Homenajes: Liz Taylor. ‘Una leyenda en eterno estado de rebeldía’

1932 – 2011. Elizabeth Taylor. “Sigue tu pasión, sigue tu corazón y las cosas que necesitas vendrán”. Éste fue uno de los últimos consejos que Liz regaló a sus seguidores a través de las redes sociales. Una recomendación de quien lo había vivido todo, había dado mucho, se había saciado sin llegar al hartazgo (últimamente, se confesaba feliz) y había sufrido hasta dejar insensible la propia vida. Y por supuesto, había amado con la desesperación del último instante. Un alma satisfecha en la piel de una mujer rebelde que, sin parecer de este mundo, llegó a declarar que “nunca había querido ser actriz”.

 

La combinación envolviendo el cuerpo y la mirada despechada. En celo… De esta guisa, tal y como apareció en La gata sobre el tejado de zinc (1958), permanece Elizabeth Taylor en nuestra memoria. Aquella no fue, ni de lejos, su mejor película; quizás tampoco fuera su mejor interpretación, pero su carisma y su fuerza ante las cámaras, en esta cinta de Richard Brooks, sirvió para grabar su imagen, carnal e idealizada, en los anales del Hollywood Dorado. Paul Newman, amargado, intenso, le daba la réplica en una puesta en escena que siempre nos ha parecido un auténtico prodigio de la naturaleza y del arte: había mucha química entre dos bellezas singulares, entre dos actores con sobrada víscera interpretativa. El “alcohólico” y la “insatisfecha” fueron nominados al Oscar. Ninguno de ellos consiguió, en esta ocasión, la preciada estatuilla.

Pero el placer de ver a la Taylor con un partenaire a la altura de su talento, afortunadamente, lo hemos seguido disfrutando cada vez que se ha dejado acompañar de su gran amor, Richard Burton. Por un instante, casi quince años, ambos protagonizaron una pasión sin fin, que se devoraba a sí misma. Realizaron juntos once películas: desde el fiasco en taquilla de la fascinante Cleopatra (J. L. Mankiewicz, 1963) hasta el gran éxito de crítica y segundo Oscar de la actriz, Quién teme a Virgina Woolf (Mike Nichols, 1966). La pareja se odió con saña en este duelo de interpretaciones, en esta escalada de violencia verbal orquestada con la misma intensidad que empleaba en sus noches de borrachera. La película es, sin lugar a dudas, el mejor trabajo de la intérprete y uno de los mejores de Burton, junto con el que nos brindó en la retorcida comedia La noche de la iguana (John Huston, 1964). Para el borracho (ahora sí, en versión original) amante galés, la Taylor era “probablemente la mejor actriz del mundo”. Él, de interpretación sabía… y mucho.

Liz fue criada por los estudios, su madre actriz eludió esa responsabilidad en aras del éxito que ella nunca tuvo, y la pequeña resultó ser algo más que una alumna aplicada. Tenía talento y desde las primeras producciones, complacientes y entretenidas, compartidas con Mickie Roonie o la perrita Lassie, su presencia era avasalladora. Convertida ya en una mujer de imposible belleza abordaría junto a su mejor amigo, Montgomery Clift, varias interpretaciones que fueron afianzando su carrera: en Un lugar en el Sol (1951, George Stevens) sería el canto de sirenas que lleva a un advenedizo sin escrúpulos hacia una vida plagada de lujos, pero con peaje trágico. En El árbol de la vida (1957 / Edward Dmytryk), fue una bella sureña a quien, en plena Guerra de Secesión, le rondaba la locura, el temor al mestizaje. Y en De repente, el último verano, quisieron abortar la cuestionable locura del personaje de Taylor a base de lobotomías. Sugeridas, eso sí, por una gran dama, encarnada por Katherine Hepburn… Al lado de los que se convirtieron en otros dos grandes amigos, James Dean y Rock Hudson, la Taylor se adentró en un ambicioso melodrama, familiar y petrolero, Gigante (George Stevens, 1956), con buenas interpretaciones, pero con un ritmo en estado de abandono.

 

Escapando de los trending topics que últimamente han estado discutiendo si existían o eran mero espejismo sus ojos color violeta, es cierto que su mirada siempre produjo asombro, era como de otro mundo. Su biografía parece corroborarlo. A Elizabeth Taylor el cuerpo se le declaraba, constantemente, en rebeldía: fue sometida a lo largo de su vida a unas 30 cirugías y estuvo a punto de cruzar al otro barrio en más de una ocasión. Nos gusta imaginar que, a última hora, la Parca se apiadaba de ella y la dejaba marchar. La mujer, alejada del mito, necesitaba más tiempo para vivir y amar con generosidad, para sobreponerse a nuestros sueños.

 

 

Una muestra de su genial interpretación en Quién teme a Virginia Woolf.

Disección: ‘Con faldas y a lo loco’, de Billy Wilder. ‘¿Nadie es perfecto?’

