‘Sospechosos habituales’, de Bryan Singer. ‘El mejor truco del noir’ vs ‘La trampa interminable’

 
EL MEJOR TRUCO DEL ‘NOIR’

El misterio se llama Keyser Soze. Tan sólo parece un nombre, pero es un conjuro, un mito, una “voluntad” inhumana, puede ser el reverso de Dios, un cuento de terror para niños o un tipo sin alma. O quizás tan sólo un solemne fanfarrón. Keyser Soze es todo lo que puede alcanzar a comprender una imaginación aterrorizada o la coartada perfecta para que un sabueso pelmazo salve su amor propio. Descubrir la identidad de Keyser Soze es también el principal poder de atracción de una gran película de los 90, llamada Sospechosos habituales y firmada por Bryan Singer.
 
Es cine negro, ‘pero retorcido’, como explicó en su momento su director. El punto de partida de la historia, para el guionista Christopher McQuarrie, fue una imagen que le rondaba por la cabeza: la de cinco delincuentes que coincidían en una rueda de reconocimiento (Stephen Baldwin, Benicio del Toro, Kevin Pollak, Kevin Spacey y Gabriel Byrne). A partir de entonces, estos criminales comenzarán a trabajar juntos en diferentes ‘golpes’ hasta que se den cuenta de que están siendo manipulados por un abogado, llamado Kobayashi, y por su jefe: un tal Keyser Soze. A través de un interrogatorio puesto en escena por el teniente Kujan (Chazz Palmintieri), nos cuenta la historia un tullido Roger ‘Verbal’ Kint, el único de los cinco criminales protagonistas que sobrevive al último encargo.
 
Sospechosos habituales es una película magnética, cautivadora, llena de nervio que recorre un guión y una puesta en escena realmente soberbios y maliciosos. Presenta a una serie de personajes con mucha fuerza, que establecen entre sí una maraña de afinidades y roces, tan excitantes como las frenéticas secuencias de acción. Son tipos duros, pero también vulnerables, humanos, imperfectos. Como Dean Keaton (Gabriel Byrne), la encarnación de un romántico perdedor que se aleja voluntariamente de su redención.
 
Singer y McQuarrie se entretienen tejiendo para ellos una tela de araña inexorable, un viaje hacia la perdición donde la tensión va in crescendo conforme nos acercamos a la resolución del misterio. No nos lo ponen fácil. El filme es un caleidoscopio confuso de información que se mueve entre lo que pensamos que sabemos, lo que podemos llegar a creer y también sobre lo que nos gustaría creer para que el mundo y sus acontecimientos giraran con cierta reconfortante lógica.
 
El cineasta eligió para su puesta en escena un plantel de actores con diferentes orígenes y escuelas. Todos están fantásticos en sus respectivos registros, sin embargo, sobresalen el atildado y contenido criminal elaborado por Byrne y, en especial, la interpretación de Kevin Spacey, muy sutil, llena de miradas que confunden y con el sarcasmo asomándose en cada uno de sus gestos, como buen fullero. Buena parte del poder de fascinación de la película se lo debemos a John Ottman, un artista que se encargó de realizar el montaje y de componer la solemne y fatalista banda sonora.
 
Las secuencias finales en las que se nos desvela el misterio son todo un ejercicio de inteligencia e imaginación. Esa taza de café que nunca deja de caer en el momento de la revelación, un repaso a un tablón de anuncios que insulta la inteligencia, unos andares equívocos y una mano que se desentumece para encender un cigarro. Poco más se puede decir para desvelarnos la verdad. Una verdad que golpea con la certeza de que hemos estado haciendo el primo durante 90 minutos. Singer es un mago del suspense que zarandea al espectador caprichosamente, pero por una buena causa, para sacarle del mortal aburrimiento y confundirle, descaradamente, con una historia llena de espejismos. Había inventado, para ello, un buen truco.
 
La rueda de reconocimiento inicial, un ejercicio inigualable de presentación de personajes:
 


LA TRAMPA INTERMINABLE 
Un reparto realmente espectacular y algunos que otros gorgoritos en el guión hicieron de Sospechosos habituales en 1995 una de las películas más laureadas del año y de la década, encumbrando el cine negro con personalidad autoral y dándole un nuevo empuje, que haría que este género se cruzara con el thriller hasta el día de hoy, generando las mejores taquillas mundiales. Pero no creemos que su legado pase más allá de eso. Desde luego es la mejor película del primer sospechoso del film, su director, Bryan Singer (creador de dos entregas de X-Men, Verano de corrupción, Valkiria y co-director de la serie House, entre otras). Sospechoso por jugar a las cartas marcadas y a las trampas innumerables con las que cuenta la película, una auténtica carrera de obstáculos que la convierten en un sin sentido justificado por un –supuesto- sorprendente final.
Al margen de que la historia no haya envejecido como debiera y hoy la veamos superada y vencida, cuestión que no queremos señalar como determinante, su argumento en forma de telaraña comienza con una estupenda secuencia en un barco, donde un desconocido a quien no vemos mata al ex policía corrupto Dean Keaton (Gabriel Byrne) para pasar después su danza de continuos saltos en el tiempo. Objetivo: conocer en paralelo el transcurso de los acontecimientos en la actualidad y también seis semanas atrás.
El inicio de la narración en off atropellada y aturullante del tullido Roger ‘Verbal’ King (Kevin Spacey) ya nos deja medio mareados nada más empezar, con un total desaprovechamiento en la presentación de este personaje, crucial para la historia, y sin embargo, carente del forzado halo de misterio, esquizofrenia e incoherencia con el que se le pretende coronar. Solo el genial interrogador, el agente de aduanas Dave Kujan (Chazz Palminteri) salva las secuencias agobiantes de este tercer grado, absurdo y sin conexiones creíbles con la historia de ‘Verbal’.
Pero ahí no acaba la trampa. En la famosa rueda de reconocimiento asistimos igualmente a la presentación de los protagonistas: junto con ‘Verbal’ y Keaton, tenemos a Michael McManus (Stephen Baldwin), Fred Fenster (Benicio del Toro) y Todd Hockney (Kevin Pollack). En total, cinco hombres malos destinados a caer en las redes de amenazas y chantajes del temible Keyser Soze. Entramos entonces en un quinteto hermanado pero sin alma, sin tensión dramática, apenas esbozado, salvo por los conflictos internos de Keaton y la inquietante y bipolar conducta de ‘Verbal’. Pero ningún elemento termina de enseñarnos a la banda de criminales con algo de grandeza villana, salvo algunos juegos de cámara encajados en un guión de Christopher McQuarrie, tan oscarizado como demencial. Como si la película se hubiera ido improvisando o escribiéndose a sí misma conforme la aglomeración de tramas, redes y dobles sentidos comenzara a bifurcarse hacia callejones sin salida. Al final, es la aparición del personaje de Kobayashi (Pete Postlethwaite) y la mención a Keyser Soze lo que parece que va a contribuir a sacarnos del laberinto, una vez transcurrida ya una hora de película. Pero nada de nada.
La narración de los hechos por parte de ‘Verbal’ (a veces cobarde, otras desafiante, a ratos lúcido, a ratos medio oligofrénico, casi siempre agobiante) no deja de ser una maraña de nudos como las cuerdas atadas al barco que refleja el primer plano del principio y del final de la película. Para algunos, aviso de genialidad, para nosotros metáfora de embarullamiento mental. No sabemos si la intención del guion era mostrarnos al tullido como débil e inocente, perdido en una sucesión de acontecimientos y cebos de los que sale indemne por obra y gracia de su inocencia. Pero si fuera el caso, no cuela. Acaso lo haga en su versión original, donde no se descubre al principio la sorpresa de la película, como sucede en la versión doblada al castellano de la manera más torpe.
El caso es que el cine negro, y su medio hermano, el thriller denso y psicológico, no puede basarse simplemente en un final fácil e inverosímil. Singer probablemente alucinó cuando vio la historia de McQuarrie sobre el papel, y le dio vida con unos actores que merecían ser tratados con mayor dignidad y buen gusto, y no paseados de escena en escena perdidos entre saltos de malabarista. Hasta uno de ellos grita desesperado “¡Esto es una jodida trampa!” a mitad de la película, como avisando a todos de que el final de su historia está a merced de unas manos temblorosas e indecisas, o acaso de un loco, y no del tal Keyser irreconocible y temible, que no pasa de ser la caricatura de una trampa interminable, o lo que es peor, terminada sin solución, astucia o emoción.
Aviso urgente: SPOILER inmenso. El aclamado y comentado final, todo un mito de los 90:

Visionado: ‘Frankenweenie’, de Tim Burton. ‘Maravillosa y eterna resurrección’

cuatro estrellas

Resucita el perrito Sparky. Resucita nuestra ilusión. La que hace 28 años hizo de nuestra infancia una forma de soñar con la eternidad cuando el niño Victor Frankenstein (Barret Oliver, el olvidado pequeño de La historia interminable y Cocoon) devolvió a la vida a su amada mascota para disgusto de sus padres y vecinos. Resucita el viejo cine de monstruos de serie B: vuelve a la vida el peor director de la historia del cine, el Ed Wood al que ya rindiera tributo  Tim Burton en 1994. Resucitan los muertos de la fantasía más clásica, solo que revestidos de sincronizada animación, rodada en stop-motion (fotograma a fotograma) y para regocijo de los incondicionales del también llamado Victor de la La novia cadáver. Resucita el universo de imaginería, ternura, tenebrismo y clasicismo fúnebre que ha hecho de este director el mejor (y casi único) en su género.
 
Frankenwwenie ya no es solo la revisión del mito de Frankenstein contada en los 15 minutos del inolvidable cortometraje de 1984. Aunque también en blanco y negro, se ha convertido en una fiesta de personajes con alma, carismáticos, trági-cómicos, cuerdi-locos, salidos de la maraña incombustible de Burton como marionetas convertidas en una amalgama perfecta de sentimientos, de carne, hueso y ojos, bailando al son de la historia del niño chapuzas (‘weenie’ en inglés) que no soporta la pérdida de su perro y decide resucitarlo mediante un amplio y sobrenatural conglomerado eléctrico.
 
Con ello, el cineasta californiano ha conseguido, por fin, quitarse la espinita y cumplir su sueño particular: contar la historia completa como él quería, como siempre la tuvo en su cabeza. Victor y Sparky como ejes principales y un mejor trabajado y lúgubre cementerio de animales, para un relato acompañado de más acción, argumento y personajes: el profesor, la vecina, el alcalde de New Holland, y el cuarteto de compañeros envidiosos, a cual más excéntrico y divertido. Y como sucediera en Eduardo Manostijeras (otra mirada de este mago del cine al mito creado por Mary Shelley) los vecinos, los malos entendidos, las falsas acusaciones, la ciencia como medio y como fin, y el final de jauría humana, serán los obstáculos que el enorme amor entre niño y perro deba superar.
Con Danny Elfman de nuevo a la batuta incansable de la música, Burton desata toda su pasión por el cine en el inicio de la historia, en la película que ven los padres de Victor, en el divertidísimo homenaje a Los Gremmlins o al primer Godzilla, y en los recuerdos que rescata de su propia filmografía, como si quisiera volver atrás de sí mismo, autocomplacerse. Y con todo ello nos regala un cuento tétrico y feliz, para niños y para adultos amantes de la fantasía, con su maestría ya legendaria. Puede que hallemos pocas novedades y que, por estos motivos, algunas partes puedan parecer vistas u oídas. Quizás este director haya terminado, como muchos otros, haciendo cine para sí mismo. Poco importa si las señales eléctricas, sus luces de atracción, y las emociones que nos despierta son las mismas que hace ya dos décadas. 
 
Por eso hablamos de resurrección. La suya y la de sus personajes. Aunque Alicia en el País de las Maravillas no nos desencantó del todo y defendimos Sombras Tenebrosas como comedia disparatada que era, ha sido en Frankenweenie donde hemos revivido junto con Burton su universo de magia cinéfila. Una resurrección alargada en el tiempo, proyectada mas allá de sus actuales 87 minutos de cine inclasificable. La vida después de la muerte y el amor a los sueños de infancia por encima de todo. Una resurrección maravillosa y eterna.
 
Os dejamos el cortometraje de 1984, culpable de todo esto. Imprescindible su visionado para comprender la grandeza de este fabuloso remake:
 

Visionado. ‘Salvajes’, de Oliver Stone. ‘Un ambiguo giro al infierno’

tres estrellas

Oliver Stone ha intentado ‘hacer negocios’ con la fórmula cinematográfica que encumbró su carrera (violencia, paraísos artificiales, corrupción, sexo) pero sin mojarse del todo, al menos con la pasión con la que solía hacerlo en otros tiempos.
Salvajes es una adaptación de una novela del celebrado autor norteamericano Don Wislow y nos sitúa en Laguna Beach, paraíso en la tierra californiana, donde nos encontramos con un trío muy bien avenido.  O, Ofelia (Blake Lively), es una rubia, made in Hollywood, que está enamorada del hombre perfecto, es decir, de la suma de dos tipos antagonistas. Comparte amor y sexo con Ben (guapo y crecido Aaron Johnson), un antiguo estudiante de empresariales de Berkeley, budista, experto botánico y un filántropo en su tiempo libre y también con Chon (Taylor Kitsch). Este último es un ex – combatiente de la guerra de Irak, sin mucho trauma, pero con la ‘pipa’ y el puñetazo siempre a punto, de pocas palabras, pero de buena madera. Ambos se han convertido en millonarios, sin apenas esfuerzo, gracias a un negocio de venta de marihuana. Y ambos viven en la inopia… hasta que un cartel mexicano decide abrir su sucursal en el norte. Lo regenta una bella e implacable ‘Doña’, Elena (Salma Hayek), una madre dolorosa que echa mano de secuaces desalmados como Lado (Benicio del Toro) para conseguir sus propósitos.
La película parte de una reflexión, con cierto regusto taoísta, sobre el alma del ser humano, dividida en dos, oscilando entre su lado bueno y su lado más inquietante, sin embargo, los propios acontecimientos de la película acaban confesándonos que pensar en algo así es tan sólo una explicación más del universo y sus habitantes.  Porque no hay redención posible, el ‘hombre es un lobo para el hombre’ y, si nos apuran, todos acabamos comportándonos como unos salvajes. Sin ir más lejos, esta imagen nos la proporcionan los dos protas: idealismo y espiritualidad, el uno, carnalidad y puro arraigo, el otro, que acaban realizando juntos su propio viaje hacia el lado oscuro convirtiéndose en un par de asesinos despiadados que saben jugar sucio cuando les duele la herida.  Stone se acerca a todo ello con el tono desenfadado y cruento con el que siempre ha sabido tratar la falta de moralidad y la violencia, aunque de manera menos delirante y jugando al despiste.
Y esa misma dualidad, curiosamente, se repite, como un patrón extraño, a lo largo del metraje, pero de múltiples y, a veces, accidentales maneras. Así, mientras nos encontramos a unos actores carismáticos y arrebatadores, observamos a otros languidecer en interpretaciones blandas. Ahí están unos espléndidos Salma Hayek y Benicio del Toro (curiosa y fascinante relación la que mantienen estos dos) frente a la insufrible Blake Lively y uno de sus novios, Taylor Kitsch… Y frente a algunas secuencias logradas (la cena que comparten Elena y su cautiva, O; la conversación entre el agente de la DEA, interpretado por Travolta, y Del Toro) la película nos brinda algunas ingenuidades, propias de un guionista, cuando menos, primerizo (el secuestro de la dulce y confiada Ofelia).
Este yin y yang, para qué negarlo, un tanto pelmazo, también se apodera del principio y del final de la película de una manera desconcertante. Así, O, nos cuenta que va a ser la narradora de nuestra historia, lo que no quiere decir que acabe viva y llegando al clímax nos damos cuenta de que no estamos precisamente ante una gran estratagema cinematográfica, a lo Billy Wilder, pero que a la joven no le faltaba razón.
En cualquier caso, la película se llena de vida y de oficio con algunos rasgos muy buenos en la composición de ciertos personajes. Nos gustan, especialmente, la odisea vital de Elena, una madre despechada, o la catadura moral de un ‘sumiso’ perro de presa, el viejo Lado.
El filme hace alarde además de un buen montaje, dinámico, vibrante, con sentido del ritmo, pleno de forma y muy propio de un cineasta como Oliver Stone.
Así que haciendo gala de la ambigüedad omnipresente en la película, como valoración final, sólo nos cabe decir que el filme se deja querer, aunque se arrincona fácilmente en la memoria. Quizás esta no fuera la historia más adecuada para que Stone regresara a su época dorada dando su particular giro al infierno. 
 
 

Visionado: ‘Lo imposible’, de Juan Antonio Bayona. ‘Ola de angustia, dolor y vida’

 
cinco estrellas
 
El mar en calma, perfecto, paradisíaco, es la primera imagen de esta película. Hacia esa maravillosa estampa llega una familia compuesta por un matrimonio y sus tres hijos, fotografía de la candidez, la perfección y la felicidad. Pero todos sabemos de qué va la historia, y esa primera jornada entre globos de luz y juegos en la playa no hacen sino aumentar una tensión en la que su director, Juan Antonio Bayona, se recrea, mostrándonos los detalles de esa parte del mundo, sus animales, sus palmeras, los gestos de los protagonistas, su complicidad, su amor. Hasta que llega el tsunami y todo estalla por los aires, momento en el que dejamos de respirar para seguir el ritmo de los latidos que la propia historia desprende, en una ola de angustia, dolor y vida.
 
Lo imposible está basada en la historia real de una familia española que sobrevivió al maremoto que en la Navidad de 2004 arrasó la costa del Sudeste asiático y la vida de miles de personas. Hasta ahora, solo Clint Eastwood había recreado para el cine esta tragedia, en Más allá de la vida, una prueba que el director español supera con creces. Porque no es una simple película de catástrofes naturales. Es creíble, realista, cruda y aterradora desde el momento en que el personaje de María (espectacular Naomi Watts) grita con todas sus fuerzas aferrada a una palmera y emprende, arrastrada por el agua, el camino hacia la supervivencia de la mano de su hijo mayor, Lucas (asombroso el joven Tom Holland). 
 
Navegamos así en una primera parte del film con estos dos personajes, probablemente los mejor conseguidos, entre una ambientación sobrecogedora de los paisajes tras la tragedia, y unas interpretaciones que limitan con lo insólito. La cámara se va con ellos, les acaricia, en una muchedumbre de primeros planos que desgarra la pantalla mientras observamos a María, personificación y rostro del dolor y la agonía durante casi toda la historia; y a su hijo Lucas, su enganche a la vida, desesperado, creciendo entre la tragedia y el miedo. Solo con las escenas de ambos arrastrados por el agua y su recorrido hasta llegar al hospital, el lenguaje cinematográfico, sin apenas guión, es tan perfecto como su dolor. 
 
La convulsión emocional llega en la segunda parte del relato, con Henry (Ewan McGregor) y sus otros dos hijos (muy ‘spielberiana’ la dirección de los niños) viviendo su propia pesadilla. Con menos crudeza, y algo más de corazón, la tensión deja paso a los sentimientos de pérdida, esperanza y valentía, hasta que los caminos llegan donde tienen que llegar. 
 
Bayona ensarta la flecha donde más duele acompañándose de una espectacular y muy estimulante banda sonora de Fernando Velázquez. “Cierra los ojos y piensa en algo bonito”, frase que repiten tres personas diferentes durante la película, es la premisa contraria a la vía de comunicación de este tremendo cineasta con su público, al que ahoga en lágrimas sin contemplación. Cinco años después de la magnífica El Orfanato, y muchos videoclips mediantes, este director barcelonés viene a dar grandeza a las superproducciones de nuestro cine, junto con los geniales Rodrigo Cortés, Juan Carlos Fresnadillo, Jaume Balagueró o Alejandro Amenábar
 
Y por más que nos dicen, nosotros no vemos ningún final feliz. Todo lo contrario. La película deja un hueco tan grande para los que no sobrevivieron, para los que no fueron encontrados, para los que perdieron, en el visionado de unos terrenos de desolación tan absolutos, que lo último que sentimos fue la felicidad recobrada. Tampoco creemos que sea excesivamente melodramática o sensiblera. O puede que sí, quién sabe. De lo que sí tenemos constancia es de que, aunque no estuvimos allí ni vivimos experiencia parecida, la vida y la muerte tuvieron que ser así en ese rincón del mundo durante esa Navidad. O seguramente peor. Qué menos que llorar, por favor.

Disección: ‘Los lunes al sol’, de Fernando León. ‘Conseguir estar juntos’

 
CONSEGUIR ESTAR JUNTOS
 
PANORÁMICA: 2002 comienza con una nueva cara, la del Euro, que entró en circulación en 12 países de Europa. El continente también estaba de enhorabuena por otras noticias. Mientras un equipo de médicos de la Clínica Universitaria de Navarra realizaba con éxito el primer implante de células madre, para regenerar un corazón que había sufrido un infarto, en Gran Bretaña se autorizaba el nacimiento de un niño probeta para salvar la vida de su hermano. Sumergiéndonos en antiguas civilizaciones, el 2002 fue el año en el que la expedición liderada por el polaco Jacek Palkiewicz descubrió la legendaria ciudad Inca, “El Dorado”, entre los departamentos peruanos de Cuzco y Madre de Dios. En Brasil, el líder de izquierdas Lula da Silva, ganó las elecciones y en África finalizó la Segunda Guerra del Congo. En España, Alejandro Amenábar triunfó en los Goya logrando 8 estatuillas gracias a su película Los otros. En la otra cara de la moneda, en concreto, en Bali, un atentado de Al-Qaeda acabó con la vida de 202 personas e hirió a más de 300 y en Hollywood, murió ‘Dios’, el gran Billy Wilder, a los 95 años. Ya en territorio español, el islote de Perejil fue ocupado por un grupo de gendarmes marroquíes y reconquistado, seis días más tarde, por las tropas españolas. En las costas gallegas, escenario de la película que hoy abordamos, sucede algo mucho más serio: se hunde el petrolero Prestige originando uno de los mayores desastres ecológicos que ha sufrido nuestro país.
 
EL MEOLLO: Un grupo de antiguos trabajadores de un astillero, que hace años se quedaron sin empleo, se reúnen todos los días en el bar de Rico (Joaquín Climent). Allí, entre caña y caña, comparten confidencias, recuerdan viejos tiempos e intentan soñar con un futuro mejor, aunque sin atreverse del todo. Entre ellos, se encuentra Santa (Javier Bardem), un hombre de mediana edad, astuto y caradura, un ‘arruina ilusiones’ de primera, pero de buen fondo. Malvive de lo que le da su instinto de pícaro mientras ve la tierra prometida en el reflejo de una gotera. Su compañero José (Luis Tosar) es un hombre “sin casa, ni créditos, ni hijos”. Un tipo asustado, de pocas palabras, tranquilo, que sin embargo vive atormentado porque es una mujer, su mujer (Nieve de Medina), la que lleva el pan a casa. Por su parte, Lino (gran José Ángel Egido) aprende informática con su hijo, esconde sus canas con un tinte de supermercado, guarda largas colas en el INEM y no falta a una sola entrevista de trabajo, donde siempre acaba encontrándose con sus demonios internos. Y Amador (inmenso Celso Bugallo) sólo observa y bebe, y vive en una larga espera: la del regreso de una mujer que hace tiempo le abandonó. La amistad les une y les mantiene en pie hasta que la muerte de uno de ellos convulsione sus existencias.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Cuando Fernando León de Aranoa apareció en la entrega de los Premios Goya de 2003 con su ya famosa chapa de ‘No a la guerra’, junto con otros actores, con motivo de la intervención militar de España en Irak, demostró la mayor coherencia de su carrera, juntando sus dos facetas: la de persona y la de director. Comprometido con las causas sociales, solidario, sin pelos en la lengua y tan locuaz como alto y desgarbado, este cineasta madrileño sorprendió al jurado de festivales de renombre con la proyección, primero del cortometraje Sirenas (1994), y después con su debut en el largo, Familia (1996), un crudo y cínico retrato de esta institución, de la soledad y de las imposturas sociales. Gracias a su enorme éxito, dejó sus primerizos trabajos como guionista de televisión (trabajó para Martes y Trece y para ‘Chicho’ Ibáñez Serrador) y se embarcó en un proyecto de mayor presupuesto con el que terminó de ganarse el favor de público y crítica: Barrio (1998), la historia de tres chavales de las barriadas de Madrid, agotados por su propia y miserable realidad y que sueñan con un mundo mejor. Con esta cinta se introdujo en los Premios Goya (mejor guión y dirección), un palmarés que ampliaría cuatro años después, tanto en los premios de la Academia como con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, tras el estreno de Los lunes al sol (2002). La que hasta ahora ha sido la obra maestra de su carrera nos ofreció una visión del desempleo, la amistad, el miedo y la frustración como no hemos vuelto a ver en el cine español. Pero el que parecía haberse convertido en nuestro Vittorio de Sicca, en nuestro Ken Loach particular, naufragó después al querer convertir su carrera en una muestra de problemas sociales de catálogo, donde al final cayó en el estereotipo y perdió el pulso de su propio naturalismo, como le sucedió con la prostitución en Princesas (2005), y con la inmigración en Amador (2010). No obstante, sabemos que su talento sigue exprimiendo el mundo de los olvidados, maltratados y marginados, como ha demostrado en su participación en las fabulosas películas documentales Invisibles y La espalda del mundo. Esperamos ansiosamente su próxima historia ante la enorme materia prima de la que ahora dispone en nuestro país: crisis económica, recortes sociales, pobreza, miseria e indignación. Le animamos a ello. Esperamos otra obra maestra.
 
PRIMER PLANO
 
JAVIER BARDEM: Por su aspecto rudo, Javier Bardem era carne de encasillamiento interpretativo, pero su buen oficio le ha convertido en uno de los actores más versátiles y brillantes del panorama internacional. En un ‘todo terreno’ de los estados emocionales más delicados o desbordados. Curioso, viniendo de un hombre que tiene alergia al “exhibicionismo de los sentimientos”, en sus palabras. Perteneciente a una larga estirpe de artistas, Bardem primero jugó al rugby, después estudió pintura en la Escuela de Artes y Oficios y se empleó en los trabajos más variopintos, antes de decidirse a probar, pero en serio, aquello de la interpretación. En Las Edades de Lulú (1990) conoció a Bigas Luna quien le fichó como protagonista para Jamón, Jamón (1992) película que convirtió en celebridades patrias a un trío representativo de una generación de actores españoles (junto a Bardem, su futura mujer, Penélope Cruz y Jordi Mollá). En Días contados (Imanol Uribe, 1994) dejó a un lado su faceta macarra y nos fascinó, a pesar de la entrañable repugnancia que causaba su personaje de yonqui con un pie en el otro barrio. Coincidió en dos ocasiones con Almodóvar, pero fue en Carne trémula (1997) donde el manchego le regaló un papel interesante: un hombre que rehace su vida postrado en una silla de ruedas y se convierte en un jugador de baloncesto paralímpico de éxito. En 2003 nos volvería a llamar la atención con la película que hoy traemos a Cinetario, Los lunes al sol, donde dio vida al personaje de Santa. Después, llegaría otra interpretación memorable, la de un vitalista Ramón Sampedro que lucha por conseguir una muerte digna en Mar adentro (Alejandro Amenábar, 2004). En Vicky, Cristina Barcelona (2008) se hizo pintor para Woody Allen y se enredó en varias relaciones sentimentales, mientras que los hermanos Coen le hicieron componer el retrato de un villano antológico que decide, a cara o cruz, la suerte de sus víctimas. Con No es país para viejos (2007) ganó el Oscar de la Academia, un premio que le resultó esquivo, sin embargo, tras la lección magistral de interpretación que ofreció en la bellísima y desoladora película Biutiful (Alejandro González Iñárritu, 2010). Próximamente, le veremos de nuevo como malo en la última de la franquicia de James Bond, Skyfall (Sam Mendes, 2012).
 
LUIS TOSAR: La mirada de Luis Tosar es un lenguaje universal con capacidad para expresar todo lo que pueda esconder el alma humana. Este actor lucense, de descomunal talento, se marchó a Santiago para estudiar Historia, aunque ya por aquel entonces se le había puesto en el entrecejo la firme determinación de hacer teatro. Debutó en el largo en 1998, en Atilano Presidente, de Santiago Aguilar y Luis Guridi y mientras la década llegaba a su fin y comenzaba la siguiente, fue frecuentando cintas muy conocidas como Celos (Vicente Aranda, 1999), Flores de otro mundo (Icíar Bollaín, 1999), La Comunidad (Álex de la Iglesia, 2000) o Sin noticias de Dios (Agustín Díaz Yanes, 2001), entre otras. En 2002, deslumbra con su personaje de José en Los Lunes al sol, un secundario ‘roba planos’ que le regaló su primer Goya. Pronto nos dimos cuenta de su versatilidad y así, mientras en La flaqueza del bolchevique (Manuel Martín Cuenca, 2003) interpretaba a un tipo corriente que perdía los papeles por una pija macarra y por su hermana quinceañera, en Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003) se ponía en la piel de un maltratador infame que lograba lo imposible: despertar cierta compasión. Tras una breve incursión en el cine blockbuster, encarnando a un capo de la droga en Corrupción en Miami (Michael Mann, 2006), llegó su obra maestra, Celda 211 (Daniel Monzón, 2009). Para hacerse con su personaje, Malamadre, le pidió prestada la voz cazallera a su buen amigo, El Chino, y dejó que su instinto de intérprete hiciera el resto. Logró el retrato perfecto de un recluso carismático y violento con un estricto y particular sentido de la moralidad, un auténtico Mefistófeles que acaba tropezando con su propia redención. Tosar estuvo sencillamente, genial. Después, le hemos visto en otros filmes interesantes como en También la lluvia (Icíar Bollaín, 2011) y en la fascinante Mientras duermes (2011), de Jaume Balagueró, donde volvió a encarnar la perversidad en su estado más sofisticado. 
 
CONTRAPICADO: La película es un espejo de la tristeza pero que raramente nos hace llorar. Las inteligentes manos de León de Aranoa, junto con Ignacio del Moral en el guión, supieron contener el llanto regalándonos en muchas escenas un sendero a la esperanza, a través de la lucha de sus personajes. Así sucede cuando Santa cierra el círculo de sus problemas con la justicia con una pedrada a una farola (historia, por cierto, basada en un hecho real) o cuando los protagonistas asaltan al abordaje la ría de su ciudad o un chalet lujoso por vía de una niñera (Aida Folch) muy espabilada. Es en estos momentos cuando todos los desempleados viven su particular lunes al sol, dibujando sus sueños a base de cosas que no conocen, de ironía, de odio tenue y mal disimulado, y de borracheras que no hacen olvidar. Ahí se encuentra, en el estupendo guión y en sus maravillosas interpretaciones la grandeza de este cuadro social del paro forzado. Porque la dignidad que observamos en ellos, su forma cruda de relacionarse y decirse las verdades a la cara, la pelea sindical que juntos abanderaron y perdieron, son los motores que siguen dando sentido a sus vidas. No lloramos, no. Porque no nos dan pena, nos dan acaso envidia, porque se comportan como seres humanos y no como héroes de pacotilla. Porque saben que tienen poco o nada que perder, y ahí siguen intentando buscar en el pasado, en una oficina de empleo, o en una repartidora de quesos un motivo para seguir en el mundo.
 
PICADO: Es cierto que si esta gran película pretendía colgarse la medalla de cine comprometido, no tuvo demasiada fortuna. Los protagonistas son unos tipos que no han perdido el sentido del humor, pero están completamente derrotados. Viven anclados en tiempos mejores, pasan las horas muertas en un bar con mala sombra o en un ferry que realiza viajes a ninguna parte. Eso sí, para brindarnos diálogos buenísimos, muy logrados y situaciones que son cine en estado puro. El único personaje que intenta romper la apatía que siente todo el grupo, acaba entrando en la misma dinámica negativa y de abandono que viven los demás. Pero eso no es todo. Uno se queda con la impresión de que los personajes que han encontrado un medio de vida, tras el despido, no son tratados con la dignidad que les corresponde. Parece como si tuvieran que pedir perdón por encontrar un trabajo precario o montar un negocio. El guarda del estadio de fútbol crea rechazo porque, en una secuencia, y calentito por alguna que otra copa de más, tacha a sus antiguos compañeros de vagos. ¿Es un malo previsible? En cuanto al hostelero, por supuesto, se nos da cumplida cuenta de que claudicó, aparcó la lucha por los derechos de los trabajadores y firmó un convenio antisolidario. En esta cinta, el cine social de León de Aranoa suelta cierto tufillo maniqueísta que, sencillamente, le resta humanidad al conjunto. A pesar de los buenos golpes de humor que nos reservan los diálogos, la película respira demasiado fatalismo, demasiado abandono. Y eso por momentos agota.
 
SIMBIOSIS SONORA: El tono musical se rebajó un punto en este largometraje tras el festival de canciones con el que el cineasta acompañó las andanzas de los tres protagonistas de Barrio. En Los lunes al sol, su director apostó por reservar la mayor parte de su largometraje a las maravillosas e intimistas piezas instrumentales del prolífico compositor Lucio Godoy, cuya escucha completa y sin diálogos recomendamos a todo amante de la música. Reservó así otros temas para momentos estelares, como es el caso del On the Other Side of the World de Tom Waits, que aparece tanto en su versión instrumental como cantada; o la escena del karaoke, una de las más brillantes por su fotografía de un momento de felicidad, con los temas Ni tú ni nadie, de Alaska y Dinarama, y Nel Blu Dipinto Di Blu (Volare) de Domenico Modugno, en su versión española. Por descontado, el momento de Santa en su soledad solo pudo haber sido complementado con La Mer de Charles Trenet, tema cinematográfico donde los haya que siempre consigue el objetivo de hacernos oler a sal y a sueños.
 
OJO AL DATO: Fernando León necesitó pocas palabras para convencer a Elías Querejeta de que financiara su película. Todo estaba en orden y perfectamente encajado en su cabeza, hasta que se encontró con un imprevisto que ni sospechaba: la inmensidad que Javier Bardem, quien personalmente le pidió trabajar con él, le dio al personaje de Santa. Aparte de engordar diez kilos, dejarse una barba que no hemos vuelto a ver, y bordar un acento gallego que dos años después perfeccionaría en Mar adentro, el que probablemente comenzó a ser el mejor actor español del nuevo siglo, lo dio todo en Los lunes al sol, se dejó la piel y contagió a sus compañeros de reparto, especialmente a Luis Tosar, creándose una amistad inquebrantable que todavía dura. Todos vistieron con una creatividad cercana y espontánea la historia del derrumbamiento de sus vidas. Desde el inicio de la película, con imágenes reales de una protesta de trabajadores asturianos de los astilleros, hasta su final, los tres párrafos que el cineasta envió al productor vasco se convirtieron en una de las mejores películas del cine español.
 
RETRATO DEL HÉROE: De nuevo el carisma hizo al héroe. Sincero, chulo, borde, cínico, caradura, filósofo de serie B, mujeriego, a ratos dentro y fuera de la realidad, ácido, inventor de los significados de las cosas, y testigo de la historia más triste de toda la película, Santa es casi por entero el líder de este drama social. Un Marlon Brando menos atractivo que en La ley del silencio, pero también más cachondo, pendenciero y lleno de un cabreo natural y necesario para admirarlo, y por tanto, amarlo. Su revisión del cuento de La cigarra y la hormiga, sus fantasías sobre Suiza o sobre las antípodas, sus disertaciones sobre el criterio, y su orgullo a cuenta de una farola son las armas para que este personaje se haya sumado a la lista de los más recordados de los últimos años. Sabemos que hoy el mundo está plagado de personas así. Hace diez años, este grupo de compañeros ya eran los indignados de principio de siglo. Santa, defendiendo las protestas por el empleo que perdió, les transmite un mensaje a sus amigos que hoy en día debería estar vigente siempre que se nos olvide por qué protestamos y alzamos las manos: “Conseguimos que la gente se enterara y conseguimos estar juntos. Eso a mí no se me ha olvidado”. A nosotros tampoco, cada día, cada lunes, cada sol.

Es difícil seleccionar una escena de esta película sin caer en un SPOILER, porque cada diálogo es una maravilla. Pero os dejamos con la disertación de Santa sobre Australia, escena que además da título a la película:

 

 

 


 

Y para terminar el maravilloso tema instrumental de Lucio Godoy que acompaña a casi toda la historia:

 

 

Píldoras cinetarias: cine social y gratuito, ¿qué más queréis?

 
El cine social, desde sus inicios hasta hoy, se ha convertido en la principal vía de escape de los espectadores para poder purgar en la gran pantalla los pequeños y grandes dramas que se derivan del contexto más cercano a la vida: la familia, el trabajo, la educación, la sanidad, etc. El papel de este mal llamado subgénero en la historia del Séptimo Arte ha sido fundamental para la concienciación y el establecimiento de una educación en valores cuya proyección en las masas otras disciplinas artísticas no han podido conseguir.
 
Por eso resultan de lo más llamativas todas las iniciativas encaminadas a poner en valor el cine crudo y realista de los problemas cotidianos, como desde 2008 está haciendo el Festival de Cine Social de Castilla-La Mancha. Tras numerosas dificultades derivadas de la crisis, este evento regresa de nuevo a Toledo y amplía su programación a la localidad cercana de Torrijos, incorporando numerosas novedades como su presencia también en la Feria del Libro y la Cultura de Cuenca. Este año, además, la organización del Festival ha decidido realizar diversas actividades en varios centros educativos y penitenciarios.
 
Las proyecciones de la muestra cinematográfica en Toledo se desarrollarán en el Círculo de Arte, el Auditorio de la Obra Social de CCM y la Sinagoga del Tránsito. Así, desde el lunes 15 de octubre hasta el jueves 25 podrán verse largometrajes, cortometrajes y documentales de corte independiente como Sala de suicidas, de Jan Komasa; Corre si puedes, de Dietrich Brügemann; Cuatro minutos, de Chris Kraus; Después de mí, de Jesús Mora (sesión solidaria a favor de AFIBROTOL); Sturm, de Hans Christian Schmid (sesión solidaria de Amnistía Internacional); Los niños salvajes, de Patricia Ferreira; Jerichow, de Christian Petzold; Ki, de Leszek Dawid (día solidario con UNICEF), Amor bajo el espino blanco, de Zhang Yimou; o Absurdistán, de Veit Helmer; así como las películas de animación Plumíferos y Arrugas.
 
La entrada es libre hasta completar aforo, y la sesión de clausura se celebrará el jueves 25 en el Teatro de Rojas de la ciudad, donde se llevará a cabo el acto de entrega de premios que incluyen, entre otros, el Mejor Cortometraje, Premio Solidaridad, Premio Documenta, o Premio Jurado Joven. Una estupenda programación y una fabulosa iniciativa para conocer mejor los problemas, cercanos o lejanos, de nuestro mundo y hacer que el cine siga siendo una vía de compromiso social.
 
Os dejamos el tráiler de una de las películas programadas, la maravillosa producción china Amor bajo el espino blanco:
 

Homenaje: ‘Ingrid Bergman y el instante supremo’

 

 
“Es difícil imaginar algún papel que miss Bergman no pueda convertir en instante supremo”. El New York Herald Tribune encontró, en esta frase publicada en los años 40, una buena manera de describir esa encendida emoción que produce ver a Ingrid Bergman en la gran pantalla. Fue una actriz de talento inconmensurable, una rubia codiciada y respetada por Hitchcock y una mujer apasionada que se puso el mundo por montera para escapar de los puritanos EEUU y vivir un intenso romance con un genio italiano, Roberto Rossellini.
 
 
La interpretación libró, a esta bella mujer sueca, de verse atrapada en una personalidad tímida. La promesa de esconderse y a la vez reconocerse en múltiples y apasionantes personajes le hizo enamorarse de su oficio. “Soy más yo misma cuando soy otra persona”, solía decir.
En la Meca del Cine, triunfó pronto gracias a que contó con la bendición y el apoyo del productor David O’Selznik. Allí llegó en 1938, tras una breve carrera en su país natal, y se estrenó con una versión de una historia que ya había abordado en Suecia, Intermezzo (1938), donde compartía cartel con Leslie Howard.
A partir de entonces, la actriz se movió con astucia en la industria hasta alcanzar el estrellato. Tuvo buen  ojo y supo aprovechar los papeles que otras no quisieron. La bellísima Hedy Lamarr renunció a dos que encumbraron a la Bergman, Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y Luz que agoniza (George Cukor, 1944). El personaje de Ilsa Lund, la enigmática y nostálgica mujer que regresaba del mundo de los recuerdos para atormentar y volver heroico a un cínico Bogart, fue un momento mágico en su carrera. Su rostro, increíblemente expresivo, se convirtió en su principal valor artístico. 
En Luz que agoniza, protagonizó una de las mejores y más inquietantes películas de suspense. Se puso a las órdenes del “mejor director de actrices”, Cukor, para dar vida a Paula,  una mujer asustada por los fenómenos extraños que suceden en su casa victoriana. Tras los acontecimientos sobrenaturales está la mano de su marido, Gregory (Charles Boyer), un pianista que desea apoderarse de unas joyas que permanecen ocultas en la casa familiar. El personaje de Bergman era un bombón (una mujer aterrorizada por su inevitable locura), pero ella supo elevar su interpretación a la categoría de obra de arte. Tras este trabajo ganó su primer Oscar, en los tiempos en los que la codiciada estatuilla todavía pesaba algo, estaba llena de significado.
 
 
Pronto llegarían dos de los títulos más emblemáticos que rodó con Alfred Hitchcock. En Recuerda (1945), Ingrid Bergman volvió a cometer el mismo error: enamorarse de un hombre que le traería de cabeza. Aunque en esta ocasión se mete en la piel de una psicoanalista que, para encontrar la paz de espíritu, debe investigar en la mente del nuevo director de su clínica (Gregory Peck) y descubrir así si ha sido el autor de un crimen. Surrealista, freudiana, envuelta en sueños concebidos y dibujados en la imaginación eterna de Dalí, la película fue todo un éxito. En Encadenados(1946), volvió a ser dirigida por el ‘Mago del Suspense’ quién la emparejó, en esta ocasión, con otro irresistible galán, Cary Grant. Ambos protagonizaron una apasionante aventura de espías nazis y uno de los besos más largos (y quizás el más ingenioso) de la historia del cine. La química entre los dos fue desbordante, siempre bien aderezada con unas irresistibles dosis de sarcasmo sofisticado. En 1948, la Bergman tuvo la oportunidad de encarnar el personaje que siempre había codiciado: Juana de Arco.
Cuando Bergman acudió al cine para ver Roma Città Aperta, de Roberto Rossellini, su vida y su obra dieron un giro radical…
 
 
… “Si necesita una intérprete sueca que hable perfectamente inglés, que no ha olvidado el alemán, a quien apenas se entiende en francés y que de italiano sólo sabe decir ‘ti amo’, estoy dispuesta a hacer una película con usted”. Este telegrama, escrito por Ingrid Bergman y enviado a Rossellini, fue el inicio de  una apasionada historia de amor entre ambos que tuvo como fruto un escándalo mayúsculo, varios hijos y varias películas de autor (entre ellas, Stromboli; Europa 51). En su etapa italiana, la actriz se despojó de su condición de estrella para sumarse a las historias descarnadas neorrealistas.  
Con Anastasia(Anatole Litvak, 1956), rodada en Gran Bretaña, Bergman recuperó el cariño del público estadounidense y ganó su segundo Oscar. Se divorció de Rossellini y, en 1958, volvió a reunirse con su viejo amigo Cary Grant en Indiscreta. (Stanley Donen, 1958). Interpretaron a dos consumados solterones, uno por afición y la otra ‘por accidente’, que mantienen una dinámica  de encuentros y malentendidos inolvidable.
Dentro de sus últimas películas se encuentran la estupenda Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974), versión de un relato de Agatha Christie, que le brindó la oportunidad de darle vida, de manera soberbia, a una madura institutriz a punto del colapso nervioso. Su actuación le valió su tercer Oscar de la Academia.
Hace poco se cumplió el 30 aniversario de su muerte. Un punto final que a la actriz le llegó tras una dura lucha contra la enfermedad.  En 1978 había interpretado su último papel para el cine durante un rodaje en su tierra, Suecia. La película era la existencialista Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman, un cineasta vivamente impresionado por el milagro que se producía cada vez que Ingrid se situaba delante de las cámaras.  De ella dijo…”Siente el placer de actuar, la lujuria, el anhelo de hacerlo. Es actriz de pies a cabeza, su experiencia teatral es infinita, lo mismo que su veteranía, imaginación, emoción, fantasía e incluso humor negro”.
Al fin y al cabo, la ‘Bergman infinita’ tenía la suerte de encontrarse consigo misma cada vez que interpretaba a sus maravillosos e inolvidables personajes.


Os dejamos con el célebre final de Luz que agoniza donde Bergman está, sencillamente, soberbia.

 

 

Para finalizar, compartimos uno de los muchos homenajes en vídeo que circulan por la red y que incluye algunas escenas inolvidables de su filmografía.