Píldoras cinetarias: Fotos de rodajes para la Cinehistoria

Año tras año descubrimos nuevas colecciones de instantáneas de rodajes que captaron momentos detrás, delante y a un lado de las cámaras y que nos siguen dejando con la boca abierta, por todo lo que representan y guardan en sus detalles. Afortunadamente, en casi todas las grandes producciones de más de un siglo de vida del séptimo arte, siempre hubo alguien, muchas veces anónimo, casi siempre avispado, que supo captar un momento que décadas después nos haría descubrir el secreto de una secuencia histórica.
En esta ocasión, en una web de origen ruso nos hemos topado con todo un álbum de recuerdos cinéfilos para la posteridad, especialmente valioso por su originalidad y por lo que cuentan en un solo plano, el fijo. A continuación, tras la imagen de presentación, del rodaje de Los pájaros, de Alfred Hitchcock, os dejamos las que más nos han emocionado y sorprendido   y os invitamos a visitarlas todas  con una buena lupa en postomania.ru/post182139583   y redescubrir, objeto por objeto, palmo a palmo, cómo se fraguaron los sueños de toda una generación de amantes del cine.
Dos chuladas de la saga Star Wars. La cadencia de letras de inicio con las que se nos ubica en el contexto de las seis películas, en su más rústica filmación. Debajo, Darth Vader soltándole a Luke Skywalker su lazos sanguíneos, pero a cara descubierta:

 

Las sufridas víctimas de Pesadilla en Elm Street parecen llevarse a las mil maravillas con Freddy Krueger cuando no están soñando. Atención a Johnny Depp. Impagable:

 

Otra pandilla pasándoselo en grande. El trío protagonista de Harry Potter, en su última entrega, ensayando el entierro del pobre y enyesado Dobby, pero muertos de la risa:
Foto de familia de la mejor trilogía de la Historia del cine, pero al natural, antes de embarcarse hacia las desgracias y alegrías de El Señor de los Anillos:
Por último, otro que se ríe, y cabeza abajo, haciendo honor a su personaje: el tristemente fallecido Heath Ledger bajo el influjo de la asombrosa intepretación que hizo de Joker en El caballero oscuro:

Visionado: ‘Contagio’, de Steven Soderbergh. ‘El apocalipsis son los otros’

 

tres estrellas


La humanidad enfrentada al apocalipsis de su egoísmo. Steven Soderbergh presenta una hipnótica historia en la que diversos personajes sufren las consecuencias de una pandemia que se extiende con una virulencia desconocida hasta el momento. El planteamiento del conflicto es sencillo, pero el guión de Contagio es un puzzle milagrosamente engrasado en el que los acontecimientos discurren con el impulso de un sentimiento de paranoia colectiva, de una intriga que fundamenta su efectividad en el miedo a no saber en quién se puede confiar. La gran pregunta existencial de un mundo al límite y excesivamente comunicado, globalizado y al mismo tiempo, aislado.

La película se desenvuelve a base de pinceladas que son zarpazos de una visión desoladora sobre la condición humana que habita un mundo donde la realidad puede ser adulterada a golpe de un sencillo clic. En el puzzle coral de Soderbergh hay una buena historia de detectives. El guionista la construye siguiendo los pasos del personaje del paciente número 0, el primero en el que se detecta la acción del virus, una mujer adúltera, interpretada por Gwyneth Paltrow, que es principio y fin de la pesadilla. Es ella también quien nos conduce a la historia con mayor carga dramática, la que lleva sobre sus espaldas su marido, un buen hombre sin mucha suerte, pero con una hija de un matrimonio anterior que descubre la vida en tiempos de exterminio. Una de las escasas concesiones a los buenos sentimientos en una película en la que la sobriedad es la clave musical que lleva la batuta de una compleja e inteligente producción. Por eso, Contagio logra ser tan impactante.

A nuestro entender, lo más destacado de la película es contemplar el acento que pone el cineasta sobre la amenaza de los pequeños gestos cotidianos. Un vaso que se bebe con la inconsciencia del movimiento automático, una relajada carcajada ante la mesa de juego de un casino son, en manos del frío narrador que es hoy Soderbergh, momentos de auténtico terror. La banda sonora, de escasa melodía y mucha base electrónica, suena a puntos suspensivos que nos llevan de una historia a otra hasta llegar a un desenlace redondo, irónico y meteórico, cine en estado puro.

Sin embargo, no todo es brillante en Contagio. Existen algunos momentos de flojera argumental en torno a algún que otro personaje destinado a ofrecer una información vital para entender el conjunto de la trama y que, sin embargo, decae en su trayectoria en solitario. Es el ejemplo de las secuencias que giran en torno a la funcionaria de la ONU (Marion Cotillard). Jude Law, Kate Winslet, indiscutiblemente la mejor actriz de su generación y el siempre carismático Laurence Fishburne ofrecen interpretaciones sobresalientes dentro de un reparto de lujo que otorga veracidad a una fantasía que cualquier día de estos podríamos tener a la vuelta de la esquina.

Aunque si hay algo realmente fascinante en Contagio es el ‘desmontaje’ que se realiza de los nuevos profetas de la blogosfera. El personaje que encarna magistralmente Jude Law es un periodista de la red que, casi de forma accidental, se convierte en el salvaguarda mundial de la información veraz. Se erige en un héroe de la verdad en tiempos de confusión e incertidumbre, en la voz de una sociedad tan enferma, tan perdida que está dispuesta a creer en las teorías de la conspiración de cualquier pelaje como si fueran dogmas de fe.