PANORÁMICA: 1959. En los dos lados del charco, Charles De Gaulle se convierte en el presidente de la recién bautizada V República Francesa y Fidel Castro comienza en Cuba su mandato. Un total de 300.000 tibetanos hacen de escudo protector del Dalai Lama ante un temido secuestro o asesinato por parte de los ocupantes chinos. Finalmente, se exilia a la India. En pleno auge de la carrera espacial, la Unión Soviética posa en la Luna la sonda “Lunik 2”. La fuerzas de Vietnam del Norte penetran en Laos. Muere en un accidente de aviación Buddy Holly, uno de los pioneros insustituibles del rock and roll. En España, Franco inaugura el monumento del Valle de los Caídos y en el pueblo zamorano de Ribadelago mueren 144 personas al reventar una presa.
 
EL MEOLLO: Son los años de la Ley Seca y Chicago desfasa, clandestinamente, a ritmo de ‘hot’ y tacitas de alcohol, en tugurios disfrazados de establecimientos respetables. Joe (Tony Curtis) y Jerry (Jack Lemmon) son dos músicos que tocan el saxo y el contrabajo, respectivamente, en uno de estos locales de alterne cuando una redada les agua la fiesta y les deja sin empleo. Aunque consiguen escapar de la encerrona policial se dan de bruces con una réplica de la matanza de San Valentín (1929) y se convierten en dos incómodos testigos que han de huir precipitadamente de Chicago para alejarse de la banda de gangsters de Botines Colombo, autora de la masacre. Ahogados por las deudas, no les queda otra que dejar de ser unos “animales feroces, peludos y llenos de manos” para travestirse en Josephine (Curtis) y Daphne (Lemmon) y viajar en tren hacia Florida, tierra de millonarios aburridos, contratados por una orquesta de señoritas. Gracias a la alegre banda de muchachas sincopadas huye también, pero en este caso de los saxofonistas, una tal Sugar Kane (Marilyn Monroe), una criatura deliciosa, entre ingenua y sexy, aficionada a la petaca y a soñar con millonarios miopes de buen corazón.La confusión y el disparate están servidos en la obra maestra, por excelencia, de la comicidad.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: En 1934, Dios llegó a Hollywood y no sólo hizo la luz sino que la proyectó sobre fotogramas creando, a partir de ella, magia, genio y oficio en películas inolvidables. Hablamos de Billy Wilder, el genial cineasta de origen austriaco, cuando “el exilio no fue idea suya, sino de Hitler”. Wilder es el autor de la mejor película de cine negro (Perdición), de la crónica más desgarradora pergeñada para descender hacia los infiernos del alcohol (Días sin huella), de la comedia que encontró la alquimia perfecta entre lo agrio y lo dulce en El Apartamento, cimentado en un prodigio de guión. Y qué decir de Irma la dulce, pero esa… “esa es otra historia”. En El crepúsculo de los dioses nos brindó la mejor de sus creaciones para burlarse de las miserias de Hollywood y de la fama, para ser cruel, elegante y regalarnos algunas de las secuencias más fascinantes del Séptimo Arte. Todo ello narrado por un cadáver, de vuelta de todo, que se ríe de su propia suerte.
 
Y es que el austriaco tenía un sexto sentido prodigioso, que se llamaba sarcasmo. Una intuición, casi visceral, para la narración cinematográfica a través de la cual lograba hacerse con la comedia de una manera inteligente, con diálogos amargamente divertidos que unas veces concebía en soledad y otras, en buena compañía (junto a los guionistas Brackett y I.A.L. Diamond). Además, hizo gala de una astuta psicología para meter en vereda los talentos caprichosos e indomables de ciertas estrellas. En Con faldas y a lo loco, se las tuvo que ver con la mismísima Marilyn Monroe, pero se lo tomó con calma, pues ya se había parapetado tras un guión fabuloso e hilarante, escrito junto a Diamond y cómicos de sobrado talento.
 
PRIMER PLANO
 
MARILYN MONROE. Nunca antes el humo de un vagón de tren había perseguido con tanta lujuria el trasero cimbreante de una mujer. El acontecimiento se produjo en Con faldas y a lo loco y las nalgas ‘a motor’ fueron las de Marilyn Monroe. Y es que una criatura como ella era capaz de animar a todo bicho viviente, inerte o gaseoso que se le pusiera por delante. Actriz soberbia de talento incomprendido, mujer atormentada y trágica, más allá de las cámaras, Marilyn Monroe es la imagen, por excelencia, del Séptimo Arte. Nadie supo interpretar como ella a las rubias que se hacen las tontas (La tentación vive arriba) ni a los seres desvalidos que despiertan ternura (Vidas Rebeldes) como esta mujer a quien crítica y público tardó en reconocer su valía. En Con faldas y a lo loco ganó un Globo de oro pues para muchos supuso la quintaesencia de su capacidad interpretativa.
 
JACK LEMMON: La rubia de bote, fumadora impenitente, de horrible pasado y sin pasaporte a la maternidad, quizás no fuera la media naranja de Osgood Fielding III, pero sí un personaje perfecto, de los más logrados del universo de la comedia cinematográfica. Detrás de su literatura, había un actor con mucho genio, dotado artísticamente para la comedia y para encarnar, especialmente, papeles de pringado, protestones, pero irresistiblemente entrañables. Además de ‘amancebarse’, cinematográficamente hablando, con el gruñón Walter Matthau durante un buen número de películas divertidísimas, demostró que lo suyo era la versatilidad y el cambio de registro hacia el drama, un viraje para el que se deslizaba con precisión artística. Inolvidables son, en este sentido, sus actuaciones en Días de vino y rosas (Blake Edwards) y Desaparecido (de Costa-Gavras). Jack Lemmon es, sencillamente, una de las razones por las que nos hicimos adictos al cine.
 
