Visionado: ‘Midnight in Paris’, de Woody Allen. ‘Cómo tropezarse con uno mismo en época dorada’

cinco estrellas


Es medianoche. Es París. Todo es posible. En la última de Woody Allen, cualquier rincón del Barrio Latino esconde una puerta abierta a todo tipo de ensoñaciones. Incluso te puede llevar, a la vuelta de una curva, a los locos años 20 donde uno puede tomarse unas copas con inmortales de la literatura y de la pintura e incluso conquistar a una “groupie elevada a la categoría del arte” (Marion Cotillard). Esta es la aventura que vive en la Ciudad de la Luz, avanzadas las sombras, el protagonista de Midnight in Paris (Owen Wilson) y es la arriesgada apuesta del genial director neoyorquino quien nos demuestra, una vez más, que en el cine no hay anécdota fantástica (La Rosa Púrpura de El Cairo, Alice) sobre la que no se pueda llegar a construir una película deliciosa con todo tipo de lecturas sobre las emociones humanas.
El filme nos presenta a un guionista de Hollywood (Owen Wilson) y a su prometida (Rachel McAdams) en París. Él es un enamorado de la ciudad, un novelista temporalmente frustrado, y ella, una buena chica pija que se deja deslumbrar por la Place Vendôme y los pedantes con más imaginación que ciencia (Michael Sheen). París despertará los viejos sueños de bohemia y literatura de nuestro protagonista, mientras su prometida hará todo lo posible por divertirse, por su cuenta, en la metrópoli.
Desde el minuto cero, la película nos cautiva. Y es que Allen abre Midnight in Paris con una bellísima tarjeta de presentación, repleta de estampas de la Ciudad de la Luz que se suceden a ritmo de jazz. Se trata de una visita de lujo a bordo de la subjetividad del cineasta fascinado, cual turista primerizo, de la ciudad. Como momento cumbre de la comedia, recomendamos encarecidamente prestar atención a las conversaciones que el protagonista mantiene con vanguardistas de la talla de Dalí (Adrien Brody) y de un Buñuel, obstinado como buen aragonés, que no termina de verle la ‘salida’ a su obra maestra, El ángel exterminador.
Por lo demás, decir que Owen Wilson es todo un descubrimiento en la piel del alter ego de Allen, retirado una vez más del rol protagonista. Es todo un talento que, como su personaje, reivindica su propia personalidad actoral en el universo del cineasta. La ternura de su mirada, la inocencia con la que se entrega a sus pasiones, el gesto de sorna con el que acepta los engaños, los propios y los ajenos, nos componen un inolvidable mosaico interpretativo. Y qué decir de la Cotillard; desde los tiempos dorados de Hollywood, pocas veces hemos podido disfrutar de una intérprete con un carisma y un glamour que desbordan la gran pantalla.
A base de contrastes ingeniosos y con secuencias como para quitarse el sombrero, el cineasta nos invita a hacer patria de nuestra personalidad y de nuestro presente, y nos deja abandonarnos a la nostalgia con alegría, para huir de alguna que otra frustración, como si echáramos una canita al aire, pero en la época en la que siempre hemos querido perder la cabeza. Al fin y al cabo, ya lo dijo el propio Allen en algún momento de su filmografía: “Odio la realidad, pero es el único lugar donde se puede comer un buen filete”.

Un paseo encantador por la última de Allen con mucho misterio

Y a continuación, una secuencia que desborda vida y arte.

