Desde nuestra humilde atalaya de cinéfilos, consideramos que es en el género del suspense donde encontramos la más bella historia de amor de todos los tiempos. La que no encuentra obstáculos, la que persigue a fantasmas a través de pesadillas y alucinaciones, la que supera la muerte y la demencia para reencontrarse con la persona amada. Y esa es la premisa de esta obra maestra, donde un ex policía (James Stewart) acepta investigar un misterioso caso en torno a la supuesta paranoia de una mujer (Kim Novak), surgiendo entre ambos un apasionada relación que se verá truncada por la muerte de ella. Desde ese momento, el corazón roto del protagonista convertirá en obsesión cada paso, hasta el punto de enamorar a una joven muy parecida a la fallecida y moldearla a su imagen y semejanza para que regrese de entre los muertos, si alguna vez llegó a irse. No hemos encontrado mayor pasión que la que desafía a la muerte, la que se convierte en un trauma imposible de superar y la que se pasea por las habitaciones rojas y innaccesibles de la mente. Así es esta obra perfecta sobre el amor post mortem, la mejor de todas, la reina absoluta.

‘La vida es bella’, de Roberto Benigni. ‘Mil puntos de tragicomedia’ vs ‘Antología del chiste predecible’



MIL PUNTOS DE TRAGICOMEDIA

Han pasado más de 15 años y todavía ningún director italiano ha vuelto a liarla de tal manera en los Premios Oscar. Un desconocido Roberto Benigni regaló al mundo en 1997 esta joya de la tragicomedia que emanaba de entre la grotesca comedia romana contemporánea y que despertaba un drama histórico como el holocausto judío desde un prisma nunca visto. Adiós a La lista de Schindler, adiós a La decisión de Sophie, y hola a la conversión de la mayor vergüenza de la Segunda Guerra Mundial en un juego de imaginación, que consiguió tres galardones de Hollywood: el de interpretación para Benigni (también director), el de banda sonora (melodías de Nicola Paviani repetidas después hasta la saciedad) y el de mejor película de habla no inglesa.
Los amores del cineasta italiano se dejan ver nada más empezar su historia, desde los guiños a los gags de la confusión y la parodia de Charles Chaplin, hasta su homenaje al Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica casi en una secuencia entera. Amarrado a sus clásicos nos contó la historia de su alter ego: el alegre, extravagante, vitalista y poético Guido, quien justo al inicio de la Segunda Guerra Mundial vive su gran historia de amor con Dora (Nicoletta Braschi), con la que se casa y tiene un hijo, Giosué (maravilloso el pequeño Giorgio Cantarini). Casi al final de la contienda, los tres son internados en un campo de exterminio, donde el protagonista hará lo imposible para convertir la situación en un juego, y que su hijo no sé dé cuenta de su terrible destino.
 
Fue precisamente la división en dos bloques lo que hizo que la película terminara siendo calificada como la mejor tragicomedia de fin de siglo. En su primera hora, asistimos a una de las conquistas más románticas del cine moderno, entre saludos matutinos a princesas, teorías de Schopenhauer, coincidencias, encuentros fortuitos, tropezones, trucos de magia, acertijos y caballos pintados de verde. Sin olvidarnos por supuesto de la breve pero intensa aparición de nuestra Marisa Paredes como madre de Dora. Memorables siguen resultando secuencias como la pantomima de Guido haciéndose pasar por un instructor de Educación, con la banda de los colores italianos en la entrepierna, y mofándose de la raza aria. Esa sonrisa perpetua fue la forma que utilizó Benigni para prepararnos el camino de la segunda parte, cuando prácticamente en un minuto vemos a los miembros de la familia, a los que apenas hemos empezado a amar, a bordo de un tren hacia el infierno.
 
Y cuando nos adentramos en la tragedia, empieza el juego. Poco antes ya hemos conocido cómo el protagonista quiere que su pequeño hijo vea el mundo, haciéndole reír, evitándole el miedo y la cobardía. A bordo del tren no le queda más remedio que improvisar con Giosué, y hacerle creer que acuden a participar en un juego, regalo suyo de cumpleaños. Solo una gran imaginación puede convertir un sitio de exterminio en una gran gymkana donde conseguir puntos para ganar un tanque. Donde los malos “gritan gritan gritan” sin parar, donde hay que esconderse para avanzar en la clasificación y donde bajas puestos si protestas por tener hambre. Benigni le dio ese poder a Guido, el valor de hacerse pasar por un traductor alemán para que su historia fuera coherente, para fabular, improvisar continuamente y conseguir que su hijo no descubriera la crueldad, la humillación y el crimen.
 
Si escarbamos un poco en La vida es bella y nos quitamos de encima los condicionantes de saber ya lo que pasó en esa guerra, nos daremos cuenta de que en realidad es más fácil de lo que parece. ¿Por qué? Porque Benigni quería decirnos que un pequeño es incapaz de creer que algo así pueda suceder y que es más fácil contarle una mentira imposible, una sota, un caballo y un rey, para evitarle el sufrimiento.
 
No hay ningún truco más en esta película. Es “una historia simple, pero difícil de contar” (como dice el narrador en off, el niño, al principio y al final) y el director italiano reinó durante un año entre los grandes del celuloide sin que apenas terminara de creérselo. Se entrampó a sí mismo, eso es verdad, porque no ha sido capaz de superarla. Con El tigre y la nieve (2005) se acercó de nuevo a la poesía de la guerra y al crujido del amor predestinado, pero quedó enfangado en cierto surrealismo que solo arregló la aparición estelar de Tom Waits. Pero esto no dice nada en su contra. Quizás La vida es bella fue todo lo que tuvo que ser: mil puntos de tragicomedia para conseguir que un niño consiguiera su tanque y fuera feliz.
 
Como decíamos, uno de los mejores gags de la historia. Probablemente el más inverosímil, pero el mejor. Guido se hace pasar por un traductor alemán:


 

ANTOLOGÍA DEL CHISTE PREDECIBLE
 
Su nombre era un mal presagio. La película se colaba en la cartelera a finales de los 90, blandiendo un topicazo por título. Nos esperaba una de esas películas que prometían ser deliciosamente entrañables, puro merengue dispuesto a arrancar sonrisas y lágrimas entre el público más vulnerable. No tardamos en confirmar nuestras sospechas, al mismo tiempo que contemplábamos, atónitos, cómo La vida es bella triunfaba y se convertía en una de las películas preferidas de muchos espectadores. Esa película optimista, alocada e imposible de digerir fue unánimemente celebrada por crítica y espectadores. Fue bendecida por Hollywood, laureada en todo el mundo y Benigni se convirtió en el tipo más cachondo del planeta, en un realizador que le había devuelto al mundo su capacidad para sonreír ante la adversidad. Y en realidad, solo asistimos a un filme con algunos (pocos) momentos brillantes, pero definitivamente sobrevalorado.
 
El holocausto judío le sirve a Benigni como coartada para contarnos la historia de un simpático hebreo italiano (Guido) que, en medio de la IItalia pre-fascista, sueña con montar una librería mientras se enamora de Dora (Nicoletta Braschi) una muchacha de buena cuna y con hipo. Guido seduce a Dora, la rapta a bordo de un caballo verde sionista y tiene con ella un niño llamado Giosué. Un mal día, el pequeño y su padre son llevados a un campo de concentración hacia donde también se dirige la esposa y madre de manera voluntaria. Y ahí comienza la historia con el mensaje que nos narra Benigni, pues el argumento se centra en las argucias que utiliza Guido para que su hijo se tome como un juego su estancia en el centro de exterminio.
 
El filme es una auténtica antología de la gracia predecible. La película tiene una primera parte chispeante donde la presentación de personajes y la historia de amor se dispersan en una serie de sketchs. En ella, parece que Benigni pierde de vista una de las máximas del aspirante a contar un buen chiste: el elemento sorpresa es la base de toda vis cómica. Pero en La vida es bella cualquier hijo de vecino tiene la capacidad de anticiparse a la secuencia y así saber, segundos antes de producirse los acontecimientos, que María tirará una vez más la llave por la ventana para impresionar a la chica, que la principessa mirará a Guido bajo los efectos del encantamiento de Schopenhauer y que Benigni siempre tendrá el patético impulso de robarle el sombrero al patrón de su mejor amigo.
 
En la comedia tampoco ayudan las interpretaciones. El filme fue ‘perpetrado’, más que interpretado, por el director, Roberto Benigni, un actor sin método alguno que atormenta a sus semejantes con su repertorio de gritos y aspavientos y con un humor sólo apto para niños de entre 3 y 6 años. Braschi tampoco es un prodigio de la expresividad, aborda la película siempre con el mismo gesto, pareciendo una madonna entre hierática y melancólica, sin conocer su rostro más registros interpretativos.
 
Existe una segunda parte claramente diferenciada en la película, aquella que centra su acción en el campo de exterminio. Es coherente e interesante que su protagonista conserve ese optimismo sanador que salvará a su familia, pero las secuencias se hacen demasiado pesadas y el juego que se traen padre e hijo es muy cansino. Y es que no podemos seguir apostando por Benigni cuando somos espectadores de cómo su personaje deambula por el campo de exterminio como Pedro por su casa o cómo su hijo no se entera ni del No-Do, en una actitud de falta de curiosidad infantil apabullante. Estamos de acuerdo en que Benigni nos plantea una historia disparatada, que roza el surrealismo, pero se mete en un jardín imposible: utiliza un capítulo muy dramático de la Historia para lanzarnos su moralina, pero pasando, como de puntillas, por la tragedia que supuso el cruel destino de aquellos prisioneros. Prisioneros que, efectivamente, parecen estar conviviendo en un campamento de verano o en un Gran Hermano sin medidas de higiene.
 
