VENCER O MORIR
Han pasado casi 13 años y podemos seguir afirmando que siempre nos quedaremos con esta versión de Las amistades peligrosas. Sabemos que pese a las lealtades del director británico Stephen Frears al estilismo anglosajón, se trata de la adaptación más hollywoodiense, más hecha para el gran público, más alimentada de grandes frases y atrezzo, y desde luego más comercial y atrayente que la que al año siguiente realizó el introspectivo Milos Forman bajo el nombre de Valmont. Pero es que es así. Bajo sus polvos anti-ojeras, sus vestimentas rígidas, sus atusados escenarios y alegatos de teatralidad, subyacen las que probablemente han sido las mejores caracterizaciones e interpretaciones que se han realizado en adaptación de la novela homónima de Choderlos de Laclos. También hay cierta magia y desde luego mucha pureza en la cinta que rodó Roger Vadim en 1959, pero es que entonces no existían ni una Glenn Close ni un John Malkovich para encarnar, la primera, a la malvada, asombrosa y depravada marquesa de Merteuil, ni el segundo, a su proyección en masculino, el amantísimo, influyente y supercasanova vizconde de Valmont. Y sin eso, no hay triunfo que valga.
El reparto fue su acierto, para mayor gloria de todos aquellos que participaron en esta afamada adaptación, dejando un lugar especial para los dos mencionados. En ambos casos, los mejores papeles de su vida. Nunca hemos vuelto a ver, ni lo haremos, a Glenn Close en una mimetización tan perfecta con la villanía (en Atracción fatal era más fácil: simplemente estaba loca), ni en una transformación tan absolutamente magistral que ella misma simboliza desde el inicio de la película, en proceso de maquillaje y arreglo, creando su mascarada de orgullo y venganza ante las intrigas palaciegas de la Francia prerrevolucionaria, hasta el final, cuando el proceso se invierte y su rostro se funde con el negro, ya derrotada, hundida, humillada. Para ella la mejor parte del guion, ese compendio de consignas con las que lidera la representación del género femenino clasicista, el que quiso existir por encima del sometimiento al macho, sin ser pisoteado, antes de que una tal Josefina cambiara las tornas. El vizconde se lo pregunta: “¿Cómo habéis conseguido inventaros a vos misma?”. Y ella responde: “Soy mujer y quiero vengar a mi sexo”. Para que no quede duda de lo que la marquesa abandera, se nos presenta el rol de sus contrapuntos, la virtuosa madame de Tourvel (bellísima y brillante Michelle Pfeiffer) y la virginal Cecile de Volange (inocente Uma Thurman), pobres títeres en sus manos, condenadas a entrar en el juego de su revancha.
Y también en sus manos, aunque casi sin darnos cuenta, está Valmont. Un Malkovich que enamora cuando susurra requiebros a la Tourvel y que asusta cuando planea su nuevo paso para conquistar lo inconquistable, su reto, su papel en el mundo: conseguir que la virtud se convierta en sumisión, que la carne se convierta en líquido, que lo limpio se llene de borrones imposibles de lavar. Aunque con ello nunca satisfaga las expectativas de la marquesa, aunque ésta siempre le pida más, una prueba de desvirgamiento, una carta desesperada de la nueva víctima, o simplemente la guerra, porque solo puede vencer o morir y porque “no se aplaude a un tenor porque se aclare la garganta”.
Y es por ello por lo que son los diálogos y las sinceras interpretaciones de los dos protagonistas, envenenándose el uno el otro, como serpientes que se muerden mutuamente las cabezas, los que hacen que esta película baile al ritmo de la época que retrata. Un momento en el que el soberano y aristocrático aburrimiento de los que disfrutan de mil techos bajo los que habitar, desemboca en una tragedia, interpretada por algunos como castigo a la maldad, al engaño, pero por otros, como la caída de todo un estamento social. Marquesa y vizconde anunciando la futura toma de la Bastilla mediante sus tejemanejes palaciegos. El caso es que ninguno de los dos recibió ese año el Óscar a la Mejor Interpretación. Esperemos que alguien en Sunset Boulevard sepa por qué.
Al margen de interpretaciones, es en la exquisita dirección de la escenografía (sí, como en el teatro) donde el cineasta británico decidió echar el resto. Secuencias completas como la intriga, casi coreografiada, del traspaso de llaves entre Valmont y Volange bajo ritmo de clavicordio, la bajada de la carroza de la marquesa abriendo sus hipócritas brazos al consuelo de aquellos a los que ha machacado, la rendición de madame de Tourvel a la tremenda labia de Valmont, la lucha de éste contra un enamoramiento que no puede evitar, o el majestuoso final, lo que la han convertido en una obra maestra. Gracias a que Frears rodó años después Mary Reilly o The Queen pudimos terminarnos de creer cómo un director tan pegado a los problemas de la plebe como dejó claro en Café irlandés o Alta Fidelidad podía conjugar su inmersión entre dos mundos, épocas y sensibilidades diferentes. Pues cuestiones de talento, que no podemos analizar por más que queramos.
Sí podemos intuir su inquietud por los males humanos, los que no vienen innatos sino que nos contaminan la conciencia conforme avanzamos por la vida. Porque si nos fijamos, no hay psicopatía ninguna en Las amistades peligrosas, no hay seres malvados porque sí, sino una mezquindad casi justificada por la experiencia y después despojada de crueldad por un Valmont que finalmente reconoce en el amor de la Tourvel la única felicidad que ha conocido. En ese mensaje puede que esté la rendición que busca el espectador más fácil de gratificar, asqueado de tanta mala conducta. Pero a algunos la maestría nos ensucia la mente y, escépticos, vemos en el fundido a negro del plano de la marquesa, al final, la puerta abierta a un nivel aún mayor de depravación, a una venganza sin restricciones, y ahora sí, llena de locura y sin nada que perder.
Aquí tenéis una de las más elegantes y terroríficas declaraciones personales de guerra que se han hecho, prueba irrefutable de sus perfectas interpretaciones.
SIN PODER EVITARLO
Vaya por delante nuestra admiración hacia el fabuloso guión de Christopher Hampton. Una auténtica filigrana bordada con frases listas para enmarcar y con una lograda tensión emocional con la que busca el conocimiento de los límites de la condición humana. El caldo de cultivo para narrar la historia de dos “virtuosos del engaño” en la Francia prerrevolucionaria.
Las amistades peligrosas cuenta con una espectacular y barroca banda sonora (George Fenton), aderezada con piezas de Händel y Vivaldi. Hace uso también un trío de interpretaciones sublimes: John Malkovich (vizconde de Valmont) y su estrábica e irresistible mirada, sus aspavientos, a ratos, casi cómicos, a ratos, de vuelta de todo; Glenn Close (marquesa de Merteuil) supurando crueldad, fuerza e ira en sus ojos vidriosos, en sus gestos medidos; los mil y un matices con los que Michelle Pfeiffer (madame de Tourvel) afronta su via crucis. Tiene también a su disposición a uno de los mejores y más versátiles realizadores de los últimos tiempos: Stephen Frears. Sin embargo, en nuestra opinión, este retrato de malas costumbres se disfruta mejor sin traicionar la frivolidad, el aire de divertimento, que inspira cada una de las intrigas de alcoba que mueven la acción.
Nos gustaría dejar a un lado la inevitable mención a Valmont, la versión que de Las amistades peligrosas estrenó Milos Forman un año después. Pero no podemos evitarlo. Porque en ella encontramos el que consideramos que es el tono preciso para llevar a la gran pantalla la interesante novela epistolar de Choderlo de Laclos, sobre todo, teniendo en cuenta la perspectiva que nos dan algunos siglos de distancia. El Valmont del checo transcurre con mucha más naturalidad, los acontecimientos fluyen en un fresco de secuencias torpemente humanas, más propias de las flaquezas y vicios que se abordan, con buenas dosis de sarcasmo y un elegante sentido del humor que, sin estridencias, nos alivia de tanto seductor exquisitamente oscuro. Baste contemplar cómo resuelven los dos cineastas el final de una misma historia. Mientras Frears opta por un desenlace con enconado acento trágico (el suicidio asistido del vizconde, la bella amante cerrando el telón tras escuchar la mentira piadosa), Forman conduce al matadero, o al duelo, a un Valmont que se aburre, borracho como una cuba, acompañado de tres padrinos zarrapastrosos, una patética y simpatiquísima estampa con la que le gusta reírse de la muerte de su héroe de vodevil. Mientras la marquesa de Merteuil de Frears protagoniza en el teatro una de las pesadillas más terribles a las que se puede enfrentar una persona que vive de las apariencias, el escarnio público, la de Forman se convierte en una espectadora más que contempla, amargada y en segunda fila, la quintaesencia de la ironía: el triunfo de sus títeres: Cecile de Volange, embarazada de su gran amor, se casa con mucha fanfarria con su antiguo y odiado amante. Mientras, el lechuguino caballero Danceny, se convierte en el chico de moda de la aristocracia. Y no contento con ello, el checo se ahorra una muerte, más que cuestionable, incluso para el tremendismo de la historia, ya que era por amor: la de madame de Tourvel. Riza el rizo, vaya, con un gusto impecable.
En definitiva, Forman y su guionista, Jean Claude Carrière (por cierto, colaborador habitual de cineastas enormes, entre ellos, de Luis Buñuel), interpretaron que Choderlo de Laclos, quien escribió una de las mejores novelas epistolares de todos los tiempos, venía de otra época donde los lances entre amantes ociosos aristocráticos constituían una estampa apasionante, era un producto de consumo con una tensión sexual y dramática irresistible para unos lectores ávidos de conspiraciones entre sábanas y transgresiones morales. Comprendieron también que se debía, por ello, pagar un peaje a la censura previa que obligaba castigar duramente a los villanos. El touch moralista era una convención inevitable.
Porque no, no nos creemos la redención in extremis del vizconde de Valmont, un desesperado e incoherente intento de darle un sentido convencional a una vida plena de placeres. Debieron también llegar a la conclusión de que era más inteligente y también más humano restarle carga dramática al asunto, al fin y al cabo, había que hablar de dos tipos con un presunto, pero más que evidente complejo de inferioridad (en la marquesa de Merteuil, el despecho es demasiado transparente) que juegan a echarse un pulso adolescente para ver quién es el más sibilino, hábil y duro, quién sabe colgarse más medallas en el dudoso arte de la seducción que desplegaban. Pura puerilidad, puro juego, donde consideramos que es mejor la distancia del adulto que observa divertido.
Traición, venganza, crueldad, “vencer o morir” son palabras y expresiones fronterizas que suenan demasiado en la película de Frears, como aldabonazos redundantes que pretenden llamar la atención, con exceso de celo, sobre el comportamiento de dos seres singulares. Pura afectación pasada de rosca. A pesar de ser un fascinante mosaico de sentimientos, pasiones e intereses creados, Las amistades peligrosas es una película a la que le falta alma y le sobra corsé. Es una opinión, pura subjetividad, un pensamiento que no podemos evitar.
A continuación el trágico y virulento final de la versión de Frears. Es un SPOILER, claro, avisamos.
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