TONY CURTIS: Este chico del Bronx, judío y de origen húngaro, se convirtió en galán a fuerza de tanto admirar a su dios particular, Cary Grant. Tan estudiado tenía al actor y sus personajes que en Con faldas y a lo loco utilizó el acento del actor británico para hacerse el interesante ante la Monroe en la escena de la playa. Curtis, quien se despidió de nosotros no hace mucho tiempo, fue uno de los bellezones más sonados del Hollywood dorado. Y ese fue quizás el caldo de cultivo que coció un injustificado complejo de inferioridad que le hacía demostrar continuamente su valía ante el gran público. Siempre buscando el reconocimiento artístico llegó a fundar su propia productora. Si tenemos que hacer memoria de algunos de sus trabajos, nos quedamos con el ying y el yang de sus proezas interpretativas: con el idealista y ambiguo Tonino de Espartaco (Stanley Kubrick) y con el cinismo atildado de El Gran Leslie en La Carrera del Siglo (Blake Edwards).
 
PICADO: Si hay algo que nos pierde de esta película son los hilarantes golpes de guión, las geniales situaciones alocadas en las que se desenvuelven la historia y los diálogos. Desde las teorías de Sugar Kane y su manera tierna y disparatada de entender el mundo, a la juerga padre que se monta Daphne y las sincopadas en la litera de un tren, más frecuentada que el camarote de los Hermanos Marx. Sin embargo y por encima de todo, nos quedamos con el tira y afloja que se traen entre manos Daphne (Lemmon) y Osgood (E. Brown), la pareja cinematográfica con más química de la Historia. En nuestro altar de los momentos inolvidables que nos ha regalado la película, encontraremos una lancha que navega con mucha dignidad, pero llevando la contraria; los besos americanos que compiten con el erotismo fatal del tango. Pero por encima de todo, veremos a ese Lemmon, castigador y sexy, en la piel de una mujer improbable que, después de haber ‘abofeteado’ las cuerdas de su contrabajo, acepta su destino millonario a golpe de maracas.
 
CONTRAPICADO: No queremos pecar de anacronismo, pero nos inquieta la facilidad que durante ciertos años existía entre los grandes cineastas de Hollywood de abarcar la feminidad y sensualidad con una frivolidad ya por entonces algo desfasada. No es raro por tanto que el visionado actual de esta película provoque la dificultad para entender por qué, para ser mujeres, es fundamental que Jack Lemmon y Tony Curtis pongan cara de tontainas sin parar. Suponemos que va en el chiste, pero llega un momento en que, agrupados estos dos personajes entre el resto de las mujeres de la orquesta, no puedes por menos que preguntarte si no notan que son hombres, precisamente por eso, porque son demasiado bobas, tal concepto tienen ellos del supuesto sexo débil. De la misma manera, es mejor por tanto dejar pasar por alto el hecho de que el travestismo de ambos no está muy bien logrado, sobre todo contando con la voluptuosidad de curvas femeninas con las que se nutre la historia. Por aquí vemos dos varones hechos y derechos en todo momento, pero lo aceptamos sin más. Tanto genio y tanta risa no puede ser gratuita y al final el cuerpo puede al cerebro. Y si estás ante una obra maestra, hay que aceptarlo y no hay más que hablar.
 
SIMBIOSIS SONORA: Hablar de esta película es hablar de música. Aunque la imparable narración y los sucesivos gags muchas veces no nos dejen agudizar el oído, esta historia es también todo un tratado de cool jazz y swing a ritmo de contrabajos y saxos de big band, con el ukelele de la Monroe incluido. Cortinillas musicales de transición entre risa y risa, pegadizas y cincuenteras, nacidas del talento del compositor inglés Adolph Deutsch, partitura en la sombra de grandes producciones como Lo que el viento se llevó y Oklahoma, y que no dudó en acompañar a Billy Wilder un año después en los compases mecanografiados de El apartamento. Entre estas armonías frenéticas, suenan grandes temas de la revistera Society Syncopaters y de Matty Malneck, como el tema que da título original a la película, Some like it hot, y los contrabajos irrecuperables de la pieza Sweet Georgia Brown. Y al margen de alguna sorpresita de rocanrol azucarado y charlestón de pasillo (imposible quedarse parado cuando te persigue la mafia a ritmo de Play it again, Charlie), se esconde el tango que vuelve loco a Jack Lemmon, entre las continuas mezclas musicales (“Medleys”). Pero no, no se nos pasa que la canción por la que siempre será recordada esta historia es I wanna be loved by you, uno de los tres temas interpretados por Marilyn, que también inmortalizaron Helen Kane y Debbie Reynolds, y que suena entre las bambalinas de otras composiciones instrumentales durante toda la película. Sin desmerecer el Running Wild que se marca con sus caderas traqueteando al compás del pasillo del tren-cama, vamos a ponernos exquisitos y nos quedamos con la última pieza cantada en la película por nuestra ambición rubia. Porque entendemos que no hay nada más mítico que la manera en que la protagonista le arranca a Tony Curtis su transexualismo, tras llorarle I´m thru with love.
OJO AL DATO: Es curioso contemplar la autoparodia que hizo George Raft en su interpretación de Botines Colombo y que nos recuerda sus personajes de mafioso en las películas de los años 40. Más aún, que se dedicara en los descansos del rodaje a enseñar a bailar el tango a Lemmon (Daphne) y a Joe E. Brown (Osgood Fielding III) logrando crear a la pareja de baile más inesperada y absurdamente sexy de la historia del Séptimo Arte. Tanto fue así, que los censores de la España franquista se sintieron sospechosamente amenazados cuando vieron que el clavel en la boca de E. Brown pasaba indolentemente a la de Lemmon y mutilaron, en origen, este singular paso de baile. No era para menos, había que quedar bien con los jefes. Y es que, según cuenta el periodista Jaume Figueras, en la época se hizo célebre una frase de Manuel Fraga, por aquel entonces, Ministro de Información y Turismo, quien al terminar de ver el filme espetó: “No voy a tolerar que se proyecte esta película de maricones y travestis”. ¡‘Cráneo previlegiado”!
 