Píldoras cinetarias: los poemas ocultos de Alicia, Rick Deckard y Blanche DuBois

En la mítica Isla de Thule fueron encontrados, dentro de una caja, un conjunto de archivos que tras una pormenorizada investigación fueron identificados como poemas escritos por personajes célebres de la historia del cine, la literatura y el arte, los cuales conformaron a lo largo del tiempo una suerte de sociedad secreta donde poder desarrollar sin límites su pasión por la poesía. Éste es el ficticio y creativo hilo argumental del fabuloso libro ilustrado ideado por Jean Murdock (Carmen G. Aragón) y José María Casanovas que, bajo el nombre Los poetas que no fueron, ofrece los textos que todos estos mitos dejaron escondidos para que no fueran conocidos.
Entre sus páginas aparecen numerosas reflexiones, unas veces evocadoras, y otras oscuras, psicópatas y melodramáticas, de abundantes personajes del séptimo arte como Supermán, la teniente Ripley de Alien, el Tiburón de Spielberg, la vengativa Beatrix Kiddo de Kill Bill, Escarlata O´Hara, Jerry-Daphne de Con faldas y a lo loco, la Celie de El color púrpura o el Red que consigue cosas en Cadena perpetua. Con sus palabras, y con creativas y sugerentes ilustraciones de cada uno de ellos, se mezclan Drácula, Anna Karenina, Pinocho, Frankenstein, Los Ángeles de Charlie, Madame Bovary o la Mona Lisa.
No obstante, queremos destacar tres de estos poemas, tanto por nuestra afinidad y simpatía con ellos y por lo que supusieron en cada momento de la historia del cine, como por la profundidad y crítica de su pensamiento, encarcelado, atrapado sin salida y para siempre entre los muros de la historia para la que fueron creados.
Primero: Blanche Dubois, la cuñada de Marlon Brando, arruinada, obsesiva y medio loca, que Vivien Leigh encarnó de diez en la adaptación al cine de la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo. Ella escribe esto: “Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños. Es fácil dejarse ayudar por un desconocido; no espera nada a cambio, por eso nos conmueve tanto. Es fácil ser amable con un desconocido; puedes ser tú mismo y nadie al mismo tiempo. Nada sabe de mí. Nada sé de él. Salvo que estoy falta de amabilidad. Salvo que es amable. Hay flores para los muertos. Para los vivos, hay extraños”.
Segundo: Rick Deckard, el atormentado persigue-replicantes de Blade Runner que ha provocado los debates más friquis de la trayectoria del cine de culto. Él escribe esto: “Creí que mis sueños eran míos pero son de papel. Mi hermano Roy murió tieso de frío, con el pecho duro como un ladrillo. A última hora me salvó. Con una mano de hierro me alzó a la azotea de hormigón, bajo la lluvia, y recitó lo que vio fuera del mundo y no creeríamos, y lo que creemos aunque no hemos visto porque no hemos visto. Y ahora mi nave surca el cielo y estoy con Rachel. Abajo hay hierba y arriba cielo. Detrás hay recuerdos y enfrente muerte. La muerte que aguarda a los hijos del monstruo”.
Tercero: Alicia en el País de las Maravillas, la niña de las aventuras psicodélicas en el mundo más caótico jamás creado, que arremete contra la visión que fraguaron los séquitos de Walt Disney del libro que Lewis Carroll creó para ella . Ella escribe esto: “Es cierto, caí para abajo hacia las antipatías. Nadé en mis lágrimas. Soñé que soñaba y al despertar mi hermana soñó mi sueño. Hablé con una Oruga. No tomé más té en una merienda loca. Conocí a la Duquesa y a la Reina. Aprendí que un gato puede mirar a un Rey. Todo eso es cierto. Fui curiosa. Fui impaciente. Fui grande y fui pequeña. Pero jamás fui rubia. Siempre fui morena”.

‘Match Point’, de Woody Allen: ‘Magistral golpe de suerte’ vs ‘Las costuras del azar’

MAGISTRAL GOLPE DE SUERTE
Con dos golpes de efecto afortunados, en forma de metáfora deportiva (uno al inicio de la película y otro para el desenlace), Woody Allen redondea esta película para hablarnos sobre la importancia de la suerte en la vida. Maravillosamente narrada, esta historia llena de tensión y pasión, que recorre el thriller, la comedia de enredos y el drama existencial, es una de las obras maestras indiscutibles del realizador. Aunque, sin lugar a dudas, si ocupa un lugar privilegiado entre nuestras debilidades cinéfilas, es por la facilidad con la que el genio neoyorquino nos acerca a las angustias vitales sin perder la ironía, ni el humor cáustico, ni un ápice de elegancia narrativa.
 
Match Point es una historia donde el azar que conduce nuestras vidas se convierte en la única verdad absoluta, sin discusión, en un mundo sin moral, absurdo, en el que no hay hombro divino sobre el que llorar nuestros miedos. Allen juega con la reflexión de que nada está escrito de antemano, no somos tan importantes ni tan interesantes como para que un guionista, más o menos avezado, se aplique en contar nuestra historia. O quizás sí. Él lo hizo con Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) que bien pudiera ser cualquier advenedizo, a la vuelta de la esquina, decidido a ponerse el mundo por montera con tal de subir escalones en la upper class londinense.
 
Allen no pierde el tiempo. A los diez minutos y con varias pinceladas de buen cine, nos ha presentado al personaje principal y sus cuitas, nos ha planteado el conflicto. De la mano de una femme fatale, Nola Rice (Scarlett Johansson), con el relumbrón y el desencanto de las precursoras de su especie en el cine negro, asistimos a una secuencia pletórica de tensión sexual y de frases agoreras que se desenvuelven con el brío de un buen partido de tenis. De la frialdad de los planos medios y las conversaciones circunstanciales, habidos hasta ese momento, pasamos a los primeros planos intensos para descubrir a nuestro trepa protagonista, Chris Wilton, a quien una belleza rubia le ha despertado sus instintos más primarios. Y la ambición, sí, rubia, pero también de clase, le llega incluso a supurar lágrimas contenidas en la mirada, en un ejercicio de interpretación de Rhys Meyers que nos deja con la boca abierta.
 