Aquí, un pequeño avance.

Disección: ‘La ley del deseo’, de Pedro Almodóvar: ‘Aunque tú no me quieras’

AUNQUE TÚ NO ME QUIERAS

PANORÁMICA: 1987. Mientras expertos de la ONU alertaban de que sobre la Antártida existía un agujero en la capa de Ozono, el Gobierno español anunciaba una reconversión industrial que se cobraría miles de empleos. Además, sus Majestades, los Reyes comenzaron, con una primera piedra, la construcción de aquel escaparate patrio que se llamó Expo de Sevilla del 92. Con tintes más dramáticos, el 1987 fue también el año de sanguinarios atentados terroristas de ETA: el de Hipercor en Barcelona (21 muertos; 45 heridos) y el de la Casa Cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza (11 muertos; más de 80 heridos). En la esfera cinéfila, nace la Academia Cinematográfica Española y se celebra la primera edición de los Premios Goya. Más allá de nuestras fronteras, muere en prisión uno de los últimos símbolos de la cúpula nazi, Rudolf Hess, en extrañas circunstancias. Se dice que el servicio secreto británico bien pudo estar detrás del ajuste de cuentas. Y sin abandonar el género, Willy Brandt se vio obligado a dimitir como presidente de los socialistas alemanes por un aireado asunto de espionaje. A todo esto, U2 se subía a la azotea de una tienda de licores de Los Ángeles, con impulso beatlemaniaco, para dar a conocer Where the streets have no name.

EL MEOLLO: Espacio: Madrid. Tiempo: los 80. En medio de una “movida” cultural y castiza, un director teatral de nuevo cuño, Pablo (Eusebio Poncela), especialista en representaciones de enfermizas pasiones, conoce a un fan, Antonio (Antonio Banderas), obsesionado con su figura de hombre talentoso, promiscuo y de vida alborotada. La relación con él, con la que el famoso director inicia a tal pipiolo, aparentemente inocente, en la homosexualidad, comienza justo en el momento en que Pablo está intentando olvidar por vía epistolar al chico del que está realmente enamorado, Juan (Miguel Molina), que se ha marchado al cabo de Trafalgar por petición suya al no poder darle lo que necesita. Este triángulo de desengaños, de cartas inventadas, de obsesión naciente y asesina se convierte en cuadrado argumental gracias a Tina (Carmen Maura), la hermana transexual de Pablo, que también caerá en manos del enfermizo Antonio. Los hermanos mantienen una relación tensa, dependiente y llena de fantasmas encubiertos, desde que ella mudó de piel para poder mantener una relación con el hombre que amaba, el más insospechado, el más prohibido, y que regala una filosofía de vida digna de enmarcar, acaparando las mejores partes del guion. Bajo este cuadrilátero se configura esta magistral representación de subsuelo del amor, los que habitan aquellos que están dispuestos a darlo todo “aunque tú no me quieras”, de sus borrosos límites con la pura y simple pasión, del imperio del deseo sexual, de una nueva ley que Pedro Almodóvar vino a tramitar sin límites y sin enmiendas, para que la acatara quien quisiese o la sometiera al recurso de amparo quien se perdiera entre sus fundamentos y laberintos.

DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Nuestro manchego más universal, quizás solo detrás de Don Quijote y Andrés Iniesta. El cine español no sería el mismo sin Pedro Almodóvar. No sabemos si sería mejor o peor, pero desde luego sería diferente. Faltaría un género, una manera de contar el amor y el deseo como sólo este cineasta ha sabido desde sus primeros pinitos teatrales en el marco de una movida madrileña de la que se hizo capitán, a fuerza de llamar a gritos la atención. Con Pepi, Luci, Bom, y otras chicas del montón, de bajo presupuesto, se bautizó en el cine para gran recochineo de los críticos, que sin embargo comenzaron a reconocer en él a algo más que un director de teatro chabacano cuando rodó la costumbrista y sórdida ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, iniciando con su productora El Deseo, su autodidactismo y siguiendo con el ten con ten trilógico de Carmen Maura, entregadísima durante años a su moldeador particular, que la encumbró posteriormente en La ley del deseo y en la inclasificable Mujeres al borde de un ataque de nervios, con la que comenzaría a llamar la atención en los USAs. Siempre planeando a ras de suelo sobre las obsesiones, el desamor y el retro mezclado con lo folclórico, iniciaría una nueva etapa, contando de nuevo con Antonio Banderas, pero dando a la maravillosa Victoria Abril el protagonismo absoluto de Átame, una de sus mejores películas (y de sus mejores finales), y en Tacones lejanos, para después dejarla algo denostada con Kika. Pero sería con el transcurrir de los años, con su inmersión en la literatura de las pasiones, y tras la perfecta La flor de mi secreto y la muy olvidable Carne trémula, cuando regresaría con Todo sobre mi madre, homenaje de libre asimilación a All about Eve (Eva al desnudo, de Mankiewicz) con la que el manchego se trasladaría a Barcelona, cambiaría a un registro más elaborado, menos cómico, más negro, más íntimo y menos petardero, y se haría con un Óscar de la Academia de Hollywood. En estado de gracia con la soberbia Hable con ella, entraría después en una montaña rusa de genios (Volver y La piel que habito) y descalabros (La mala educación y Los abrazos rotos). Siempre bajo la batuta de la muerte, del incesto, de las obsesiones, de la tragedia, de la enfermedad, e incluso de lo sobrenatural, a Almodóvar, tanto al odiado como al amado, le debemos su propio género, el que nos muestra un mundo que quizás no hemos vivido nosotros, ni quizás nadie, pero que a cada paso, y pese a que ya conocemos cada fetichismo y embaucamiento suyo, nos desconcierta y emociona. Nos lee el alma, aunque no nos quiera.

