PANORÁMICA: En 1940, Europa está en Guerra. Alemania ocupa las naciones neutrales de Dinamarca y Noruega y entra en París. Henri Pétain firma un armisticio con los alemanes. En el exilio, Charles de Gaulle insta a los franceses a mantener patrióticamente la lucha contra el invasor. 1940 es también el año de la ‘Batalla de Inglaterra’. La aviación británica protagonizó algunos de los capítulos más heroicos y sobresalientes de la Historia bélica, ante el demoledor ataque germano. Londres resiste con fuerza a pesar de ser asolada por los incesantes bombardeos. La Catedral de San Pablo permanence en pie así como buena parte de la City y el ánimo de un pueblo que se volcó en la ayuda a los heridos y en la reconstrucción de su vida cotidiana. Hitler comienza a fraguar la invasion de la Unión Soviética (Operación Barbarroja) y se reúne con Franco en Hendaya (Francia). Mientras el Gobierno español redacta una Ley para la represión de la masonería y el comunismo, se publica, póstumamente, Poeta en Nueva York, del malogrado genio Federico García Lorca. En 1940, nacieron John Lennon y Ringo Starr, Bernardo Bertolucci, Al Pacino y Pilar Miró. En Hollywood, Lo que el viento se llevó fueron ocho Premios Oscar de la Academia, pero dejó una leyenda cinematográfica.
EL MEOLLO: Un barbero judío, veterano de la Gran Guerra y sosias de Charlot, y el dictador de Tomania (trasunto de la Alemania Nazi), guardan un enorme parecido. Mientras el primero retoma su negocio en un gueto judío, tras superar 20 años de feliz amnesia, el segundo prepara su primera invasión a una nación colindante, aunque ambiciona apoderarse del mundo. Tras enamorarse de su indómita vecina (Paulette Goddard), sufrir una serie de encontronazos con las fuerzas de asalto y esconder a un alto dirigente del régimen (Reginald Gardiner), caído en desgracia, el Charlot barbero va a dar con sus huesos en un campo de concentración. Mientras que Hynkel se las ve con un divertidísimo Bencino Napolini (Mussolini), antes de dar rienda suelta a sus ansias expansionistas. Los destinos del judío y el dictador acabarán cruzándose, propiciando un final lírico e inesperado.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Charles Chaplin parió al cine y el cine parió a Charles Chaplin. Criado entre los music-hall de principios del siglo pasado, con apenas seis años ya realizaba números para los espectáculos que montaban sus padres, y desde muy joven abrazó con fuerza el cinematógrafo en Estados Unidos para rodar sus primeros cortometrajes, creando, al torpe, pingüinesco y adorable Charlot, todo un símbolo inmortal para la galaxia de ese arte que por entonces ya comenzaba a ser querido, llorado y reído. Y todo eso le dio al público el productor, director, guionista, músico y actor inglés: risas, lágrimas, amor, compasión, ternura, esperanza y voluntad. Fue pionero del gag, de la mímica, de la comedia visual, de la sátira y la burla, con decenas de cortos como Todo por un paraguas o Charlot en el baile, donde el payaso de bombín y bastón no paraba de liarla a la mínima contrariedad. Después, el espíritu de este personaje quedó impregnado para siempre en la carrera de Chaplin. Todavía en el cine mudo, con las fabulosas La quimera del oro, El chico, Luces de ciudad y Tiempos modernos, regalaría al mundo un espacio para la tragicomedia con mensaje que nadie más ha sabido superar, quizás porque sólo él se negó a ver la miseria occidental de entre guerras como la sociedad de masas lo veía. Por eso nació en 1940, ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, El gran dictador. El payaso inocente se desdobló entre un dictador y un barbero judío, y el actor habló (por primera vez) a las cámaras en un alegato escalofriante que ha quedado tatuado para siempre en el celuloide universal. Pero su mensaje no fue bien escuchado por todos, y la paranoia anti-comunista impidió que, tras acudir al estreno de la triste y agónica Candilejas (1952) en Londres, no pudiera volver a Estados Unidos, estableciéndose finalmente en Suiza. La irregular comedia La condesa de Hong Kong, en 1967, fue su canto del cisne, con Sofía Loren y Marlon Brando de protagonistas, y donde realizó un cameo como viejo camarero de barco. Pese al agravio al que se vio sometido durante una etapa de su vida, Chaplin fue mundialmente reconocido y propuesto para Premio Nobel de la Paz. Murió en 1977. Murió su cuerpo, claro. En todos los que hemos recorrido una y otra vez sus historias, está cada vez más vivo. Nos sonríe, se cae, se levanta, nos guiña un ojo y sigue patizambo hacia adelante.
PRIMER PLANO
CHARLES CHAPLIN: Los andares abiertos, el bombín chico y el mostacho ocurrente. Son las señas de identidad del personaje más emblemático de la historia del cine: Charlot. Pura poesía gestual firmada por Charles Chaplin. El cineasta creó a un ser pícaro, despistado y endiabladamente libre para acompañarle durante buena parte de su carrera. Aquel vagabundo que siempre estaba en el lugar equivocado, se dejó caer en nuestras vidas para arrojarnos a la cara, con la fuerza de un sartenazo en la cabeza, su simpática anarquía. Pronto se convirtió en el rey indiscutible de la comedia. Las películas de Charlot arrasaron en las taquillas de los años 20 arrancando las carcajadas del respetable con su dominio del slapstick más extremo y su ingenio abrumador para crear gags. Chaplin, en el pellejo de Charlot, improvisaba hasta la extenuación en frente de la cámara, a veces, contando con tan sólo un apunte en el guión. Las tomas se sucedían incansablemente, pero alcanzaba, paradójicamente, la espontaneidad perfecta y el tempo cómico medido al milímetro. De la mano de su mundo imaginario, vimos al vagabundo ser más Chico que el niño al que adoptó en medio de una bella historia tragicómica sobre el abandono. Nos divertimos viéndole tropezar y huir hasta alcanzar a sus perseguidores; sufrimos encantados sus tics nerviosos, enroscando tuercas imaginarias (Tiempos modernos) y se nos hizo la boca agua al verle comer, con deleite, los espaguetis con los que se anudaba las botas, en la fabulosa La Quimera del Oro. Cuando en El gran dictador se despidió de Charlot, el actor abordaría otros personajes fascinantes, más amargados, como, por ejemplo, el “Barba Azul” Monsieur Verdoux, un parado y seductor fatal de ancianas millonarias que, en su tiempo libre, ejercía de abnegado marido y padre de familia. Pero recordaremos, de manera especial, al viejo Calvero cuando siente, sobre el escenario, cómo se le apaga el amor del público. Sus Candilejas.
PAULETTE GODARD: Lista, culta, trabajadora precoz y belleza pícara, esta fantástica actriz neoyorquina se murió a los 78 años en Ronco, Suiza. Dejó este mundo sin descendencia pero ofreciendo un generoso mensaje de amor hacia la interpretación: legó una gran fortuna, 20 millones de dólares, a la Escuela de Artes de la Universidad de Nueva York. Durante sus últimos años había estado casada con el novelista Erich María Remarque y vivió muy cerca de su ex pareja, Charles Chaplin, en el país centroeuropeo. Eso sí, nunca llegaron a hacerse una visita. Sin embargo, en otros tiempos, fue Chaplin quien le brindó a Goddard su gran oportunidad y la fama proporcionándole un papel en Tiempos Modernos (1936). Fue la chica huérfana y libre de ataduras que encandilaba al vagabundo. La película fue un gran éxito y el ‘ojeador’ por excelencia de Hollywood de aquella época, David O. Selznick, la tuvo en cuenta para el papel de Escarlata O´Hara, el más codiciado de todos los tiempos. Sin embargo, pasó a un segundo plano debido a la incomprendida relación que mantenía con Chaplin (nunca se llegó a saber si estaban casados realmente), no muy bien vista en ciertos círculos conservadores con notables influencias. Aquel rechazo no truncó la carrera de Goddard quien vivió en los 40 una época de esplendor: trabajó con Cecil B. de Mille (Piratas del Mar Caribe) y Jean Renoir (Memorias de una doncella). En 1943, además, consiguió su única nominación al Óscar, a la mejor actriz de reparto, por Sangre en Filipinas, un filme propagandístico, en tiempos de Guerra, que narraba las peripecias de un grupo de enfermeras en el país del sureste asiático que da nombre a la película.
CONTRAPICADO: Probablemente estamos ante una de las sátiras más demoledoras sobre cualquier forma de totalitarismo. El humor disparatado, más humanista que nunca, se pone al servicio de una película que arremete, con inteligencia y una imaginación alocada, vibrante, contra el nazismo de un Hitler que desafiaba al mundo. Confeccionada a base de secuencias, que funcionan con el vigor cómico de un sketch, reserva momentos mágicos. Desde el discurso del dictador, en ese alemán ladrado, que acaba torciéndose, al final de las frases, en una coletilla que ‘se tose’, a los inventos bélicos chapuceros que muestran el poder tecnológico de Tomania, pasando por las inolvidables escenas protagonizadas por Bencino Napolini (Jack Oakie) y Hynkel. Dos niños absurdos que juegan a echarse un pulso para ver quién tiene el ejército más grande. Por no hablar de esas dos joyas visuales donde Chaplin se despide con nostalgia de la belleza gestual del cine mudo. Nos referimos al baile con la bola terráquea y a la Danza Húngara que se marca el barbero judío al afeitar a un cliente desconfiado. Como colofón inolvidable, el discurso final donde Chaplin se despoja de su doble mascarada (barbero / Hynkel) para hablarnos, cara a cara, a los hijos de todos los tiempos, y recordarnos las enfermedades que arrastra la humanidad. La caricatura que realiza Chaplin es dolorosamente real y sus palabras, tan necesarias como fácilmente ignoradas por la memoría distraída de los hombres.
PICADO: Cuando la demagogia no tenía el sabor de pecado verbal que le han otorgado durante años malos políticos y líderes sociales, el señor Chaplin fue el gran demagogo universal. Y en El gran dictador se desquitó para siempre. Por eso, alguien que la viera, actualmente, por primera vez, pudiera pensar que la película es fácil, moralista y buenista, y no estaría equivocado. Sus recursos y giros son anunciados, sus frases grandilocuentes e ingenuas. Pero estamos seguros de que esa misma persona no pensará lo mismo en los últimos siete minutos de la película. Quienes vean en ello algo de simpleza, algo que les chirríe, algo que no puedan comprender ya en el siglo XXI, no podrán tampoco formar parte de la estela interminable que legó el mayor cineasta de todos los tiempos. El gran demagogo, rodeado de micrófonos, gritando su discurso, justificará cada gesto inocente o absurdo, cada incoherencia que quieran encontrar en todo el minutado anterior, y quedará para siempre entroncado en nuestra visión del mundo.
SIMBIOSIS SONORA: El gran dictador fue la primera película hablada de Chaplin. Aunque renegó durante años del futuro del cine sonoro, finalmente se plegó a las circunstancias del estupendo guion que había escrito, pero solo a las palabras, es decir, la película apenas tiene lo que conocemos como “efectos de sonido”. Y esto se debe a que la importancia de la música había sido tan importante en sus anteriores largometrajes mudos (Tiempos modernos es casi una ópera musical), que no quiso “contaminar” los pasajes hablados y con música con ningún otro ruido. Nos encontramos así con la mítica escena de Hynkel bailoteando con su globo del mundo con el Preludio del Acto I de Lohengrin de Wagner, o la soberbia secuencia del barbero judío afeitando a un asombrado cliente al ritmo (perfectamente encuadrado) de la Danza Húngara Número 5 de Brahms. Al margen de las piezas clásicas, la melodía inicial y la final, que brilla en los ojos de Paulette Godard mirando hacia un nuevo mundo, es obra del propio Chaplin y del compositor Robert Meredith Wilson, estrecho colaborador del cineasta que después se haría famoso en las tablas de Broadway.
OJO AL DATO: Dice la leyenda, confinada en los anales de la historia, que el productor, Alexander Korda, fue quien le sugirió la idea de la película a Chaplin al quedar fascinado por el parecido ‘geométrico’ del bigote de Hitler y el de Charlot. La idea se fue cociendo en la imaginación del cineasta británico hasta que se convirtió en entusiasmo cuando descubrió que él “podía arengar a las multitudes en una jerga de su invención y hablar todo lo que quisiera”: “Y en mi otro papel de vagabundo, podía permanecer más o menos callado. Una parodia de Hitler era la ocasión para la burla y la pantomima”, en sus palabras. Ya de paso, se despedía del cine mudo y de su fantástica criatura, su vagabundo Charlot, tejiendo una enternecedora venganza hacia un cine sonoro que despreció, en un principio. Sin embargo y como trasfondo comprometido, el cineasta pretendía alertar sobre la amenaza nazi ante la apatía británica y la indiferencia inicial de los Estados Unidos. No olvidemos que empezó a gestar su obra antes de la Segunda Guerra Mundial. Tan ‘peligrosa’ resultó la advertencia que incluso antes de estrenarse su producción encontró un sinfín de obstáculos y boicots liderados por grupos pronazis. Los periódicos de Hearst, el magnate que odiaba a Chaplin por otros asuntos más mundanos, llegaron a llamarle comunista en una nación y una época en la que se entendía como el colmo de la subversión.
RETRATO DEL HÉROE: El barbero judío ha tenido que huir del gueto junto con el ex nazi Schultz tras ser ambos perseguidos por traición. Llegando a Austerlich, que acaba de ser conquistada por las tropas de Tomania, le confunden con el dictador Hynkel y se ve abocado a dar un discurso ante las masas, un discurso que cambiará el mundo, que significará la primacía de la raza aria para siempre. El barbero, asustado, se levanta, sube hacia el atril, devuelve con una reverencia el saludo “hynkeliano” que le dirige su ministro de Propaganda y se coloca ante los micros. Mira a la cámara, nos mira, y empieza diciendo: “Yo no quiero ser emperador”. El barbero judío, combatiente herido de la Primera Guerra Mundial, que perdió la memoria, y luego la recuperó, que recuperó su barbería y luego la perdió, que se enamoró de la criada, y que se vio arrastrado a huir por ser quien es, va subiendo el tono, alza la voz y lanza su mensaje a las masas, a Hannah, al mundo, sin música, sin adornos: “Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad”.
Aquí queda el discurso del barbero ante el mundo. A cámara, sin sonido, sin música. Estremecedor:
Despedimos la disección con la mejor secuencia de la película. Afeitado a la húngara, en perfecta sincronía:
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