Visionado: ‘La invención de Hugo’, de Martin Scorsese. ‘Lo versátil hizo al genio’

cuatro estrellas


Este fin de semana hemos tenido que rehacer nuestra habitual dinámica para rendirnos ante los pies de Martin Scorsese. En vez de nuestro habitual versus quincenal, y siendo esta noche la entrega de los Premios Oscar, no podíamos dejar de referirnos a una película ante la que nos hemos quedado totalmente catatónicos, y que es la máxima competidora de la gala junto a la francesa e igualmente fascinante The Artist. Reconocemos también que entre su maravillosa historia nos sorprendió con un guiño (no intencionado, claro) a Cinetario, que no desvelaremos porque consideramos que forma parte de su gran sorpresa, pero que nos ha hecho decidir lanzarla hoy de manera urgente.
La invención de Hugo es simplemente un sueño. Un viaje mágico en las manos de un niño de ojos impresionantes que en el París de los años 30 se queda huérfano y hereda de su padre relojero un autómata que no funciona, y de su tío borracho, los laberintos de los relojes de la estación de tren, donde vive solo, tratando de dar vida al artilugio metálico de su padre. En la estación conoce a George, un anciano amargado y oscurecido, con una tienda de reparación de juguetes, y a su ahijada, una joven culta y soñadora con una llave en forma de corazón que les llevará a desvelar el gran tesoro de la película.
La invención de Hugo es el capricho dickensiano de Scorsese (atentos a su simpático cameo), toda una rareza en su filmografía, convertida en una de sus mejores películas. Como sucedió con Una historia verdadera de David Lynch, la versatilidad hizo al genio. Aparcando nuestra admiración a toda su obra, en esta ocasión el señor de las mafias, de los infiltrados, de las malas calles, de los toros salvajes, de los rockeros y de las morales infames, se ha dejado producir por Johnny Depp y seducir por el libro infantil de Brian Selznick La invención de Hugo Cabret, para hilar esta doble historia: la de un niño que quiere arreglar mecanismos rotos y un hombre roto que no quiere recordar quién fue. Y porque la música es de Howard Shore (El Señor de los Anillos) y no de Danny Elfman, si no, habríamos visto la sombra de Tim Burton planeando sobre los engranajes relojeros. Atención también a la estupenda pieza Coeur Volant de los créditos finales, cantada por la artista de jazz francesa Zaz, también nominada al Oscar. 
La invención de Hugo es una fantasía fotográfica. Pinceladas de colores, de escenarios, de creatividad y originalidad pictográfica llenan por completo el círculo de diálogos creados por Jonn Logan  para hacernos sentir aquello de “vengan y sueñen” con el que se presentaban los primeros cinematógrafos tras antiguas cortinas de feria. La invención de Hugo son los personajes que Scorsese nos descubre por la estación, en un recorrido al más puro estilo Amelie: el niño valiente y triste (Asa Butterfield), su breve padre (Jude Law), la niña culta, aventurera y alegre (Chloe Moretz), el viejo amargado y clave de la historia (nuestro cada día más admirado Ben Kingsley), el inspector tullido y maligno (caricaturesco Sacha Baron Coen), el librero con la biblioteca más conseguida del cine (un placer, Christopher Lee), o la florista redentora (guapísima Emily Mortimer). 

La invención de Hugo no es para niños. O lo es y no lo es. Es polivalente, si acaso, porque los niños darán palmas con su aventura y los mayores se trasladarán a los inicios del arte más maravilloso del mundo, con una locomotora que se acerca peligrosamente hacia ellos, volviendo a los primeros gags, al inmutable Buster Keaton, al temeroso Harold Lloyd, al mudo Charles Chaplin y a los pioneros magos del cine, los creadores de la ciencia-ficción.

Hay que decir, por último: La invención de Hugo es a Francia lo que The Artist ha sido para Estados Unidos. Franceses guiñándole el ojo a Hollywood y estadounidenses rindiendo tributo a los orígenes del cinématographe. Curiosa coincidencia en la gala de esta noche entre las dos principales competidoras. Curiosa y conmovedora, porque nunca en Hollywood se había respirado tanto cine entre sus más nominadas, lo que nos hace sentirnos aún más orgullosos de cada segundo que dedicamos en este blog a entrar cada poco en esta fábrica de sueños. Y el guiño lunar de la película nos demuestra que siempre merecerá la pena hacerlo.

Píldoras cinetarias: ‘El Hobbit’, un sueño muy esperado

El tráiler ya casi definitivo, tanto en versión original subtitulada como en castellano, nos ha ayudado, y mucho, a todos aquellos que sentimos que la espera hasta diciembre para el estreno de la primera parte de la adaptación cinematográfica de El Hobbit está mereciendo la pena.
Algunos, suponemos que muchos, recordamos la Navidad de 2003 en que vimos en la gran pantalla El retorno del Rey, la tercera y última adaptación de la obra magna de J.R.R. Tolkien. Con ella terminaba una de las trilogías más esperadas de la historia del cine y éramos conscientes de la suerte que habíamos tenido de haber podido vivir esa época, la de poder disfrutarla en el cine. Además, salíamos con la sensación de que nunca más veríamos algo igual. Como si Peter Jackson hubiera escrito con fuego una nueva Biblia del cine fantástico, una secular forma de entender los efectos especiales, los personajes de otros mundos, las epopeyas, los momentos eternos, las batallas.

Desde entonces, el tiempo solo nos ha dado la razón, y en cada nueva incursión que hacemos en lo fantástico encontramos guiños (o plagios) de la manera de concebir la Tierra Media a la que el cineasta consagró diez años de su vida. Para nosotros, saber que Jackson cogería de nuevo las riendas para adaptar El Hobbit, la precuela de El Señor de los Anillos, ese apresurado cuento de aventuras que es la génesis de la historia del anillo de poder y de Bilbo Bolsón (un Martin Freeman, al que no paramos de seguir la pista en las series The Office y Sherlock), supuso una nueva esperanza. La leímos hace muchos años, afortunadamente en una edición de lujo con ilustraciones variadas, que rescataremos y volveremos a disfrutar unos días antes de acudir a su estreno.

Se trata de una obra con un estilo más infantil y apresurado que la posterior trilogía literaria. Un mundo donde hobbits y enanos son los principales protagonistas, pero donde aparecen algunos de los grandísimos personajes que determinarán el futuro de la Tierra Media, entre ellos Gandalf, Galadriel y el pobre Gollum, con lo mismos actores que los encarnaron. Para nosotros es suficiente. Solo queremos volver a vivir esa sensación de que todo es posible. Solo queremos que esa frase, que leímos hace ya muchos años, con la que se inicia El Hobbit, y por ende, toda la gran historia de El Señor de los Anillos, adquiera las dimensiones de un nuevo sueño cinematográfico, que dure para siempre y que sea igualmente irrepetible: “In a hole in the ground there lived a hobbit” (“En un agujero en el suelo vivía un hobbit”).

 

Visionado: ‘Millennium’, de David Fincher. ‘Un remake impecable con fecha de caducidad’

 

dos estrellas


En más de una ocasión, a través de este blog, nos hemos rendido de admiración hacia el talento prodigioso de David Fincher. Su última incursión en la gran pantalla, Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres, viene a confirmar nuestra certeza. Es único creando obras llenas de ritmo y nervio partiendo de un guión eficiente (Steven Zaillian) y de montajes electrizantes. La factura de Millennium es impecable y entretiene, a pesar de que la historia, a estas alturas, resulte demasiado trillada. Además, le incorpora un par de explicaciones argumentales que enriquecen la versión cinematográfica superando a la homónima película sueca. Sin embargo, tras su ‘visionado’, seguimos cuestionándonos la necesidad de emprender esta aventura, llamada remake, a pocos años vista del filme original que dio a conocer al gran público la historia de Stieg Larsson.

Pero volvamos al principio. En Millenium encontramos al mejor Fincher. En primer lugar, su talento para crear imágenes fascinantes, impactantes y laberínticas. Ahí están los fabulosos títulos de crédito, ‘mojados’ en una especie de petróleo, muy cool y sensual (inevitable acordarse de las presentaciones de los filmes de la factoría Bond). En segundo lugar, propone enigmas en pequeños detalles que reparte en secuencias de tránsito (ese viento que suena a mujer torturada…). Y en cierto modo, sigue siendo capaz de devolvernos el reflejo de nuestro Dorian Gray más retorcido, de mostrarnos lo más abyecto del alma humana… Pero no como antes. Ante la oscuridad de una historia como la del bestseller sueco en la que se basa la película (que, por cierto, nunca nos pareció gran cosa) parece perder audacia y, sobre todo, la negrura de un material realmente obsceno e inquietante.

No podemos creernos que el autor se haya dejado llevar por la melindrosa censura tácita que se apodera de toda producción norteamericana, poderoso es Don Dinero; preferimos pensar en positivo, suponemos que es más bien una cuestión de convicción y de estética y, en ese sentido, apreciamos la intención de darle otro aire a la película. Pero en su esfuerzo echamos de menos la narración amargada y obsesiva que logró en Zodiac (2007) o el impacto brutal que supuso para nosotros Seven (1995).

Tampoco existe una química muy formulada entre los dos protagonistas, aunque destacan en sus interpretaciones. Quizás a la bella Rooney Mara (Lisbeth Salander), quien está fantástica en su personaje, le falte la garra agresiva y tatuada de dolor de Noomi Rapace. Daniel Craig (Mikael Blomkvist) supera al sueco Michael Nysquyt en gallardía pasiva y en carisma, pero tampoco encuentra en esta película su interpretación más sobresaliente. En cuanto a los personajes en sí, Blomkvist se nos presenta más sentimental y heróico, menos cotidiano y mujeriego y Lisbeth Salander, más expresiva gestualmente, pero más desvalida y menos decidida que su alter ego en la versión de la productora sueca, Yellow Bird. Y para muchos es un craso error que pasa factura a la película porque la “inexpugnable” coraza exterior del personaje es el principal atractivo de la historia.

En el Millennium de Fincher el misterio adquiere menor relieve; su resolución llega a parecer, en ocasiones, mero trámite y las habilidades de Salander, menos explicadas, una especie de don sobrevenido, como por ciencia infusa. La película de Fincher cuenta con un final más despiadado, pero como la sueca, también pierde fuelle tras el desenlace, con el largo epílogo donde la belleza punk de Salander se torna en pija para hacer justicia poética en los paraísos fiscales.
Las comparaciones son odiosas, de acuerdo, pero la referencia es inevitable. A lo mejor ha sido una cuestión de empacho, pero lo cierto, es que Millenium sigue sin despertar nuestro entusiasmo. Ni siquiera, cuando la historia se cruza en el camino de un visionario contemporáneo llamado David Fincher. Quizás el tiempo acabe dándole la razón.
Os dejamos con un trailer en versión original subtitulado, aunque en la web se pueden encontrar los alucinantes títulos de crédito de la película. Está en vuestra mano satisfacer vuestra curiosidad o dejar que os embriaguen justo antes de comenzar la aventura. Sería lo suyo…

Visionado: ‘J. Edgar’, de Clint Eastwood. ‘Gran personaje en estrecho guion’

tres estrellas


El director del FBI, J. Edgar Hoover, interpretado por Leonardo DiCaprio, le pregunta a un asistente que quién es el hombre más famoso del siglo XX, a lo que no tarda en responder que él mismo. El gesto de Hoover lo dice todo en ese momento, dice mucho, dice todo aquello que luego la película no explica, como un gran personaje atrapado y encorsetado por las estrecheces de un guion que no le llega ni a la suela de los zapatos. Porque el fundador del FBI fue un gran hombre, grande tanto en mezquindad como en eficacia, quizás no mundialmente conocido, pero sí uno de los personajes más controvertidos de la era que le tocó vivir: el inicio de la supuesta amenaza del comunismo tras la Revolución bolchevique, los inicios del crimen organizado, el fin de la Ley Seca, el asesinato de Kennedy, y la llegada de un nuevo conservadurismo de la mano de Nixon.Ahí está el gran acierto del J. Edgar retratado por nuestro admirado Clint Eastwood. Leonardo DiCaprio está realmente espléndido en su juventud y en su vejez, porque incluso bajo las enormes capas de maquillaje y sin sus ojos verdes, es capaz de seguir demostrando que es uno de los mejores actores de su generación, con Oscar o sin Oscar. Su personaje sale al escenario con toda la personalidad reaccionaria y ultraconservadora propia de una época violenta y recién salida de una guerra, un espíritu con el que contagió toda la esencia y los modos de hacer de la Agencia Federal estadounidense hasta hoy. A nuestro entender, conocer la armadura y cubículos internos con los que el Sr. Hoover montó su tinglado, de acuerdo con un pensamiento único y arrollador, es la joya que esconde la película, y que Eastwood se encarga de cuidar y mimar dándole al contrapicado una y otra vez para engrandecer la figura de su personaje y hacernos sentir todo su poder.Pero el problema también deriva de ahí. No podemos estar maravillados con un personaje de tal magnetismo si detrás no nos están contando también una gran historia. Se ve la ambición, pero no su resultado: 40 años de FBI son muchos años, y centrar buena parte del guion en la resolución de un solo caso, refiriéndose a otros muchos solo de pasada y en pequeñas dosis, no hace justicia a lo que prometen sus continuos saltos a la juventud y a la vejez de Hoover. En algunos momentos, parece que el cineasta quisiera pasar por alto todos aquellos casos en los que intervino en el FBI, pero que ya han pasado por las manos del celuloide: el asesinato de Kennedy en JFK (Oliver Stone), el caso Watergate en Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula), o la detención del famoso atracador de bancos John Dillinger, personaje retratado en la estupenda Enemigos públicos (Michael Mann). Efectivamente, es como si Eastwood hubiera querido contar algo más, pero nos hubiéramos quedado encerrados en la grandeza del personaje de Hoover, sin ver nada más allá de su última capa de piel.

Por eso a lo mejor lo más apropiado para poder admirar esta película sea quedarse con sus interpretaciones: la de Naomi Watts como su secretaria, confidente y guardiana de secretos que hubieran cambiado el mundo; la de Judi Dench como su rotunda y amorosa madre, generadora de un complejo de Edipo en Hoover muy humanizado; y un torturado Armie Hammer (aún le recordamos duplicado en La red social) como su mano derecha y eterno pretendiente, rechazado como amante y admitido como amigo de un ser inamigable y reprimido. Fuera del disperso y algo estrábico guion, sea quizás de lo mejor de la película la historia de amor nunca consumada pero sentida en los ojos del personaje de Hammer. Es donde confirmamos que Eastwood siempre ha estado y estará más cómodo en lo humano que en lo político.

Así que el dilema queda servido de esta manera. Sin que sepamos cómo disociar un personaje de su propia película. Como si quisiéramos hacer recortables con las escenas en que DiCaprio brilla por encima de todo, mientras cuenta su historia, y montar un nuevo biopic a base de todas sus frases sobre la decadencia moral y su afán trastabillado en la búsqueda de una falsa libertad. Para quedarnos con eso y rematar su historia al menos sin perdernos por los senderos de acciones y narraciones mal seleccionadas. Ver solo su cara, su represión y su ambición encerradas en sí mismo, en su despacho, contando mentiras para salvar su sueño, su inevitable caída.

Disección: ‘Los santos inocentes’, de Mario Camus. ‘Milana bonita, milana humillada’

PANORÁMICA: En 1984, el mundo andaba algo revuelto. El año comenzaba con escalada de violencia en Oriente Próximo: la armada iraquí destruye cinco barcos iraníes mientras aviones israelíes bombardean el Líbano matando a un centenar de personas. En Europa, Gerry Adams resulta herido tras un atentado en Belfast y Margaret Thatcher se libra por los pelos de una bomba del IRA que dejó al nivel de escombros su cuarto de baño. Allende los mares, su compañero liberal, Ronald Reagan, comienza una nueva legislatura al frente de la capital del Imperio planetario. Y lejos del mundanal ruido, al fin una mujer, la soviética Svetlana Saviskaya (segunda fémina, en órbita) camina por el espacio. En nuestro país, una noticia que nos resulta familiar: el paro alcanza al 17,81% de la población activa. Medio millón de españoles se echan a las calles para protestar por las devastadoras consecuencias de la reconversión industrial. Eso sí, doce hombres de negocios, ‘con un curioso sentimiento de piedad’, logran pagar la fianza de José María Ruíz Mateos, quien se encontraba también por aquel entonces en la cárcel. La bella Córdoba es declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Además, 1984 es el año en el que desaparecieron Julio Cortázar, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén y Truman Capote. Y hacia el Olimpo de las gentes del cine se encaminaron el gran James Mason, Richard Burton, Truffaut, Joseph Losey y Sam Peckinpah.
EL MEOLLO: En una finca de Extremadura, la familia de Paco el Bajo (Alfredo Landa) y Régula (Terele Pávez) vive al servicio y al capricho del señorito Iván (Juan Diego), un cacique de los años 60, amante de la caza y de las mujeres ajenas. Paco el Bajo es el “secretario” en las batidas de caza de aves donde los herederos frecuentan a los tecnócratas del franquismo y otras gentes ‘de bien’ para la época. Solícito y buenazo, Paco es un tipo con un don, un aliado de la naturaleza que, con la mente ágil y el olfato de un sabueso, logra recuperar todas las piezas que su venerado señorito Iván derriba con la escopeta. Paco y Régula tienen dos hijos espabilados que escapan, a duras penas, del analfabetismo. También una pequeña, discapacitada mental, que es un ser detenido en un cuerpo sin movimiento y en un alarido de tristeza. Sin embargo, la Niña Chica parece cobrar vida para comprender a su tío Azarías, un viejo de cortas entendederas, que habita en un mundo arraigado en la naturaleza. Un accidente obligará a que el siempre dispuesto Paco el Bajo no dé el servicio esperado al señorito, quien fastidiado porque se le tuerce su jornada de caza, probará como “secretario” primero al hijo del sirviente, El Quirce, y después a Azarías.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Mario Camus es el autor de la obra maestra más desgarradora del cine español, Los santos inocentes. Una historia de esclavos y señoritos que, como diría el propio cineasta en el Festival de Cannes, sigue siendo el pan nuestro de cada día, aun cuando las diferencias de clase se anden con disimulo. Este cántabro que estudió derecho y cine forma parte de la misma generación que Carlos Saura, José Luis Borau, Miguel Picazo o Manuel Summers. Sin embargo, Camus es único. Lo suyo son las adaptaciones de algunas de las obras más importantes de nuestra literatura. Por ejemplo, se ha atrevido con inteligencia, creatividad y sentido cinematográfico con los textos de Calderón de la Barca (La leyenda de El Alcalde de Zalamea, 1972); de Pérez Galdós, en la fantástica serie de televisión Fortunata y Jacinta; de Camilo José Cela, en La Colmena (1982) y, por supuesto, de Miguel Delibes, en Los santos inocentes (1984). También abordó a Lorca, en La Casa de Bernarda Alba (1987), una interpretación, sobria y penitente del drama lorquiano en tres actos. Un auténtico tríptico sobre la tiranía que recorre el ánimo del espectador como un escalofrío. La crítica ha destacado de su filmografía títulos como Los pájaros de Baden Baden (1975) o Los días del pasado (1978). Camus ha tenido éxito en varios géneros, incluso firmó algunos trabajos al servicio de estrellas de la canción de mucho lustre, como Sara Montiel (Esa mujer, 1969) o el fantástico Raphael (Cuando tú no estás, 1966). Y es que a Mario Camus el artista, el genio que alumbró Los santos inocentes, le gusta considerarse “un artesano”: “porque el artesano tiene la posibilidad de desarrollar su poética personal”. Los santos inocentes recoge, en sí misma, todo su universo creativo, de inagotable riqueza. El pasado año el director fue galardonado con un Goya de Honor.
PRIMER PLANO
FRANCISCO RABAL: Ya hace más de una década que nos abandonó uno de los grandes actores de nuestro cine patrio, antes de que pudiera recoger el merecido Premio Donostia que le esperaba ese año, y muchos tenemos siempre la inquietante y paranormal sensación de que sigue entre nosotros, de que algún día reaparecerá en algún papel, aniquilando con su mirada pícara y profunda a cualquier actor que ose hacerle réplica. Porque Paco Rabal armó su talento en la época más oscura del franquismo, haciendo frente a la cacharrería de las películas bienpensantes y el teatro más complaciente, aunque gracias a ello, y de la mano de dramaturgos como José María Pemán y José Tamayo se hizo fuerte y provocador. Lo suficiente como para suscitar el interés del gran Luis Buñuel con el que rodó en el extranjero Nazarín, Viridiana y Belle de Jour, y que le abriría las puertas franco-italianas en su mejor momento: se sucederían así sus papeles en Las brujas de Luchino Visconti o en María Chantal contra Dr. Kha de Claude Chabrol. Pero una España ya en democracia le esperaba de nuevo para ofrecerle la posibilidad de hacer su estrella aún más visible muy en su madurez, en lo mejor de su vida y de su militancia comunista. Y lo mejor de sí mismo fue lo que entregó en papeles como el de Azarías en Los santos inocentes (que le dio la gloria de Cannes), en La Colmena (también con Mario Camus), en Truhanes (con Miguel Hermoso), en Divinas palabras (con José Luis García Sánchez), en Goya en Burdeos (con Carlos Saura, por la que recibió el Premio Goya) o en ¡Átame! (con Pedro Almodóvar). Su carismático y surcado rostro, su profunda voz, su animalidad de galán también tendrían eco en televisión sobre todo con la serie Juncal, de Jaime de Armiñán. Pese a todo ello, siempre que vemos su rostro en algún sitio pensamos en Azarías, en el pobre demente enamorado de su milana bonita, y esperamos que vuele para siempre entre el recuerdo de las estrellas imborrables de nuestro cine.
JUAN DIEGO: Lo suyo es monstruosidad de actor. Como suena y con todas sus peyorativas interpretaciones. Como Paco Rabal, este actor sevillano ha pasado por todas las tablas que las artes audiovisuales han dado al mundo, y en todas ha sabido ser el dictador de la escena: en teatro, en cine y en televisión. Y siempre como un Señor, así con mayúsculas, como dueño absoluto de sus personajes que han ido desde la más absoluta caciquería y villanidad, como en Los santos inocentes, hasta la amargura y el desconsuelo en la serie Padre Coraje, un papelón que le regaló Benito Zambrano. Subió los escalones de un pequeño teatro sevillano en 1960 para interpretar Esperando a Godot, de Samuel Beckett, con tanto éxito que fue su puesta de largo y su tránsito, casi gracias a una crítica clandestina, hacia la fama y el talento que nunca le abandonaría, y que ayudó a forjar en los estudios franquistas de TVE con sus numerosas interpretaciones para Estudio 1. Con la llegada de la democracia en España, le tocó prestar su ya conocido y carismático rostro a las numerosas huelgas y a la petición de legalización del Partido Comunista. En los años ochenta, tras la aprobación de la famosísima Ley Miró, comenzaría su incombustible periplo cinematográfico, que abarcaría desde la película diseccionada hoy, hasta las obras maestras El viaje a ninguna parte (de Fernando Fernán Gómez), Dragon Rapide (donde interpretaría a Franco) o El rey pasmado (que le valdría su primer premio Goya). Siempre compaginándolo con su carrera teatral, el celuloide siguió requiriendo sus servicios a las órdenes de los grandes en París, Tombuctú (de Luis García Berlanga), You,re the One (de José Luis Garci), Jamón, Jamón (con Bigas Luna), El séptimo día (de Carlos Saura, basada en la matanza de Puerto Hurraco), La vida que te espera (de Manuel Gutiérrez Aragón), Vete de mí (de Víctor García León) y Lope (de Andrucha Waddington). Tras comerse la gran pantalla, no tuvo reparos en hacer lo mismo con la pequeña, la televisiva, siendo siempre el mejor del reparto de series como Los hombres de Paco, 23-F: la película y recientemente en la producción Toledo. Es uno de nuestros actores vivos más queridos y comprometidos, y con él está y estará siempre nuestra admiración más sincera.
ALFREDO LANDA: Solo un actor como él consiguió que en España se acuñara la denominación de un subgénero cinematográfico donde el personaje principal era el prototipo mismo: el landismo. En un mundo mascando las ortigas de una censura con dos siglos de caducidad, Alfredo Landa dio la oportunidad al público más o menos exigente de pensar que en España cultivábamos algo parecido a la comedia italiana contemporánea. También educado en el teatro, este actor navarro debutó en el cine con la estupenda Atraco a las tres (de José María Forqué), iniciando con ello su prolífica colección de más de 120 películas hasta hoy, entre las que destacamos, de esa época, Ninette y un señor de Murcia, Nobleza baturra, Vente pa Alemania, Pepe o No desearás al vecino del quinto, con papeles todos cortados por un mismo patrón de hombrecillo acelerado, reprimido, algo salido y con una lengua imparable. Era difícil pensar por entonces que con el cambio de rumbo del país, Alfredo Landa pudiera demostrar ser algo más que una simple caricatura. Pero lo hizo. En 1976, con El puente (de Juan Antonio Bardem) dejaría boquiabiertos a los fans y no tan fans de sus papeles de bajito atontao, contribuyendo sin parar en años sucesivos a dejar claro que era uno de los grandes: su Paco humillado y rastreador en Los santos inocentes (compartió con Paco Rabal el premio en Cannes), el enrabietado sargento de La vaquilla (de Luis García Berlanga), el Bogart español de El Crack I y El Crack II (de José Luis Garci), o el bandido Fendetestas de El bosque animado (de José Luis Cuerda, con quien también actuaría en La marrana), entre otros muchos. En 2007 anunció su retirada profesional y recibió el Goya de Honor y desde entonces no le hemos vuelto a ver. Y le echamos de menos. Mucho.
CONTRAPICADO: Nadie ha sabido comprender la literatura de Miguel Delibes como Mario Camus en esta cinta. Y recoger el espíritu de la novella es, sin lugar a dudas, su gran acierto. Es una película sobria y cruda hasta la asfixia, emocionante hasta el desgarro, con la precisión de un bisturí que hurga, sin disimulo, en el dolor que produce habitar en un mundo sin sentido alguno de la justicia. Nos presenta una historia que habla del drama resignado de los desheredados y nos lo desgrana a base de pinceladas costumbristas y estructurada en diferentes puntos de vista. Las interpretaciones son soberbias. Cualquiera de ellas, aunque son Landa y Rabal los que logran perderse en Paco y Azarías con una asombrosa pericia artística. Si la película resulta tan impactante es porque construye un universo de existencias antagonistas abocadas a la destrucción. Ahí está, por ejemplo, un cacique que desprecia y humilla, en torno al cual gira, en un círculo vicioso de miseria, la existencia de unos sirvientes sin apenas tiempo para la vida propia. En otra órbita, se sitúa la emoción poética: las andanzas de Azarías y su ternura ante la Niña Chica / la Milana Bonita. El hombre déspota, que somete el mundo a su antojo, romperá este frágil equilibrio de existencias. Y el inocente se convertirá en verdugo para ajusticiar en nombre de una naturaleza ultrajada.
PICADO: En su momento, el drama caciquesco de Camus fue tachado de maniqueísta por un sector conservador todavía muy arraigado en nuestro país. Es cierto que algunas escenas son crueles tirando a escalofriantes, en cuanto al sometimiento y humillación de la familia de Paco el Bajo. Pero no olvidemos que así lo narró Delibes, y que no todo lo narrado está en la película. Como en La familia de Pascual Duarte, no podemos esperar que el celuloide sea más complaciente con la miseria por el hecho de contemplarlo en primera plana. La vida de muchos hombres fue, y sigue siendo así. Si de algo podemos culpar a Los santos inocentes es de la poca distancia temporal que marca con nosotros, de la incomodidad que produce el saber que es un pasado no tan lejano, y de haber supuesto un punto de inflexión difícil de imitar o reproducir. Solo hay que contemplar su final, y el sitio en el que acaban todos los personajes, para ver un pequeño rayo de luz, gris negruzco pero real, para saber que es una película irrepetible, aturullante e imposible de criticar.
SIMBIOSIS SONORA: Uno de los músicos más destacados de nuestro país, el turolense Antón García Abril, firma la austera banda sonora de Los santos inocentes. En esta película, las piezas musicales responden a las necesidades de la narración; su presencia, escasa, pero poderosa, acentúa los instantes más dramáticos; cierra y abre los capítulos definidos por los diferentes puntos de vista de los personajes. García Abril, Premio Nacional de Música, miembro de la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando, entre muchos otros honores, realizó en este film uno de sus trabajos más bellos e impactantes. En la película, los sonidos de la tierra y sus criaturas, los cencerros y los recurrentes instrumentos de percusión componen una extraña sinfonía junto a un grito inhumano desgarrador y el sonido doliente de un instrumento pastoril que se está perdiendo en el olvido. Hablamos del rabel, una especie de laúd que dejó de usarse a partir del siglo XVIII y que fue interpretado por uno de los últimos rabelistas de nuestro país, Pedro Madrid, a petición de Camus.
OJO AL DATO: El nombre de Mario Camus ha quedado inevitablemente ligado al de Miguel Delibes por esta insuperable adaptación cinematográfica. Cuando nos dejó en 2010 uno de los mejores escritores del siglo XX, el cineasta quiso recordar su figura y el pequeño pero grandioso papel que cumplió en el rodaje de Los santos inocentes, y que supuso para ambos una amistad que duraría para siempre. Según relató, Delibes nunca pensó que pudiera hacerse una película sobre su libro pero acabo cediendo y realizó una sola visita al rodaje del film en Alburquerque (Extremadura). En ella almorzó, no con los actores, sino con los personajes de Azarías y Paco el Bajo, mostrándose tal y como eran en la película, mientras todos los demás se le fueron presentando de la misma guisa. Camus contó que Delibes no volvió a mencionar el tema hasta que vio la película en una proyección privada en el Palacio de la Prensa de Madrid. Le dijo que era “un buen trabajo”. Para el director fue suficiente, no quiso epítetos, porque el respaldo de Delibes vino después acompañado de una cosecha de reconocimientos de crítica, público y premios que hablaron por sí mismos. Y con ello se cerraron todas las bocas.
RETRATO DEL HÉROE: Con la mugre como piel y las manos orinadas, “el Azarías no es malo, solo una miaja inocente”. Es el vientre de la naturaleza que se alivia anudándole una una soga al cuello al señorito para reclamar lo suyo: respeto por la vida. Azarías es más que un personaje en una película, es la poesía de la dehesa, del hombre elemental que barrunta la vida con el alma limpia. Azarías corre libre por la sierra, ríe y le grita a la felicidad: ¡¡Milana Bonita!! Azarías comprende el mundo y su equilibrio, ama sin preguntas, sin curiosidad ni condiciones. Y porque ser así, una fuerza de la naturaleza, es demasiado revolucionario e incontrolable, y por ello se le aparta del mundo de los hombres y se le mete en una jaula.
Solo podemos entonces dejaros con Azarías, en el impresionante arranque de la película:

Visionado: ‘Los Descendientes’, de Alexander Payne. ‘Clooney, Hawai y nada más’

dos estrellas


Hay algo que no nos llega del señor Alexander Payne. Algo que no entendemos, que se nos escapa, sobre su visión tragicómica de los dramas humanos, y que continuamente se nos torna en poco más que un producto televisivo, por más que los aplausos que recibe nos atronen los oídos cada vez que rueda una película y las alabanzas a su genio sean proclamadas y rematadas con cinco estrellas, y porque todavía no hay seis. Es que no hay manera, y tras ver Los Descendientes, vamos por la tercera, y otra vez nos quedamos tremendamente aburridos como nos pasó con A propósito de Schmidt y con Entre copas
Entendiendo también que este cineasta tampoco es que sea una máquina de rodar bodrios infumables, comprendiendo entre líneas que todas sus películas contienen un trasfondo de “atento a mi conmovedor mensaje, porque es que te lo estoy contando de forma muy tierna y real”, no nos parecía desproporcionado darle una tercera oportunidad cuando esta vez se hablabla de una auténtica obra maestra, no solo rodada en Hawai, sino protagonizada por un George Clooney que se deja los dientes y las sandalias en el papel de su vida.
Pero nada de nada. La historia del padre con su mujer en coma, que se entera de una infidelidad al mismo tiempo que trata de rescatar de la miseria moral a sus dos hijas, le viene al pelo a este estupendo actor, a sus canas, y a lo bien que se le dan los gestos desolados dentro de todo su atractivo, que no queremos cuestionar. Y hasta ahí la película. Porque después, o te medio ríes (lo que viene siendo una mueca) por aquello de que estás viendo una situación ridícula pero donde tampoco se hila muy fino, o te medio emocionas (lo que viene siendo un mohín) ante la secuencia de una despedida eterna y sin sentido en una habitación de hospital. Entre medias, el “progenitor de repuesto”, las dos hijas y una especie de chiflado que no sabemos muy bien qué pinta ahí, vuelan de isla en isla para conocer al amante y conocerse a sí mismos, aunque nosotros solo estemos deseando que pase algo, al grito mental de “¡venga!”.
No es que no pase nada, es que lo que transcurre se va haciendo cada vez más irreal y va perdiendo fuelle conforme los diálogos pretenden ser más profundos hasta resultar incomprensibles, sobre todo los de padre-hijas. O es cosa de isleños o es cosa de la familia, que es así. Porque por aquí no tenemos a las tragicomedias entre nuestras enemigas precisamente. De hecho, casi diríamos que es un género en el que nos encanta navegar y al que acudimos siempre con los brazos abiertos y la mirada limpia. 
Pero como no todo van a ser dardos envenenados, vamos a quedarnos con esa estupenda ambientación hawaiana (solo la ambientación: las guitarras machaconas se convierten al final en algo realmente molesto), y con el colorido de unos paisajes urbanos y naturales que no estamos muy acostumbrados a ver en el cine y que Payne retrata con mucha elegancia y a modo de postales. Nos gustan más las estampas de Scorsese con Nueva York y las de Woody Allen con París, o viceversa, pero vale, lo aceptamos. De hecho, así podemos compensar con dos vectores la sensación de sopor que se nos quedó tras la película: un poco de Clooney y un poco de Hawai. Vamos, lo que aparece en el cartel. Y nada más.

Visionado: ‘La dama de hierro’, de Phyllida Lloyd. ‘Thatcher se reconcilia con el espectador’

 

tres estrellas


La dama de hierro padece un ‘mal’ muy extendido en los biopic de los últimos tiempos. Tienden a mitificar, en exceso, los personajes históricos que abordan. Lo curioso es que, en este caso, se consigue este efecto en el espectador buscando el lado más humano de la dama en cuestión. Margaret Thatcher se nos perfila a partir del retrato de su decadencia. Se nos presenta senil y un tanto derrotada, en los albores de un limbo mental donde los recuerdos se tropiezan con los desvaríos imaginación. Y es así porque estando acabada es como Phyllida Lloyd, la realizadora del filme, quiere reconciliarnos con la figura de una mujer que fue brillante y fascinante, pero también enormemente polémica, pues tomó decisiones muy duras, cuestionadas por sus compatriotas entonces y también ahora, con la perspectiva que da la Historia. La fórmula no es nueva, pero el hecho de que permanezcamos tanto tiempo de metraje junto a la anciana nos suena a disculpa un tanto forzada y a una manera de darle el acabado final a la ‘leyenda’ de una trayectoria política.

Como decimos, La dama de hierro nos lleva de visita a la casa de la señora Margaret Thatcher (Meryl Streep), de 86 años. Allí, nos recibe una encantadora anciana que entretiene el tiempo en tareas hogareñas, conversaciones triviales y recuerdos que comparte junto a su marido, Denis Thatcher (Jim Broadbent), quien por cierto, hace pocos años que ha fallecido. Es un entrañable fantasma del pasado que la demencia senil se empeña en llevar de vuelta a casa. Aconsejada por su familia, Margaret tiene que enfrentarse a la tarea de seleccionar los enseres personales de Denis de los que debe deshacerse. La anécdota es el detonante de una serie de recuerdos que, a bordo de diversos flashback, le llevará a revivir algunos de los capítulos más destacados de su biografía personal y política.

La Dama de Hierro es una película que dejará insatisfechos a quienes les apasione escudriñar los entresijos del poder o la génesis de diferentes capítulos esenciales de la Historia británica. Aunque también dejará con interrogantes en la cabeza a aquellos que quieran saber más de la anciana que deambula entre sus recuerdos. La película parece buscar la indulgencia en muchas de las decisiones que adoptó la Primera Ministra; en ocasiones pasa, como de puntillas, por esos capítulos sin ofrecer un reflejo de la tensión y la gravedad con la que se vivieron los acontecimientos. A excepción de las secuencias referentes a la Guerra de Las Malvinas, que resultan realmente inquietantes. Más interesante resulta la ‘lucha de género’ que plantea el filme: la de una mujer fuerte y fiel a sus principios que no quería ver pasar su vida ante una pila de platos sucios y que trabajó muy duro para hacerse un camino en un mundo lleno de emociones y ambiciones, presuntamente masculinas. En este sentido, tienen una fuerza especial las escenas protagonizadas por una Margaret Thatcher joven (por cierto, fantástica interpretación de Alexandra Roach).

Hay una secuencia especialmente lograda en la película. Nos referimos a una de las reuniones que la Primera Ministra mantiene con su Gabinete. La señora Thatcher pierde completamente los papeles y ese momento confuso, lleno de exabruptos y de patetismo, donde arremete contra un fiel compañero de partido, nos deja completamente helados porque nos invade un desconcertante sentimiento: vergüenza ajena.

La interpretación de Meryl Streep es épica. La actriz que nunca decepciona tuvo en esta ocasión el reto de darle verosimilitud al personaje de una mujer que educó su voz para resultar convincente. Así, la película nos brinda la oportunidad de disfrutar de una Margaret de acento más suave y melifluo y de la Thatcher, que se impone con autoridad en un registro más grave. Streep está soberbia. Sus pequeños gestos, sus miradas, la manera de ladear la cabeza o de agitarla con vehemencia para enfatizar su discurso. La actriz engrandece la figura de la líder mundial y también nos la devuelve atormentada por las graves consecuencias de sus decisiones. Streep enriquece un guión con muchas lagunas.

Es imprescindible ver esta película en versión original y revisar algunas intervenciones de Margaret Thatcher en televisión para darse cuenta de la perfección del trabajo de Meryl Streep. Como aperitivo, os servimos el trailer de La Dama de Hierro en su lengua materna.