RETRATO DEL HÉROE: La tentación llamaba a Marilyn para convertirla en heroína de esta disección, pero tenemos que rendirnos ante Jack Lemmon (Jerry-Daphne) por sostener sobre sus hombros toda la carga cómica. A loco y con faldas trastabilla por todas las secuencias en las que aparece, ya sea para explicar los andares de “motor incorporado” de Marilyn, para correr risueña-risueño por la playa ya transmutada en su alter ego femenino, para enamorar a un millionario y compartir con él clavel en la boca con el tango “homo” más reído del cine, para volverse loca-loco tocando las maracas en la cama, o para repetirse sin parar “Soy un chico”, “Soy una chica”, conforme lo requieran las circunstancias apuradas de testigo a la fuerza. Precisamente, de sus mejores frases, huyendo de nuevo del tan repetido final en boca del baboso Osgood (“Nadie es perfecto”), rescatamos: primero, el apuro de Lemmon ante su próxima muerte como mujer (“Me llevarán al depósito de cadáveres femenino, y cuando me desnuden, me moriré de la vergüenza”) o su respuesta al mafioso “Polainas” tras presenciar su masivo asesinato en plena Ley Seca: “No se preocupe por nosotros. No es asunto nuestro si os queréis liquidar unos a otros”. Hoy estaría más vigente que nunca.
 

Aquí está el mayor mito de todos los tiempos cantando su desengaño con el amor y Tony Curtis mirándola como sólo se puede mirar a Marilyn.

 

 

Pero no vamos a decepcionar. El final cinematográfico más repetido y aclamado de todos los tiempos no faltará. Voilá.

 

Píldoras cinetarias: Fusiones esceno-musicales por amor a David Lynch

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Si hay un cineasta contemporáneo que ha sabido acorralar los tópicos y rigideces del séptimo arte, y dar forma de celuloide al mundo absurdo pero latente de los sueños, como demiurgo del subconsciente, ese ha sido David Lynch. Solo un genio como él podría haber inspirado la creación de Mashed In Plastic, un colectivo de lo más fanático del universo ‘lynchiano’ en cuya página web http://www.mashedinplastic.co.uk/ encontramos producciones de audio y vídeo, remezclas y composiciones brillantes de canciones, imágenes y frases de todas sus películas.
 
Para nosotros, el mashup que sigue es el mejor. Una fusión del inquietante tema 1979 de Smashing Pumpkins con la canción I´ve told every little star de Linda Scott. Esta última forma parte de la banda sonora de la película Mulholland Drive, el cautivador tributo entre la vigilia y el sueño que Lynch hizo a Hollywood, y cuyas escenas se intercalan con las del vídeo musical del tema de la banda de Billy Corgan. Tres en uno. Lo dicho: una maravilla.
 
Y a continuación otro ejemplo, con la desconcertante Terciopelo azul bajo el título Frank´s here. Aprovechamos para hacer una reverencia póstuma a Dennis Hopper, donde quiera que esté, magnífico demonio de la interpretación, el psicópata de los psicópatas, ahora navegante de otro mundo. Las frases de su personaje combinan con un sampler de lo más adecuado para tan psicotrópica historia.

 

Visionado: ‘Los chicos están bien’, de Lisa Cholodenko. ‘Cuando la comedia sofisticada dio una voltereta argumental’

