Visionado: ‘Amor’, de Michael Haneke. ‘Lo más bello y triste del mundo’

 
cinco estrellas
 
Abrir la ventana al cine de Michael Haneke es olvidarse de los conceptos manidos de nuestra existencia. Si en Caché descubrimos la ruptura de lo cotidiano en base a una venganza, en Funny Games fuimos maltratados por una cruedad cómica y terrorífica, y en La pianista descubrimos la auténtica perversión de la soledad, ahora el director austriaco echa por tierra el mito del amor romántico, juvenil y ensalzado, para partirnos el alma en dos, con la historia de un anciano matrimonio que ve cómo su vida inicia una desgarradora cuenta atrás cuando ella (Emmanuelle Riva) cae enferma. No hay palabras bonitas, ni orquestales declaraciones de amor eterno: solo los actos de un hombre (Jean-Louis Trintignant) frente al destino de la compañera de toda su vida.
 
Desde el inicio de Amor, con una sala de teatro llena, donde les identificamos, tranquilos y sonrientes, entre el público, Haneke realiza un despliegue de su inconfundible sello de planos fijos, pictóricos, de voces escondidas y fuera de plano, y de secuencias que nos acarician, nos apabullan con su silencio, y nos transmiten la caída en picado de lo que, adivinamos, ha sido una historia de amor tierno, comprensivo y respetuoso. “Qué bonita, la larga vida”, dice ella mirando un álbum de fotos, antes de sucumbir al dolor y la demencia, como dejándonos claro que eso fue lo que tuvo, y lo sentimos casi sin verlo, como si fuera nuestro y estuvieran a punto de quitárnoslo, como hace Haneke sin piedad.
 
El crujido que sentimos ante la aparente conformidad del marido mientras el mundo se derrumba, se encierra entre las cuatro paredes del apartamento que ambos habitan, único escenario (salvo la secuencia inicial) de toda la película. Como invitados asustados, la luz de una lámpara, las sombras de las puertas cerradas, los sillones deshabitados, la cama llena de enfermedad y agonía, y las breves visitas contribuyen a profundizar en nuestras emociones, a hacernos sentir patéticamente conmovidos. Y al querer llamarlo compasión, resulta que descubrimos que de intrusos hemos pasado a fantasmas, asistiendo en silencio a lo que ya no merece la pena vivir, sabiendo que nuestra preocupación tampoco le sirve de nada al protagonista, tal y como le espeta a su hija Eva (Isabelle Huppert), mera espectadora también de un drama inevitable.
 
El maestro Haneke se hace grande en esta historia porque en ella ha vertido toda su pasión por las pequeñas cosas, casi siempre presentes en su anterior filmografía: su amor a los compositores Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven y Johann Sebastian Bach, los diálogos breves,  las miradas que se superponen a las palabras y el piano como fuente de recuerdos y dolor. Amor, a la que podemos ya considerar su mejor película, es todo eso junto con una entrada al abismo de la vejez, cuando la vida de uno queda en las manos de otro, y solo aquello que fue puede ayudar a soportar lo que ahora es. Construir este castillo de enfermedad y melancolía es tan difícil, podría haber caído en tantos vicios, rozar tantos tópicos, que el hecho de que no lo haga no hace sino encumbrarla minuto a minuto y convertirla en una de las mejores historias de amor entre ancianos desde En el estanque dorado (1981).
 
Desde luego, una tarea imposible sin sus dos protagonistas. Emmanuelle Riva, para la que pedimos el Oscar desde ya (es la nominada más longeva de la historia de los Premios de Hollywood) está realmente grandiosa en este salvo al vacío. En las manos del cineasta austriaco parece haber sido inyectada por una dosis paralizante de amor y miedo, viva, enferma y suplicante. Jean-Louis Trigtinant, por su parte, no lo tiene más fácil, testigo perplejo del derrumbe, juez y parte, cotidiano y rotundo, relator de historias sencillas y el consuelo del último estertor. No queremos dejar de mencionar a Isabelle Huppert, una de las mejores actrices del cine contemporáneo, la soberana de la obra maestra La pianista, que con su breve presencia llena de impotencia la resquebrajada soledad del apartamento.
 
Una de las pocas visitas que recibe el matrimonio es la de un joven pianista y antiguo alumno de la protagonista, a cuyo concierto asisten al principio. Después de contemplar el estado en el que se encuentra ella, les remite en los días siguientes una carta donde asegura que ir a verles fue “contemplar lo más bello y lo más triste de este mundo”. Creemos que es, sin duda, el mensaje que Haneke quiere dejarnos grabado para siempre. Como en la película cuyo nombre no consigue recordar el protagonista, podremos olvidar sus diálogos, sus planos y los rostros de sus protagonistas, pero nunca olvidaremos los sentimientos que nos causó. Porque no hay amor más grande que el que encontremos al final del camino.
 

‘Blade Runner’, de Ridley Scott. ‘El dolor de estar vivo’ vs ‘Intoxicación de vapores y focos’


EL DOLOR DE ESTAR VIVO

 

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.
Es la secuencia que contiene esta frase en la que Roy (Rutger Hauer) acepta su destino mortal mientras se despide de su breve pero intensa existencia. Había visto a Dios, había matado al padre y había comprendido lo inexorable. Tras la rebeldía, la lucha y las respuestas vacías, llega el momento de reconciliarse con la vida y desaparecer. Pocos instantes cinematográficos nos han estremecido con tanta pasión como los minutos que narran el desenlace de Blade Runner. En la imagen de este replicante que muere, hemos visto reflejados el miedo existencial del hombre y su dolor al sentirse vivo.
Ese gran final es tan solo una pieza que encaja en una obra inmensa, poética y muy triste realizada por Ridley Scott. Sin lugar a dudas, el cineasta dirigió una de las mejores películas de ciencia-ficción de la historia. Para nosotros, la mejor. Un largometraje que recoge el testigo del cine negro, de los años 40, para ir transformándose, de manera casi orgánica, en una angustiosa trama existencialista, mientras a su alrededor se construye un universo fascinante y desolador.
La historia está basada en la obra de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y presenta a Rick Deckard (Harrison Ford), un cínico policía que tiene que dar alcance y “retirar” (eufemismo que maquilla la palabra “eliminar”) a un grupo de androides de última generación, capaces de desarrollar emociones humanas, conocidos como replicantes. Se habían amotinado en las colonias, el lugar donde habían sido explotados como esclavos. Los replicantes llegan a la Tierra para buscar a su creador, el magnate de la empresa de ingeniería genética Tyrell Corp. Mientras se entrega a la persecución, Deckard conocerá a una sofisticada replicante, Rachel (Sean Young), atormentada al descubrir que sus recuerdos nunca le pertenecieron.
Blade Runner cuenta con un guión meticuloso, sobrio en sus diálogos y rico a la hora de ofrecer poderosas imágenes y detalles ambientales. En él abundan las imágenes oníricas y la carga simbólica, como el clavo en la mano de Hauer o el sueño del unicornio, entre otros. De la versión original, sobra la voz en off que no aportaba nada a la comprensión de la trama y que Scott cercenó convenientemente en los 90 al lanzar su propia versión y no la impuesta por la productora.
Sin lugar a dudas, una de las partes más fascinantes de la producción de esta película fue su dirección artística y su recreación futurista de Los Ángeles. Desde la secuencia inicial que abre con un paisaje apocalíptico de la metrópoli, con el aspecto de una gran explotación petrolífera, a la atmósfera densa y contaminada del interior de la ciudad, que nunca se limpia a pesar de la insistente lluvia. O las calles convertidas en un laberinto tercermundista de personas apresuradas, estresadas, perdidas. Los Ángeles se traviste en una especie de Shangai retrofuturista, con edificios coqueteando con innumerables influencias arquitectónicas que se entremezclan en un mestizaje imposible. Blade Runner creó una metrópoli que vive una eterna noche, cuenta con nervios de neón y una publicidad omnipresente.
Al filme de Scott siempre le ha acompañado una leyenda. Casi todo el mundo, hoy en día, comparte la opinión de que Deckard también es un replicante. Ridley Scott lo ha insinuado muchas veces, aunque en su metraje lo deja bastante claro con un par de pinceladas argumentales y una visión onírica. La verdad es que esta polémica morbosa deja de tener su importancia si aceptamos la premisa filosófica que plantea la historia. Al fin y al cabo, nada se pueda afirmar con total rotundidad ni en este mundo ni en otros inventados, recordados o implantados ‘en serie’. Por eso nos gusta recordar Blade Runner como algo más que una gran película, como una emoción angustiosa, confusa y real.
La grandiosa escena del final, todo un tratado de filosofía encerrado en los últimos minutos de un androide:
INTOXICACIÓN DE VAPORES Y FOCOS
Tres décadas de vida cumplió Blade Runner el año pasado manteniendo su puesto de número uno en las películas de culto de ciencia-ficción de toda la historia. Su legión de admiradores sostiene que los años no pasan por ella, que se ve como el primer día, y que esta historia, cuyo estreno en 1982 supuso un fracaso estrepitoso en la taquilla, tiene hoy más lecturas que nunca. Claro, todas las que queramos darle, o más bien inventarnos. Porque lo cierto es que las ambiciones de Ridley Scott, desde nuestro punto de vista, no pasaron de ser estéticas y lo que hoy llamaríamos cool, ya que eso de ser precursora del ciberpunk es una etiqueta puesta con veinte años de retraso. Solo hay que ver que nos acercamos peligrosamente a 2019, año en el que se producen los hechos de la película, y no hay indicios de colonias galácticas, coches voladores y armas láseres, salvo las que podamos ignorar por ser cuestiones de servicios de inteligencia. Para el caso es lo mismo.
El tema es que el policía Rick Deckard (Harrison Ford) persigue a robots que parecen humanos, los replicantes, para matarlos porque se han rebelado contra su función de esclavos. Pero por el camino conoce y se enamora de una de ellos, Rachel (Sean Young), lo que le hace más complicado ir matándolos uno a uno, rompiéndose sus esquemas morales cuando da con el líder de todos ellos, Roy (Rutger Hauer), que le lanza un monólogo de cosas increíbles y una lección sobre la muerte y la vida, digna de Schopenhauer, antes de morir.
Aparte de su claro homenaje al cine negro (ex policía amargadillo que vuelve a su oficio, mujer fatal, investigación de pruebas, pianos y saxofones), el argumento sirvió también para alimentar tres décadas de teorías sobre la condición de replicante de Deckard, ya del todo demostradas, por aquello del sueño del unicornio (insertado por Scott en su director´s cut, a la vez que quitaba la voz narradora en off) y de innumerables guiños. Lo que venimos diciendo: la estela de la película es más grande que ella misma. Malo.
Lo que sí reconocemos es la gran influencia que Blade Runner tuvo en el género, solo echando un vistazo a la multitud de influencias filosóficas, morales e incluso evangélicas de otros filmes como Regreso al futuro, Tron, Matrix, Dark City, Johnmy Mnemonic y alguna que otra saga interminable. El tratamiento de la inteligencia artificial y de la ingeniería genética que se hace en la película es tan simple como el mecanismo de un juguete, pero está claro que abrió un espacio de reflexión heredado de su verdadera precursora, la Metropolis de Fritz Lang. A su legado contribuyeron también una banda sonora del compositor griego Vangelis sobresaturada con el tiempo, y una dirección un tanto peculiar donde los personajes se mueven entre penumbras, vapores y focos, que por muy oníricos que resulten, no dejan de parecernos asfixiantes, claustrofóbicos, mareantes y tóxicos. Si a ello añadimos su lentísimo tempo narrativo y un guion plagado de frases que suenan muy bonito pero que no dicen nada, el resultado es un tratamiento de somnolencia más que eficaz.
Desde luego tampoco la interpretación de los actores es para dar palmas. Una sensación de apatía y desgana recorre las palabras de sus personajes como si estuvieran todo el rato despertando de un sueño de cien años. Muchos lo justifican por el hecho de que en realidad solo estamos viendo replicantes todo el rato, y ellos son así, casi carentes de emociones. Podemos comprenderlo de esta manera, pero es que incluso con esa percepción, personajes tan bien dibujados (casi de cómic) como Deckard, Rachel, Roy, J. F. Sebastian (William Sanderson) o Tris (Daryl Hannah) parecen tremendamente desaprovechados en su absurdo comportamiento y en la no comprensión de sus motivaciones. Que le pregunten a Harrison Ford por su experiencia, si alguien todavía se atreve a ver su transformación en un demonio escupe-espuma.
Dejemos a un lado, además, las teorías paranoicas sobre el supuesto gafe que Blade Runner supuso para las empresas (unas cuantas) que se anunciaron en la película. Porque queremos destacar finalmente su simbología y la impresionante construcción de referencias culturales y filosóficas, inventadas unas y otras extraídas de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip F. Dick, libro base de la historia. Lo que pasa es que la enturbiada docena de frases que contribuyen a ello nos conduce hacia un final donde asistimos a algo que sabemos que es bello pero que no entendemos de dónde viene, cómo se produce, qué lo motiva a ser lo que es y a comportarse así. Y pese su legendaria condición, nosotros solo podemos decir que la incomprensión genera vacío. Y el vacío se nos olvida, porque no ocupa espacio y no trasciende.
La pieza de Vangelis que pone música a los créditos finales de la película y una de las más aclamadas de la historia del cine:

Visionado: ‘Django desencadenado’, de Quentin Tarantino. ‘Gloriosa epopeya de un hombre libre’


cuatro estrellas

 
Querido Quentin: ya se te notaban las ganas de western con el impresionante arranque de homenaje a El Álamo en Malditos bastardos y con la sangrienta boda en El Paso de Kill Bill Vol.2, entre otras muchas referencias. Con Djando desencadenado te has desquitado, y a lo grande. Hablando más bien de southern, por aquello de la ambientación en el sur más retrógrado en plena pre guerra civil estadounidense, y mezclado con un sinfín de géneros y estilos, que van desde la comedia bizarra hasta la novela bizantina de los amantes separados, ya vemos que no has bajado la guardia, que te mantienes fresco y conectado con tu público. Sobresaliente con mayúsculas merece sin titubeos tu particular y controvertida visión de la esclavitud, tu regalo de puro entretenimiento, maestría de dirección, guión casi perfecto y técnica cinéfila para contarnos la historia del esclavo Django (Jamie Foxx) convertido en hombre libre y en cazarrecompensas gracias al desconcertante y amable Dr. Schultz (Cristoph Waltz).
 
Querido Quentin: tu amor al cine, aunque revestido de violencia y sangre tan elegantes como efectivas, es tan patente que sabemos que para ti es casi una obsesión. Eres un maníaco obsesivo, casi enfermo por darle a tus películas todas las influencias que salen disparadas de tu cabeza. Hemos visto una epopeya, con su héroe, sus rasgos sobrenaturales, sus hazañas casi imposibles: la gloria de un hombre liberado, atravesando los límites del racismo para reescribir la historia a tu antojo, como ya hiciste en Malditos bastardos, y dejarnos soñar con un Mississipi donde hubo un hombre que venció antes que Abraham Lincoln. Lo malo de tu declarado amor por Sergio Corbucci y su Django de 1966, es que superas la copia del rojo de los títulos de crédito, el tema inicial de Luis Bacalov y el fantástico cameo de Franco Nero para convertir la serie B en prácticamente lo mejor de tu filmografía. Vamos, que dejas lo que admiras a la altura del betún, con perdón.
 
Querido Quentin: qué emoción seguir contemplando en estos tiempos a dos cabalgando  juntos y libres, y además hacerlo con la naturalidad de quien lo viviera por primera vez. Solo los treinta primeros minutos de la película, donde observamos en todo su esplendor al personaje del Dr. Schultz, ya constituyen una historia autónoma y la construcción de uno de los mejores personajes de tu filmografía, algo desdibujado después, pero con una fuerza, magnetismo y carisma asombrosos. ¿Qué le haces a Cristoph Waltz para que interprete así para ti? Más todavía, ¿qué palabras susurraste al oído de Jamie Foxx para que su rostro fuera el de uno de los mejores iconos del siglo XXI? Y aunque sabemos de tu desavenencias con Leonardo DiCaprio (lo has dejado para el arrastre, que se nos retira un tiempo, vamos), ¿a qué acuerdo llegasteis al final para que, incluso pasada una hora de película, la aparición de Calvin Candie sea un golpe de efecto tan espectacular?
 
Querido Quentin: conocemos la leyenda alemana de Broomhilda y Sigrido, la que quieres que veamos como el chasis de la historia, pero nos quedamos más que nada con tu revisión honesta, vengativa, cómica y socarrona de la esclavitud. No queremos mandar a Spike Lee a ningún sitio desagradable por meterse contigo, que está en su derecho, pero si no utilizamos la magia del cine para estas cosas, ¿con qué nos quedamos? ¿solo con la desgracia? ¿tenemos que pensar que no hubo negros héroes anóminos que rompieron sus cadenas? A lo mejor no encontraron a liberadores verborreicos, ni se vistieron con las ropas dieciochescas del cuadro Blue Boy del pintor Thomas Gaingsborough, ni llegaron a enfrentarse a un magnate del algodón y de la compra de esclavos. O a lo mejor sí. Como no podemos saberlo con certeza, dejamos que tu humor insaciable, el de los diálogos de las dos opciones, el de la disparatada teoría de los cráneos de los negros, el de los disparos a quemarropa y de sopetón, nos hagan pensar que si la gesta no fue posible entonces, que lo sea ahora.
 
Querido Quentin: pese a algunas lentitudes en escenas que pudiste haber acortado, no encontramos en tu Django más pegas que las que tú mismo te haces con tu enfermizo perfeccionismo, desde el primer duelo hasta tu final a lo chulesco. En todo este trazo, además, nos regalas los cameos de un Don Johnson idiotizado, una Zoe Bell casi invisible, un Franco Nero ya mencionado, y los casi irreconocibles Samuel L. Jackson, James Russo y Umber Tumblyn, en tus retorcidos homenajes al western, dejando para ti mismo un despreciable personaje con un explosivo final y otros guiños veloces como balas que huelen a Taxi Driver, a la esencia del cine violento, a pólvora y fuego para ganar la batalla de los que matan para vivir.
 
Querido Quentin: los que no te entienden, que han pasado a ser los que te odian, llevan las mismas capuchas que los protagonistas de la escena más hilarante de la película: apenas pueden ver nada. No ven tu pasión por el séptimo arte. No ven que tratas de hacer una antología de todos los géneros habidos y por haber (alguien nos decía tras ver la película que te falta una de piratas) y que ya lo estás consiguiendo. No ven que los que te seguimos desde hace veinte años recibimos de ti más de lo que nos das, cuando despiertas nuestra inteligencia, nuestra capacidad de reírnos de lo más sagrado, nuestro ingenio buscando tus pautas, nuestra propia enfermedad cinéfila. No queremos verte caer. Así que solo un ruego, maestro. Cuando ya no sepas, no lo hagas. Mientras sepas, sigue.