Con Wilton, Allen se ceba porque el personaje le sirve en bandeja la oportunidad de contemplar el azar desde una fabulosa visión caleidoscópica y contradictoria: así, nos plantea que la suerte quizás sea para los inseguros (ya lo decía la suegra de Chris), sus víctimas tan sólo aquellos que se abandonan aceptando sus limitaciones, derrotándose de antemano porque creen estar al tanto de todas las reglas del juego. Y si no, cómo se explica que el protagonista se convierta en un triunfador en los negocios y él tan sólo vea en ello el enchufe de su suegro. El pesimismo existencial va más allá, Wilton siente claustrofobia cuando ve sus sueños de grandeza cumplidos. Se la juega continuamente como si quisiera tentar a la mala suerte y acude raudo y veloz a cumplir con su azaroso destino. En ello, le va un crimen.
 
Y es que Match Point es un juego, metáfora aparte, donde los contrastes se suceden en secuencias muy elegantes, para que Allen se regocije, con mordacidad, de las ironías de la vida. Tenemos a un inocente, fruto de la pasión, sacrificado para dar paso al fruto esquivo de un matrimonio bendecido por las conveniencias. Tenemos un amor salvaje y de pocas palabras frente a un desayuno pulcro con la parienta, servido en frío, y con noticias de última hora que entretienen la conversación vacía. Tenemos los detalles de un crimen soplados en sueños al policía por dos almas en pena que no pueden con un azar, con mucha mística, que les acaba ganando la partida. Y así llega el Match Point. La visión existencial de Allen no da respiro. Aunque, eso sí, siempre nos deja el consuelo de su sarcasmo.

Uno de los mejores encuentros del cine. Otra suerte de metáfora. Juego agresivo.

LAS COSTURAS DEL AZAR

 
Match Point es una historia de perdedores y ganadores que nos habla de la moral que se construye o destruye sin asidero divino, con la resignación sarcástica del que ha llegado a la conclusión de que ni en este mundo, ni en otro ‘presuntamente venidero’, existe señal alguna de justicia que nos haga responder de nuestros actos.
 
Esta curiosa, para muchos certera, reflexión de Woody Allen está presente, especialmente, en dos momentos de su trayectoria como realizador: allá, a finales de los 80, en Delitos y Faltas, y ya entrados en el siglo XXI (2005) y perdiendo fuelle, en Match Point. En ésta última flojea por el artificio en el que envuelve una historia interesante, elegante y bien construida, pero con detalles fallidos que nos hacen añorar los tiempos dorados y algo menos pretenciosos del cineasta. Cuando los golpes de efecto los reservaba para hacer buenos chistes, para construir diálogos reveladores, también sesudos, pero sin perder el tono coloquial de la charla en un garito de jazz.
 
La suerte en Match Point, y su influencia en la vida de cualquier hijo de vecino es una especie de divinidad cachonda y omnipresente a lo largo del film. Y es un detonante con protagonismo absoluto en un desenlace (ese anillo que se resiste a caer en el Támesis; ese jonqui tan oportuno) tan endiabladamente irónico, que se nos antoja demasiado elaborado, forzado, muy cinéfilo. Se le ven las costuras al guión y queda demasiado obvio que el azar, en la historia de Chris Wilton, ‘estuvo escrito de antemano’ y, por lo tanto, para él existía el destino, un destino afortunado ideado por un cineasta profundamente negativo.
 
Había más humanidad, más azar, y por lo tanto, más suspense en aquel Judah (Martin Landau) al que vimos agonizar entre remordimientos en Delitos y Faltas antes de llegar a la misma conclusión desoladora a la que llega Wilton. Su genial desenlace subraya, de manera más efectiva, la visión existencial, negra del cineasta. Fue entonces, más joven, y no en 2005 cuando Allen encontró la moraleja perfecta para un mundo sin dios.
 

Aunque hay mucha crítica velada hacia la clase posh, los personajes de Allen no pueden remediar resultar demasiado intelectuales, excesivamente exquisitos para haber sido unos ‘recién llegados del arrabal’. De espaldas de la clase alta, nuestros tristes advenedizos siguen tomándose sus buenas copas de vino, cuando ponen los cuernos, donde debiera haber una pinta, y frecuentando museos para entretener el tiempo libre y calmar la soledad. De acuerdo, es marca de la casa: Allen no lo puede evitar, elige al milímetro los escenarios selectos (la Tate Modern, la ópera de Covent Garden) donde quiere situar sus secuencias. Pero nos retorcemos en la butaca al contemplar las incoherencias de sus personajes: cómo su protagonista triunfa, sin conocimiento ni experiencia alguna, en los ámbitos financieros de la City; cómo la mujer fatal (Nolah Rice) se convierte en una auténtica verdulera que nada tiene que ver con la criatura desencantada y resignada de los inicios del metraje. Muy bien. De acuerdo, sigamos confiando en la ficción.

 
Aún con todo, aceptaríamos su juego, si no encontráramos un tanto insufrible observar cómo sus personajes deambulan por diálogos encorsetados a los que se les ve demasiado la pluma, pues son demasiado afectados, demasiado perfectos literariamente hablando. Las conversaciones de ultratumba, en este sentido, no tienen desperdicio.
 
En fin. Este revival de Delitos y Faltas, aderezado con un argumento que tiene un no sé qué de Un lugar en el sol y sus acostumbrados enredos de sábanas, no remata las expectativas que nos crearon cuando nos hablaron de su cambio de tercio artístico. Allen seguirá siendo en nuestra memoria uno de los mejores escritores de cine de la Historia. Pero cuando se nos pone solemne, nos gusta más acompañado de buen jazz, de las campanillas de los Hare Krishna y del oportuno Marshall McLuhan haciéndose el encontradizo en la cola de un cine cualquiera de Manhattan.
El planteamiento de la película. Lo mejor:

Visionado: ‘The Company Men’, de John Wells. ‘Extraordinario triángulo de lunes al sol’

cuatro estrellas


Un día el sueño americano es posible. Y al otro no. Un día tienes un cochazo, un abono trimestral a un campo de golf, una casa blanca de dormitorios inhabitados, y contadas contribuciones y apariencias para poder mantenerte en la clase alta. Y plof, se acaba. Estás despedido. Hay crisis. Y se te queda cara de tonto. Concretamente la misma con la que Bobby Walker (Ben Affleck), un director de ventas de una gran empresa naval, deja churruscarse la cena mientras comunica a su mujer (Rosemarie Dewitt) que está sin trabajo. Seguirán después su camino en los reajustes de plantilla otros compañeros con más rodaje, edad y riesgo: su mentor, Gene McGlary (Tommy Lee Jones), cofundador de la empresa y último en enterarse de los despidos; y Phil Woodward (Chris Cooper), con inquietantes problemas para asimilar lo ocurrido.
A partir de ahí, The Company Men abre con gran maestría y asombrosa naturalidad dos frentes que convierten esta película en una de las más certeras del nuevo cine social de la superpotencia: el drama humano centrado en los procesos de aprendizaje, depresión o redención, que cada uno de los tres personajes emprende para hacer frente a su situación, y el análisis de la ética empresarial, repleta de una crítica aguda, sólida, pero nada discursiva ni rimbombante, del capitalismo global. La evolución de la relación entre Bobby y su cuñado Jack (Kevin Costner), su descenso en la escala social convirtiéndose en un “simple gilipollas con currículum” venido a albañil, el agrio despertar de Gene tras 30 años destruyendo los astilleros que él mismo construyó, o la desesperación de Phil cuando se da cuenta de que su vida se ha ido a la mierda pero todo sigue igual a su alrededor, como si nada. Un triángulo de historias que convergerán en algún punto, cuando sea justo y necesario, cuando haga falta un castigo o un premio, o una decisión final.
A la estupenda sensación de buen cine, de soberbio y contenido guión, de estructura sencilla y ganadora, contribuye sobre todo la dirección de actores. Hacía mucho tiempo que no veíamos una película norteamericana donde todos los personajes estuvieran tan extraordinariamente interpretados. De los veteranos Tommy Lee Jones y Chris Cooper no nos sorprende tanto tras disfrutarles de la mano de los hermanos Coen, Spike Jonze y Sam Mendes, pero del señorito Affleck como que no espérabamos tal nivel de desato interpretativo, solo sobrepasado por las estupendas secundarias: Rosemary Dewitt y Maria Bello parecen haber sido siempre quienes son en esta historia. Mención especial para Kevin Costner (aunque en el cartel aparezca con un traje que no luce en toda la película) y para la crucialidad de su personaje. Compramos un cuñado así desde ya.
Por cierto, para los que no sepan cómo funciona el mercado inmobiliario en Estados Unidos, los seguros de trabajo o las coberturas por indemnización, esta historia se convierte en todo un libro abierto para los curiosos de las economías domésticas estadounidenses, nada que ver con las nuestras. Si alguien recuerda la supervalorada Up in the air, en ella se atisbaban algunas explicaciones con buena intención pero con cierto miedo a no ser leal a la patria. Pues bien, The Company Men las explica con sencillez y claridad, para que veamos que no todo son barras y estrellas.
También salimos del cine absolutamente convencidos de que John Wells, que se estrena con este fabuloso, fresco y esperamos que trascendente largometraje tras dirigir series de éxito como Urgencias, vio en su momento Los lunes al sol. Encontramos lo que primero pensamos que eran coincidencias, pero luego intuimos como guiños a la obra magna de Fernando León de Aranoa. Ahí están tanto los astilleros como el tránsito de Phil hacia una existencia fingida y un despido no asimilado. Aquí no hay tanto tinte social, sindical y libertario, pero sí el espíritu de realismo de los que perdieron la partida. El hecho es que The Company Men guarda entre sus entrañas la inteligencia de mostrar un problema global, que también importamos en Europa, junto con las Nike y los McDonald: el rasero financiero por el que todo vale para medir el beneficio bruto de las empresas. Wells lo ficciona y explica, pero sin solución mágica, sin llorar. Sabemos que hay algo ingenuo en el mensaje de esta película, pero al final termina dando igual, porque la conclusión es que si te caes, o comes cemento para siempre o te levantas. No queda otra.