PRIMER PLANO.

EUSEBIO PONCELA: Es una rara avis en el planeta cinematográfico. Su presencia en la gran pantalla se hace de rogar, pero el recuerdo de su fuerza magnética permanece en la mente de todo cinéfilo que se precie. Este vallecano de origen humilde, pero con poso intelectual, en otros tiempos “cobaya de la heroína” incipiente, nos cautivó gracias a su personaje de Dante, el mejor amigo del misántropo Martín Hache, que encarnó Federico Luppi. En esta increíble obra maestra de Adolfo Aristarain, Poncela fue una fuerza arrolladora, diabólicamente terrenal que sabía vivir al límite siguiendo los mandamientos de sus deseos y tentaciones. “Yo hago el amor con las mentes, ¡hay que follarse a las mentes, Hache!)”. Poncela fue, en otros tiempos, un poco así, también en su vida real. Se dio a conocer gracias a su protagonista en Arrebato (Iván Zulueta, 1979) y la televisión le abrió las puertas del gran público con producciones como Los gozos y las sombras y Las aventuras de Pepe Carvalho. En los 80 se convirtió en un actor codiciado por cineastas de la talla de Pilar Miró (Werther); Carlos Saura (El Dorado) e Imanol Uribe (El Rey pasmado). También por Almodóvar (La ley del deseo) quien confeccionó para él la piel de Pablo, un escritor – guionista egoísta, independiente y frío que mantiene una relación de amor –odio con su máquina de escribir Olimpia. Un ingenio, aliado de su talento que, cuando amenaza la tediosa realidad, le inventa cartas de amor a imagen y semejanza de lo que su imaginación prescribe.

CARMEN MAURA: Desde el “universo de los abandonos”, territorio Almodóvar, aterrizó en nuestras vidas el personaje de Pepa, en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Se nos presentaba como una fémina rota, con la histeria a punto de caramelo y el desgarro llevado con mucha dignidad. Era la mismísima soledad encarnada en una mujer rotunda de inmensos ojos expresivos que se ve enredada y acompañada por los personajes más delirantes de la ‘fauna’ del cineasta manchego. Pero Maura no es sólo la ‘Chica Almodóvar’ por excelencia, la que se partió el alma buscando financiación para sus primeras películas y luego rompió con él, con la misma vehemencia. Dicen que por culpa de un gesto frívolo, feo, que sufrió en la ceremonia de los Oscar de 1988. Es también una de nuestras mejores actrices con un palmarés impresionante. En sus estanterías guarda 10 Goyas, varios premios del Cine Europeo, César, del Festival de Cannes, de San Sebastián y Locarn. Y es que, aunque las malas lenguas la quisieran encasillada, ha sabido mostrar su talento en múltiples registros diferentes. Fue una tragicómica folclórica de bandera, republicana, con muchos arrestos y mucha hambre que, junto con Pajares y Gabino Diego dio con sus huesos en territorio nacional (¡Ay, Carmela!, 1990). Mucho más tarde, Almodóvar se reencontraría con ella y le ofrecería el personaje de un fantasma del pasado en Volver (2006). Maura aceptó el envite con elegancia y mucho arte y la química entre ambos creadores brilló, como de costumbre. La actriz recuerda con especial cariño su personaje de Tina, en La ley del deseo: “es de las veces que pensé que el cine era un milagro. Con las luces, la cámara y la música se hacen auténticas maravillas”.

ANTONIO BANDERAS: El malagueño que supo hacer a tiempo las Américas es un artista polifacético que actúa, dirige, canta, elabora vinos con Denominación de Origen y perfumes que reciben premios. Es también mecenas de cineastas andaluces que buscan su hueco en el Séptimo Arte. Masculino y bello, de rasgos pronunciados, el joven Banderas comenzó como muchos, pisando tablas de modestas salas de teatro hasta que Almodóvar se fijó en él. Juntos hicieron cinco magníficas películas mientras alternaba con otros cineastas interesantes, como con Roberto Moleón, director y Agustín Díaz-Yanes, guionista, con quienes se vistió de gigoló chantajista para abordar una impresionante historia negra, hoy olvidada, que se llamaba Bâton Rouge. (1988) Banderas puso tierra de por medio, camino de Hollywood, en busca del reconocimiento universal. Con el papel de mariachi cantor y vengador, en Desperado, (Robert Rodríguez; 1995) entró por la puerta grande al paseo de la fama. La producción musical de Broadway, Nine (2003), le granjearía el prestigio como actor que necesitaba su carrera. Hoy, descuida su agenda de estrella para aceptar en el cine papeles mucho más interesantes. Con Woody Allen se convirtió el pasado año en un atildado y desconcertante propietario de una galería de arte, objeto de deseo de una hastiada Naomi Watts (Conocerás al hombre de tus sueños). En 2011 se reconcilió con Almodóvar. El cineasta le ofreció un magnífico personaje en La piel que habito. En La ley del deseo es Antonio, un joven pasional que encuentra en la muerte su más acertada declaración de amor.

CONTRAPICADO: De La ley del deseo nos gustan, sobre todo, dos cosas: está llena de momentos con una estética inédita, rebuscada y fascinante, repleta de encuadres y situaciones imposibles e imaginativos. El barroco llevado al absurdo, pero con un sentido de la belleza formidable. Son los cimientos del universo Almodóvar. Ahí está, por ejemplo, la manguera lúbrica que riega a Maura, o la distancia que da el encuadre bajo el teclado de la máquina de escribir o sus mismas teclas, completamente entregadas y bailando al ritmo de “Lo dudo” de Los Panchos. O el árbol fragmentado, hecho añicos en el cristal del coche accidentado. Además, nos encanta la capacidad que muestra el cineasta creando historias pasionales que trascienden todos los límites de lo conocido y lo esperado. Con Almodóvar siempre se tiene la quimérica sensación de que no todo está escrito. El momento de revelación donde Tina le explica a su amnésico hermano su gran pecado, el que fue su gran amor y su fracaso y su dolor, es todo un hallazgo. Como impresionante es también el final, desbordado por un amor irracional, con la pureza de lo salvaje, un último gesto de ternura y sexo que conmueve antes de producirse la explosión final que da paso a los títulos de crédito.

PICADO: Es evidente que La ley del deseo no es una película perfecta. Almodóvar aún se encontraba por entonces buscando su camino de autor. Esta historia es quizás el reflejo menos experimentado de las dos líneas por las que discurriría después todo su cine, y que algo se asomarían en Laberinto de pasiones y Matador: el melodrama más subterráneo, por un lado, y el touch cómico chabacano. En nuestra película, el mayor reflejo de esta dicotomía lo tenemos en el personaje que interpreta Carmen Maura, que hace gala de las reacciones más viscerales, chillonas y exageradas, de los pensamientos intelectuales más profundos y de un petardeo suburbano. Todo al mismo tiempo. Creemos que la intención de Almodóvar era no convertir al personaje de Tina en aquello que ella misma no quería ser: una zarrapastrosa, pero lo cierto es que al final su personalidad se mueve entre variables que no parecen confluir en ningún punto, sobre todo al final, donde la película acaba del todo desbocada hacia ninguna parte. Lo que es cierto, es que el manchego supo sacar mejor jugo del desquicie femenino en películas posteriores como La flor de mi secreto, Todo sobre mi madre o Volver, donde sí vimos por completo la última capa del personaje protagonista.

SIMBIOSIS SONORA: Moviéndonos en tal espacio-tiempo, y continuando con el esquema tragedia negra / comedia castiza que quiso trabar el realizador manchego, es imposible no percatarse del repertorio de grandes éxitos procedentes del grupo musical que Almodóvar mantenía por aquellos años con el artista Fabio McNamara, y que se incluyen sobre todo al principio de la cinta, como Voy a ser mamá, Susan Get Down o Satanasa. La cadencia evoluciona después hacia las preferencias de la canción romántica por antonomasia con un Ne me quitte pas de Jacques Brel interpretado por Maysa Matarazzo, que suena hasta en tres ocasiones (la de la niña Manuela Velasco mimetizándola sobre un raíl en el escenario es la más perfecta). Al compás de estas bajas pasiones se unen las que ya forman parte de todos los recopilatorios de soundtracks del manchego, como el mencionado Lo dudo del trío Los Panchos que comienza de manera tremendamente original al compás de una máquina de escribir (hace unos años vimos algo parecido en la película Expiación con notas de Dario Marianelli), el Guarda che luna del napolitano Renato Carosone, o el Déjame recordar de su adorado Bola de nieve para la escena final, sin olvidar la copla angelical que se marca la Maura ante la virgen en su antiguo colegio. La combinación musical se vuelve además de lujo con las piezas instrumentales, una selección de lo más variopinta y adecuada: el Tango de Stravinsky y, lo mejor, la Sinfonía 10 de Shostakovich para unos títulos de crédito sobre papeles arrugados, muy hitchcocknianos, y sellando la marca de la casa de la productora El Deseo.

OJO AL DATO: En 1987, España llevaba ya diez años saliendo de su modorra intelectual y liberal, pero aún así tanto el inicio de la película, con ese joven grabado (y doblado) durante una masturbación y la escena de sexo anal entre Eusebio Poncela y Antonio Banderas, con ese maravilloso travelling de entrelazado corporal desnudo tan gustoso de Almodóvar, provocaron atisbos de pánico entre los espectadores. Tampoco hay que preocuparse. Segunda piel, de Gerardo Vera, entre otros ejemplos, se rodó 12 años después y provocó la misma tontería, probablemente entre los mismos tontos. Sin embargo, y afortunadamente, la escena por la que la película pasaría a la historia sería por esa estupenda Carmen Maura incapaz de soportar el calor bochornoso de Madrid y que es regada, tras pedirlo a gritos, por una manguera. Secuencia mágica, simple, sensual, icónica y llena de mitología venusiana. Por otro lado, Almodóvar no solo se marca un cameo como ferretero en la película, oficio que luego heredaría en posteriores historias su hermano Agustín, sino que prestó su propia máquina de escribir para el tecleo-enredo pasional de Poncela, y que acabará arrojada por una ventana. Es solo una muestra de todo lo que esta cinta supuso de antesala de ensayo de otros filmes almodovorianos, ya que también lo haría en La flor de mi secreto, como los curas y el incesto aparecerían igualmente en Volver y en La mala educación, y el travestismo y el teatro serían de nuevo revisados en Tacones lejanos y en Todo sobre mi madre.

RETRATO DEL HÉROE: Tina Quintero (Carmen Maura) es una mujer doliente, pero llena de vida y un punto marujona. Está hecha de sentimiento, puro corazón en carne viva para dejar que se ceben con ella, con su mala estrella. Tina nació mujer con las hechuras de un hombre y le cambiaron el sexo por amor, por deseo o porque daba igual, pero para verse condenada a repetir siempre una misma historia. La vida ha sido muy puta con ella y ella ha tenido que pagar un precio muy alto por sus fracasos, por eso los defiende como una leona, porque son lo único que le quedan. Tina es madre por accidente y porque es incapaz de abandonar a un ser herido. Y es también creyente de una religión donde hay vírgenes milagreras y pecadoras míticas (Monroe, Taylor…), veneradas en una Cruz de Mayo que adorna el saloncito de su casa. Tina tiene un álter ego en el cine, Laura P., una mujer marcada que sueña con un lifting, mientras la amnesia del creador del personaje, su hermano Pablo, le aterroriza porque amenaza con dejarla sin pasado.

Ningún homenaje mejor a esta película que ver a Tina una y otra vez pidiendo que la rieguen en una calurosa noche madrileña.

 

 

Por último, el Ne me quitte pas mimetizado por la (entonces muy niña) Manuela Velasco, con la Maura ensayando su papel real y ficticio.

 

Visionado: ‘Intruders’, de Juan Carlos Fresnadillo. ‘Psicología del miedo heredado’

tres estrellas


Hay un enorme tratado de psicología en Intruders. Es cierto que se trata de una película de terror que a primera vista parece no abordar nada original: dos niños, en dos ciudades diferentes (Madrid y Londres), tienen el mismo tipo de pesadilla sobre un ser encapuchado y sin rostro (Carahueca) que intenta por las noches arrebatarles su cara. Pero este argumento, que se va dejando fluir poco a poco, en pequeñas dosis de malos sueños, creando cada vez mayor angustia y suspense, ofrece en su trasfondo algo que puede no percibirse a la primera pero que una vez descubierto te deja boquiabierto, que es la psicología de los temores nocturnos, de los traumas, de los vínculos emocionales que pueden convertirse en la peor herencia familiar.
Por ahí nos ha ganado Juan Carlos Fresnadillo en esta ocasión. Igual que en Intacto llevó al límite la capacidad del ser humano para jugar con la diosa fortuna, pero de manera más acelerada y en forma de thriller, en esta ocasión el cineasta canario hace con el guion de Nicolás Casariego (basado en su novela Carahueca) y Jaime Marqués, una introspección casi terapéutica del terror infantil pero que va más allá de los temores de la noche, ya que se adentra en un terreno de hilos aparentemente inconexos que al final encajan como un diagnóstico perfecto.
Mucho más melodramática, intrigante e intimista que sus anteriores trabajos, se sirve, para reflejar este chasis del miedo en progresión ascendente, de un plantel de actores donde tenemos que destacar a una asombrosa Pilar López de Ayala, de rostro permanentemente aterrorizado que se convierte por sí misma en la fotografía de la tensión y atmósfera escalofriante que recorre toda la película. Clive Owen está correcto, y especialmente brillante en la escena donde su psique le descubre a golpe de cámara web la verdad de todo el misterio.
Ya sabemos que el miedo en forma de melodrama, sin sangre, sin sustos y que para muchos se ha convertido en nuestro tipo de terror favorito (el canario ya se desquitó de sobra en la magnífica 28 semanas después), no es nada nuevo. Desde Hitchcock a Shyamalan (el de los primeros años) hay muchos deberes hechos y corregidos con alta nota, donde parecía quedar poco espacio para la superación. Sin embargo, Fresnadillo se mueve con tacto entre ambos mundos, bucea hasta la raíz del problema de las pesadillas (¿reales, imaginarias?) de los dos niños, y a través de ambos abre dos vías de investigación: la religiosa (cómo nos gusta encontrarnos siempre a Daniel Brühl y Héctor Alterio, y más en homenaje a El exorcista) y la psicológica, cada una con sus fallos e impotencia.  
Hay algunos momentos que pueden parecer repetitivos y es cierto que el fantasma Carahueca no da mucho miedo, por muy dementor harrypotteriano que parezca. Tampoco se trata de eso, pensamos mientras la veíamos. La impotencia de los dos niños es mucho más terrorífica, su miedo sugestionado y traumático entrando por la ventana o saliendo del armario, es realmente atroz. O el saber que algo está ya dentro y no se va a ir a menos que descubras su origen, que es la sorpresa que para el final de la película se reserva este cuento de terror psicológico. Porque la clave del límite entre lo que es real y lo que no es, lo marca la niña protagonista, escribiendo sin parar, intentando terminar de relatar su cuento desesperado de terror y llegando a una conclusión: “Yo sé que él no existe, pero él cree que sí”.
Os dejamos un pequeño reportaje con entrevistas al director y actores, junto con imágenes de la película. Clive Owen es quien mejor resume la radiografía de la película: el legado del miedo.

