Visionado: ‘Super 8′, de J. J. Abrams: ‘Gracias por la nostalgia’

cuatro estrellas


Un refrito de sueños. Un recopilatorio de lo mejor de los 80. Un tributo cinéfilo y nostálgico de una época que no volverá. Este mismo argumento puede servir tanto para poner la película a caer de un burro como para defenderla frente a las invasiones bárbaras. Y es que casi todo el mundo sabe ya lo que hay en Super 8. Mucha memoria recluida en un cofre desempolvado que solo tiene de nuevo el argumento, pero que se saborea tan bien como solo alguien con algo de mirada melancólica puede hacerlo. Así ha sido en nuestro caso, que desde el segundo minuto de esta historia nos teletransportamos hacia un momento en que todo era posible, cuando éramos niños, y queríamos vivir algo emocionante que buscábamos en el cine por saber ya que en los confines de nuestro barrio no había extraterrestres, ni barcos piratas, ni encuentros en ninguna fase.
 
Steven Spielberg fue nuestro facedor de quimeras fantásticas, y ahora regresa con una pandilla de niños que, en 1979, tras ser testigos del descarrilamiento de un tren mientras ruedan una película con una cámara Super 8, se ven envueltos en los extraños acontecimientos que se suceden. A partir de este momento, se inicia un “grandes éxitos” sin parangón y para gran regocijo de los aquí firmantes, encontrando entre sus frases, sus tomas y sus personajes multitud de homenajes que conforman un solo tributo a lo mejor de una década. Gordos y bocazas que compiten en bobadas y carreras en bicicleta como en Los Goonies o Una pandilla alucinante, ocupaciones militares y seres de otro mundo como en E.T., alucinantes y luminosos finales de retorno como Encuentros en la tercera fase, o destrozos apocalípticos como en La guerra de los mundos. Y a todo ello se añade el propio cartel de la película, inspirado en los emblemáticos y conocidísimos carteles que el ilustrador Drew Struzan hizo a mano para Blade Runner, Indiana Jones o Star Wars
 
El rey Midas, emperador de Hollywood, todopoderoso señor de la gran pantalla, nos hace un regalo sin engaños, y nosotros le damos las gracias por la nostalgia, por este sobresaliente y necesario regreso al pasado. No vemos ninguna trampa en ello. Y menos si en manos del televisivo J. J. Abrams, que debuta en el largometraje, se convierte en una historia con alma propia, en un cuento de personajes tan ingenuos como pensantes y sintientes donde solo algunos atractivos secundarios quedan al final tristemente difuminados. Tras dejar su marca Perdidos en algunas secuencias absolutamente fascinantes como el descarrilamiento del tren (tras estrellar el avión de los lost, ya solo le falta el hundimiento de un transatlántico) o como el monstruo-alien desconocido, que solo se intuye hasta el final de la cinta (por un momento veíamos una especie de humo negro), el director no concede apenas pausa, y además realiza un estupendo contexto de época y demuestra un evidente pulso con los niños, siempre tarea difícil. Conmovedores y entregados los pequeños Joel Courtney (Joe Lamb)  y especialmente Elle Fanning (Alice Dainard), ésta última ya tintineando para una posible nominación al Oscar.
 
Super 8 fluye y se deja hacer como un juguete, homenajea a la inocente y temprana pasión por el cine y nos lleva por los caminos del drama más simple pero también más humano, hasta un desenlace espectacular y detallista, pero sin epílogos llorosos. En realidad, nos vemos en la obligación de avisar de un final después del final. Y ya no decimos más. Simplemente, nos os levantéis de la butaca antes de tiempo. Y si podéis, abrid oídos de par de par, para descubrir una banda sonora que no vamos a equiparar a las maestrías de John Williams en los 80, pero que sí tenemos que destacar, por el estupendo trabajo de Michael Giacchino, en estado de gracia desde la maravillosa composición que hizo para Up.
 
La película ha recibido lo suyo de veneno crítico, sobre todo del que más nos duele, del de la gente, del popular. Y no terminamos de entenderlo. Hay hordas calificando esta historia de ñoña, cursi e inverosímil. Al final, tras mucho trasegar, hemos llegado a la conclusión de que no falla la película, sino la edad de quien la ve con ojos adultos (¿o adulterados?). A los ochenta nos remitimos. ¿Acaso tenía entonces sentido que un grupo de niños salvara a su pueblo con un puñado de diamantes encontrados en un barco pirata escondido? ¿Era más creíble que Elliot hiciera estampas en la Luna con el entrañable E.T.? ¿Formaba parte de la rutina diaria que las naves extraterrestres se llevaran a bordo a nuestros amigos? ¿Y por qué treinta años después pedimos coherencia siendo incoherentes con lo que entonces nos fascinó? También se refleja con ello el egoísmo de generaciones de treintañeros y cuarentones criticando que se les trate como a niños como si su infancia hubiera sido la única y ya no existiera en el mundo. Super 8 supone ahora todo un prodigio para un público pequeño, ilusionado, y ya muy alejado de nosotros. No seamos crueles. Si la pastilla para soñar no funciona, puede que no sea culpa del alquimista sino de algo que perdimos por el camino, o que se convirtió en desidia. Por todo ello, concluimos sentenciando que Super 8 sea el chequeo de muchos para medir si acaso el paso del tiempo les ha cortado las alas.

Disección: ‘La pianista’, de Michael Haneke. ‘La perversión de la soledad’

LA PERVERSIÓN DE LA SOLEDAD

PANORÁMICA: A este lado de la pantalla, la Odisea no comenzó en el espacio, como vaticinó Kubrick, sino en la ciudad de Nueva York, en concreto, un 11 de septiembre de 2001. Dos aviones con pasajeros secuestrados impactaron en las Torres Gemelas, mientras que un tercero colisionó contra el Pentágono y, en un cuarto aparato, los pasajeros se amotinaron sin poder evitar que se estrellara en Pennsylvania. Por cierto, como recuerdo de aquel escalofriante suceso, quedó una auténtica obra maestra del suspense, United 93, de Paul Greengrass. El resultado de los múltiples atentados terroristas fue de 2.997 muertos y desaparecidos. El Terrorismo Islamista fue el detonante de una pesadilla, una amenaza que hizo tambalear los ‘sólidos’ cimientos que daban la estabilidad al Imperio Occidental (desde que los británicos atacaran Washington en 1814, el territorio norteamericano no había sido amenazado). El 13 de noviembre llegó la réplica, los EEUU levantaron otra esquina de la Caja de Pandora: respondieron a los actos terroristas sometiendo a Afganistán a intensos bombardeos junto a otros países de la “Alianza del Norte”. El hambre y la pobreza que provocaron en el país, por supuesto, contaron con menos repercusión mediática. De vuelta al firmamento, en 2001, la estación espacial soviética MIR acabó su periplo estelar sumergiéndose en el Pacífico. Lejos de convertirse en una mala noticia, venía a demostrar la excelencia de su diseño, pues había operado un lustro más de lo que habían previsto sus fabricantes.

EL MEOLLO: Erika Kohut (Isabelle Huppert) es una exigente profesora de piano del Conservatorio de Viena. Vive junto a su madre (Annie Girardot), una mujer rígida, dura y absorbente que se inmiscuye en absolutamente todos los rincones de su vida mientras sueña para ella con el éxito artístico. Como vía de escape ante la presión maternal, Erika acude a espectáculos pornográficos, disfrutando, de forma escatológica, del sexo furtivo de las parejas que acuden a los autocines y aislándose de cualquier contacto humano pues, como ella misma dice, no tiene sentimientos, y aunque algún día los tuviera, no predominarían sobre su inteligencia. Y en esa batalla, su imperio se desmorona cuando un estudiante de ingeniería (Benoît Magimel), un joven dotado con un talento excepcional para tocar el piano, se empeña en convertirse en su alumno, pero con un objetivo más carnal y más obsesivo: seducirla. La película, escrita y dirigida por Michael Haneke, está basada en la novela La pianista de la escritora Elfriede Jelinek.

DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Michael Haneke es el autor contemporáneo más fascinante del cine europeo. Este austríaco nacido en Munich es un auténtico maestro del distanciamiento narrativo con el que desconcierta y hace reflexionar al gran público. A propósito de La cinta blanca, el extraordinario filme a través del cual ofreció una explicación muy inteligente del origen de los totalitarismos, Haneke nos aclaró algo que ya intuíamos: “Tengo un sexto sentido para detectar el dolor que me rodea”. La dureza de su estilo, su desdén hacia el montaje, que mutilaría la realidad con la que construye ficción, y las pulsiones más oscuras, violentas o incomprendidas del alma humana, como temas frecuentes que recorren su filmografía, son algunas de las señas de identidad a partir de las cuales hemos ido reconociendo y admirando su genialidad artística. En El vídeo de Benny nos dejó estupefactos cuando nos propuso la violencia como un alarde de curiosidad que calma el aburrimiento existencial. En la doble Funny Games, obra cumbre al cuadrado, unos asesinos que se desenvuelven con el desenfado de la comedia, se entretienen utilizando a una familia de burgueses para cometer las mayores atrocidades. Mientras, rebobinan sus fechorías para hablar de tú a tú con el espectador y decirle que lo saben, que son conscientes de su condición de personajes. En Caché, se nos heló la sangre al comprender, con toda la profundidad de la que éramos capaces, que cualquier acto, por ínfimo que sea, tiene consecuencias impredecibles y puede ir acompañado de una venganza definitiva. Hasta donde nos alcanza la memoria, no somos capaces de recordar una sola secuencia de cualquier película de Haneke que no nos haya sabido a nuevo, que no haya supuesto una revolución en nuestra imaginación y en nuestra concepción del mundo. En definitiva, nos ha hecho sentirnos vivos en dimensiones y universos, que creíamos, hasta el momento, desconocidos.

 
PRIMER PLANO

ISABELLE HUPPERT: Musa de Claude Chabrol y quintaesencia de la interpretación en el cine europeo. Para nosotros es, sencillamente, una de las mejores actrices de nuestros tiempos, quizás la más dotada. Con más de 70 películas en su carrera y galardonada con infinidad de premios, esta gran dama de la interpretación nos gusta porque nadie como ella se deja devorar, con pasión suicida, por personajes “oscuros, contradictorios y ambiguos”. Son su especialidad y su debilidad, como ha afirmado en alguna que otra entrevista. La actriz, que se convirtió en estrella de la mano de Chabrol, ha trabajado con algunos de los realizadores más interesantes de los últimos tiempos: Téchiné (Las hermanas Brönte), Tavernier (El juez y el asesino), o Cimino (La puerta del cielo), película, por cierto, maldita, que arruinó a United Artists y afortunadamente (lo sabemos hoy, cuando contemplamos su filmografía), malogró su breve idilio con Hollywood. Al ver, una y otra vez La pianista, tenemos la certeza de que Erika sólo podía abismarse en Huppert, ofreciéndonos uno de los retratos más ricos y extraños que hemos podido contemplar. La frialdad de su gesto, expresión última de la soledad y de la desolación; su aspecto frágil, inaprensible, su bella e insolente mirada fija de reptil, una auténtica trinchera para aislarse de la amenaza que son los otros. Pero en especial, su capacidad, dolorosamente real, para darle aliento al instinto de autodestrucción. Parece ser que, en unos meses, Huppert se reencontrará de nuevo con Haneke para interpretar el papel de la hija de un matrimonio mayor que, progresivamente, se va aislando del mundo que conocen, mientras uno de ellos se muere.

BENOIT MAGIMEL: Galán francés en ciernes y actor prematuro, pese a llevar trabajando como intérprete desde la tierna edad de los 12 años,  monsieur Magimel también debe su punto de inflexión en el cine a Techiné, quien lo encumbró cuando lo incluyó en el reparto de Les voleurs en 1996, donde compartió planos nada más y nada menos que con Daniel Auteuil y Catherine Deneuve. A partir de ese momento comienza a participar en proyectos de mucho más renombre aunque con claros altibajos, que se verían solventados, y casi olvidados, cuando Haneke le eligió para quedar a la sombra tortuosa de Isabelle Huppert, dando vida al blanco y motivo de su desmoronamiento perverso, y por el que recibió el Premio a la Mejor Interpretación en el Festival de Cannes de 2001. Desde entonces no ha dejado de trabajar, en su caso también con Chabrol con papeles más o menos irregulares en La flor del mal, La dama de honor y Una chica cortada en dos.

CONTRAPICADO: No existe manifestación humana sobre la incomunicación y la incapacidad de amar más definitiva y claustrofóbica que esta película de Michael Haneke. En ella, Erika Kohut nos muestra sus ‘vergüenzas’, su sexualidad castrada y sadomasoquista; su tortuosa manera de relacionarse con las escasas personas que le salen al paso en su vida. La pianista nos invita a entender, a comprender los misterios, los acertijos que encierran los deseos reprimidos, la soledad, el dolor y lo hace sin juicios de valor y sin compasión, pero de la mano de quien conoce la esencia del buen cine. Esa es la grandeza de esta película, y a ello contribuyen mil y un detalles como el perfecto ‘tempo’ de las secuencias más reveladoras o la atmósfera cotidiana que envuelve, de una manera glacial, escenas tremendas como la de la automutilación genital o la del arrebato incestuoso. La relación orgánica, pero también depredadora entre madre e hija, está construida minuciosamente y sin mascaradas.

PICADO: Muy pocas son las cosas que le podemos reprochar a esta obra maestra. De hecho, hay algo que para algunos es todo un acierto, pero a nosotros no nos convence. Nos explicamos: existen ciertas secuencias que se tensan demasiado hasta perder pie en la intensidad alcanzada, el término medio que nos permite aceptar las insólitas reglas de juego de la protagonista. Es el caso del largo primer encuentro sexual entre Erika Kohut y Walter Klemmer o el de la lectura redundante de la carta, donde ella da rienda suelta a sus deseos más ocultos, a su imaginación de depredadora/sumisa sexual, ‘en broncas’ con su cuerpo apenas virgen. No hay intermedio que valga en esta secuencia, ni siquiera para contemplar el trago que está pasando la madre al otro lado de la casa. No hay alternancia posible de acciones porque el contenido de la carta, después del primer momento en el que nos pilla por sorpresa y nos desconcierta, si se retoma puede llegar a rozar el ridículo. Al fin y al cabo, para muchos no deja de ser un tema tabú si se sirve en frío.

SIMBIOSIS SONORA: El contraste está servido. El disfrute de las piezas clásicas de algunos de los más importantes compositores de todos los tiempos, se reserva prácticamente a los momentos académicos en los que Erika enseña o interpreta música. Ni siquiera en los créditos de apertura, ni en los de cierre, ni en el sostenido y perfecto plano fijo final donde los sonidos caóticos de la urbe ignoran la agonía de la protagonista. Bach, Rachmaninov, Chopin, en su mayoría piezas para piano, componen el repertorio musical, campo de batalla donde alumnos y profesora se sienten amenazados entre sí o ante un éxito improbable. Destacando por encima de todos ellos, se encuentra la grandeza del romántico Shubert, un ideal a alcanzar, también el principal pilar que sostiene la frágil identidad que mantiene en sociedad la protagonista, virtuosa a la hora de interpretar la música del compositor. Su único universo habitable.

OJO AL DATO: La famosa escena de la bañera donde Erika mata o multiplica su deseo, cuchilla en mano, provocó varios desmayos entre los espectadores españoles. Esta noticia se hizo eco ampliamente en los titulares de la prensa nacional, y por ello, se le colgó el sambenito de película extremadamente violenta, con regusto por el gore. Algo que no le hizo justicia al filme, aunque despertó el morbo de muchos espectadores, lo que rentabilizó, más de lo previsto, su paso por las carteleras nacionales. Otro dato: Isabelle Huppert toca realmente el piano en la película. Estudió este instrumento durante 12 años y retomó sus prácticas un año antes de comenzar el rodaje del filme de Haneke. A día de hoy, ningún ‘doble al teclado’ se ha asomado en los medios ni en las redes sociales para desmentirlo.

RETRATO DEL HÉROE: Queremos coronar por último el talento de Haneke, héroe y mago tenebroso de esta cinta. Unos buenos actores pueden rozar la mediocridad en manos de un mal director, y el papel indiscutible que la interpretación de Huppert cumple en esta historia, sabemos que emana de la histeria contenida de su artífice, del que maneja los hilos. Estamos convencidos y esperanzados de que nos queda mucho por disfrutar de este gran cineasta contemporáneo, aunque sus preguntas queden en el aire y nos incomode con el pictograma de una realidad amargada, pero íntima y humana. Ese es su mensaje: mostrarnos cómo somos casi todos cuando nos quedamos dentro de nosotros mismos. Y estamos deseando volver a ahogarnos en ese objetivo.

Pues os dejamos uno de los pasajes que refleja la tormentosa relación de Erika con su madre, donde se incluye la íntima y sorprendentemente polémica escena de la automutilación. Por cierto, que el título del vídeo habla de un “trastorno de la personalidad” con el que no estamos muy de acuerdo. Por si acaso, avisamos: no apto para sensibles:



Píldoras cinetarias: El espíritu de George Harrison, en la materia de Scorsese

 

Uno de los proyectos del gran cineasta italo-americano Martin Scorsese ya es por fin una realidad. Su documental sobre George Harrison, el Beatle más espiritual, más profundo, más desconocido, y en nuestra opinión, uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, verá la luz finalmente en la sección Zabaltegui del próximo Festival de San Sebastián, donde se proyectará este compendio de testimonios y entrevistas en los que el director lleva cuatro años trabajando, junto con la viuda del artista fallecido en 2001, Olivia Harrison.
Bajo el título George Harrison: Living in the material world, la cinta incluye declaraciones de sus compañeros de cuarteto Paul McCartney y Ringo Starr, y también de Yoko Ono, compañera del fallecido John Lennon, y del productor Phil Spector (del que curiosamente también se encuentra en ciernes otro biopic). Scorsese sigue por tanto dejándonos patente su especial predilección por el rock, que ya manifestó con gran tacto de investigador y asombrosa inquietud y sentido musical, en otros documentales como The last waltz (1978), sobre el grupo The Band; en No Direction Home: Bob Dylan (2005) y en Shine a Light (2008), sobre el Bigger Band Tour de los Rolling Stones.
Según ha declarado el director de Toro salvaje, Infiltrados y Malas calles, en el documental no se aborda tan solo su trayectoria musical, sino la casi imposible búsqueda de la espiritualidad que Harrison emprendió durante buena parte de su vida y que quedó melódicamente reflejada en el álbum de estudio y auténtica obra maestra All things must pass (1970), su despedida beatleniana, en el inicio por un camino que le llevaría a una más que notable carrera tanto en solitario como bajo seudónimo con los Travelling Wilburys, tras el canto del cisne del cuarteto de Liverpool ese mismo año. 
Probablemente, no desdeñaríamos que la quintaesencia de Harrison hubiera caído en manos de otros grandes documentalistas con menos renombre que Scorsese, por aquello del aplauso casi otorgado desde el principio, pero nos consta el auténtico fervor que el cineasta italo-americano siente por Harrison (un vistazo a las bandas sonoras de sus películas obliga) y que incluso su comprensión de los males mentales y atusados resquicios de la moral proceden en buena parte del tortuoso camino de las letras del Beatle.
Mirad lo que ya deja ver el tráiler (aún sin subtitular) sobre la visión del cineasta. Por cierto, que por ahí anda un guiño cinéfilo de las manos de los británicos Monty Python. Tras el mismo, os dejamos el tema My sweet Lord, por si alguien no sabe de qué habla Scorsese (y nosotros) cuando promulgamos la espiritualidad del silencioso Harrison. Ahora, nosotros “really wanna see him”.

Atado en corto: ‘036’, de Juan Fernando Andrés Parrilla y Esteban Roel. ‘Un trámite cualquiera’

Una mujer entra en una oficina cualquiera, un día cualquiera para darse de alta en autónomos. Pero nos valdría para cualquier trámite: renovar el DNI, pedir cita en la Seguridad Social o solicitar una subvención. Traspasa la fortaleza, el castillo, con determinación, con valentía y se sienta frente a su rival. Sí, es su rival. En realidad, es un funcionario, un trabajador de la cosa pública, pero pronto nos damos cuenta de que la escena va mucho más allá, por la tensión, y por el deje de chulería y mofa con el que atiende a la muchacha. Así, una escena cualquiera en un día cualquiera se convierte en duelo, y en todo un reto para la ciudadana, pertrechada de cuantos papeles le solicita el trabajador para conseguir su objetivo: vencer a la Administración.

Este es el sustrato con el que Juan Fernando Andrés Parrilla y Esteban Roel realizaron el cortometraje 036 (el código de uno de los impresos que se utilizan para realizar la Declaración de la Renta), una rutina multiplicada, exagerada sí, pero no mucho, con el que ambos cineastas quedaron finalistas del cada vez más renombrado certamen de cortometrajes Notodofilmfest.com. Protagonizado por una estupenda Carolina Bang (mucho mejor en tan breve espacio de tiempo que en todo el metraje de Balada triste de trompeta) y por un siniestro Tomás del Estal (No tengas miedo, Biutiful, Las trece rosas), os aconsejamos su visionado pausado, atentos a los detalles, todos reveladores de un sistema que ha hecho de la carrera de obstáculos su modus operandi, sobre todo para quien lo paga y sostiene, y por encima de su vocación de servicio público.  
La popularidad de este cortometraje ha quedado patente en Internet, donde ya se acerca a los dos millones de visitas, entendemos que por su sencillez y carga de ironía. Al fin y al cabo es una protesta, una forma de indignación ante los laberintos sin salida con los que la burocracia muchas veces nos marea y asusta para que renunciemos al trámite más sencillo. Ver a una heroína intentando pasar por encima de ellos es el triunfo de todos. Y además sin superpoderes, más mundano, más real.

‘Las amistades peligrosas’, de Stephen Frears. ‘Vencer o morir’ vs ‘Sin poder evitarlo’

VENCER O MORIR

Han pasado casi 13 años y podemos seguir afirmando que siempre nos quedaremos con esta versión de Las amistades peligrosas. Sabemos que pese a las lealtades del director británico Stephen Frears al estilismo anglosajón, se trata de la adaptación más hollywoodiense, más hecha para el gran público, más alimentada de grandes frases y atrezzo, y desde luego más comercial y atrayente que la que al año siguiente realizó el introspectivo Milos Forman bajo el nombre de Valmont. Pero es que es así. Bajo sus polvos anti-ojeras, sus vestimentas rígidas, sus atusados escenarios y alegatos de teatralidad, subyacen las que probablemente han sido las mejores caracterizaciones e interpretaciones que se han realizado en adaptación de la novela homónima de Choderlos de Laclos. También hay cierta magia y desde luego mucha pureza en la cinta que rodó Roger Vadim en 1959, pero es que entonces no existían ni una Glenn Close ni un John Malkovich para encarnar, la primera, a la malvada, asombrosa y depravada marquesa de Merteuil, ni el segundo, a su proyección en masculino, el amantísimo, influyente y supercasanova vizconde de Valmont. Y sin eso, no hay triunfo que valga.

El reparto fue su acierto, para mayor gloria de todos aquellos que participaron en esta afamada adaptación, dejando un lugar especial para los dos mencionados. En ambos casos, los mejores papeles de su vida. Nunca hemos vuelto a ver, ni lo haremos, a Glenn Close en una mimetización tan perfecta con la villanía (en Atracción fatal era más fácil: simplemente estaba loca), ni en una transformación tan absolutamente magistral que ella misma simboliza desde el inicio de la película, en proceso de maquillaje y arreglo, creando su mascarada de orgullo y venganza ante las intrigas palaciegas de la Francia prerrevolucionaria, hasta el final, cuando el proceso se invierte y su rostro se funde con el negro, ya derrotada, hundida, humillada. Para ella la mejor parte del guion, ese compendio de consignas con las que lidera la representación del género femenino clasicista, el que quiso existir por encima del sometimiento al macho, sin ser pisoteado, antes de que una tal Josefina cambiara las tornas. El vizconde se lo pregunta: “¿Cómo habéis conseguido inventaros a vos misma?”. Y ella responde: “Soy mujer y quiero vengar a mi sexo”. Para que no quede duda de lo que la marquesa abandera, se nos presenta el rol de sus contrapuntos, la virtuosa madame de Tourvel (bellísima y brillante Michelle Pfeiffer) y la virginal Cecile de Volange (inocente Uma Thurman), pobres títeres en sus manos, condenadas a entrar en el juego de su revancha.
Y también en sus manos, aunque casi sin darnos cuenta, está Valmont. Un Malkovich que enamora cuando susurra requiebros a la Tourvel y que asusta cuando planea su nuevo paso para conquistar lo inconquistable, su reto, su papel en el mundo: conseguir que la virtud se convierta en sumisión, que la carne se convierta en líquido, que lo limpio se llene de borrones imposibles de lavar. Aunque con ello nunca satisfaga las expectativas de la marquesa, aunque ésta siempre le pida más, una prueba de desvirgamiento, una carta desesperada de la nueva víctima, o simplemente la guerra, porque solo puede vencer o morir y porque “no se aplaude a un tenor porque se aclare la garganta”.
Y es por ello por lo que son los diálogos y las sinceras interpretaciones de los dos protagonistas, envenenándose el uno el otro, como serpientes que se muerden mutuamente las cabezas, los que hacen que esta película baile al ritmo de la época que retrata. Un momento en el que el soberano y aristocrático aburrimiento de los que disfrutan de mil techos bajo los que habitar, desemboca en una tragedia, interpretada por algunos como castigo a la maldad, al engaño, pero por otros, como la caída de todo un estamento social. Marquesa y vizconde anunciando la futura toma de la Bastilla mediante sus tejemanejes palaciegos. El caso es que ninguno de los dos recibió ese año el Óscar a la Mejor Interpretación. Esperemos que alguien en Sunset Boulevard sepa por qué.

Al margen de interpretaciones, es en la exquisita dirección de la escenografía (sí, como en el teatro) donde el cineasta británico decidió echar el resto. Secuencias completas como la intriga, casi coreografiada, del traspaso de llaves entre Valmont y Volange bajo ritmo de clavicordio, la bajada de la carroza de la marquesa abriendo sus hipócritas brazos al consuelo de aquellos a los que ha machacado, la rendición de madame de Tourvel a la tremenda labia de Valmont, la lucha de éste contra un enamoramiento que no puede evitar, o el majestuoso final, lo que la han convertido en una obra maestra. Gracias a que Frears rodó años después Mary Reilly o The Queen pudimos terminarnos de creer cómo un director tan pegado a los problemas de la plebe como dejó claro en Café irlandés o Alta Fidelidad podía conjugar su inmersión entre dos mundos, épocas y sensibilidades diferentes. Pues cuestiones de talento, que no podemos analizar por más que queramos.

Sí podemos intuir su inquietud por los males humanos, los que no vienen innatos sino que nos contaminan la conciencia conforme avanzamos por la vida. Porque si nos fijamos, no hay psicopatía ninguna en Las amistades peligrosas, no hay seres malvados porque sí, sino una mezquindad casi justificada por la experiencia y después despojada de crueldad por un Valmont que finalmente reconoce en el amor de la Tourvel la única felicidad que ha conocido. En ese mensaje puede que esté la rendición que busca el espectador más fácil de gratificar, asqueado de tanta mala conducta. Pero a algunos la maestría nos ensucia la mente y, escépticos, vemos en el fundido a negro del plano de la marquesa, al final, la puerta abierta a un nivel aún mayor de depravación, a una venganza sin restricciones, y ahora sí, llena de locura y sin nada que perder.

Aquí tenéis una de las más elegantes y terroríficas declaraciones personales de guerra que se han hecho, prueba irrefutable de sus perfectas interpretaciones.

SIN PODER EVITARLO

 
Vaya por delante nuestra admiración hacia el fabuloso guión de Christopher Hampton. Una auténtica filigrana bordada con frases listas para enmarcar y con una lograda tensión emocional con la que busca el conocimiento de los límites de la condición humana. El caldo de cultivo para narrar la historia de dos “virtuosos del engaño” en la Francia prerrevolucionaria.
Las amistades peligrosas cuenta con una espectacular y barroca banda sonora (George Fenton), aderezada con piezas de Händel y Vivaldi. Hace uso también un trío de interpretaciones sublimes: John Malkovich (vizconde de Valmont) y su estrábica e irresistible mirada, sus aspavientos, a ratos, casi cómicos, a ratos, de vuelta de todo; Glenn Close (marquesa de Merteuil) supurando crueldad, fuerza e ira en sus ojos vidriosos, en sus gestos medidos; los mil y un matices con los que Michelle Pfeiffer (madame de Tourvel) afronta su via crucis. Tiene también a su disposición a uno de los mejores y más versátiles realizadores de los últimos tiempos: Stephen Frears. Sin embargo, en nuestra opinión, este retrato de malas costumbres se disfruta mejor sin traicionar la frivolidad, el aire de divertimento, que inspira cada una de las intrigas de alcoba que mueven la acción.
 
Nos gustaría dejar a un lado la inevitable mención a Valmont, la versión que de Las amistades peligrosas estrenó Milos Forman un año después. Pero no podemos evitarlo. Porque en ella encontramos el que consideramos que es el tono preciso para llevar a la gran pantalla la interesante novela epistolar de Choderlo de Laclos, sobre todo, teniendo en cuenta la perspectiva que nos dan algunos siglos de distancia. El Valmont del checo transcurre con mucha más naturalidad, los acontecimientos fluyen en un fresco de secuencias torpemente humanas, más propias de las flaquezas y vicios que se abordan, con buenas dosis de sarcasmo y un elegante sentido del humor que, sin estridencias, nos alivia de tanto seductor exquisitamente oscuro. Baste contemplar cómo resuelven los dos cineastas el final de una misma historia. Mientras Frears opta por un desenlace con enconado acento trágico (el suicidio asistido del vizconde, la bella amante cerrando el telón tras escuchar la mentira piadosa), Forman conduce al matadero, o al duelo, a un Valmont que se aburre, borracho como una cuba, acompañado de tres padrinos zarrapastrosos, una patética y simpatiquísima estampa con la que le gusta reírse de la muerte de su héroe de vodevil. Mientras la marquesa de Merteuil de Frears protagoniza en el teatro una de las pesadillas más terribles a las que se puede enfrentar una persona que vive de las apariencias, el escarnio público, la de Forman se convierte en una espectadora más que contempla, amargada y en segunda fila, la quintaesencia de la ironía: el triunfo de sus títeres: Cecile de Volange, embarazada de su gran amor, se casa con mucha fanfarria con su antiguo y odiado amante. Mientras, el lechuguino caballero Danceny, se convierte en el chico de moda de la aristocracia. Y no contento con ello, el checo se ahorra una muerte, más que cuestionable, incluso para el tremendismo de la historia, ya que era por amor: la de madame de Tourvel. Riza el rizo, vaya, con un gusto impecable.
 
En definitiva, Forman y su guionista, Jean Claude Carrière (por cierto, colaborador habitual de cineastas enormes, entre ellos, de Luis Buñuel), interpretaron que Choderlo de Laclos, quien escribió una de las mejores novelas epistolares de todos los tiempos, venía de otra época donde los lances entre amantes ociosos aristocráticos constituían una estampa apasionante, era un producto de consumo con una tensión sexual y dramática irresistible para unos lectores ávidos de conspiraciones entre sábanas y transgresiones morales. Comprendieron también que se debía, por ello, pagar un peaje a la censura previa que obligaba castigar duramente a los villanos. El touch moralista era una convención inevitable.
 

Porque no, no nos creemos la redención in extremis del vizconde de Valmont, un desesperado e incoherente intento de darle un sentido convencional a una vida plena de placeres. Debieron también llegar a la conclusión de que era más inteligente y también más humano restarle carga dramática al asunto, al fin y al cabo, había que hablar de dos tipos con un presunto, pero más que evidente complejo de inferioridad (en la marquesa de Merteuil, el despecho es demasiado transparente) que juegan a echarse un pulso adolescente para ver quién es el más sibilino, hábil y duro, quién sabe colgarse más medallas en el dudoso arte de la seducción que desplegaban. Pura puerilidad, puro juego, donde consideramos que es mejor la distancia del adulto que observa divertido.

Traición, venganza, crueldad, “vencer o morir” son palabras y expresiones fronterizas que suenan demasiado en la película de Frears, como aldabonazos redundantes que pretenden llamar la atención, con exceso de celo, sobre el comportamiento de dos seres singulares. Pura afectación pasada de rosca. A pesar de ser un fascinante mosaico de sentimientos, pasiones e intereses creados, Las amistades peligrosas es una película a la que le falta alma y le sobra corsé. Es una opinión, pura subjetividad, un pensamiento que no podemos evitar.


A continuación el trágico y virulento final de la versión de Frears. Es un SPOILER, claro, avisamos.

Visionado: ‘El origen del planeta de los simios’, de Rupert Wyatt. ‘¿Eslabón perdido de la saga?’

tres estrellas


Habrá opiniones para todos los gustos. El origen del planeta de los simios quizás será para muchos entusiastas de la mítica saga, el eslabón perdido que estaban esperando, la explicación al insondable misterio de aquella civilización de simios inteligentes, humanos sometidos y estatuas de la libertad de origen arqueológico. O quizás no. A nosotros nos ha resultado un planteamiento convincente, más lírico que razonable, que nos sigue, sin embargo, suscitando interrogantes. Dudas que a lo mejor serán resueltas en futuras secuelas.
En esta precuela, dirigida por el realizador británico Rupert Wyatt, conocemos a un científico, Will Rodman (James Franco), obsesionado con encontrar la “cura” del Alzheimer, piedra filosofal de nuestros tiempos para la industria farmacéutica, cuyo hallazgo podría suponer un negocio escandalosamente millonario. Sin embargo, para nuestro protagonista tiene implicaciones más emocionales, y no es sino un intento desesperado de salvar a su padre (John Lithgow) cuya identidad se desvanece en una memoria frágil, obstinada en regresar a la infancia. Para ir perfeccionando la fórmula que Will ya tiene avanzada, experimenta en el laboratorio con simios. Mientras en los seres humanos el nuevo medicamento tiene efectos secundarios impredecibles, en nuestros primos hermanos potencia la inteligencia hasta alcanzar niveles muy por encima de lo esperado. Y ahí comienza la historia.
La película nos gusta cuanto más nos desprendemos del recuerdo de sus antecesoras. Entre sus mayores logros, cuenta con un guión que no languidece y mantiene la atención del espectador desde la larga presentación de personajes a la vorágine de acción que nos lleva al desenlace. Lo mejor de ella: todas las secuencias en las que el simio protagonista, César, (el Gollum Andy Serkis, al otro lado de la careta digital), poco a poco va convirtiéndose en un líder para su especie en el refugio para primates. Tiene mucho de intriga, es la zona más ambigua e inquietante del metraje. En el lado contrario, tenemos algunos disparates. El retrato de la enfermedad del Alzheimer roza la caricatura, a pesar del drama que conllevan ciertas secuencias. El protagonista humano, Will, se difumina a mitad de metraje hasta quedar reducido a mera comparsa. Y por último, la aparición de un virus, la madre del cordero, que se comporta en ciertos individuos de manera difuminada, poco clara.
Mención aparte merecen las luces y las sombras de la tecnología digital que da credibilidad a las imágenes. La técnica de la captura de movimiento está especialmente lograda en lo que respecta a la expresividad facial de los simios. Sin embargo, en las escenas de acción, donde éstos corren por el puente del Golden Gate (San Francisco) o trepan enormes secuoyas hasta alcanzar amplios horizontes, los movimientos adquieren la plasticidad del dibujo animado. Para los que tenemos debilidad por los rudimentarios efectos especiales de serie B, podría resultar algo anecdótico si no tuviéramos en cuenta que el público de nuestros tiempos y la industria de Hollywood están especialmente obsesionados por alcanzar la verosimilitud a través de los nuevos avances cinematográficos. En este sentido, queda trabajo por hacer.

Os dejamos uno de los mejores trailers que hemos visto en los últimos tiempos. Sencillamente, porque evita contar demasiado. Al menos, lo esencial.

Visionado: ‘Inside Job’, de Charles Ferguson. ‘Armas contra la ignorancia’

cinco estrellas

Ver el mundo desde dentro no siempre es fácil. Grandes historiadores han insistido en que es necesario que transcurran muchos años para poder analizar lo que pasó, por qué pasó, quién lo hizo. Quién ganó. Quién perdió. Quién lo contó. Cómo lo contó. Pero para bien o para mal, habitamos una aldea global, donde audaces gurús de la investigación minuciosa, contrastada, preocupados por lo transcurrido sin más, inquietos por las causas difusas de una crisis económica cuyo origen se pierde en titulares minimalistas, de vez en cuando resurgen en el panorama del sistema mundial para darnos las claves de lo que pulula por encima de nosotros, de quién maneja nuestro destino.
Por eso, el documental Inside Job viene a demostrar que tales premisas historiográficas están equivocadas. Y nos cuenta lo que pasó prácticamente ayer, cuando muchos estábamos echando el ancla en medio del océano sin saber a quién debíamos nuestro esfuerzo, nuestros sueños, nuestras nóminas, e incluso nuestra temeridad e ignorancia, para qué nos vamos a engañar. Pero no busquemos en ella la solución, porque no la da. No es su trabajo, por supuesto.
Esta historia, narrada en off por el omnipresente Matt Damon, presentada en forma de reportaje, con numerosas entrevistas y datos, y que ganó el Óscar al Mejor Documental en su última edición, se adentra en el complejo enciclópedico de la economía financiera sin ningún tipo de complejos, lo que, debemos avisar, lo convierte en no apto para todos los públicos. Tras un sencillo prólogo, centrado en la ruina financiera de Islandia, Ferguson bucea por las entrañas del sistema estadounidense desde la Gran Depresión derivada del Crack bursátil de 1929, y sus consecuencias en Estados Unidos (principalmente la desregulación financiera) hasta las puertas mismas de la actualidad. En su relato, encontraremos las claves de cómo empezaron las denominadas hipotecas subprime y los bancos de inversiones, el nacimiento de las aseguradoras de bonos basura, de la especulación bursátil, hasta la creación de las agencias de calificación de riesgo, los productos financieros tecnológicos (el director es un experto en esta materia) y las primeras quiebras que desencadenaron la tragedia (Lehman Brothers o AIG). La radiografía es al final la coronación del gobierno de Wall Street, gobierno del mundo.  
Es otra verdad incómoda, salvando las distancias, como la que Al Gore descubrió hace cinco años, como las salivadas denuncias de Michael Moore, y como las que salen filtradas de las manos poderosas y perseguidas de Wikileaks. Por su metraje se deja ver un continuo cabreo, una investigación voceante, indignada, como la voz incrédula del propio entrevistador frente a banqueros, antiguos directivos, economistas, políticos que no vieron, ni previeron, ni evitaron, y criminales que se quedan sin respuestas y que siguen en sus despachos. Por eso quizás su desenlace es tan verídico como deprimente, y abre tantos interrogantes como solo un buen periodismo puede permitirse hacerlo. 
Pero no por ello debemos agachar la cabeza. Al fin y al cabo, la información es poder no solo para quien la emite, sino también para quien la recibe, dependiendo de cómo se asiente en su conciencia. Nunca ha habido tanta información a nuestro alcance, y nunca ha estado tan desaprovechada. Por eso elogiamos talentos como el que alumbra Inside Job, porque nos explica, nos razona y no nos miente. Quizás tras su visionado podamos armarnos contra la ignorancia, aprender algo, si sabemos utilizar sus claves en el futuro, cuando todo esto termine, superemos el trauma, la psicosis, y el próximo vendedor de burras nos intente hacer creer que todo fue un mal sueño y que realmente, ahora sí, podemos vivir por encima de nuestras posibilidades.