PANORÁMICA: En 1984, el mundo andaba algo revuelto. El año comenzaba con escalada de violencia en Oriente Próximo: la armada iraquí destruye cinco barcos iraníes mientras aviones israelíes bombardean el Líbano matando a un centenar de personas. En Europa, Gerry Adams resulta herido tras un atentado en Belfast y Margaret Thatcher se libra por los pelos de una bomba del IRA que dejó al nivel de escombros su cuarto de baño. Allende los mares, su compañero liberal, Ronald Reagan, comienza una nueva legislatura al frente de la capital del Imperio planetario. Y lejos del mundanal ruido, al fin una mujer, la soviética Svetlana Saviskaya (segunda fémina, en órbita) camina por el espacio. En nuestro país, una noticia que nos resulta familiar: el paro alcanza al 17,81% de la población activa. Medio millón de españoles se echan a las calles para protestar por las devastadoras consecuencias de la reconversión industrial. Eso sí, doce hombres de negocios, ‘con un curioso sentimiento de piedad’, logran pagar la fianza de José María Ruíz Mateos, quien se encontraba también por aquel entonces en la cárcel. La bella Córdoba es declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Además, 1984 es el año en el que desaparecieron Julio Cortázar, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén y Truman Capote. Y hacia el Olimpo de las gentes del cine se encaminaron el gran James Mason, Richard Burton, Truffaut, Joseph Losey y Sam Peckinpah.
EL MEOLLO: En una finca de Extremadura, la familia de Paco el Bajo (Alfredo Landa) y Régula (Terele Pávez) vive al servicio y al capricho del señorito Iván (Juan Diego), un cacique de los años 60, amante de la caza y de las mujeres ajenas. Paco el Bajo es el “secretario” en las batidas de caza de aves donde los herederos frecuentan a los tecnócratas del franquismo y otras gentes ‘de bien’ para la época. Solícito y buenazo, Paco es un tipo con un don, un aliado de la naturaleza que, con la mente ágil y el olfato de un sabueso, logra recuperar todas las piezas que su venerado señorito Iván derriba con la escopeta. Paco y Régula tienen dos hijos espabilados que escapan, a duras penas, del analfabetismo. También una pequeña, discapacitada mental, que es un ser detenido en un cuerpo sin movimiento y en un alarido de tristeza. Sin embargo, la Niña Chica parece cobrar vida para comprender a su tío Azarías, un viejo de cortas entendederas, que habita en un mundo arraigado en la naturaleza. Un accidente obligará a que el siempre dispuesto Paco el Bajo no dé el servicio esperado al señorito, quien fastidiado porque se le tuerce su jornada de caza, probará como “secretario” primero al hijo del sirviente, El Quirce, y después a Azarías.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Mario Camus es el autor de la obra maestra más desgarradora del cine español, Los santos inocentes. Una historia de esclavos y señoritos que, como diría el propio cineasta en el Festival de Cannes, sigue siendo el pan nuestro de cada día, aun cuando las diferencias de clase se anden con disimulo. Este cántabro que estudió derecho y cine forma parte de la misma generación que Carlos Saura, José Luis Borau, Miguel Picazo o Manuel Summers. Sin embargo, Camus es único. Lo suyo son las adaptaciones de algunas de las obras más importantes de nuestra literatura. Por ejemplo, se ha atrevido con inteligencia, creatividad y sentido cinematográfico con los textos de Calderón de la Barca (La leyenda de El Alcalde de Zalamea, 1972); de Pérez Galdós, en la fantástica serie de televisión Fortunata y Jacinta; de Camilo José Cela, en La Colmena (1982) y, por supuesto, de Miguel Delibes, en Los santos inocentes (1984). También abordó a Lorca, en La Casa de Bernarda Alba (1987), una interpretación, sobria y penitente del drama lorquiano en tres actos. Un auténtico tríptico sobre la tiranía que recorre el ánimo del espectador como un escalofrío. La crítica ha destacado de su filmografía títulos como Los pájaros de Baden Baden (1975) o Los días del pasado (1978). Camus ha tenido éxito en varios géneros, incluso firmó algunos trabajos al servicio de estrellas de la canción de mucho lustre, como Sara Montiel (Esa mujer, 1969) o el fantástico Raphael (Cuando tú no estás, 1966). Y es que a Mario Camus el artista, el genio que alumbró Los santos inocentes, le gusta considerarse “un artesano”: “porque el artesano tiene la posibilidad de desarrollar su poética personal”. Los santos inocentes recoge, en sí misma, todo su universo creativo, de inagotable riqueza. El pasado año el director fue galardonado con un Goya de Honor.
PRIMER PLANO
FRANCISCO RABAL: Ya hace más de una década que nos abandonó uno de los grandes actores de nuestro cine patrio, antes de que pudiera recoger el merecido Premio Donostia que le esperaba ese año, y muchos tenemos siempre la inquietante y paranormal sensación de que sigue entre nosotros, de que algún día reaparecerá en algún papel, aniquilando con su mirada pícara y profunda a cualquier actor que ose hacerle réplica. Porque Paco Rabal armó su talento en la época más oscura del franquismo, haciendo frente a la cacharrería de las películas bienpensantes y el teatro más complaciente, aunque gracias a ello, y de la mano de dramaturgos como José María Pemán y José Tamayo se hizo fuerte y provocador. Lo suficiente como para suscitar el interés del gran Luis Buñuel con el que rodó en el extranjero Nazarín, Viridiana y Belle de Jour, y que le abriría las puertas franco-italianas en su mejor momento: se sucederían así sus papeles en Las brujas de Luchino Visconti o en María Chantal contra Dr. Kha de Claude Chabrol. Pero una España ya en democracia le esperaba de nuevo para ofrecerle la posibilidad de hacer su estrella aún más visible muy en su madurez, en lo mejor de su vida y de su militancia comunista. Y lo mejor de sí mismo fue lo que entregó en papeles como el de Azarías en Los santos inocentes (que le dio la gloria de Cannes), en La Colmena (también con Mario Camus), en Truhanes (con Miguel Hermoso), en Divinas palabras (con José Luis García Sánchez), en Goya en Burdeos (con Carlos Saura, por la que recibió el Premio Goya) o en ¡Átame! (con Pedro Almodóvar). Su carismático y surcado rostro, su profunda voz, su animalidad de galán también tendrían eco en televisión sobre todo con la serie Juncal, de Jaime de Armiñán. Pese a todo ello, siempre que vemos su rostro en algún sitio pensamos en Azarías, en el pobre demente enamorado de su milana bonita, y esperamos que vuele para siempre entre el recuerdo de las estrellas imborrables de nuestro cine.
JUAN DIEGO: Lo suyo es monstruosidad de actor. Como suena y con todas sus peyorativas interpretaciones. Como Paco Rabal, este actor sevillano ha pasado por todas las tablas que las artes audiovisuales han dado al mundo, y en todas ha sabido ser el dictador de la escena: en teatro, en cine y en televisión. Y siempre como un Señor, así con mayúsculas, como dueño absoluto de sus personajes que han ido desde la más absoluta caciquería y villanidad, como en Los santos inocentes, hasta la amargura y el desconsuelo en la serie Padre Coraje, un papelón que le regaló Benito Zambrano. Subió los escalones de un pequeño teatro sevillano en 1960 para interpretar Esperando a Godot, de Samuel Beckett, con tanto éxito que fue su puesta de largo y su tránsito, casi gracias a una crítica clandestina, hacia la fama y el talento que nunca le abandonaría, y que ayudó a forjar en los estudios franquistas de TVE con sus numerosas interpretaciones para Estudio 1. Con la llegada de la democracia en España, le tocó prestar su ya conocido y carismático rostro a las numerosas huelgas y a la petición de legalización del Partido Comunista. En los años ochenta, tras la aprobación de la famosísima Ley Miró, comenzaría su incombustible periplo cinematográfico, que abarcaría desde la película diseccionada hoy, hasta las obras maestras El viaje a ninguna parte (de Fernando Fernán Gómez), Dragon Rapide (donde interpretaría a Franco) o El rey pasmado (que le valdría su primer premio Goya). Siempre compaginándolo con su carrera teatral, el celuloide siguió requiriendo sus servicios a las órdenes de los grandes en París, Tombuctú (de Luis García Berlanga), You,re the One (de José Luis Garci), Jamón, Jamón (con Bigas Luna), El séptimo día (de Carlos Saura, basada en la matanza de Puerto Hurraco), La vida que te espera (de Manuel Gutiérrez Aragón), Vete de mí (de Víctor García León) y Lope (de Andrucha Waddington). Tras comerse la gran pantalla, no tuvo reparos en hacer lo mismo con la pequeña, la televisiva, siendo siempre el mejor del reparto de series como Los hombres de Paco, 23-F: la película y recientemente en la producción Toledo. Es uno de nuestros actores vivos más queridos y comprometidos, y con él está y estará siempre nuestra admiración más sincera.
ALFREDO LANDA: Solo un actor como él consiguió que en España se acuñara la denominación de un subgénero cinematográfico donde el personaje principal era el prototipo mismo: el landismo. En un mundo mascando las ortigas de una censura con dos siglos de caducidad, Alfredo Landa dio la oportunidad al público más o menos exigente de pensar que en España cultivábamos algo parecido a la comedia italiana contemporánea. También educado en el teatro, este actor navarro debutó en el cine con la estupenda Atraco a las tres (de José María Forqué), iniciando con ello su prolífica colección de más de 120 películas hasta hoy, entre las que destacamos, de esa época, Ninette y un señor de Murcia, Nobleza baturra, Vente pa Alemania, Pepe o No desearás al vecino del quinto, con papeles todos cortados por un mismo patrón de hombrecillo acelerado, reprimido, algo salido y con una lengua imparable. Era difícil pensar por entonces que con el cambio de rumbo del país, Alfredo Landa pudiera demostrar ser algo más que una simple caricatura. Pero lo hizo. En 1976, con El puente (de Juan Antonio Bardem) dejaría boquiabiertos a los fans y no tan fans de sus papeles de bajito atontao, contribuyendo sin parar en años sucesivos a dejar claro que era uno de los grandes: su Paco humillado y rastreador en Los santos inocentes (compartió con Paco Rabal el premio en Cannes), el enrabietado sargento de La vaquilla (de Luis García Berlanga), el Bogart español de El Crack I y El Crack II (de José Luis Garci), o el bandido Fendetestas de El bosque animado (de José Luis Cuerda, con quien también actuaría en La marrana), entre otros muchos. En 2007 anunció su retirada profesional y recibió el Goya de Honor y desde entonces no le hemos vuelto a ver. Y le echamos de menos. Mucho.
CONTRAPICADO: Nadie ha sabido comprender la literatura de Miguel Delibes como Mario Camus en esta cinta. Y recoger el espíritu de la novella es, sin lugar a dudas, su gran acierto. Es una película sobria y cruda hasta la asfixia, emocionante hasta el desgarro, con la precisión de un bisturí que hurga, sin disimulo, en el dolor que produce habitar en un mundo sin sentido alguno de la justicia. Nos presenta una historia que habla del drama resignado de los desheredados y nos lo desgrana a base de pinceladas costumbristas y estructurada en diferentes puntos de vista. Las interpretaciones son soberbias. Cualquiera de ellas, aunque son Landa y Rabal los que logran perderse en Paco y Azarías con una asombrosa pericia artística. Si la película resulta tan impactante es porque construye un universo de existencias antagonistas abocadas a la destrucción. Ahí está, por ejemplo, un cacique que desprecia y humilla, en torno al cual gira, en un círculo vicioso de miseria, la existencia de unos sirvientes sin apenas tiempo para la vida propia. En otra órbita, se sitúa la emoción poética: las andanzas de Azarías y su ternura ante la Niña Chica / la Milana Bonita. El hombre déspota, que somete el mundo a su antojo, romperá este frágil equilibrio de existencias. Y el inocente se convertirá en verdugo para ajusticiar en nombre de una naturaleza ultrajada.
PICADO: En su momento, el drama caciquesco de Camus fue tachado de maniqueísta por un sector conservador todavía muy arraigado en nuestro país. Es cierto que algunas escenas son crueles tirando a escalofriantes, en cuanto al sometimiento y humillación de la familia de Paco el Bajo. Pero no olvidemos que así lo narró Delibes, y que no todo lo narrado está en la película. Como en La familia de Pascual Duarte, no podemos esperar que el celuloide sea más complaciente con la miseria por el hecho de contemplarlo en primera plana. La vida de muchos hombres fue, y sigue siendo así. Si de algo podemos culpar a Los santos inocentes es de la poca distancia temporal que marca con nosotros, de la incomodidad que produce el saber que es un pasado no tan lejano, y de haber supuesto un punto de inflexión difícil de imitar o reproducir. Solo hay que contemplar su final, y el sitio en el que acaban todos los personajes, para ver un pequeño rayo de luz, gris negruzco pero real, para saber que es una película irrepetible, aturullante e imposible de criticar.
SIMBIOSIS SONORA: Uno de los músicos más destacados de nuestro país, el turolense Antón García Abril, firma la austera banda sonora de Los santos inocentes. En esta película, las piezas musicales responden a las necesidades de la narración; su presencia, escasa, pero poderosa, acentúa los instantes más dramáticos; cierra y abre los capítulos definidos por los diferentes puntos de vista de los personajes. García Abril, Premio Nacional de Música, miembro de la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando, entre muchos otros honores, realizó en este film uno de sus trabajos más bellos e impactantes. En la película, los sonidos de la tierra y sus criaturas, los cencerros y los recurrentes instrumentos de percusión componen una extraña sinfonía junto a un grito inhumano desgarrador y el sonido doliente de un instrumento pastoril que se está perdiendo en el olvido. Hablamos del rabel, una especie de laúd que dejó de usarse a partir del siglo XVIII y que fue interpretado por uno de los últimos rabelistas de nuestro país, Pedro Madrid, a petición de Camus.
OJO AL DATO: El nombre de Mario Camus ha quedado inevitablemente ligado al de Miguel Delibes por esta insuperable adaptación cinematográfica. Cuando nos dejó en 2010 uno de los mejores escritores del siglo XX, el cineasta quiso recordar su figura y el pequeño pero grandioso papel que cumplió en el rodaje de Los santos inocentes, y que supuso para ambos una amistad que duraría para siempre. Según relató, Delibes nunca pensó que pudiera hacerse una película sobre su libro pero acabo cediendo y realizó una sola visita al rodaje del film en Alburquerque (Extremadura). En ella almorzó, no con los actores, sino con los personajes de Azarías y Paco el Bajo, mostrándose tal y como eran en la película, mientras todos los demás se le fueron presentando de la misma guisa. Camus contó que Delibes no volvió a mencionar el tema hasta que vio la película en una proyección privada en el Palacio de la Prensa de Madrid. Le dijo que era “un buen trabajo”. Para el director fue suficiente, no quiso epítetos, porque el respaldo de Delibes vino después acompañado de una cosecha de reconocimientos de crítica, público y premios que hablaron por sí mismos. Y con ello se cerraron todas las bocas.
RETRATO DEL HÉROE: Con la mugre como piel y las manos orinadas, “el Azarías no es malo, solo una miaja inocente”. Es el vientre de la naturaleza que se alivia anudándole una una soga al cuello al señorito para reclamar lo suyo: respeto por la vida. Azarías es más que un personaje en una película, es la poesía de la dehesa, del hombre elemental que barrunta la vida con el alma limpia. Azarías corre libre por la sierra, ríe y le grita a la felicidad: ¡¡Milana Bonita!! Azarías comprende el mundo y su equilibrio, ama sin preguntas, sin curiosidad ni condiciones. Y porque ser así, una fuerza de la naturaleza, es demasiado revolucionario e incontrolable, y por ello se le aparta del mundo de los hombres y se le mete en una jaula.
Solo podemos entonces dejaros con Azarías, en el impresionante arranque de la película:
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