Visionado: ‘Crazy, stupid, love’, de Glenn Ficarra y John Requa. ‘Un brindis a la esquizofrenia creativa’

dos estrellas


Ficarra y Requa fueron los autores de la extravagante y entretenida Phillip Morris, ¡te quiero! que tantas críticas favorables recibió, aunque por nuestro país pasara por la cartelera como si tal cosa. Acaba de llegar su siguiente producción, la estimulante y al mismo tiempo convencional Crazy, stupid love. Y efectivamente, viene para sacar de quicio o de paseo nuestras opiniones y gustos más encontrados.

Sí, lo hemos dicho bien, porque ese es precisamente el sabor de boca con el que uno se queda tras ver esta película que comienza salvajemente divertida y fresca y acaba dándose de bruces con su propia condición de producto complaciente con la taquilla. Un filme de esta naturaleza tiene sus pros y sus contras. Entre las gozadas que reserva, ofrece un plantel de estrellas de primera siendo algunas, además, magníficos intérpretes, como Julianne Moore y Ryan Gosling o ese Kevin Bacon que brinda un curioso cameo.

La historia parte del anuncio de un divorcio de un matrimonio veterano. Emily (Julianne Moore) le confiesa a su marido, Cal (Steve Carell), que ha tenido un affaire con un estupendo compañero de trabajo (Kevin Bacon), motivo más que suficiente para ver qué le puede deparar el destino en solitario. Cal abandonará el hogar que comparte con Emily y sus hijos y tomará, como segunda residencia, un bar de copas donde ahogará sus penas. El guaperas oficial del local, Jacob (Ryan Gosling), un tipo insultantemente seguro de sí mismo y todo un agnóstico en asuntos del amor, acabará fijándose en el triste cornudo. Entre ligue y ligue, Jacob le irá ‘abriendo las puertas’ del mundo de los singles hasta que él mismo acabe en las redes de una pelirroja que es inmune a sus encantos, Hannah (Emma Stone).

Así transcurre todo el metraje, en un vaivén de entretenimiento que nos lleva de la risa floja y condescendiente a la carcajada desatada y la empatía total que nos produce la condición de ‘sublime pringado’ del protagonista. Realmente la película ganaría mucho si no se empeñara el guionista en adentrarse en jardines o en cruzadas ñoñas, como la búsqueda empecinada de almas gemelas, como condición imprescindible para sentirse enamorado. Y con el consiguiente recetario de diálogos insufribles y secuencias perfectamente olvidables como el ‘speech’ de la fiesta de Fin de Curso. En fin, son lugares comunes o simplezas varias, propios del Hollywood ‘sostenible’ y bien pensante de nuestros días. No le aportan nada al aprendiz de perdedor que es el hijo adolescente de Cal. Mucho menos a las situaciones cómicas que nos sirve el argumento.

Preferimos quedarnos con la fase en la que el tipo perfecto, depredador de discoteca, reconoce como una extraña amenaza, para su propia estabilidad emocional, el triste espectáculo de contemplar a un tipo hundido en un mar de autocompasión y vodka. También con las secuencias ‘Pygmalion’, aquellas en las que asistimos a la conversión de protagonista en un Don Juan improvisado, de copa y gimnasio, por obra y gracia de un Ryan Gosling sencillamente perfecto, con o sin photoshop. Eso sí, alejado de los papeles que le sitúan entre los actores más interesantes e imprescindibles del panorama actual.

Con todo nuestro cariño, le deseamos a Ficarra y Requa una pronta recuperación de su esquizofrenia creativa. Tipos capaces de apuntar conflictos y situaciones cómicas llenas de posibilidades tan sólo necesitan un pequeño – gran empujoncito que les haga perder el miedo a quedarse sin próxima producción. El momento Dirty Dancing o la presentación del nuevo Cal, a ritmo de anuncio de perfume, van por el buen camino.

Aquí os dejamos el tráiler, con sus luces y sus sombras.

Píldoras cinetarias: ¿Cómo suena el arrepentimiento?

En la última media hora de En la ciudad sin límites (2002), una de las mejores películas del cine español de todos los tiempos, sentimos a cada minuto una congoja irrefrenable que va más allá de la propia desdicha entre la locura y la realidad que sufre el personaje interpretado por el maestro Fernando Fernán Gómez. Hasta que no termina la historia, hasta que el camaleónico Leonardo Sbaraglia, que encarna a su hijo, no descubre el motivo de la aparente demencia de su padre, no conseguimos darnos cuenta de que nuestra necesidad de desahogo va más allá del relato, de ese remordimiento flotante entre los recuerdos de un anciano, de esa promesa que se convirtió en traición. Es la música. Un piano, varias cuerdas, en bloques separados por pausas dramáticas y reflexivas, que ponen melodía a la redención que busca el viejo, con un botón en la mano, camino de la estación de tren.
Por más que rascamos, no encontramos el motivo por el que la película, sin duda la mejor de su director, el salmantino Antonio Hernández (con permiso de Lisboa y de su actual adaptación al cine de El Capitán Trueno), no obtuvo ese año el Goya a la Mejor Música Original, solo por esta auténtica maravilla compuesta por Víctor Reyes. Entendemos que no se hiciera con las categorías más importantes, compitiendo como estaba con Los lunes al sol, en la cumbre del reinado de Fernando León de Aranoa, pero en el caso de la música, seguimos sin compartir que fuera Alberto Iglesias quien lo ganara por Hable con ella. Por cualquier otra pieza almodovariana, sí. Por su talento constante, sí. Pero no ese año, existiendo el estado de gracia con el que el compositor habitual de Hernández nos regaló el más triste fondo musical para caminar por una ciudad sin salida.
Que Ennio Morricone nos absuelva, pero escucharla es sentir cerca nuestro propio Cinema Paradiso. Os dejamos la pieza completa, que nos viene de perlas para este otoño raro y regateado, pero os recomendamos escucharla tal y como está encajada y montada en la película. Como un silencio hablado, coherente, como el lenguaje de los ojos de padre e hijo, las cuerdas que se incorporan en el minuto 1:43 de la pieza parecen pedir perdón, dándose una última oportunidad. Muriendo.

‘Moulin Rouge’, de Baz Luhrmann: ‘Libertad hecha musical’ vs ‘Mucho ruido, pocas nueces’

LIBERTAD HECHA MUSICALPlagada de anacronismos por los que cualquier historiador se tiraría por una ventana, exaltada en gritos, cancanes y cuadros pictográficos imposibles, coreografiada sin calma al compás de nuevas y revolucionarias versiones de auténticos clásicos de la música, adornada con cámaras colgantes de vídeo-clip, pintada fuera de las líneas de cualquier género conocido, con el fervor de los excesivos, los expatriados, los impuros, los extranjeros que siempre han visto en Paris una fiesta sin fin. Así concibió el director australiano Baz Luhrmann esta revisión de La dama de las camelias de Alejandro Dumas, y libre apología de la película del mismo título que John Huston realizó en 1952. Revolucionario de nuevo siglo, el cineasta introdujo un espectáculo pirotécnico dentro de otro, lleno de excentricidades y romanticismo, en una máquina de miniaturas perfecta y escandalosa.

Con el nuevo siglo, en el año 2001, el cuento del cabaret-burdel más famoso de Montmartre se transformó sin complejos en una opereta-pop, convirtiéndolo en un gran bacanal de realización cinematográfica y vino a contagiar de extremos críticos el género musical, polarizando su estreno en todo el mundo entre fanáticos de sus devaneos por todo lo técnicamente posible y todos aquellos que vivieron con esta película lo más cercano a una pesadilla al no estar su paroxismo preparado para tal esplendor y espectacularidad. Es evidente que para nosotros, el australiano alumbró una auténtica obra maestra con técnicas de dirección bajo el lema “prohibido prohibir”, bajo la libertad de expresión, porque todo fue permitido desde los títulos de crédito en homenaje al cine mudo y el primer chasquido de esa panorámica sobre París resaltada con colores inventados.
Entonces aparece Christian (un reinventado, bohemio y sorprendente Ewan McGregor) que quiere ser escritor, que piensa y vaticina que el amor todo lo puede y que buscándolo sin cesar se enamora perdidamente de la cortesana y bailarina Satine (la más luminosa Nicole Kidman que hemos conocido), a través de un malentendido sucedido entre los cortinajes colorineros del mítico Moulin Rouge. Bajo ese binomio judeo-cristiano formado por Christian y Satine (Cristo-Satán) la historia se tiñe de tragedia a ratos, de risas a veces, de jolgorios de cámaras que parecen puestas de speed, explotando en mil pedazos de cuantas maneras existen, de canciones que se interpretan y se bailan por los propios intérpretes, rescatando los más extremos estados de ánimo que puedan ofrecerse y de un romanticismo tan desgarrador y apasionado que se superpone a la plasticidad de sus imágenes, a sus fuegos artificiales, a las lunas que cantan ópera y los locos que beben absenta.

Frente a los tópicos amarrados a una época, de cómo le gusta al cine recrear el París de 1900, Luhrmann apostó por la contra-decadencia del arte del musical. Aprendiendo de los coros griegos, de las guitarras filarmónicas, planteó todo un catálogo de temas reinterpretados para conocer a Satine colgada de un trapecio con Sparkling Diamonds (versión de Diamonds Are a Girl´s Best Friend inmortalizada por Marilyn Monroe). Tras ello, el catálogo prosigue casi sin pausa para retorcernos el corazón de celos con El Tango de Roxanne (versión de Roxanne de The Police); el Nature Boy de David Bowie en dos versiones (una con Massive Attack) para marcarnos el derrumbamiento de Christian; un Like a Virgin de Madonna puesto en boca de los estupendos Jim Broadbent y Richard Roxburgh; el Children of the Revolution de T.Rex a golpe de Bono; la genial Diamond Dogs de Bowie reinterpretada por Beck; el Your Song de Elton John en la más inspirada declaración de amor, y el popurrí de clásicos que bajo el título Elephant Love Medley se marcan los dos protagonistas en una de las mejores secuencias de la película. Mención especial al Complainte de la Butte creado por Rufus Wainwright, la guinda del pastel.Todo es vida, todo es deseo, sufrimiento y alegría en cada escena, en cada vértigo apabullante, en cada estallido extravagante de música, en cada rostro desmaquillado y lacrimoso, en las risas demoniacas de las criaturas caricaturescas del cancán, y en sus bufones burlones de la tragedia del desamor. Toda la parafernalia necesaria, salvaje y vibrante de Moulin Rouge, todo su compendio de imágenes rompedoras, fugaces, agresivas, aceleradas, estalla de grandeza en la última hazaña del pequeño y simpático Toulousse Lautrec (John Leguizamo), el sitar de la obra dentro de la obra, que siempre dice la verdad, y que colgándose de una tarima proclama a voz en grito sobre un ingobernable, bollywoodiense y caótico escenario: “Lo más grande que te puede suceder es que ames y seas correspondido”.

El remix de éxitos superpuestos que los dos protagonistas se marcan para iniciar su historia de amor. Lo mejor de la película.

 

 

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES

Una vez más nos salvamos del ataque de epilepsia por los pelos. Sentarse a observar el Moulin Rouge de Baz Luhrmann es siempre una experiencia de alto riesgo similar a la que sufrieron algunos infantes japoneses, hace algunos años, tras ser espectadores de los dibujos de Pokemon. Durante los 15 primeros minutos no hay personaje que no sea presa de un extraño e inquietante ataque de histeria que o bien se nos traduce en un baile de cancán frenético, siguiendo la coreografía del caos, o bien en un canto al amor de lo más pastiche capaz de vaciarle al sentimiento todo su significado. La película entera se ve invadida por un catálogo de movimientos de cámara hiperrevolucionados, por un ritmo de vértigo sin coartada alguna que lo justifique para la narración fílmica. Tan sólo responde al capricho de un cineasta que se creyó un visionario y, en otros tiempos, desde luego, llegó a apuntar maneras. Con esta paleta de desatinos se nos retrata el París de la Bohemia y de las mujeres de vida alegre y se nos ubica, en el vientre de un elefante, una historia de amor desgraciado entre un escritor primerizo, Christian (Ewan McGregor) y una cortesana, Satine, (Nicole Kidman). El topicazo elevado a la enésima categoría del exceso más contumaz.

La presentación del ‘diamante más esplendoroso’, no se pierdan el sobrenombre que recibe Satine, no tiene desperdicio. Una Nicole Kidman sobreactuada baja de los cielos del Moulin Rouge a lomos de un trapecio, para tratar de no perder ripio en un guión absurdo, presuntamente vanguardista, vacío de historia, pero eso sí, adornado hasta la náusea con una escenografía de lazos, flecos, luces de colores, celosías, arabescos y corazones. Todo ello servido con mucha fanfarria y ningún sentido de la estética barroca. Desde el primer momento y como tarjeta de presentación, Satine sienta cátedra a lo Monroe: “Diamonds Are a Girl`s Best Friend“. El conflicto, para nuestro bohemio protagonista, está servido de una manera de lo más sesuda. Si contemplamos el Moulin Rouge de Luhrmann como musical, la receta no puede ser más simple: cójanse todos los grandes hits de los últimos tiempos, fácilmente reconocibles por el común del respetable, e introdúzcase una serie de arreglos para adaptar los más añejos al oído de nuestros tiempos. Éxito asegurado.
Si la intentamos disfrutar como comedia, nos quedamos, sencillamente, sin palabras. Ni una sola de las secuencias presuntamente graciosas de la película, se sostiene. Nos viene a la memoria, con la misma materia de la que están hechas las pesadillas, la presentación de los bohemios y su asalto a la habitación de McGregor (ese pobre Leguizamo/Lautrec con hábito monjil; si Peter Sellers/Clouseau levantaran la cabeza…). O esa Satine que trata de seducir al villano, al Duque, a golpe de aspavientos y convulsiones varias (¿cosas del Método?), mientras oculta a su amante lo más alejado posible del ingenio propio de las comedias de enredo.

Todo ello por no hablar de la frase con la que los amantes, reconocen su amor a pesar de la adversidad. “Lo más grande que te puede pasar es amar y ser correspondido”. Trataríamos de olvidar este lugar común lo antes posible si no fuera porque se repite hasta la saciedad como una especie de mantra que llega a funcionar como punto de inflexión con el poder de ‘embellecer’ el final de la historia. En definitiva, lo que nos viene a decir es que el espectador tiene ante sí un reto considerable: debe hacer un auténtico ejercicio intelectual, aplicando mucha imaginación, para creerse tal pasión atormentada.

Eso sí, entre tanto frenesí se puede atisbar el inesperado talentazo de los dos protagonistas como intérpretes musicales; la vitalidad y la fuerza con la que acometen los temas. Ello es, junto con algún escaso hallazgo visual (la secuencia del tango) y el entusiasmo de Ewan McGregor, en cualquier punto del metraje, lo más respetable de una cinta que busca desesperadamente empatizar con el espectador (y, en otros tiempos, encandilar al jurado de Cannes de 2001). Pero Moulin Rouge es sencillamente agotadora e infumable. La originalidad cinematográfica es algo mucho más sutil que todo este pobre espectáculo de luces de colores y movimientos de cámara al límite. No entendemos muy bien el por qué del enorme entusiasmo que ha llegado a causar entre los espectadores de todo el mundo. Para nosotros es un misterio tan insondable como el de la Santísima Trinidad o como las simpatías que despiertan Doris Day y sus comedias trasnochadas.

El Tango de Roxanne, arrebatado, reinterpretado, exaltado, como todo en esta película.