‘Dogville’, de Lars Von Trier: ‘Pueblo espejo del mundo’ vs ‘Fantasía absurda de pizarra’

PUEBLO ESPEJO DEL MUNDO

El pueblecito de Dogville está en lo alto de una colina. Apartado de todo, allí sus escasos habitantes llevan una vida tranquila, organizada y liderada por la labia incontinente de Tom (Paul Bettany) que conoce a todos, sabe sus virtudes y defectos, y se dedica a la vida contemplativa y a reflexiones intelectuales de gran calado. Pero para el espectador, en Dogville no hay paredes, ni puertas, ni árboles. Solo un escenario con líneas marcadas en blanco para indicarnos los límites de cada casa, de su paseo central, de sus pequeños jardines y de la caseta del único perro del pueblo, también dibujado. En Dogville prima la tranquilidad, la organización, la convivencia y el pacifismo, un microcosmos de moral intachable donde todo rima y es armónico hasta la náusea.

Pero a Dogville llega una noche Grace (Nicole Kidman), una joven que huye de unos gangsters y a la que Tom esconde y encubre. Desde ese momento, su afán será conseguir integrar a la forastera asustada en el pueblo, presentándole a cada uno de sus habitantes, e incluso organizando una asamblea para votar si se queda o no con ellos. El pueblo la respalda pero para ello tendrá que ayudar un poco a cada uno, a cambio de su complicidad. Esa tarea será grata al principio para la buena y dulce Grace, dispuesta a arañarse sus manos burguesas, y a descubrir poco a poco sus innumerables talentos escondidos, mientras estrecha su relación con el filosófico y magnético Tom.
Lo que pasa es que Dogville no existe. El director danés Lars Von Trier se lo inventó en 2003 para salirse de su Dogma y alumbrar la que para nosotros es su película más devastadora y fascinante hasta la fecha. Recreó en un gran plató este pueblo sin paredes para enseñarnos una lección, la misma que aprende Grace conforme el carácter de sus afables vecinos va cambiando. Cuando la policía les visite preguntando por ella y avisen de que está en busca y captura, Dogville seguirá acogiendo a la fugitiva, pero a cambio de mayores dosis de esfuerzo, denigración y humillación para Grace, quien pagará cada vez más caro el silencio de sus armoniosos habitantes. Así caerán poco a poco sus caretas, le harán creer que ella es la culpable del estado al que ha sometido al pueblo y se irá convirtiendo en objeto de su ira, de su frustración, de sus vidas anodinas, de su lujuria contenida, de su maldad nunca antes mostrada. Grace hace brotar en Dogville una moral desnuda, despojada de todo, y aceptará su destino, violada, traicionada o encadenada, con tal de no volver a su desconocido pasado. Será en las terribles consecuencias de la traición final de Tom donde toda la película –dividida en fragmentos con títulos de avance narrativo- se desborde, y donde la última careta en caer sea la de la propia forastera, con el destino del pueblo en sus manos.

Por eso Dogville es humana, está desnuda y es una de las obras maestras del nuevo siglo. Porque simboliza la esencia del mundo al compás de una voz narradora que te habla como en un cuento, de esos fallos de racord tan intencionados que descolocan la faceta lineal de la historia, de las notas de Vivaldi recreando la tragedia agónica de Grace, su destrucción moral, su completa aniquilación mental. A todo ello unió el cineasta danés un reparto que nos dejó a todos con la boca abierta, desde sus dos conocidos protagonistas hasta las maravillosas apariciones de los “dogvillianos” Lauren Bacall, Ben Gazzara, Patricia Clarkson y Clohë Sevigny; junto con la aparición estelar y final de un James Caan absolutamente perfecto.

No le perdonamos todo a Von Trier. Sabemos que su excentricidad, verborrea y perfeccionismo ha hecho que casi ningún actor haya querido repetir con él, y que sin embargo, los grandes intérpretes, todavía vírgenes de su mano dura, le piden el protagonismo en siguientes proyectos. Eso demuestra que uno de los artífices del renombrado movimiento Dogma sea tan odiado e idolatrado a partes iguales. Siempre ha sido un exagerado convencido, desde que en Rompiendo las olas traspasara todos los límites del sufrimiento humano. Su cámara no ha dejado de hacer lo mismo y con la misma maestría hasta que decidió ponerse estupendo con Melancolía. Por eso Dogville significa tanto para muchos de sus fans. Creemos que en ella, y más concretamente en ese plano cenital imposible del final, reside todo el contenido de su cine. Que se encerró entre las cuatro paredes de un plató para que nada le distrajera de su visión transgresora, incendiaria y violenta de un mundo deshumanizado.