tres estrellas


En otros tiempos, la comedia sofisticada se hacía cine en obras maestras de Cukor como La costilla de Adán o de Ernst Lubistch, Lo que piensan las mujeres. La ‘guerra de sexos’, en buena parte de los casos, servía de argumento y trampolín para deliciosas historias donde el ingenio de los personajes, traducido a unos diálogos sobresalientes, estaba al servicio de grandes intérpretes.
Salvando las enormes distancias con aquellas obras maestras, Los chicos están bien es una película heredera de aquel espíritu, con maneras de cine independiente, y que retoma, de algún modo, la guerra de sexos. Y lo hace de manera calmada, elegante, sin tiras ni aflojas brillantes, como los de antaño, pero sí con un punto de partida original, en auténtico estado de gracia. Casi al inicio de la película, la historia da unas sorprendentes volteretas argumentales, repletas de ironía inteligente, que se agradecen.
Lisa Cholodenko, realizadora de la película, nos presenta a una familia aparentemente bien avenida y encarnada en una pareja de lesbianas (Annete Benning y Julian Moore) y en sus vástagos, dos jóvenes (Mia Wasikowska y Josh Hutcherson) en edad de farfullar preguntas existenciales. La Caja de Pandora que va a destapar las ‘miserias edulcoradas’ del núcleo familiar la abren los hijos en el momento en el que se plantean conocer a su ‘donante de esperma’, es decir, a su padre biológico, Paul (Mark Ruffalo). El progenitor resulta ser un tipo cool, un neo-hippy californiano con un negocio ecológico que va sobre ruedas y quien sazonará la vida marital de la pareja protagonista dejando a la intemperie los daños colaterales que provoca la monotonía. Ese difícil, pero inevitable ‘despropósito’ que supone compartir día tras día la existencia junto a la persona amada.
La película ofrece algún que otro diálogo afortunado, con nutrido doble sentido, alguna que otra escena divertidísima y con tensión de enredo argumental… Pero en especial y, sobre todo, nos regala sobresalientes interpretaciones de la práctica totalidad de los actores. Es preferible disfrutar esta película en versión original para paladear con gusto el trabajo de una soberbia Annette Bening y de la bella e inesperadamente frágil Julian Moore.
Por cierto, pocas veces un tráiler ha estado más alejado de la película que pretende presentar como el que distribuyeron en España. Es un montaje disuasorio que da una imagen de ‘película cool a la californiana’ que poco tiene que ver con la realidad cinematográfica. De ahí que os dejemos con una de las escenas más irónicas y divertidas de la película, fruto de un enredo afortunado.

‘El paciente inglés’, de Anthony Minghella: ‘En el Bósforo de Almasy’ vs ‘Romanticismo agónico y sin química’

EN EL BÓSFORO DE ALMASY
 
Desde Lawrence de Arabia habían pasado siglos cinematográficos sin que nadie hubiera conseguido plasmar, como lo hiciera el genial David Lean en 1962, la intensidad del desierto, el eclipse torturador de un paisaje infinito, las tormentas de arena que borran la lucidez y hacen huir a los fantasmas. Un experimento bastante interesante fue la extrañamente bella El cielo protector de Bernardo Bertolucci en 1989, que quedó tan incomprendida como alocado fue su rodaje y el maltrato interpretativo al que fueron sometidos sus protagonistas. Pero fue en 1996 cuando el cineasta británico Anthony Minghella consiguió con El paciente inglés ocupar un puesto legítimo y merecido entre los cineastas épicos, los que no se achantan ante grandes historias con grandes personajes, mediante la adaptación que él mismo guionizó de la novela homónima de Michael Ondaatje.
 
En plena Segunda Guerra Mundial, mediante los recuerdos que el quemado moribundo László Almasy (Ralph Fiennes) desvela a una enfermera (Juliette Binoche), su cuidadora voluntaria en un monasterio abandonado de La Toscana, recorremos uno de los más acaparadores y sugerentes relatos de amor de la historia del cine. La memoria del enfermo salta, entre inyecciones de morfina, hacia sus años de cartógrafo profesional y hasta su encuentro con la aristocrática, firme y casadísima Katherine Clifton ‘K’ (Kristin Scott Thomas) en el Egipto de entre-guerras. Rememora así cómo la historia de una mujer desnuda, unos pasos de baile y una tormenta de arena imprevista llevarán a ambos a una fábula de amor físico, pegado a la tierra, pero imposible. En el futuro, la enfermera Hannah (curiosa coincidencia en nombre y profesión con la protagonista de La vida secreta de las palabras, de Isabel Coixet), mientras escarba en los secretos de su paciente, vivirá su propio affaire con el esquivo Kip (Naveen Andrews), un zapador al que conoce tocando un piano con bomba incrustada.
No seremos nosotros quienes usurpemos el primer puesto que en el subgénero “adulterio en plena guerra” ocupa Casablanca, pero tampoco tendremos complejos en afirmar que la cinta de Minghella tuvo y sigue disfrutando de un corte clásico, elegante, ambicioso y arrebatador, amén de la impresionante fotografía y banda sonora que acompañan a los amantes desdichados en un lado de la historia, y al camino hacia el final del paciente sin nombre y su enfermera traumatizada, en el otro. Elementos todos encajados en perfecta partitura, desde los impresionantes títulos de crédito con ese pincel en manos femeninas, hasta el sol que regatea a las nubes en el final. Y todos académicamente reconocidos entre los nueve premios Oscar que obtuvo la película.
El talento británico de su orfebre sacó asimismo lo mejor de los actores, sin excepciones. Con este personaje sin nacionalidad ni registro, Ralph Fiennes se puso en los puestos de salida de Hollywood tres años después de haber sido odiado por medio mundo en La lista de Schindler, y demostrando después en El jardinero fiel su comodidad en el drama y la devastación. Juliette Binoche, sin nada que probar por esos años, tuvo la suerte de mutarse con el personaje más simpático y entrañable de la película, con sus propias heridas de guerra y con la maestría de las grandes estrellas. Suya es una de las mejores escenas, recorriendo en un arnés y antorcha en mano las pinturas de una iglesia italiana llena de siglos. Kristin Scott Thomas está simplemente magnífica y sorprendió con el destape de su etiqueta neo-conservadora a la inglesa, enseñando sus curvas recorridas por los dedos de Almasy. Entre sus recovecos aparece también un Willen Dafoe amputado y ambiguo, cuya contribución a ahuyentar las lagunas del paciente moribundo será determinante en la historia, y el ahora oscarizado Colin Firth, víctima marital del adulterio.
 
No tenemos los ojos llenos de arena, y sabemos que El paciente inglés no ha pasado a los anales de la Historia como a nosotros nos hubiera gustado, es decir, de forma que pudiéramos hablar de ella de generación en generación, como referencia esencial de enciclopedia cinéfila. La mejor suerte que corrió (si se puede llamar así) fue que Minghella nunca volvió a fraguar una obra maestra de tal calibre, aunque se aproximó a su propia mentalidad épica y romántica en Cold Mountain.
 
A raíz del triste fallecimiento de este cineasta en 2008, la historia de Almasy, de K y de Hannah tuvo una segunda vida en la que se comprobó que la convexidad del cuello de la Thomas, bautizada por su amante como “El Bósforo de Almasy”, ya es un símbolo de erotismo refinado. En esas dunas, en esas cuevas llenas de viento, atravesando un desierto interminable, donde nadie querría morir por muy amado que sea, nosotros nos rendimos ante este relato preciosista, triste y agónico, y nos congratulamos de la suerte que tuvimos de poder sentir sus arenosos escalofríos en la gran pantalla.

Almasy conquista y bautiza su propio bósforo, incluso estando en contra de la propiedad.

    
ROMANTICISMO AGÓNICO Y SIN QUÍMICA

 
El romanticismo de ‘cena, violín y chimenea’ hace tiempo que dejó de extasiarnos. Es difícil ponerse en el pellejo de un guionista que debe llevar a la gran pantalla la historia de una gran pasión porque, ¿cómo se ha de elegir el tono acertado? ¿cuál es el límite entre la narración que nos arrebata, porque nos convence, y el cliché que produce risa? Sí, quizás sea algo difícil de imaginar para un espectador sin oficio cinematográfico o para un cineasta con recorrido como guionista, pero que balbuceaba sus primeros largometrajes, como era el caso de Anthony Minguella, allá por 1996. Sin embargo, el realizador británico consiguió algo mucho más complejo, dar el doble salto mortal en El paciente inglés: aunar, en una misma película, la narración kitsch presa de un glamour insufrible, con la que desarrolló su historia principal, y grandes dosis de emoción y lirismo en una serie de encuentros inolvidables protagonizados por secundarios en la película.
 
Todo en la historia de amor, celos y tragedia es exceso. No hay más que contemplar el vuelo mortal, pilotado por el marido traicionado (como siempre, maravilloso Colin Firth), que nos estrella contra el desenlace o esos dorados saturados de la habitación de Almasy (Ralph Fiennes), un decorado que se nos hace demasiado evidente, molesto, y nos distrae del acontecer de la película. O ese encuentro furtivo de los amantes, en el calor de himnos como God Save the Queen, en los que hasta un Papa Noel británico es capaz de perder la dignidad sin misericordia alguna. Para qué hablar de Almasy, despechado y borracho, que arrincona en una fiesta polite, con frases de guionista torpe, a una Katharine (Kristin Scott Thomas) que sufre su ausencia porque nos lo cuenta.
 
Y es que, porque nos lo cuentan, entre Ralph Fiennes y Kristin Scott Thomas surge una gran pasión ya que resulta muy difícil adivinar la química entre ellos. Echamos de menos las chispas que saltan cuando se acercan fatalmente Burt Lancaster y Ava Gardner en Forajidos, o cuando Bacall persigue a Bogart, a toque de silbido, en Tener y no tener o, más contemporáneo, cuando Jonathan Rhys Meyers y Scarlett Johansson se aman con furia y a hurtadillas en Match Point. Sin necesidad de explorar ‘Bósforos’ en la anatomía femenina, los cruces de miradas de cualquiera de las anteriores parejas contienen una tensión sexual mucho más poderosa. Scott Thomas es una mujer de gran belleza y corrección interpretativa, pero el hieratismo de ‘diosa fascinadora’ que emplea en la película, nos deja bastante fríos. Fiennes es un intérprete excepcional con momentos realmente brillantes en el filme, pero cuyo flechazo no llega a convencer. Más fascinantes y poliédricas son las interpretaciones de la tierna Juliette Binoche (Hanhah) y el ‘fantasmal’ Willem Dafoe (Caravaggio).
 
La verdad es que no llegamos a comprender cómo un mismo guionista/ realizador puede llegar a ser tan diferente cuando aborda diferentes momentos de la película. Sentimos que el momento de verdadera intensidad amorosa se cifra en la secuencia en la que el zapador Sij descubre a Hannah los frescos de la iglesia italiana. Fascinante y complejo es el curioso camino de la venganza a la redención del ‘tenebrista’ David Caravaggio, que ronda de manera inquietante y morfinómana al moribundo conde húngaro. Y muy bella y llena de matices es, además, la complicidad que se establece entre la doliente enfermera y su paciente y sanador, quien tiene el privilegio de conocerla para después ser conducido por ella, sin atisbo de maldición alguna, al “palacio de los vientos”.
 
No quisiéramos terminar sin aprovechar estas líneas para distanciarnos de críticos y amantes del cine que tienen la maldita costumbre de encontrar semejanzas en el “romanticismo exótico” y en la fotografía de la película que tratamos con la de Lawrence de Arabia. Jamás ha existido un desierto tan agónico, abismal y fascinante como el que lograron inmortalizar David Lean y su director de fotografía, Freddie Young, dos realizadores que, ellos sí, siempre estuvieron a la altura de la creación que les rondaba por la mente. Y en cuanto a romanticismo, no hay nada comparable al sueño justo y demencial de ‘Orance’, uno de los personajes más enigmáticos y contradictorios de la Historia que supo escribir con maestría su propio destino.

El baile de Almasy y K. O cómo decirlo todo sin decirse nada. Y a continuación, la espléndida e hipnótica banda sonora de Gabriel Yared, con escenas de la película.

Visionado. ‘Valor de ley’, de Joel & Ethan Coen. ‘Revisionismo de tiro al blanco’

 

cuatro estrellas

Parece bastante claro que cuando los hermanos Coen se remueven en sus sillas no lo hacen con la impaciencia del talento, pese a su prolífico y casi mecánico fluir de películas sino bajo la premisa de una inquietud, casi tan cíclica como las propias estaciones del año, que les lleva a embarcarse en una continua montaña rusa. Vaivenes de historias, guiones y aportaciones al estilo del multigénero que alternan obras maestras del cinismo y de un hilado y bizantino sentido del humor, con auténticos arrebatos de pedantería atropellada. Así, lo bueno (y lo malo) de Valor de Ley es haberse quedado a medio camino entre estas dos pautas. Algunos incluso agradecemos este vaso comunicante, que nos demuestra que estos amigos no tienen complejo de genios. Aunque hayamos echado de menos el puritanismo de estilo de Muerte entre las flores o El hombre que nunca estuvo allí.

Lo primero es conceder nuestro aplauso a lo que supone una perfecta adaptación del True Grit ya dirigido por Henry Hathaway en 1969 y al hecho de que sigan rescatando novelistas ‘eldorados’ y olvidados como Charles Portis. Valor el de estos hermanos haciendo el revisionismo de una película que no necesitaba ni boca boca ni recuperación salvo el reclamado a veces por la corta memoria cinematográfica. Homenaje, dicen ellos, casi disculpándose. Pero no hace falta la excusa porque lo cierto es que su reverencia a la historia ya filmada hace 40 años no tiene nada que envidiarle. Los Coen tiran sin arriesgar a un blanco enorme y fácil acertar, con fórmulas de Western poco modernizadas, pero con una intrépida dinámica narración que elogiaremos aquellos a los que se nos durmieron los pies con No es país para viejos o Un tipo serio. De hecho, por muy fácil que se la hayan puesto a sí mismos, lo importante es que este disparo sobre la historia de la niña vengadora de la muerte de su padre, muy Íñigo Montoya la mocosa, nos da entre ceja y ceja. Diálogos profundos y metódicos, personalidades ajustadas y firmes, acción galopante y tres cabalgando, a ratos juntos y a ratos separados. Vale, ya sabemos que Jeff Bridges no es John Wayne, pero nuestro querido Nota se pone chungo, interpreta con su afilado ojo izquierdo y hace una recreación tan sumamente divertida y a ratos enternecedora, del alguacil tuerto, borracho y de gatillo fácil .Rooster Cogburn, que huiremos de comparaciones anacrónicas. Como Matt Damon ( ¿este chico va en el contrato cada vez que Steven Spielberg escupe dólares por la boca?), casi irreconocible y con pinta de Butch Cassidy, que hasta resulta creíble como el ranger de Texas, Labeouf. Si esto no sirve para olvidarnos de los papeles de ambos en Tron Legacy y Más allá de la vida, bienvenidos sean. Sólo protestar por el escaso metraje que ocupa nuestro Gooni, Josh Brolin, que parece que siempre nos lo regatean.

La mención especial para la trenzada Hailee Steinfeld, que encarna a la niña Mattie Ross, con el corazón partido entre sus dos niñeros y compañeros de aventura, tan sobria y tan hierática como un ama de llaves de Hitchcock, y a la que en ningún momento quieres dejar de escuchar, con evidente complejo de inferioridad frente a su atemperada inteligencia y temeridad. Su proyección en el epílogo es tan coherente y triste que terminas por querer llevártela a tu casa para que te enseñe a no sufrir.

Nuestro equilibrio de apetencia y proclamas a esta película no olvida tampoco ni la profesional fotografía, de nuevo, de Roger Deakins, ni la espléndida banda sonora de Carten Burwell, colaborador habitual de los Coen, directores en ocasiones poco musicales, y que en esta ocasión le han dejado desplegar todo un todo un catálogo de melodías pegadizas de trotes y duelos que acompañan a la perfección las numerosísimas composiciones de lugar. Como no tenemos lealtades ciegas, podemos predecir que esta historia, aunque semi-comedia, no llegará a los altares de Fargo ni pasará el filtro de los que encumbraron el Sin perdón de Clint Eastwood, pero como nos da igual, la apuntaremos en la lista de los clásicos que dentro de unos años nos harán equilibrar y apuntalar el cine versátil de los O Brothers Cohen.



Homenajes: Christian Bale. ‘Genio y furia’

 
Ganador del Oscar al Mejor Actor de Reparto 2011. Todavía le recordamos zarandeando una pipa con la boca, de manera entre indolente y asustada, en aquella deliciosa película donde la II Guerra Mundial amanecía en Shangay. Allí, en El Imperio del Sol (1987) nos cautivó su energía interpretativa, desbordante, desconcertante a pesar de su temprana edad… Descubrimos entonces que cualquier pensamiento, fantástico, adulto o contemporáneo, era posible en la mente de aquel niño, concebido por Spielberg y con dotes para la supervivencia en los campos de concentración. Al otro lado de la pantalla, Bale junior tenía 13 años y los arrestos suficientes como para dejar de ser un alumno aplicado de secundaria y convertirse en el principal recurso económico de una familia curiosa, más ‘desenfocada’ que desestructurada.
 
Más allá de las cámaras y del Canal de la Mancha, nosotros, tan pueriles como él, pero en la piel pasiva y acogedora del espectador, soñamos con la hipnótica mirada hundida del galés. Y nos prometimos no perderle de vista.
 
Tendrían que pasar unos años antes de que nos volviera a impactar como actor. Se sucedieron hasta entonces un buen número de producciones, de mayor o menor empaque y que vinieron, por ejemplo, de la mano de Keneth Branagh y su Enrique V (1989); o del pirata Billy Bones, con la máscara de Oliver Reed en la cara, y el mapa de La isla del Tesoro (Fraser C. Heston, 1990) bajo el brazo… En la fabulosa y casi desconocida Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1989) fue un periodista gay en busca de la solución a un misterio melómano y mitómano. En ella dejó ver también su entrega, el buen oficio que había detrás de sus interpretaciones. Y en American Psycho (Mary Harron, 2000) eclosionó el genio que llevaba dentro: en ella se evidenció el actor intenso que ama su profesión por encima de todas las cosas y de todos los prejuicios de miras cortas. Interpretar al yuppie, asesino en serie, Patrick Bateman, planeó como una amenaza sobre su carrera. Muchos fueron los que le advirtieron del riesgo que suponía aceptar el papel. Pero aquel desafío fue el mejor escaparate para exhibir su talento. Después de aquello fue presa del insomnio y su poderosa mirada se le quedó perdida entre alucinaciones atormentadoras. En El Maquinista (Brad Anderson, 2004), Christian Bale adelgazó 30 kilos a base de eliminar grasas y atiborrarse de relatos de Edgar Allan Poe con los que esquivó, también en la vida real, el sueño. Y si ‘la verdad es el ser’, el actor galés se subió al carro de esta consigna filosófica que en el cine tuvo a De Niro como al mejor de sus profetas. Y mientras aquel se quedó en los huesos para interpretar al obrero Trevor Reznik, en aras de la verosimilitud, el gran Bobby, multiplicó sus dimensiones hasta alcanzar las del campeón pugilístico Jake La Motta en Toro Salvaje. Fueron sacrificios humanos para aderezar interpretaciones inolvidables. Más tarde, llegaría el hombre murciélago y Bale se pondría su manto para demostrarle al mundo que su Batman sería el definitivo: el más amargado, el más solitario, el más esforzado… El que de verdad devolvía a la vida al héroe de cómic, más allá de las buenas hechuras del actor de turno.
 
No deja de sorprendernos que el reconocimiento a nivel planetario, es decir, el Oscar, se lo hayan concedido por un personaje fascinante, pero en exceso complaciente; demasiado entrañable, a pesar de la desdeñosa realidad en la que se inspira. Bale es Dickie Eklund en The Fighter (David O. Russell, 2010) es un boxeador venido a menos, parlanchín y carismático. Un adicto al crack con cierto complejo de Edipo y torpeza para permanecer en el ‘lado oscuro’. De su maravillosa interpretación, hay que destacar el minuto de gloria de Dickie frente a las cámaras de televisión, momento en el que declara su amor a los paraísos artificiales que redimen los fracasos.
 
Hay mucho de leyenda negra, de esas que construyen mitos, en torno al mal carácter del galés. Seguramente es como nos lo venden, un rato impertinente, un borde con su familia más ingrata o un sublime maleducado con los compañeros de trabajo. Sin embargo, y a pesar de la caza de brujas mediática en la que se ha visto preso en varias ocasiones, nos parece una solemne estupidez quitarle mérito por su condición de ser humano. No importan sus luces, mucho menos sus sombras. Del Bale de carne y hueso nos intriga mucho más su pasión obsesiva por su trabajo. Dice que en los momentos de flaqueza vocacional, sólo piensa en una cosa: recuerda a Jimmy Hendrix, enajenado, rasgando con sangre, genio y furia las cuerdas de su guitarra eléctrica. Le da fuerzas para continuar cuando se cruza en su camino una mala racha.