Y es que Benigni consigue lo imposible: que una caricatura que todos aceptamos con buena voluntad, su historia, resulte poco creíble. El realizador no tiene la fuerza creativa esquemática y genial de Charles Chaplin, con quien se le ha comparado, ni la sinceridad rebelde de Frnak Capra, ni siquiera la imaginación endiabladamente surrealista de Blake Edwards. Pongamos las cosas en su sitio. Más que un referente cinematográfico, Benigni y su lección petarda de optimismo vital sólo están a la altura de cualquier manual de autoayuda que permanece en algún estante del supermercado.
 
Para finalizar, preferimos quedarnos con la escena más elogiada de la película y con la banda sonora de Nicola Paviani:

Visionado: ‘El lado bueno de las cosas’, de David O. Russell. ‘Simpática y complaciente locura’

 
tres estrellas
 
Todos los años nos encontramos en las categorías principales de los nominados a los Oscar con una comedia que viene avalada por crítica y público. Siempre aparece cubierta esa cuota. Si hace unos años, se abrió la veda para premiar la difícil tarea de hacer un género humorístico de calidad cuando el terremoto American Beauty, posteriormente hemos asistido a nuevas intentonas de que tal antecedente no se pierda en el olvido: con Pequeña Miss Sunshine, con Los descendientes, con Criadas y Señoras, o con Juno, entre otras. Ese espacio lo ocupa este año El lado bueno de las cosas, una simpática historia de amor entre locos, que sí, que es diferente a la comedia romántica de molde, pero cuya sobrevaloración es más que evidente en tan solo un visionado.
 
Digamos que David O. Russell, un director al que tenemos un especial cariño por su empática forma de abordar el plano emocional en casi toda su filmografía, ha hecho una buena película, donde los personajes son soberbiamente simpáticos, malhablados, trastornados y fuertes, y al final las buenísimas intenciones de la película quedan tan al descubierto que se enfrían de pura complacencia. Es indudable que, desde su magnífico arranque y durante los primeros tres cuartos de hora, la historia es hilarante, embaucadora, ácida en sus diálogos, en cuanto nos adentramos en las vicisitudes de Pat (Bradley Cooper) tras recibir el alta controlada de un hospital psiquiátrico después de haber agredido al amante de su esposa y de ser diagnosticado con un trastorno maníaco.
 
Enseguida sabemos que la loca obsesión por recuperar a su mujer no es patente suya. Su madre (Jacki Weaber) no sabe ni cómo tratarle salvo con comprensión y excesiva tolerancia, su padre (Robert de Niro) es el antecedente más claro de su locura maníaca, con una vida echada por tierra debido a su enganche a las apuestas; y para más inri, conoce a otra zumbada de tomo y lomo, Tiffany (Jennifer Lawrence) que le saca de sus casillas y lo chantajea para conseguir sus favores. Este tejido de personajes es lo que hace que las interpretaciones sean fundamentales en la película y que todos ellos estén estupendos (y nominados) en todo el metraje.
 
Pero esa fuerza emocional con la que el lema Excelsior (el resorte de Pat para conseguir su vitalidad), el optimismo radiante de su protagonista, la tremenda química entre los dos protagonistas y sus descabalados diálogos de inicio, pierde frescura en su segundo tramo, cuando Rusell abandona el estilo de dirección centrado en sus primeros planos alternativos, y en el abrazo a sus personajes, para dejarlos prácticamente libres. Y ahí es cuando llegan los primeros tópicos sobre el amor, de manera proporcional a la inaudita cordura con que finalmente son abordados.
 
No nos entendáis mal. La película está por encima de la media por muchos motivos, principalmente por la desdramatización de las enfermedades mentales y por el tratamiento de lo difícil que resulta ser coherente en temas amorosos. El “todos estamos locos” que subyace de cada una de sus escenas, de sus esquizófrenicas situaciones de enredos y enfados, siempre nos ha parecido una premisa encomiable para cualquier película. Simplemente pasa que unas interpretaciones tan sublimes hubieran servido para arriesgar un poco más, mantener la acidez durante las dos horas de duración, y no caer en esa absurda tentación de complacer al público con lo que quiere ver al final. Es una trampa demasiado transparente que hace olvidar el resto. Nos queda la simpatía, pero nos abandona la emoción. Y es una pena.