El conmovedor tráiler de esta película se convirtió en su momento en uno de sus principales reclamos, aunque guardando el secreto de su inhabitual localización:

 

 

FANTASÍA ABSURDA DE PIZARRA

Dogville es una fantasía absurda proyectada sobre una gran pizarra. Tan pretenciosa como el autor que la inventó, un cineasta, Lars Von Trier, que tiene la maldita manía de identificar la transgresión con la creatividad. Y lo cierto es que Dogville mata del aburrimiento. El planteamiento de su historia está hueco, carece completamente de interés, la narración está labrada con metáforas petardas y cuenta con una voz en off que no puede ser más omnipresente. Se empeña en contarnos muchas cosas: todo lo que es incapaz de explicarnos Von Trier con imágenes y diálogos inteligentes. Los personajes, en especial el protagonista, un escritor que no escribe, un pedante espiritual en posesión de la verdad, forman parte de una galería de friquis sin brillo de primer nivel. Ni siquiera el talento de Paul Bettany pudo hacer algo por su pobre Tom Edison.

Muchas son las preguntas que nos hacemos cuando nos acercamos a este filme. ¿Es Dogville realmente un retrato, una disección convincente del alma humana, con todas sus vergüenzas al aire? ¿O no es más que una colección de topicazos sobre la capacidad del hombre para manifestar su crueldad, revestidos de celuloide que se hace pasar por obra de teatro? Esa manera de rodar, cámara en mano, con frecuentes cortes en una misma secuencia, ¿pretende dar verosimilitud a una historia incoherente? Reconocemos que no estamos capacitados para reconocer la ‘grandeza’ de este cineasta danés, pero mucho nos tememos que recarga de artificios su precioso cuento (ese escenario desnudo, pintado en tiza) para que olvidemos completamente la historia hueca que nos está contando. Su estilo es insufrible y toda intención experimental, poco revolucionaria.
El argumento no tiene desperdicio. Grace (Nicole Kidman), una cándida rubia que escapa de una pandilla de mafiosos, da con sus huesos en Dogville, un pueblo rural de EEUU. Los habitantes de la aldea permitirán, en un principio, que la muchacha pueda esconderse de sus perseguidores integrándose en la vida comunitaria. Encontrará su lugar en el pueblo realizando para sus lugareños todo tipo de actividades absurdas, de aquellas que creían, nunca les había hecho falta. Pero resulta que sí. (El buenismo infantil de Amelie sobrevuela la película). Con el tiempo, la novedad aburre y por ello, y no tanto por una recompensa que se difunde para que alguien desvele el paradero de la mujer, Grace cae en desgracia, en un giro argumental desconcertante.

Entonces, empieza a sucederse un festival de tropelías y aberraciones. Los habitantes del pueblo comienzan a chantajear a la refugiada, quien, para no ser delatada y porque quiere que los lugareños “la ajunten”, aceptará ser explotada laboral y sexualmente hasta convertirla en un guiñapo sin rastro de dignidad. Sin embargo, ¡ahí!, todavía nos reserva una sorpresa el desenlace. Inesperado, pero por tratarse de un auténtico insulto a la inteligencia. Grace, la encarnación de la generosidad, la Santa Teresa yankee con ‘cencerro al cuello’, quien tiene una capacidad sin límites para disculpar la crueldad humana y una paciencia que nada alcanza, se torna en menos de cinco minutos en una histérica mesiánica que provoca un genocidio. Se supone que la voz en off nos explica el por qué de tal transformación. En pocas palabras: cae en la cuenta de que “todos son muy malos y, además, iguales”.

Lo que, sin lugar a dudas, sigue causándonos siempre asombro es contemplar el maravilloso reparto de esta película (Lauren Bacall, James Caan, Ben Gazzara, Patricia Clarkson). No comprendemos muy bien cómo grandes e inolvidables actores, que han trabajado con algunos de los mejores directores de la historia del cine, se dejaron embaucar por un guion tan inconsistente. Quizás porque, en otra ocasión, Von Trier, fue capaz de crear una película bella y definitiva, al menos en su filmografía. Rompió las olas y se echó a dormir.

