LA CALLE DEL MUNDO
PANORÁMICA: 1954. En Estados Unidos, comienza el reinado de IBM, por un lado, y el de Elvis Presley, por otro, quien graba su primer disco. Se firma el manifiesto por la independencia de Marruecos y de Vietnam. Mueren Frida Khalo, Robert Capa, Jacinto Benavente y Henri Matisse. Nacen Matt Groening, Elvis Costello, John Travolta, Emir Kusturica y Santiago Auserón. El Premio Nobel de Literatura va a parar a las manos de Ernest Hemingway. Se publica El señor de las moscas, de William Golding. Más de 200 personas mueren en Blons (Austria) tras dos avalanchas sucesivas. Se gestiona la liberación de los prisioneros de la División Azul en la Unión Soviética. Nieva en Huelva por primera vez en la Historia y el régimen franquista comienza a revalorizar el turismo en la Costa del Sol.
EL MEOLLO: Miserias italianas a pleno aire de la calle (strada en italiano). Un país vencido, derrotado, asolado y empobrecido. Familias desarraigadas y enfangadas en sobrevivir tras una guerra en la que no participaron salvo por la acción de no dejarse matar por el fascismo. En alguna playa de ese escenario, la retraída Gelsomina (Giulietta Masina) recibe la noticia de que su madre la ha vendido al artista ambulante con el que trabajaba su hermana, que acaba de fallecer. Tras una resistencia inútil, la joven marcha finalmente con Zampanó (Anthony Quinn), un forzudo, rudo y violento rompedor de cadenas, embrutecido por su decadencia, alcoholizado y maltrecho de virilidad, pero maestro de los circos que se esconden en las callejuelas para hacer reír y soñar a los muertos de hambre. Acurrucada primero en la trasera del moto-carro en el que viaja con él, asomándose poco a poco a sus funciones como comparsa de Zampanó, conociendo y admirando al adorable Loco (Richard Basehart), demostrando su bondad y vitalismo, y asumiendo su papel de fiel y maltratada voz de su amo, Gelsomina se convierte así en el corazón de La Strada. Una road-movie del neorrealismo italiano, pero por caminos enrocados, que se anticipó a los tiempos de los grandes travellings por autopistas americanas, que invirtió las tornas de la tristeza que dos años antes el tardío Charles Chaplin retrató en Candilejas, que enseñó la trasera más miserable de la posguerra, la calle del mundo, y que no redime, que no da tregua salvo al final de la historia, rotas todas las almas.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Amar el cine es amar al gélido Federico Fellini. No hace falta saber más o menos de tales planos, enfoques, guiones, estilos. Si te dejas engatusar por el que fue el gran capo del cine italiano y uno de los mejores realizadores de todos los tiempos, ya no podrás volver atrás, ni habrá plegaria que te salve de su amargura. Cuentista, historietista y caricaturista en plena caída del fascismo en Italia, su punto de inflexión lo tuvo colaborando con Roberto Rossellini hasta que pudo poner en marcha su primer largometraje, El jeque blanco, que regaló con gran acierto al cómico Alberto Sordi, y donde aparecería por primera vez el personaje de la prostituta Cabiria, encarnada por la que ya entonces era su mujer y musa, Giulietta Masina. Tras la Gelsomina de La Strada, Fellini aún la haría más inmortal repitiendo papel en la trasgesora Las noches de Cabiria.
Pero el neorrealismo inyectado de los grandes dramas de la bonna Italia comenzaría a vestirse de magia satírica y aire de esperpento cuando subió al trono de los más grandes con La dolce vita, Satyricon, Roma y la absolutamente genial Amarcord. Siempre de la mano contagiosa y necesaria de los grandes, de los que, como los actores Marcelo Mastroiani o Anita Ekberg, el músico Nino Rota y el productor Dino de Laurentiis, le ayudaron a generar la simbología ‘felliniana’ que nadie ha sabido sustituir, ni falta que hace. Admiramos el compromiso de Pier Paolo Passolini, la nostalgia de Giuseppe Tornatore y las innovaciones de Bernardo Bertolucci, pero con La Strada, Fellini ya se apuntó el tanto de demostrar cómo respondía el Séptimo Arte a la posguerra de un país en estado de shock, y no dejó nada para sus sucesores. Después comenzó a crecer, pero siempre siguió en la calle, ya fuera chapoteando en la Fontana de Trevi, rompiendo las puertas imaginarias de la Città Eterna o viajando a las mentes de los niños que sueñan con mujeres vestidas de rojo, con grandes tetas o con planes imposibles.