Píldoras cinetarias: Los niños de ‘Paracuellos’, a la gran pantalla

Era raro que hasta ahora nadie asumiera el mando de llevar Paracuellos a la gran pantalla. Una de las obras más importantes del cómic español y probablemente la más sensacional de su autor, Carlos Giménez, finalizó su ciclo de vivencias y laberintos infantiles hace ya ocho años, y por ahora, los coqueteos con la televisión y la subida al trono de las grandes producciones para series hacían pensar que sería éste el soporte. Pero al final, ha sido Daniel Sánchez-Arévalo, uno de los mayores talentos y esperanzas del cine español, quien ha asumido el riesgo (vaya riesgo, sí señor) de adaptar para el cine este volumen autobiográfico sobre las experiencias de los niños que pasaron su infancia en los hogares de auxilio social del franquismo.
Por fin, en carne y hueso, los pequeños de la posguerra, protagonistas de los seis volúmenes que Giménez, el historietista español más importante de los últimos 30 años, fraguó en dos periodos (entre 1977 y 1982, y entre 1997 y 2003). Por fin su cruce de memorias agrias, algunas trastornadas, otras lúcidas y sensatas, pasará al mundo de la iconosfera, para que podamos comprobar si realmente la emoción de su lectura puede subir los escalones del Séptimo Arte. Por fin saber si los truenos de estas infancias eternas, llenas de miedos, soledades y doctrinas incomprensibles, merecían o no trasladarse a lo móvil, a la secuencia, a la cámara.
Fue el propio Giménez quien anunció el contrato, tras ocho intentos fallidos, para filmar la película, y quien confirmó el nombre del cineasta madrileño para llevar a cabo la misión. Heredero de la comedia socio-emotiva más española, Sánchez-Arévalo ha dado en el clavo hasta ahora con los retratos psico-realistas de Azuloscurocasinegro, Gordos y Primos. Ahora, otro gallo le cantará. Muchas son las experiencias, los matices y los ingredientes que componen Paracuellos, así que le deseamos talento y suerte.
Aunque parece que restan todavía dos años hasta que el proyecto vea la luz y podamos analizarlo y someterlo a juicio, ya queremos realizar desde aquí la petición para que un nuevo contrato, sea al nivel que sea, lleve igualmente al cine ese desolador retrato de heroes caídos que Manuel Altarriba y Kim alumbraron en el cómic El arte de volar, y que nos llevó a tener nuestro particular Maus español. Ya puestos con adaptaciones, que no quede.

Visionado: ‘Thor’, de Kenneth Branagh. ‘Algo huele a podrido en la Tierra’

dos estrellas


Desde Superman a Iron Man, siempre lo hemos pasado en grande con las ‘peripecias humanas’ de los superhéroes llevadas a la gran pantalla. Eran entretenidas, en el mejor de los casos sarcásticas, pero eso sí, siempre llenas de afortunados contrastes habidos de esa torpe condición humana de los protagonistas que luchaba por llevarse bien con su lado imbatible, de poderes extraordinarios. Quizás por ser un Dios y no un superhombre, Thor (Chris Hemsworth) bruto y engreído, nos resultó un tanto cargante en nuestro planeta Tierra a donde fue enviado por su padre Odín (Anthony Hopkins) para aprender una lección de humildad. Algo que debió hacer en alguna elipsis del metraje, pues no llegamos a percibir un detonante convincente capaz de tal transformación. En el planeta azul, Thor no sólo pierde el martillo que le hace singular, sino el interés del espectador. Se puede resumir con dos o tres pinceladas: no hay química con su partenaire Jane Foster (Natalie Portman), la secuencia en la que se enfrenta al robot siderúrgico, (piedra angular de su estancia en nuestro planeta) no ofrece tensión ni ritmo alguno, y las gracias, resultan demasiado forzadas (véase al superhéroe zampando con la avidez de un cerdo). Como espectadores nos hemos llegado a preguntar por qué Kenneth Branagh, el shakesperiano realizador de la película, no siguió tomándose licencias ‘poéticas’ y se llevó a su Dios, antes de lo previsto, de vuelta al puente multicolor de Asgard.Allí le esperaba el conflicto auténtico de la trama, su hermano Loki (Tom Hiddleston), un Caín mitológico, exiliado del afecto de su padre por voluntad propia. Allí también nos aguardaba el placer de ver a Sir Anthony Hopkins, en este caso, bajo el disfraz de Odín y envuelto en un entorno fastuoso, en un desorbitado cielo nórdico donde los palacios son auténticas piezas de orfebrería y los mares vierten sus aguas en la inmensidad del cosmos. Y es que lo mejor de Thor es su estética preciosista, excesiva, barroca hasta el mal gusto, pero inolvidable ya que, según nos explican los entendidos, se mantiene más o menos fiel a la creada por el primer dibujante del cómic, Jack Kirby, visionario del Universo Marvel.Sinceramente creemos que, como le ocurrió en Frankenstein, a Branagh se le fue el cine espectáculo de las manos, en este caso, para ofrecer una película que hace gran alarde de recursos digitales, eso sí, visualmente atractivos y con algunas buenas secuencias dramáticas (las protagonizadas por Loki y su padre Odín).

Sin embargo, nos seguimos preguntando por qué todas las escenas recreadas en mundos fantásticos, con monstruos incorporados (véase la incursión en Jötunheim), siguen sin independizarse de la visión de Peter Jackson en El Señor de los Anillos y por qué el realizador británico no vuelve a sus orígenes, sobre todo, a aquellos en los que frecuentaba a los amigos de Peter.

Visto lo visto, nos fiamos de los entendidos de las producciones Marvel, quienes nos avisan que esta película no viene sino a abrir el apetito de una futura gran superproducción que tendrá a Thor como un personaje más, ya que en ella se darán cita todos los grandes superhéroes llevados al cine en los últimos tiempos, como Hulk (ahora interpretado por Mark Ruffalo tras haber sido despedido Norton por “problemático”) o Iron Man (gran, gran Robert Downey Jr.) así como el venidero Capitán América (Chris Evans). En el reparto, también figuran Samuel L. Jackson (como Nick Fury), Scarlett Johansson (Viuda Negra) y Jeremy Renner (Hawkeye). La coartada para reunir a este club de elegidos con capa, en clave de viñeta, se llama Los Vengadores. Y está siendo una producción de las malditas, de aquellas accidentadas que no paran de sufrir retrasos por los más variados motivos. Lo último: a Samuel L. Jackson le robaron el guión, al parecer, un secreto mejor guardado que la fórmula de la Coca-Cola. ¿Estarán construyendo una leyenda?

A continuación, el trailer, por llamarlo de alguna manera, con el que intentan crear expectación en torno a Los vengadores, The avengers.

La próxima aventura del Universo Marvel se estrena en agosto y tiene como protagonista al Capitán América.

Disección: ‘La Strada’, de Federico Fellini. ‘La calle del mundo’

LA CALLE DEL MUNDO
 
PANORÁMICA: 1954. En Estados Unidos, comienza el reinado de IBM, por un lado, y el de Elvis Presley, por otro, quien graba su primer disco. Se firma el manifiesto por la independencia de Marruecos y de Vietnam. Mueren Frida Khalo, Robert Capa, Jacinto Benavente y Henri Matisse. Nacen Matt Groening, Elvis Costello, John Travolta, Emir Kusturica y Santiago Auserón. El Premio Nobel de Literatura va a parar a las manos de Ernest Hemingway. Se publica El señor de las moscas, de William Golding. Más de 200 personas mueren en Blons (Austria) tras dos avalanchas sucesivas. Se gestiona la liberación de los prisioneros de la División Azul en la Unión Soviética. Nieva en Huelva por primera vez en la Historia y el régimen franquista comienza a revalorizar el turismo en la Costa del Sol.
 
EL MEOLLO: Miserias italianas a pleno aire de la calle (strada en italiano). Un país vencido, derrotado, asolado y empobrecido. Familias desarraigadas y enfangadas en sobrevivir tras una guerra en la que no participaron salvo por la acción de no dejarse matar por el fascismo. En alguna playa de ese escenario, la retraída Gelsomina (Giulietta Masina) recibe la noticia de que su madre la ha vendido al artista ambulante con el que trabajaba su hermana, que acaba de fallecer. Tras una resistencia inútil, la joven marcha finalmente con Zampanó (Anthony Quinn), un forzudo, rudo y violento rompedor de cadenas, embrutecido por su decadencia, alcoholizado y maltrecho de virilidad, pero maestro de los circos que se esconden en las callejuelas para hacer reír y soñar a los muertos de hambre. Acurrucada primero en la trasera del moto-carro en el que viaja con él, asomándose poco a poco a sus funciones como comparsa de Zampanó, conociendo y admirando al adorable Loco (Richard Basehart), demostrando su bondad y vitalismo, y asumiendo su papel de fiel y maltratada voz de su amo, Gelsomina se convierte así en el corazón de La Strada. Una road-movie del neorrealismo italiano, pero por caminos enrocados, que se anticipó a los tiempos de los grandes travellings por autopistas americanas, que invirtió las tornas de la tristeza que dos años antes el tardío Charles Chaplin retrató en Candilejas, que enseñó la trasera más miserable de la posguerra, la calle del mundo, y que no redime, que no da tregua salvo al final de la historia, rotas todas las almas.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Amar el cine es amar al gélido Federico Fellini. No hace falta saber más o menos de tales planos, enfoques, guiones, estilos. Si te dejas engatusar por el que fue el gran capo del cine italiano y uno de los mejores realizadores de todos los tiempos, ya no podrás volver atrás, ni habrá plegaria que te salve de su amargura. Cuentista, historietista y caricaturista en plena caída del fascismo en Italia, su punto de inflexión lo tuvo colaborando con Roberto Rossellini hasta que pudo poner en marcha su primer largometraje, El jeque blanco, que regaló con gran acierto al cómico Alberto Sordi, y donde aparecería por primera vez el personaje de la prostituta Cabiria, encarnada por la que ya entonces era su mujer y musa, Giulietta Masina. Tras la Gelsomina de La Strada, Fellini aún la haría más inmortal repitiendo papel en la trasgesora Las noches de Cabiria.
 
Pero el neorrealismo inyectado de los grandes dramas de la bonna Italia comenzaría a vestirse de magia satírica y aire de esperpento cuando subió al trono de los más grandes con La dolce vita, Satyricon, Roma y la absolutamente genial Amarcord. Siempre de la mano contagiosa y necesaria de los grandes, de los que, como los actores Marcelo Mastroiani o Anita Ekberg, el músico Nino Rota y el productor Dino de Laurentiis, le ayudaron a generar la simbología ‘felliniana’ que nadie ha sabido sustituir, ni falta que hace. Admiramos el compromiso de Pier Paolo Passolini, la nostalgia de Giuseppe Tornatore y las innovaciones de Bernardo Bertolucci, pero con La Strada, Fellini ya se apuntó el tanto de demostrar cómo respondía el Séptimo Arte a la posguerra de un país en estado de shock, y no dejó nada para sus sucesores. Después comenzó a crecer, pero siempre siguió en la calle, ya fuera chapoteando en la Fontana de Trevi, rompiendo las puertas imaginarias de la Città Eterna o viajando a las mentes de los niños que sueñan con mujeres vestidas de rojo, con grandes tetas o con planes imposibles.
 
PRIMER PLANO
 
ANTHONY QUINN: De Chihuahua (México) a la conquista del mundo. Escultor, pintor, multiétnico, ciudadano de todos los países, de orígenes dispersos y dicen que inventados, Anthony Quinn fue el primer nativo que cruzó las fronteras de un Star-System teñido de rubios gringos con rostro de ángel y acentos aniñados, y consiguió que fabricaran para él un nuevo tipo de estrella, la ruda y tierna, la malvada y enamoradiza, la luchadora y débil. Políglota sin acento y máscara de los héroes más hispanizados de Hollywood, tardó muchos años en poder desenredarse de la etiquetas de latinoamericano que iban marcándole la espalda por los estudios de cine, y tampoco es que lo consiguiera del todo. De hecho, fue con ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, con la que comenzó a hacerse su propio tarjetero, tras obtener un Oscar por su interpretación, y al estigma de nativo americano comenzó a acompañar el de tío duro. No había otra, con su rostro marcado por el boxeo, por la mirada ruda, por una complexión de peso pesado. Fue precisamente en Italia, primero con La Strada y después con El loco del pelo rojo, a las órdenes de Vicente Minelli, donde al menos dejó claro que el cerebro ganaba al cuerpo, algo que durante los años 60 estaría fuera de toda duda por la manera de comerse la pantalla en Los cañones de Navarone o Lawrence de Arabia. Su carrera se hizo de oro con Zorba, el griego y Las sandalias del pescador, cuando la madurez en sus marcadas líneas faciales le sirvió, paradójicamente, para mostrarse más vulnerable. Dejó de machacar al débil, emocionó y asumió su ciudadanía mundial hasta que murió, patrimonio de todos.
 
GIULIETTA MASINA: La Charlot italiana, primera donna de Roma con permiso de Sofía Loren, carne del teatro musical, bailarina y estrella de la radio. Su encuentro profesional y sentimental con Fellini en los años 40, tras haber dado sus primeros pasos en la gran pantalla de la mano de Roberto Rosellinni o Renato Castellani, dio a la historia del cine una marca de fábrica made in Italia inconfundible. Su aspecto pizpireto, su mirada ingenua e infantil, sus gestos soñadores, fueron el contrapeso perfecto de las amarguras neorrealistas de su esposo. Su encarnación de la clown Gelsomina en La Strada le proporcionó una fama mundial más que merecida y difícil, porque por entonces hablar de papeles femeninos en espectáculos circenses o a pie de calle se asimilaba con deslumbrantes y atractivas acróbatas. Como ahora: véanse blandenguerías hipercalóricas tipo Agua para elefantes. Pero la Masina abrió sus ojos de desamparo, enseñó sus dotes de payaso sin público, y su sumisión y lealtad a la brutalidad doblegada, e hizo que se desahogaran los desencantos de un mundo sumido en su propia reconstrucción. Su capacidad interpretativa para el maltrato y la humillación hizo después que en Las noches de Cabiria se convirtiera en una de las putas más amadas del Séptimo Arte. Y de nuevo la fidelidad conyugal al rey del cine italiano la llevó, desde los caminos del delirio en la incomprendida Giulietta de los espíritus y la decadencia en la tristísima Ginger y Fred, junto a Marcelo Mastroiani, hasta su propia muerte, cinco meses después que su rey consorte Fellini.
 
PICADO: Como no queremos destripar toda la estremecedora trama final por si hay algún incauto que todavía no haya visto la película, tenemos entonces que destacar la que para nosotros en la escena más enternecedora: aquella en la que Gelsomina comienza a aprender sus funciones como acompañante de Zampanó, como un buey de tiro, a golpe de fusta. En ella, ambos protagonistas comprimen todos los sentimientos que se puede causar en un espectador: desde la hilaridad más sonrojante, pasando por la indignación y la compasión, hasta la tristeza que despierta la incomprensible voluntad de la heroína por hacerse querer. Es en estos primeros momentos del relato cuando Giulietta Masina desata su mayor destreza de gestos, que después serán más lineales conforme avanza en su pedregoso camino hacia el mar.
 
CONTRAPICADO: Es curioso el hecho de que en muchas películas de marcado corte realista se peque casi siempre de cierta ingenuidad a la hora de dibujar los personajes. Zampanó puede ser como cualquier artista ambulante, indolente a la fuerza, marcado por la miseria, pero no así Gelsomina. Ella es un rol forzado, dotado de magia extra-realista, de guiños de inteligencia improvisada, casi filosófica, que no tenemos más remedio que creernos porque el atrezzo de la historia así nos obliga. Pero es indudable que tales atributos no son creíbles en una persona que procede del submundo más terrenal. También tenemos que denunciar que la especial iluminación que Fellini ordenó para los exteriores redunda en la intención de crearnos una sensación de pobredumbre humana que el guión ya de por sí deja claro. Con ello, solo consiguió lo contrario: que en muchas secuencias se genere una niebla de ensueño que nada tiene que ver con la clara realidad que trata de mostrarnos.
 
SIMBIOSIS SONORA: Otro sello inconfundible de la pequeña gran Italia: Nino Rota, uno de los más geniales compositores de bandas sonoras del país, junto con Ennio Morricone. El músico milanés, pese a conseguir su fama mundial con la balada tétrica que realizó para la trilogía de El Padrino, fue con Fellini con quien ya había anotado antes esas melodías que muchas veces suenan de algo, que se utilizan como cabecera en los programas de variedades cinéfilas y que a veces se pierden en su origen, como pasó con la historia que nos ocupa pero también con la tremenda megacomposición sin la que no se entendería hoy en día Amarcord. El solo de trompeta con el que comienza la partitura central de La Strada se convierte incluso en parte su trama argumental, en el nexo de unión de los dos protagonistas, que lo interpretan en alguna ocasión. Una secuencia musical de llamada al neorromanticismo que se funde después con las cuerdas y vientos frenéticos de los circos ambulantes, de las huidas y encuentros que acompañan la historia imposible Gelsomina y Zampanó.
 
OJO AL DATO: Fellini creyó tenerlas todas consigo cuando escribió el papel de Gelsomina pensando en que lo interpretaría su esposa sin ningún tipo de impedimentos. No obstante, cuando De Laurentiis leyó el guión, no podía creer que Giulietta Masina, hasta entonces encasillada en papeles de prostituta, pudiera ser capaz de transformarse en la inocencia y dulzura que la joven protagonista requería. El rifirrafe se transformó en un episodio de la más pura cosa nostra cuando el productor ofreció como alternativa también a su esposa, Silvana Mangano, aunque quedó zanjado cuando el cineasta explicó con sutileza que no aceptar a su chica era dejar la película durmiendo el sueño de los justos. Que no la hacía, vamos. Este fue el primer desencuentro de una serie de tropezones que se sucedieron durante todo el rodaje, como el que, literalmente, sufrió la protagonista con uno de los raíles del carro en el que los dos personajes viajan, suspendiéndose la filmación. Dicen que Laurentiis seguía emperrado en sustituirla y quiso aprovechar el traspiés para volver a proponer a su candidata, pero que cuando visionó lo rodado hasta ese momento y la interpretación de la señora de Fellini, nunca más volvió a abrir la boca.
 
RETRATO DEL HÉROE: Pese a la vigorosa presencia del Sr. Quiin en cada uno de los planos en los que aparece, es evidente que hacemos auténtica soberana de esta agria historia a la Masina. Su encarnación del bien, el descubrimiento de su enorme honestidad conforme avanza el metraje, su condición de mansedumbre, sus esperanzas en un futuro junto a su dueño, y su condición de maltratada voluntaria (hoy en día esto sería impensable), ya la han hecho heroína de todos aquellos que alguna vez fueron humillados. Ella es la voz de la conciencia, la más triste clown, que se convierte en visor de su propia sumisión y fidelidad a Zampanó, cuando, inducida por el Loco, afirma: “Si no me quedo con él, ¿quién lo hará?”.
 
A continuación la escena de la “puesta de largo” de Gelsomina como presentadora del rompedor de cadenas

 

Imposible finalizar esta radiografía sin disfrutar por enésima vez (es la sintonía de presentación de este blog) del trasfondo musical con el que Nino Rota completó esta maravilla del Séptimo Arte: