EL DOLOR DE ESTAR VIVO
“Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.
Es la secuencia que contiene esta frase en la que Roy (Rutger Hauer) acepta su destino mortal mientras se despide de su breve pero intensa existencia. Había visto a Dios, había matado al padre y había comprendido lo inexorable. Tras la rebeldía, la lucha y las respuestas vacías, llega el momento de reconciliarse con la vida y desaparecer. Pocos instantes cinematográficos nos han estremecido con tanta pasión como los minutos que narran el desenlace de Blade Runner. En la imagen de este replicante que muere, hemos visto reflejados el miedo existencial del hombre y su dolor al sentirse vivo.
Ese gran final es tan solo una pieza que encaja en una obra inmensa, poética y muy triste realizada por Ridley Scott. Sin lugar a dudas, el cineasta dirigió una de las mejores películas de ciencia-ficción de la historia. Para nosotros, la mejor. Un largometraje que recoge el testigo del cine negro, de los años 40, para ir transformándose, de manera casi orgánica, en una angustiosa trama existencialista, mientras a su alrededor se construye un universo fascinante y desolador.
La historia está basada en la obra de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y presenta a Rick Deckard (Harrison Ford), un cínico policía que tiene que dar alcance y “retirar” (eufemismo que maquilla la palabra “eliminar”) a un grupo de androides de última generación, capaces de desarrollar emociones humanas, conocidos como replicantes. Se habían amotinado en las colonias, el lugar donde habían sido explotados como esclavos. Los replicantes llegan a la Tierra para buscar a su creador, el magnate de la empresa de ingeniería genética Tyrell Corp. Mientras se entrega a la persecución, Deckard conocerá a una sofisticada replicante, Rachel (Sean Young), atormentada al descubrir que sus recuerdos nunca le pertenecieron.
Blade Runner cuenta con un guión meticuloso, sobrio en sus diálogos y rico a la hora de ofrecer poderosas imágenes y detalles ambientales. En él abundan las imágenes oníricas y la carga simbólica, como el clavo en la mano de Hauer o el sueño del unicornio, entre otros. De la versión original, sobra la voz en off que no aportaba nada a la comprensión de la trama y que Scott cercenó convenientemente en los 90 al lanzar su propia versión y no la impuesta por la productora.
Sin lugar a dudas, una de las partes más fascinantes de la producción de esta película fue su dirección artística y su recreación futurista de Los Ángeles. Desde la secuencia inicial que abre con un paisaje apocalíptico de la metrópoli, con el aspecto de una gran explotación petrolífera, a la atmósfera densa y contaminada del interior de la ciudad, que nunca se limpia a pesar de la insistente lluvia. O las calles convertidas en un laberinto tercermundista de personas apresuradas, estresadas, perdidas. Los Ángeles se traviste en una especie de Shangai retrofuturista, con edificios coqueteando con innumerables influencias arquitectónicas que se entremezclan en un mestizaje imposible. Blade Runner creó una metrópoli que vive una eterna noche, cuenta con nervios de neón y una publicidad omnipresente.
Al filme de Scott siempre le ha acompañado una leyenda. Casi todo el mundo, hoy en día, comparte la opinión de que Deckard también es un replicante. Ridley Scott lo ha insinuado muchas veces, aunque en su metraje lo deja bastante claro con un par de pinceladas argumentales y una visión onírica. La verdad es que esta polémica morbosa deja de tener su importancia si aceptamos la premisa filosófica que plantea la historia. Al fin y al cabo, nada se pueda afirmar con total rotundidad ni en este mundo ni en otros inventados, recordados o implantados ‘en serie’. Por eso nos gusta recordar Blade Runner como algo más que una gran película, como una emoción angustiosa, confusa y real.
La grandiosa escena del final, todo un tratado de filosofía encerrado en los últimos minutos de un androide:
INTOXICACIÓN DE VAPORES Y FOCOS
Tres décadas de vida cumplió Blade Runner el año pasado manteniendo su puesto de número uno en las películas de culto de ciencia-ficción de toda la historia. Su legión de admiradores sostiene que los años no pasan por ella, que se ve como el primer día, y que esta historia, cuyo estreno en 1982 supuso un fracaso estrepitoso en la taquilla, tiene hoy más lecturas que nunca. Claro, todas las que queramos darle, o más bien inventarnos. Porque lo cierto es que las ambiciones de Ridley Scott, desde nuestro punto de vista, no pasaron de ser estéticas y lo que hoy llamaríamos cool, ya que eso de ser precursora del ciberpunk es una etiqueta puesta con veinte años de retraso. Solo hay que ver que nos acercamos peligrosamente a 2019, año en el que se producen los hechos de la película, y no hay indicios de colonias galácticas, coches voladores y armas láseres, salvo las que podamos ignorar por ser cuestiones de servicios de inteligencia. Para el caso es lo mismo.
El tema es que el policía Rick Deckard (Harrison Ford) persigue a robots que parecen humanos, los replicantes, para matarlos porque se han rebelado contra su función de esclavos. Pero por el camino conoce y se enamora de una de ellos, Rachel (Sean Young), lo que le hace más complicado ir matándolos uno a uno, rompiéndose sus esquemas morales cuando da con el líder de todos ellos, Roy (Rutger Hauer), que le lanza un monólogo de cosas increíbles y una lección sobre la muerte y la vida, digna de Schopenhauer, antes de morir.
Aparte de su claro homenaje al cine negro (ex policía amargadillo que vuelve a su oficio, mujer fatal, investigación de pruebas, pianos y saxofones), el argumento sirvió también para alimentar tres décadas de teorías sobre la condición de replicante de Deckard, ya del todo demostradas, por aquello del sueño del unicornio (insertado por Scott en su director´s cut, a la vez que quitaba la voz narradora en off) y de innumerables guiños. Lo que venimos diciendo: la estela de la película es más grande que ella misma. Malo.
Lo que sí reconocemos es la gran influencia que Blade Runner tuvo en el género, solo echando un vistazo a la multitud de influencias filosóficas, morales e incluso evangélicas de otros filmes como Regreso al futuro, Tron, Matrix, Dark City, Johnmy Mnemonic y alguna que otra saga interminable. El tratamiento de la inteligencia artificial y de la ingeniería genética que se hace en la película es tan simple como el mecanismo de un juguete, pero está claro que abrió un espacio de reflexión heredado de su verdadera precursora, la Metropolis de Fritz Lang. A su legado contribuyeron también una banda sonora del compositor griego Vangelis sobresaturada con el tiempo, y una dirección un tanto peculiar donde los personajes se mueven entre penumbras, vapores y focos, que por muy oníricos que resulten, no dejan de parecernos asfixiantes, claustrofóbicos, mareantes y tóxicos. Si a ello añadimos su lentísimo tempo narrativo y un guion plagado de frases que suenan muy bonito pero que no dicen nada, el resultado es un tratamiento de somnolencia más que eficaz.
Desde luego tampoco la interpretación de los actores es para dar palmas. Una sensación de apatía y desgana recorre las palabras de sus personajes como si estuvieran todo el rato despertando de un sueño de cien años. Muchos lo justifican por el hecho de que en realidad solo estamos viendo replicantes todo el rato, y ellos son así, casi carentes de emociones. Podemos comprenderlo de esta manera, pero es que incluso con esa percepción, personajes tan bien dibujados (casi de cómic) como Deckard, Rachel, Roy, J. F. Sebastian (William Sanderson) o Tris (Daryl Hannah) parecen tremendamente desaprovechados en su absurdo comportamiento y en la no comprensión de sus motivaciones. Que le pregunten a Harrison Ford por su experiencia, si alguien todavía se atreve a ver su transformación en un demonio escupe-espuma.
Dejemos a un lado, además, las teorías paranoicas sobre el supuesto gafe que Blade Runner supuso para las empresas (unas cuantas) que se anunciaron en la película. Porque queremos destacar finalmente su simbología y la impresionante construcción de referencias culturales y filosóficas, inventadas unas y otras extraídas de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip F. Dick, libro base de la historia. Lo que pasa es que la enturbiada docena de frases que contribuyen a ello nos conduce hacia un final donde asistimos a algo que sabemos que es bello pero que no entendemos de dónde viene, cómo se produce, qué lo motiva a ser lo que es y a comportarse así. Y pese su legendaria condición, nosotros solo podemos decir que la incomprensión genera vacío. Y el vacío se nos olvida, porque no ocupa espacio y no trasciende.
La pieza de Vangelis que pone música a los créditos finales de la película y una de las más aclamadas de la historia del cine:
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