PRIMER PLANO
ANTHONY QUINN: De Chihuahua (México) a la conquista del mundo. Escultor, pintor, multiétnico, ciudadano de todos los países, de orígenes dispersos y dicen que inventados, Anthony Quinn fue el primer nativo que cruzó las fronteras de un Star-System teñido de rubios gringos con rostro de ángel y acentos aniñados, y consiguió que fabricaran para él un nuevo tipo de estrella, la ruda y tierna, la malvada y enamoradiza, la luchadora y débil. Políglota sin acento y máscara de los héroes más hispanizados de Hollywood, tardó muchos años en poder desenredarse de la etiquetas de latinoamericano que iban marcándole la espalda por los estudios de cine, y tampoco es que lo consiguiera del todo. De hecho, fue con ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, con la que comenzó a hacerse su propio tarjetero, tras obtener un Oscar por su interpretación, y al estigma de nativo americano comenzó a acompañar el de tío duro. No había otra, con su rostro marcado por el boxeo, por la mirada ruda, por una complexión de peso pesado. Fue precisamente en Italia, primero con La Strada y después con El loco del pelo rojo, a las órdenes de Vicente Minelli, donde al menos dejó claro que el cerebro ganaba al cuerpo, algo que durante los años 60 estaría fuera de toda duda por la manera de comerse la pantalla en Los cañones de Navarone o Lawrence de Arabia. Su carrera se hizo de oro con Zorba, el griego y Las sandalias del pescador, cuando la madurez en sus marcadas líneas faciales le sirvió, paradójicamente, para mostrarse más vulnerable. Dejó de machacar al débil, emocionó y asumió su ciudadanía mundial hasta que murió, patrimonio de todos.
GIULIETTA MASINA: La Charlot italiana, primera donna de Roma con permiso de Sofía Loren, carne del teatro musical, bailarina y estrella de la radio. Su encuentro profesional y sentimental con Fellini en los años 40, tras haber dado sus primeros pasos en la gran pantalla de la mano de Roberto Rosellinni o Renato Castellani, dio a la historia del cine una marca de fábrica made in Italia inconfundible. Su aspecto pizpireto, su mirada ingenua e infantil, sus gestos soñadores, fueron el contrapeso perfecto de las amarguras neorrealistas de su esposo. Su encarnación de la clown Gelsomina en La Strada le proporcionó una fama mundial más que merecida y difícil, porque por entonces hablar de papeles femeninos en espectáculos circenses o a pie de calle se asimilaba con deslumbrantes y atractivas acróbatas. Como ahora: véanse blandenguerías hipercalóricas tipo Agua para elefantes. Pero la Masina abrió sus ojos de desamparo, enseñó sus dotes de payaso sin público, y su sumisión y lealtad a la brutalidad doblegada, e hizo que se desahogaran los desencantos de un mundo sumido en su propia reconstrucción. Su capacidad interpretativa para el maltrato y la humillación hizo después que en Las noches de Cabiria se convirtiera en una de las putas más amadas del Séptimo Arte. Y de nuevo la fidelidad conyugal al rey del cine italiano la llevó, desde los caminos del delirio en la incomprendida Giulietta de los espíritus y la decadencia en la tristísima Ginger y Fred, junto a Marcelo Mastroiani, hasta su propia muerte, cinco meses después que su rey consorte Fellini.
PICADO: Como no queremos destripar toda la estremecedora trama final por si hay algún incauto que todavía no haya visto la película, tenemos entonces que destacar la que para nosotros en la escena más enternecedora: aquella en la que Gelsomina comienza a aprender sus funciones como acompañante de Zampanó, como un buey de tiro, a golpe de fusta. En ella, ambos protagonistas comprimen todos los sentimientos que se puede causar en un espectador: desde la hilaridad más sonrojante, pasando por la indignación y la compasión, hasta la tristeza que despierta la incomprensible voluntad de la heroína por hacerse querer. Es en estos primeros momentos del relato cuando Giulietta Masina desata su mayor destreza de gestos, que después serán más lineales conforme avanza en su pedregoso camino hacia el mar.
CONTRAPICADO: Es curioso el hecho de que en muchas películas de marcado corte realista se peque casi siempre de cierta ingenuidad a la hora de dibujar los personajes. Zampanó puede ser como cualquier artista ambulante, indolente a la fuerza, marcado por la miseria, pero no así Gelsomina. Ella es un rol forzado, dotado de magia extra-realista, de guiños de inteligencia improvisada, casi filosófica, que no tenemos más remedio que creernos porque el atrezzo de la historia así nos obliga. Pero es indudable que tales atributos no son creíbles en una persona que procede del submundo más terrenal. También tenemos que denunciar que la especial iluminación que Fellini ordenó para los exteriores redunda en la intención de crearnos una sensación de pobredumbre humana que el guión ya de por sí deja claro. Con ello, solo consiguió lo contrario: que en muchas secuencias se genere una niebla de ensueño que nada tiene que ver con la clara realidad que trata de mostrarnos.
SIMBIOSIS SONORA: Otro sello inconfundible de la pequeña gran Italia: Nino Rota, uno de los más geniales compositores de bandas sonoras del país, junto con Ennio Morricone. El músico milanés, pese a conseguir su fama mundial con la balada tétrica que realizó para la trilogía de El Padrino, fue con Fellini con quien ya había anotado antes esas melodías que muchas veces suenan de algo, que se utilizan como cabecera en los programas de variedades cinéfilas y que a veces se pierden en su origen, como pasó con la historia que nos ocupa pero también con la tremenda megacomposición sin la que no se entendería hoy en día Amarcord. El solo de trompeta con el que comienza la partitura central de La Strada se convierte incluso en parte su trama argumental, en el nexo de unión de los dos protagonistas, que lo interpretan en alguna ocasión. Una secuencia musical de llamada al neorromanticismo que se funde después con las cuerdas y vientos frenéticos de los circos ambulantes, de las huidas y encuentros que acompañan la historia imposible Gelsomina y Zampanó.
OJO AL DATO: Fellini creyó tenerlas todas consigo cuando escribió el papel de Gelsomina pensando en que lo interpretaría su esposa sin ningún tipo de impedimentos. No obstante, cuando De Laurentiis leyó el guión, no podía creer que Giulietta Masina, hasta entonces encasillada en papeles de prostituta, pudiera ser capaz de transformarse en la inocencia y dulzura que la joven protagonista requería. El rifirrafe se transformó en un episodio de la más pura cosa nostra cuando el productor ofreció como alternativa también a su esposa, Silvana Mangano, aunque quedó zanjado cuando el cineasta explicó con sutileza que no aceptar a su chica era dejar la película durmiendo el sueño de los justos. Que no la hacía, vamos. Este fue el primer desencuentro de una serie de tropezones que se sucedieron durante todo el rodaje, como el que, literalmente, sufrió la protagonista con uno de los raíles del carro en el que los dos personajes viajan, suspendiéndose la filmación. Dicen que Laurentiis seguía emperrado en sustituirla y quiso aprovechar el traspiés para volver a proponer a su candidata, pero que cuando visionó lo rodado hasta ese momento y la interpretación de la señora de Fellini, nunca más volvió a abrir la boca.
RETRATO DEL HÉROE: Pese a la vigorosa presencia del Sr. Quiin en cada uno de los planos en los que aparece, es evidente que hacemos auténtica soberana de esta agria historia a la Masina. Su encarnación del bien, el descubrimiento de su enorme honestidad conforme avanza el metraje, su condición de mansedumbre, sus esperanzas en un futuro junto a su dueño, y su condición de maltratada voluntaria (hoy en día esto sería impensable), ya la han hecho heroína de todos aquellos que alguna vez fueron humillados. Ella es la voz de la conciencia, la más triste clown, que se convierte en visor de su propia sumisión y fidelidad a Zampanó, cuando, inducida por el Loco, afirma: “Si no me quedo con él, ¿quién lo hará?”.
A continuación la escena de la “puesta de largo” de Gelsomina como presentadora del rompedor de cadenas
Imposible finalizar esta radiografía sin disfrutar por enésima vez (es la sintonía de presentación de este blog) del trasfondo musical con el que Nino Rota completó esta maravilla del Séptimo Arte:
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