Os dejamos por último con otra de las promos de la película. El director les puso a los actores un confesionario dentro del plató para que se desahogaran. Eso ya lo dice todo. Y además después lo enseñó:

Visionado: ‘Luces rojas’, de Rodrigo Cortés. ‘El límite de lo paranormal’

cuatro estrellas


Una prestigiosa doctora en Parapsicología, Margaret Matheson (Sigourney Weaber) y su abnegado e incondicional ayudante, Tom Buckley (Cillian Murphy) viajan de casa en casa para echar por tierra cualquier fenómeno fantasmal que ante ellos se presente. Tras una somera observación, analizando a los miembros de una familia o descubriendo un truco maestro del supuesto vidente, de la presunta médium, la pareja destapa fraudes a diestro y siniestro como un par de detectives escépticos y totalmente convencidos de que no hay nada más allá del más acá. Y solo se puede estar tan seguro de algo cuando llevas toda una vida sin encontrar ni una sola excepción que te vuelva el mundo del revés. Solo hasta ese momento.
Ahí es donde aparece el personaje del mago, vidente y mentalista ciego Simon Silver (Robert de Niro) que tras años de retiro voluntario por oscuros motivos, vuelve a los escenarios para demostrar al mundo la realidad y consistencia de sus poderes paranormales. Pese al desafío que tal regreso supone, la doctora Matheson no quiere saber nada de tal individuo tras un episodio personal que le trastocó en el pasado. Todo lo contrario sucede con su ayudante, cuya perseverancia por descubrir el fraude de Silver le llevará a enfrentarse con una serie de circunstancias que encierran la sorpresa final.
Hasta ahí todo lo narrable. Porque sí, ésta es una película de fácil spoiler, en el que no pretendemos caer ya que se mueve en el límite de lo paranormal, entre el truco y la magia, entre la negación y la creencia, entre la fe y el escepticismo, y es el espectador quien debe juzgar si su truculento mensaje final, al margen de la pirotecnia sobrante, le ha dejado un poso lo suficientemente profundo como para reflexionar más de cinco minutos. En ese estado nos quedamos nosotros, en el de la duda, no en la resolución de la historia, que queda clara, sino en el enigma que se proyecta más allá de ella, más allá de esas luces rojas, “notas discordantes, señales de fraude”, según el personaje de Weaber, que pueden revelarse o no aparecer nunca. No queremos comparar, pero como en Origen, son las capas mentales, unas detrás de otra, las que nos dejarán desamparados ante la pregunta: ¿realmente nuestros ojos nos dejan ver toda la realidad? 
De cualquier forma, encontramos en el tercer largometraje de Rodrigo Cortés otro plato de buen gusto tras su asfixiante y magnífica Buried. Con cámara rígida, con perfección narrativa, con la épica musical de Víctor Reyes a su servicio, el cineasta gallego compone un thriller de tensión creciente donde no sabes lo que está pasando hasta que ya ha pasado, y que, en lo más profundo de su técnica, no deja de ser también un drama angustioso y conmovedor. Lo que sí nos arriesgamos a desvelar es que es el enigmático y guapísimo Cillian Murphy (Intermission, El viento que agita la cebada, El Caballero Oscuro) quien sorprendentemente lleva el peso de toda la película, por mucho que nos encante ver a Weaber tan sobria e inmensa, a Leonardo Sbaraglia de patético estafador, y a nuestro amado De Niro dejando por fin de hacer el ridículo que ostenta desde hace diez años, con un papel magnético y carismático hecho a su medida.
Es de recibo terminar enviando nuestro más firme apoyo a la generación de la que forma parte Cortés, que junto con Juan Carlos Fresnadillo (pese al inmerecido trato que se le ha dado a Intruders) y Juan Antonio Bayona (que prepara para octubre el taquillazo Lo imposible) están llevando el cine rojigualdo mas allá de nuestras fronteras con financiaciones mixtas pero equipos de montaje y postproducción al cien por cien españoles. Pese a nuestra admiración por Pedro Almodóvar, no somos amantes de monopolios, y películas como ésta vienen a confirmar que hay vida (y géneros) más allá del manchego y de los torrentes taquilleros de Santiago Segura. Pero es el cineasta gallego, junto con sus compañeros de quinta, quien viene aportando en los últimos años ese toque fascinante y profesional que ha hecho que su cine siga siendo, por nuestra parte, esperado y elogiado.

Visionado: ‘Los Idus de marzo’, de George Clooney. ‘Un thriller político que no da tregua’

cuatro estrellas
 
Desencanto. Ese es el eufemismo que mejor podía definir la atmósfera que envuelve este thriller político. En la película de George Clooney, los Idus de Marzo (aquellos de los que no supo “guardarse” el César) no dejan títere con cabeza; arremeten contra todo el sistema democrático y sus protagonistas y lo hacen con mucha clase, con un guión conciso, sobrio, sin el nerviosismo de la acción trepidante, pero sí con el malestar resignado del ingenuo que acaba de sufrir un desengaño.
Los Idus de Marzo cuenta la historia de Stephen Meyers (Ryan Gosling), uno de los artífices de la Comunicación de la Campaña Presidencial del gobernador Mike Morris (George Clooney), junto al director de la misma, Paul Zara (Philip Seymour Hoffman). Brillante y prometedora, la carrera de Stephen se verá en una encrucijada en la que o bien podrá vender su alma al diablo, sacrificando sus ideales e impulsando su trayectoria, o bien podrá continuar, ajeno a los cantos de sirena, hacia una derrota bastante probable, pero con la conciencia tranquila. El destino, sin embargo, improvisará para él un desenlace mucho más cínico e inesperado.
El desencanto de Clooney le lleva a tocar todos los ‘temas universales’ del mejor cine político y componer una fábula, sin el atrevimiento de la moraleja, basada en la realidad. Ahí están, por ejemplo, la corrupción, el secreto que hay que esconder debajo de la cama, la ambición desmedida, el idealismo inspirador que caduca pronto, la astucia del tipo que se ve acorralado, el fin que presuntamente justifica los medios… Lejos queda la idealista y, a fin de cuentas, esperanzadora Buenas noches, buena suerte, fantástico filme con el que descubrimos que Clooney nos parecía mucho más interesante como artífice de intrigas políticas que como intérprete. Hoy, “con un aspecto más shakesperiano”, como diría el mismo, logra un discurso más maduro; negativo para unos, realista, para otros.
En Los Idus de Marzo asistimos, una vez más, como suele ocurrir en este tipo de cine, al espectáculo de la pérdida de inocencia, al desmoronamiento de la Fe que inspira la democracia americana, pero y aquí estriba la originalidad, este cataclismo se produce en mentes precozmente resabiadas. En el filme, todos los personajes se andan con cuidado, desconfían y se apuñalan a la primera de cambio. Paradójicamente, valoran la lealtad con obsesión neurótica.
Con su película, Clooney nos dice que conoce bien la naturaleza humana. Es consciente de que los dilemas morales siempre van a estar ahí, presentes para todo aquel que intente abordar la política o medrar en cualquier otro circo de similares características, aunque ciertamente, dichas tormentas en la conciencia podrían verse relegadas a la condición de incómodos, pero prescindibles recuerdos, en caso de que pusieran en peligro el objetivo a alcanzar Por ejemplo, una buena Campaña Electoral…
El trabajo de los actores es fabuloso, cualquiera de ellos le saca doblemente partido a un guión con buen tino y un gran sentido del ritmo. Destacan las interpretaciones de Ryan Gosling y Phillip Seymour Hoffman, dos actores que nunca dejan de sorprender por su versatilidad y la verosimilitud con la que afrontan sus personajes.
Cuentan que en todos los Festivales por los que ha paseado la película, a Clooney se le ha preguntado por su posible salto a la política. Él siempre responde con evasivas, con ese encanto y cinismo que le caracterizan. “He follado demasiado, me he drogado en exceso”, explicó a la revista Newskeek. Unas palabras que dejan entrever que es demasiado inteligente como para responder directamente y como para sentirse a gusto con sus propias limitaciones.
Os dejamos con el trailer, para abrir boca…

Visionado: ‘Intocable’, de Olivier Nakache y Éric Toledano. ‘Adiós, compasión’

 

cinco estrellas


Juntos de nuevo, como en su primer largometraje, Y tan amigos (2005), los cineastas franceses Olivier Nakache y Éric Toledano vieron hace tiempo un documental sobre la relación de amistad entre un millonario tetrapléjico tras un accidente de parapente y el que durante un tiempo fue su asistente personal, un inmigrante que le redescubrió la fantasía de vivir y que le llevó de la mano hacia un camino más luminoso que al que creía estar destinado. La historia les conmovió, al unísono, en esa ósmosis de amor a la comedia que les caracteriza, y juntos fueron a Marruecos, donde actualmente reside el millonario, para pedirle personalmente que les dejara hacer una película sobre su historia. Éste les dijo que sí, pero con una condición: que fuera divertida, con humor.

Et voilá. Nació Intocable y barrió por las taquillas francesas durante diez semanas seguidas. Cuando aún no hemos terminado de digerir la cosecha dorada de la muda The Artist, otra maravilla de nuestro país vecino traspasa los Pirineos y se mete al público español en el bolsillo. El truco: la comedia-fenómeno. Es decir, la que lo tiene todo. La que te hace reir con la irreverencia, la que es humana, casi humanista, la que es social sin querer serlo, la que se despega sin tapujos de la compasión, le dice adiós con una patada en el trasero y la convierte en una fuerza sobrenatural, amablemente edulcorante, que te empuja (porque hasta casi notas ese impulso en la espalda) hacia la risa, el humor, la hilaridad, lo irreverente.
Todo para contarnos una historia inspirada en hechos reales, sobre un hombre paralizado de cuello para abajo, Philippe (François Cluzet) podrido de dinero y de tristeza, y su asistente negro, Driss (Omar Sy) inmigrante senegalés procedente de los barrios suburbiales de París, que impulsa su silla de ruedas en una huida de la ansiedad, de la amargura, siendo sus manos y sus piernas. Y con eso, la película se convierte en una fiesta gracias a un brillante guion, a una dirección y un ritmo narrativo trepidante, y a dos personajes que convierten cada escena es un deseo irrefrenable de vivir, donde los dos cineastas huyen de la coralidad de anteriores películas como Aquellos días felices o Trellement Proches.
La película es al cien por cien de su tándem actoral. Cluzet, a quien todavía recordamos protestando sin parar en la estupenda Pequeñas mentiras sin importancia, el Juan Diego francés, obligado a interpretar de cuello para arriba, hace que su sonrisa picaresca a lo Dustin Hoffman nos contagie su transformación en manos de su asistente. Porque ahí está Omar Sy, el gran cómico francés, que sigue llenando la gran pantalla tras Micmacs, con  stupendos gags y hace saltar la química con Cluzet hasta límites insospechables.
Pero hay un tercer personaje que se asoma sin tapujos y que ayuda a sus dos protagonistas a llegar hasta nosotros: la música. La primera escena automovilística, con el tema September de Earth, Wind and Fire ya engancha al espectador con risueña brusquedad; el popurrí de la banda de música que Philippe pide para que Driss se adentre en los clásicos es quizás la escena más brillante de la película con piezas de Chopin, Vivaldi, Mozart y Korsakov entrelazadas con los comentarios de ambos; y el vuelo en parapente bajo el Feelin’ Good de Nina Simone es para quedarse literalmente mudo.
No hay superficialidad, nada es frívolo. Hasta en Mar adentro, de Alejandro Amenábar, el personaje de Ramón Sampedro bromeaba con su situación, y en la canadiense Las invasiones bárbaras de Denys Arcand ya encontramos una vez ese punto tragicómico del final de la vida que deja un lugar para reirse de uno mismo. Y para contarnos el drama de la inmigración ya se nos pusieron los pelos de punta con la Caché de Michael Hanecke. Aquí, no queda más remedio que recordar uno de los chistes que Driss le cuenta a Philippe: “¿Dónde encuentras a un tetrápléjico? Donde lo dejaste”. Ahí esperamos encontrar a estos dos intocables dentro de unos años, donde los dejamos, cuando necesitemos un chute de felicidad, de amistad, y de cine hecho con humanidad y buen gusto.

‘Laura’, de Otto Preminger. ‘El poder de una imagen’ vs ‘Sospechoso demasiado elocuente’

EL PODER DE UNA IMAGEN

“Nunca olvidaré el fin de semana en el que murió Laura”

La historia cinematográfica vincula Laura al cine negro y, sin embargo, es un film que escapa a cualquier tipo de clasificación, pues aunque aborda diversos géneros, habla del poder de fascinación que puede inspirar una imagen y un relato, es decir, una visión ideal que se crea en la imaginación. Los mimbres mismos sobre los que se asienta la magia del Séptimo Arte.

Porque, a fin de cuentas, ¿quién es Laura? En la película es una mujer increíblemente bella, atrapada en un cuadro, y es una muchacha que excita la imaginación de un cínico escritor que escribe con una ‘pluma de ganso que moja en veneno’. Laura es también una mujer joven y vitalista que ‘arruina’, por un instante, la trayectoria de un buscavidas y es la ‘muñeca’ predestinada que nunca se cruzó en el camino de un sabueso derrotado. El amor idealizado, en definitiva, de Petrarca. Sin embargo, Laura no es la protagonista de esta película, maravillosamente orquestada por Otto Preminger. La muchacha del cuadro y su recuerdo son tan sólo el reflejo de las debilidades y obsesiones de un grupo de personajes peculiares.
El filme narra la investigación policíaca que desarrolla el agente Mark McPherson (Dana Andrews) para esclarecer el asesinato de Laura Hunt (Gene Tierney), encontrada muerta en su neoyorkino domicilio. Sus pesquisas le llevarán a conocer a un círculo de sospechosos, personas cercanas a la fallecida, entre los que se encuentran el exitoso columnista Waldo Lydecker (Clifton Webb), quien impulsó la carrera publicitaria de Laura, el bon vivant Shelby Carpenter (Vicent Price), a la sazón prometido de la desaparecida, y la tía de ésta, Ann Treadwell (Judith Anderson), enamorada del futuro marido de su sobrina. El agente se ve cada vez más implicado en la investigación y fascinado por las palabras de admiración de sus presuntos enamorados. Un retrato de la bella Laura terminará de completar el encantamiento en el que se deja atrapar el detective. Una quimera que no se esfumará del todo cuando aparezca, viva y sin artificios, la propia Laura de carne y hueso.
El guión (Jay Dratler, Samuel Hoffenstein y Elizabeth Reinhardt) es una obra de orfebrería fina, destacando la agilidad impuesta por unos diálogos estudiados al milímetro. Buen ejemplo de ello es la fabulosa persecución verbal, escenificada por el policía y Lydecker al comienzo de la película, una auténtica competición de cínicos, con quiebros ingeniosos y sarcasmo refinado. O la pérdida de la compostura de los sospechosos, que se degüellan verbalmente entre sí cuando el agente mete el dedo en la llaga de Ann (“¿está usted enamorada del prometido de su sobrina?”). La película contiene una presentación de personajes absolutamente brillante resuelta en menos de seis minutos. Culminada con una guinda impagable, una frase de Lydecker: “como policía que es habrá oído lloriquear a muchos perdedores en su vida”.
La película está llena de momentos mágicos. Buen ejemplo de ello es la escena en la que Ann detalla a su sobrina las razones por las que el Shelby “está hecho para ella” (“no es una buena persona, yo tampoco”). Aunque por encima de todas, recordamos con especial cariño una secuencia inolvidable, pues representa la quintaesencia del romanticismo. Nos referimos a aquella en la que el detective McPherson deambula por el apartamento de la desaparecida Laura, algo nervioso y confundido. Se sirve un whisky y mira su retrato, apura el vaso sin apartar sus ojos del cuadro.

De repente, él mismo se da cuenta de su comportamiento neurótico y se aleja, comienza a rebuscar entre las pertenencias de ella. Nunca deja de beber y suena la melodía principal de la película (fabulosa pieza de David Raksin). El policía, inquieto, también se cansa de esta tarea y regresa enseguida a la salita donde está el cuadro. Se sienta frente al retrato de Laura con el whisky en la mano, el rostro amargado y la mirada sobre los increíbles rasgos de la mujer pintada. Se queda dormido y cuando despierta, comienza otra película. Un tanto decepcionados abandonamos todos la atmósfera ensoñadora del primer tramo del filme al descubrir que Laura vive. Perdió el encanto de ser un recuerdo que nunca existió.

 

A continuación os dejamos el triler de esta historia de 1944. Que también los había por entonces, y no tenían nada que envidiar a los actuales, por cierto.

 

 

SOSPECHOSO DEMASIADO ELOCUENTE

Laura es una de esas grandes películas que deja boquiabiertos a los espectadores, aun cuando se les ve el truco enseguida. Por ejemplo, construimos nuestra imagen de la arrebatadora Laura, el leit motiv de toda la historia, a través del relato de uno de los sospechosos de su asesinato, Waldo Lydecker, cuyas palabras en off dan paso a unos flaschbacks que abordan la primera parte de la película. Perfecto, pues la idea es contagiarnos de la fascinación del narrador, enamorarnos de la mujer idealizada. Sin embargo, tanta brillantez en la exposición de los hechos y, sobre todo, tanta devoción hacia su figura nos invita a pensar, muy pronto, que estamos ante un sospechoso demasiado elocuente.

Es una constante durante todo el metraje. Pocas veces una investigación policíaca se vio más huérfana y carente de sentido en una película de cine negro. Laura, obviamente, no es un filme noir al uso, sino otra historia. La de un cruce de obsesiones que rozan lo enfermizo. Así, conocemos a un policía duro y lacónico que se enamora de un retrato; a un ingenioso escritor, que lo hace de una mujer que le utiliza y le trata como si fuera un sofisticado animal de compañía.
También contemplamos cómo un buscavidas se encapricha de una muchacha que apenas puede proporcionarle un sueldo a fin de mes. Sí, existe mucha fascinación en torno al personaje de una mujer que tal y como se nos presenta, idealizada o carnal, no tiene muchos méritos, más allá de su increíble belleza y de una bondad en la que hemos de creer como si fuera un dogma de Fe. Todo ello por no hablar de ciertos aspectos concretos de la trama policíaca que parecen desentrañarse a golpe de varita mágica. Ahí está ese oportuno vestido en el armario de Laura que delata la identidad del cadáver encontrado en su casa.
En definitiva, es una pena que una película que cuenta con un arranque interesante, con unos diálogos certeros y un estupendo ritmo narrativo, pierda el interés del espectador de manera estrepitosa en la segunda parte de su metraje. En el mismo momento en el que despertamos, resacosos junto a Dana Andrews, y vemos ante nosotros a la auténtica Laura. Es entonces cuando se ponen en evidencia las vaguedades de la investigación policíaca y del comportamiento errático de algunos personajes (esos cartuchos de escopeta, siempre a punto en el bolsillo de Lydecker; o esa historia de amor entre Laura y McPherson, que presenciamos con la ignorancia del cornudo, pues difícil es saber cómo, cuándo y a cuento de qué se gesta). Por no hablar del asesino, cuyas trazas como criminal son tan poco consistentes, que resulta incomprensible entender por qué insiste en satisfacer su impulso homicida.

Por lo demás, las interpretaciones son bastante correctas, destacando especialmente la de Clifton Webb y la de la siempre soberbia Judith Anderson. Sin embargo, siempre nos llamó la atención el trabajo de Dana Andrews en la película, uno de los más limitados que se pueden contemplar en la historia del cine. Apoteósico es el momento en el que descubre que Laura está viva. Es una pena que el modo en el que intenta representar la incredulidad y la sorpresa sea utilizando recursos más propios del oficio de un mimo, porque al final ése es el sabor que deja película.

Aquí queda la maravillosa pieza David Raskin, todo un arrebato musical que pone los pelos de punta.

Píldoras cinetarias: el ‘noir’ español se abre camino con ‘Las Nornas’

Desde que No habrá paz para los malvados se alzó como triunfadora en la última entrega de los Premios Goya, hemos leído multitud de alabanzas a la estimable resurrección del cine negro español que la película de Enrique Urbizu había supuesto. No sabemos si este género ha estado muerto en nuestro país alguna vez con películas tan intensamente negras como Días contados, Intacto, Tu nombre envenena mis sueños, La habitación de Fermat o las anteriores de Urbizu (La vida mancha, La caja 507). Pero lo que sí es cierto es que la creatividad en las profundas aguas del noir no deja de fluir entre las producciones de nuestro país.

Así lo veremos con el estreno en 2012 de Las Nornas, primer largometraje del cortometrajista y publicista Fernando J. Múñez, que formado en la Escuela de Cine de Maine, en Estados Unidos, ha vuelto a España como guionista y realizador de esta historia sobre una sociedad secreta en cuyas manos se encuentra el destino de grandes empresas, grandes países. Del mundo, en definitiva. El relevo de uno de sus miembros y la entrada en escena de un posible infiltrado desencadenará una serie de enigmas, dobles lecturas y suspense que promete sorprender a los amantes del cine jeroglífico e intrigante.

La película, fruto de la productora Fénix Imagine creada por Múñez junto a su socia, Pilar Echalecu, ha sacado a la luz este proyecto que cuenta con un reparto encabezado por Rodolfo Sancho, Patricia García Méndez, Manuel de Blas y Julio Jordán. Todo un desafío para este director novel al que deseamos que sus nornas (las equivalentes nórdicas a las parcas griegas) hilen su destino para entrar con acierto en el difícil y tortuoso mundo del largometraje.

 

A continuación tenéis el tráiler, para iros haciendo una idea sobre esta organización tan secreta como inquietante.

 

Pídoras cinetarias: Georges Méliès y dos fantasías en clave de Sol

Sin llegar a superar del todo la resaca de los Oscar de este año, nosotros, seguimos recordando los orígenes del Séptimo Arte. Gracias a La invención de Hugo (Scorsese, 2011) el gran público ha recuperado la figura de George Mèliés, el padre del cine concebido como una fábrica de sueños. Y nosotros queremos contribuir a este homenaje colectivo recordando dos de obras suyas que nos han gustado especialmente.

El primer gran ilusionista del Séptimo Arte, Georges Méliès concibió el cinematógrafo, en un primer momento, como un escenario en el que podía representar algunos de sus trucos empleados en su oficio de prestidigitador. Se valía para ello de sus recursos como mago, pero también de las posibilidades técnicas que iba descubriendo, poco a poco, a través de aquel nuevo medio que encontró, un buen día, tras un pase ofrecido por los Hermanos Lumière (1895) en una feria. El melómano (1903) es una muestra en celuloide de lo que os estamos contando. Se trata de una pequeña película donde el propio Georges Mèliés interpreta a una especie de director de orquesta con un don singular: es capaz de crear música inaudible con un poste de telégrafos y su propia cabeza (no, no es ninguna obviedad). La imaginación de Méliès es sencillamente deslumbrante.

Desde este divertimento, creado en 18 fotogramas por segundo, donde la clave de sol marca el comienzo de un extraordinario número de magia, aterrizamos en el propio Astro Rey, a bordo de un ferrocarril a vapor, y gracias a un oportuno sueño. Hablamos de Viaje a través de lo imposible (1904), un filme que muchos han interpretado como la continuación de Viaje a la Luna, su obra más célebre y precursora del género de Ciencia Ficción en el cinematógrafo. Basada en una obra teatral de Verne, Viaje a través de lo imposible nos presenta a Crazyloft (el propio Méliès), un sabio que viaja por el mundo en compañía de una corte de miembros de la Sociedad Geográfica, una divertida comparsa más entusiasta que científica. Juntos explorarán los confines de la esfera terráquea y surcarán un cielo inventado repleto de Saturnos, estrellas de Navidad y misteriosas bengalas que orbitan alrededor de la locomotora. Hasta llegar al Sol que se tragará la expedición para indigestarse y sufrir un apocalíptico ‘ardor de estómago’.

Cualquier fantasía y ocurrencia extravagante que se le atravesó en la imaginación, le sirvió a Méliès para elaborar esta fabulosa y entretenida peripecia aventurera, gestada en su estudio / teatro acristalado de Montreuil. La película utiliza una fórmula de entretenimiento muy común en nuestros tiempos: la convivencia entre la acción real y la animación. Además, para mimar la creación artística está coloreada, pintada a mano, fotograma a fotograma. Se trata de una historia salpicada con pequeños toques de humor, rodeada de escenografías cuidadas al milímetro. Recoge la magia una cámara fija, a modo de representación teatral, aunque el filme juega ya con un incipiente montaje, pero sobre todo, con logrados trucos sacados de la chistera de su increíble ‘cabeza flotante’.

En primer lugar, os dejamos con El melómano (1903).

 

 

A continuación, os presentamos unas secuencias de Un viaje a través de lo imposible, para que podáis explorar la imaginación sin límites de este gran creador.