Primero el tráiler y, después, el maravilloso tema de inicio de Luis Bacalov, que también abría el Django de Corbucci de 1966:



Visionado: ‘Argo’, de Ben Affleck. ‘Cuando la ficción protagoniza una historia real’

tres estrellas

Ganadora del Globo de Oro al Mejor Director y a la Mejor Película Dramática
 
Ben Affleck encontró una gran historia. Una de esas que superan a la ficción y que, podría haber caído en el olvido como tantas y tantas anécdotas que protagonizan, a diario, muchos héroes anónimos o ‘clasificados’. Como el agente de la CIA que inspira el argumento de Argo, cuya hazaña permaneció oculta a la opinión pública por orden del gobierno norteamericano. Argo nos conduce ahora hasta la crisis de los rehenes en Irán.  Narra la aventura en la que se embarca Tony Méndez, la persona que logró poner a salvo a varios diplomáticos norteamericanos que escaparon de un Irán revolucionario, tras la caída del Sha de Persia. Méndez organizará la huida haciéndoles pasar por el equipo de producción de una película de ciencia ficción que nunca se llegará a filmar.
El agente es un tipo a la deriva, solitario, algo amargado al verse separado de su hijo, por culpa de su reciente divorcio, pero  de aguda imaginación. En realidad es, sin saberlo, un astuto guionista con el ojo suficiente como para darse cuenta de que quizás la producción de una historia fantástica, con el sello de fábrica de un Hollywood, fuera la única vía de escape consistente para unas personas que luchaban por sobrevivir en un entorno hostil, pero vulnerable ante la fascinación que produce el cine. El argumento y la metáfora que brindaban aquellos acontecimientos históricos estaban cargados de emoción, tensión y posibilidades. Sólo hacía falta un realizador inteligente, que supiera manejar el suspense y diversificar en intensas secuencias el relato. Ben Affleck supera el desafío.
La película sorprende desde su arranque, en su planteamiento inicial, cuando los seguidores del Ayatolá Jomeini irrumpen, poco a poco, y casi con algo de miedo reverencial, en la embajada de los EEUU en Teherán. Es una secuencia sostenida en el tiempo en el que se manejan con buen pulso diferentes puntos de vista para acentuar la angustia de los norteamericanos y refugiados. Affleck y el guionista Chris Terrio también sacaron sorprendente partido de la escena del mercado, donde se suceden una serie de acontecimientos sobrecogedores, desestabilizadores.
El filme muestra una serie de detalles que enriquecen el retrato de la época y la situación que se vivió en Irán a finales de los 70. Como esos ‘péndulos humanos’, presentes en algunas calles de Teherán, en realidad cuerpos de ajusticiados que colgaban de grúas para recordar a la población, constantemente, el terror y la represión que ‘debían’ respirar. O las escalofriantes escenas donde vemos legiones de niños iraníes intentando recomponer las fotografías de los miembros de la embajada, destruidas en mil pedazos. Un puzzle terrorífico e imposible, una dedicación paciente y demasiado inquietante…
Sin embargo, no todo en Argo es brillante u ocurrente. Affleck y Terrio muestran mucha ingenuidad a la hora de resolver algunas situaciones dramáticas de manera  simple. Resultan inconexas y totalmente disonantes con respecto a la hábil manera con la que se han desarrollado otras secuencias de tensión. Así, los diplomáticos sortean, con cierta facilidad abrumadora, algunos obstáculos que van encontrando en su huída. O esa sonrojante secuencia en la que los personajes de John  Goodman y Alan Arkin tienen que esperar a que finalice una larga toma cinematográfica antes de poder atender una llamada telefónica, clave para los acontecimientos. Y es que el retrato que hace de Hollywood, a través de los cínicos y divertidos cineastas con los que contacta Méndez, es un tanto esquemático y apresurado. Como el ‘lado humano’ del propio agente,  con el que apenas logramos empatizar, ya que se nos presenta envuelto en detalles manidos (esa casa desordenada y llena de basura por todas partes…) que a estas alturas, nos despiertan poca emoción.
Sin embargo, es lo de menos. Affleck encontró una musa cómplice en la historia de este melancólico agente de la CIA, que le ha impulsado a lo más alto de su carrera. Quizás Hollywood esté encumbrando a uno de los suyos por haber convertido la fábrica de los sueños en un heroína con capacidad para ayudar sobre el terreno a los ‘buenos’ y escribir un buen argumento en la propia realidad. O tal vez no. Lo que sí sabemos con seguridad es que los iraníes, bastante indignados por la película, tienen la intención de rodar su propia versión de los hechos. Y esa será otra historia.


Visionado: ‘La noche más oscura’, de Kathryn Bigelow. ‘Por encima de lo que cuenta’

 
cuatro estrellas
 
Está claro que a la cineasta estadounidense Kathryn Bigelow le sentaron como anillo al dedo los Oscar recibidos hace cuatro años por la magnífica En tierra hostil. Acomodada en el thriller de alto voltaje, esta vez está cosechando un aluvión de galardones y aplausos, junto a una nueva nominación a los Premios de la Academia de Hollywood, con La noche más oscura, centrada en el largo periodo transcurrido entre el atentado terrorista contra la Torres Gemelas de Nueva York en 2001, hasta la “caza” y asesinato de su artífice, el líder de Al Qaeda Osama Bin Laden, en mayo de 2010. Contrastada con algunos datos oficiales, y otros no tanto (que han provocado la urticaria de algunos políticos de Estados Unidos) la historia se centra en el tesón, casi enfermizo y que hizo posible la operación, de una agente especial de la CIA interpretada por Jessica Chastain, que repite, con la misma enjundia, su papel de espía como ya hiciera en La deuda, de John Madden.
 
Con una profesionalidad y talento en el manejo de la cámara tan manufacturado como efectivo, la directora ha sabido unir dos películas en una, que justifican sobradamente su largo metraje: por un lado el proceso de investigación hasta dar con el paradero de Bin Laden en Pakistán, y por otro, la operación de captura y muerte. En el primer bloque, nos encontramos con todo un ejercicio documental y casi periodístico que ofrece los datos, paso por paso, que llevaron a la agente desde un nombre mencionado por algunos prisioneros en Afganistán hasta el mismo paradero del que fuera el hombre más buscado del planeta. Pero lo hace con la suficiente distancia como para que entendamos que en todo momento hablamos de espionaje y terrorismo, dos vértices que confluyen en territorio peligroso.
 
Entonces llega lo que podríamos considerar su segunda parte, que en realidad es la media hora final, y es cuando asistimos a la guinda que convierte esta película en una auténtica maravilla. La operación llevada a cabo por los militares norteamericanos, rodada casi en tiempo real, de manera frenética, entre la oscuridad y la falta de certezas, sin música (salvo un leve zumbido en sus minutos finales), es la que aleja la historia de su patrón documental y la convierte en un asfixiante e intrépido relato donde la tensión se hace aún más meritoria, puesto que ya conocemos el final.
 
Otra prueba es que la mención a las vergonzosas torturas en cárceles secretas no son nada sutiles al inicio de la película. Pero después su artífice se lanza en picado al relato de las acciones de la CIA tras atentados como los de Londres o Islamabad. Así sitúa a los dos bandos y así es cómo nos damos cuenta que Bigelow no va a juzgar en ningún momento. Nos aporta los datos, las decisiones, los laberintos, las escuchas, los errores y las incertidumbres, pero de una manera tan sumamente reportajeada que parece que asistiéramos a una serie de titulares visuales sobre toda una década. La personificación del terror en una sola persona nos hace cuestionarnos si tantos esfuerzos y presupuesto merecieron la pena.
 
Al margen de limadas y estupendas apariciones estelares como la de James Gandolfini (por fin Tony Soprano es un hombre decente), también encontramos en el personaje interpretado por Chastain una de las riquezas de La noche más oscura. El desarrollo de su personalidad, desde su tibieza ante los primeros interrogatorios hasta la obsesión por Bin Laden que cubre cada segundo de su vida (existe un paralelismo inquietante con la multipremiada serie Homeland), pasa por una interpretación majestuosa de la cada vez más encumbrada actriz estadounidense. Es a través de ella como Bigelow nos plantea los interrogantes de su propia historia: ¿había pruebas factibles que permitieran una operación de EEUU en otro país? ¿estaba legitimado el Gobierno federal a ordenar el asesinato de Bin Laden? ¿la muerte de una sola persona, líder de un conjunto de células terroristas que actúan casi de manera autónoma, fue el fin que justificó los medios? Las respuestas podrían salir de la película pero quedan retenidas en la mente del espectador en forma de interrogantes, producto de un guion inteligente y metódico.
 
Pocos filmes sobre hechos tan recientes pueden permitirse el lujo de quedarse por encima de aquello que cuentan. Recientemente en la serie Newsroom pudimos comprobar cómo el tratamiento de estos mismos acontecimientos se hacía de una manera tan patriótica y exaltada, que ni parecía que el prisma fuera periodístico. También en United 93, largometraje de nuestro admirado Paul Greengrass, se jugó con los trucos del cine documental para contarnos en primicia los últimos momentos del único avión que el 11 de septiembre de 2001 no llegó a estrellarse contra su objetivo. Pero La noche más oscura es algo más. No un panfleto fascista, como se le ha acusado injustamente (cine inteligente versus público mediocre), sino la historia de un instante histórico del que apenas sabemos nada y del que queda mucho por decir. Bigelow abre la caja de sorpresas, cuenta lo que sabe y nos da en las narices, y eso es más de lo que muchos periodistas (no digamos cineastas) han hecho hasta ahora.

Os dejamos dos tráilers de la película, con dos curiosidades: en el primero solo aparece un fotograma de Jessica Chastain, y en el segundo, no se escucha su voz.
 
 

Visionado: ‘Los Miserables’, de Tom Hooper. ‘Una fastuosa producción sin alma’

tres estrellas

Los miserables es una película repleta de reclamos atractivos y de buenas intenciones. Parte de una de las historias más bellas jamás contadas. Cuenta con un plantel de estrellas con los arrestos suficientes como para sostener con sus voces un musical grabado ‘en vivo’ (puro morbo artístico). Presenta también fascinantes escenarios cuya estética casi artesanal recuerda los tiempos gloriosos de las grandes superproducciones cinematográficas. Y entre tanta grandilocuencia y ‘cualidades majestuosas’, se abre paso alguna sorpresa sencilla, genuina: nos referimos a la desgarradora y breve presencia de Anne Hathaway dando vida a Fantine. Su interpretación de la canción I Dreamed a Dream es realmente sorprendente. Los elogios que se ha ganado la actriz al encarnar a la triste y desgraciada obrera francesa, no son titular de un día. Le hacen, desde luego, justicia.
Los Miserables permanece fiel, al menos en su forma, a la versión del musical que tanto éxito ha cosechado en las tablas de medio mundo.  Es una experiencia visual grandiosa, recorrida por bellas melodías y letras elaboradas; es una producción musical fastuosa que, sin embargo, nos deja con la sensación de haber estado contemplando un espectáculo de cartón -piedra. Le falta el alma que inspiró la bella historia escrita por Victor Hugo. Falta mugre en la miseria; verdad en el impulso reivindicativo de las gentes que habitaron la Francia de principios del Siglo XIX; falta desesperación en nuestro protagonista ante su injusto destino y falta el odio con el que Javert sostiene el vacío de su espíritu. 
Tom Hooper resbala en su puesta en escena y en su sentido del ritmo. Intenta forzar nuestra emoción con el abuso de primeros planos avasalladores, en lugar de orquestar un planteamiento de sus secuencias algo más elaborado. Porque hay vida más allá de los rostros esforzados de los actores y posibilidades artísticas, lejos de los números musicales heredados.
Los intérpretes se entregan, qué duda cabe, a sus personajes, pero no basta. Cantaron en vivo en todas las escenas para lograr una mayor autenticidad en sus interpretaciones. Hugh Jackman y Russell Crowe convencen en la piel de Valjean y Javert (aunque resulta un tanto excesivo que el primero haya sido nominado para un Oscar), pero musicalmente hablando, hacen lo que pueden con sus limitadas voces. Sorprenden también las nuevas generaciones de intérpretes, especialmente, el trabajo del joven Eddie Redmayne.
Son las luces y las sombras de una gran superproducción que se olvida fácilmente con el paso de los días. Aunque  es, al salir del cine, cuando ya empezamos a ser conscientes de las inconsistencias que tiene la  película. Algunas son realmente llamativas. Como el tratamiento que se hace de los personajes de Sacha Baron Cohen y Elena Bonham Carter, unos Thénadiers que son meras comparsas, sin la menor gracia, demasiado alejados de la crueldad y de la picaresca negra de los originales.
Por no hablar  del patinazo de la secuencia clave gracias a la cual debería entenderse toda la historia. Apenas se respira la tremenda revolución que experimenta el espíritu de Valjean al verse redimido, resucitado por el perdón y la comprensión de un extraño. La escena, en manos de Hooper acaba convertida en una secuencia un tanto agresiva, atolondrada y, sobre todo, en un número musical tan apresurado y extrañamente vigoroso que sólo le falta ‘calzarse’ un bastón y un sombrero de copa.  

Os dejamos con un trailer que cumple muy bien con su función de despertar el interés hacia una película que no termina de convencer…


Homenaje: Daniel Day-Lewis. ‘Talento patológico e inconsciente’

 
Nominado como Mejor Actor en los Premios Oscar. Madera de luchador, boxeador al borde abismo, inocente declarado culpable, loco histriónico y amable, gángster miserable, minero ambicioso, indio con la honestidad del tigre y presidente histórico. Podemos afirmar con rotundidad que Daniel Day-Lewis, nacido hace 55 años en Londres, pero nacionalizado irlandés, es uno de los mejores actores de su generación y probablemente de las consiguientes. De padre poeta y madre actriz, este monstruo de la interpretación encontró la inspiración, curiosamente, fuera de ese entorno, al participar en el taller de teatro del internado inglés al que fue enviado por su malas compañías de adolescencia. Así, con tan sólo 14 años, apareció por primera vez y brevemente en la gran pantalla, proyectando su mala baba vital a Domingo, maldito domingo (1971), de John Schlesinger.

A partir de ese momento comenzó a formarse como intérprete mientras daba alas a una de sus pasiones más conocidas e insólitas, y por la que su carrera cinematográfica ha sido siempre intermitente: la carpintería. Su participación en producciones televisivas durante su juventud vendría facilitada por su ingreso en la Escuela Teatral Old Vic de Bristol, y por anteriores interpretaciones teatrales que hicieron que su nombre fuera cada vez más conocido en las tablas. Pero precisamente fue en Mi hermosa lavandería (1985), la catapulta del gran director británico Stephen Frears, la que sirvió también a Day-Lewis para demostrar su ya incipiente y sobrenatural talento. El cineasta inglés alabó entonces el perfeccionismo casi “patológico” del actor y su capacidad para mimetizarse, especialmente con la brusquedad, el salvajismo y la pasión más desatada.
 
Y cuatro años después, el actor dejaría asombrados por igual a público y crítica en su desgarradora mimetización con el pintor y escritor Christy Brown, aquejado de parálisis cerebral, que consiguió derribar barreras sociales. Mi pie izquierdo (1989) regaló al actor su primer Oscar y la apertura del baúl de las grandes propuestas, que comenzaron a llover por todas partes. Pero también entonces, los mismos que caímos rendidos a sus pies, no tardamos en darnos cuenta de que no estábamos ante un producto de star-system ansioso de prodigarse y enlazar una película tras otra. Muy al contrario, celoso de su intimidad, sobrio y experto escapista de la fama, desde entonces hasta ahora, ha seleccionado al milímetro cada trabajo, llegando a rechazar papeles en Philadelphia o Pulp Fiction.
Así, al quedar exhausto tras la casi infinita gira que realizó con el National Theatre de Reino Unido, intepretando Hamlet, regreso a la gran pantalla en 1992 con la que probablemente sea su película más conocida en todo el mundo: El último mohicano, de Michael Mann. Al igual que en casi todos sus papeles, se preparó concienzudamente, más en el terreno físico que psíquico, con lo cual sufrió algo menos de desgaste, y prácticamente enlazó esta película con la obra maestra En el nombre del padre, de Jim Sheridan (1993). Otra vez metido de lleno en un caso real, en esta ocasión dio vida a Gerry Conlon, uno de “los cuatro de Guildford” acusados falsamente de un atentado terrorista del IRA, hecho que coincidió curiosamente con su nacionalización irlandesa y su participación activa en la defensa de los derechos humanos. Ese mismo año también estrenó la irregular La edad de la inocencia, de Martin Scorsese, en un sorprendente rol romántico que no ha vuelto a repetir.
Con The Boxer (1997), repetiría director (Jim Sheridan) e intensidad en su personaje, en una película muy laureada pero que no triunfó en taquilla. Sí lo hizo su regreso también a Martin Scorsese en la excéntrica y fabulosa Gangs of New York, donde su papel de Bill el Carnicero se convirtió en uno de los más carismáticos de la carrera del cineasta itano-americano, pese a que la película fue vapuleada y elogiada a partes iguales, y Day-Lewis tachado de histriónico e incoherente. Como siempre, sordo a las críticas y habitante de un universo privado de puertas muy cerradas, se dejó dirigir por su mujer Rebbeca Miller (hija del dramaturgo Arthur Miller) en La balada de Jack y Rose (2005), una historia irregular rozando la mediocridad donde su potencial quedó desaprovechado.
Pero dos años después, tras dedicarse al cuidado de su familia y a sus amados trabajos de carpintería, y cuando los rumores sobre su retirada implícita iban en aumento, Daniel Day-Lewis aceptó el papel de un minero miserable, rencoroso y ruin que consigue hacerse rico con el petróleo en Pozos de ambición, del siempre sorprendente Paul Thomas Anderson, consiguiendo su segundo Oscar al mejor actor principal. La película no ha sobrepasado los límites de la historia, pese a que se trata de una de las mejores de la primera década del siglo, pero confirmó al actor como uno de los grandes, pese a su escasa filmografía.
En la actualidad estamos de expectación máxima. Ya hemos visto su perfil aguileño, inteligente y adusto en el fotograma del cartel de Lincoln, la nueva producción de Steven Spielberg sobre la vida del presidente estadounidense más famoso. De cualquier forma, parece que su pasión interpretativa ha renacido, y tiene firmada una tercera colaboración con Martin Scorsese para 2013, un largometraje llamado Silence. Esperando estamos, y encantados si podemos disfrutarlo por doble partida. “No soy consciente de lo que provoco”, afirmó Day-Lewis hace años en una entrevista, y con ello nos quedamos entonces, elogiando su inexistente método, su naturalidad, su humildad y lo que siempre nos ha provocado, sin él saberlo: profunda admiración.
A continuación los diez minutos finales (SPOILER) de la fabolusa En el nombre del padre, y posteriormente un vídeo tributo, muy épico, a este actor: