‘Los Goonies’, de Richard Donner: ‘Nunca digas muerto’ vs ‘Y fue horrible’

 
NUNCA DIGAS MUERTO
Un día despertamos creyéndonos un Goonie. Y al día siguiente, ese sueño continuó. ¿Lo peor o lo mejor? Que ya nunca terminó. Probablemente porque fue tanta la realidad con la que vivimos la gran aventura de los 80 que pese a haber visto crecer a estos siete magníficos durante dos décadas y media no hemos parado de recrear una y otra vez su búsqueda del tesoro escondido entre grutas cavernarias, acuópolis improvisados y un barco clandestino, su manera de esquivar las tuampas del destino, de hacerse mosqueteros a la fuerza, de adoptar al monstruo chocolatero que se creía Superman. Ellos, los auténticos jedi, los últimos símbolos de la pre-generación Nintendo, fueron nuestros primeros amigos, pese a que su aventura transcurría al otro lado del Atlántico y a que eran ajenos a la X con la que nos catalogarían varios años después.
Lo más agradecido de esta historia firmada por Richard Donner pero con la omnipresencia en guión, producción y paternidad de Steven Spielberg, lo que hizo que se metiera en el bolsillo a las muy variadas y ya desaparecidas tribus urbanas, es que se molestó en explicarnos durante buena parte del metraje la psicología de sus pequeños protagonistas, los que se metieron de lleno en la misión de salvar sus casas de los compradores impíos y golfistas. Hablamos de la terrible sensibilidad pubertina del asmático Mickey, de la verborrea incontinente de Clark Bocazas, del ingenio pseudo-científico de Data, de los terribles y no menos surrealistas traumas de Gordi, e incluso de la bipolaridad latente de las chicas protagonistas. Todos son puestos a prueba, todos tienen una virtud que será determinante para la historia. Tremenda profundización en la pedagogía, y gran riesgo el que corrieron contándonos el trágico destino del desdentado y deformado Sloth, todo un símbolo anti-estético convertido en el salvador de los niños perdidos, en nuestro héroe. Y adiós a los adonis de Batman y Spiderman.
No obstante, la tendencia involuntaria de los que firmamos este blog a elogiar el villanismo en el séptimo arte no puede dejar de dar palmas ante la familia causante de tanta desventura y chiquillada: los Fratelli (nombre, por cierto, adoptado, en homenaje a este clan malvado, por un grupo de rock de lo más festivo y recomendable). Una madre medio-padre y dos hijos italo-americanos que juntan media neurona entre ellos y que perseguirán el mismo objetivo que los niños, con la misma perseverancia, con mucha más mala baba, pero con menos inteligencia, astucia y connivencia. Y con su justo final.
Los Goonies, en el ecuador de la década en que le tocó nacer, huyó asimismo de las sintonías conmovedoras y espectaculares made in John Williams y con el permiso de Spielberg, se cruzó en el camino de lo que entonces también se vivía en la música, aferrándose al pop cardado y descombinado de Cindy Lauper y a una frenética composición de Dave Grusin que todavía sigue sonando como mash up en nuevos grupos de electro-rock. Si eso no es un legado, que venga alguien a demostrarlo.
Numerosas voces siguen amenazando (suena a amenaza, la verdad) con una segunda parte. Y con los mismos protagonistas. Nuestra expectación ante esta temeraria misión se mezcla con el miedo. Porque tenemos la sensación de que ya en su momento despedimos el barco que les ayudó a salvar su pueblo de la especulación urbanística (qué gran visionario de futuras crisis el dueño de DreamWorks). Para qué más. Ahora Micky (Sean Austin) es ya más el compañero de fatigas de Frodo que un goonie, Josh Brolin es un pedazo de intérprete que quedaría descontextualizado con este tipo de aventuras, y el pobre Bocazas (Corey Feldman) se quedaría sin argumentos a la mínima, de tan crecido que anda. La prueba está en lo poco que funcionaron en el imaginario colectivo aventuras posteriores a lo Bicivoladores y Spy Kids. Solo Tim Burton sería capaz de algo así ahora. Y no se atrevería.
Como cantó la loca de Lauper, con la aventura del 85 fue suficiente -good enough- para entender que esta historia terminó, pero que nunca hay que decir “muerto”. No, nunca digáis “muerto”. Simplemente, hay que volver a verla y sabréis cuánto hizo la voluntad, la amistad y la esperanza, para que el día a día no-goonie, falto de aventuras y monedas de oro, fuera llevadero y gobernable.

 

Gordi es atrapado por los Fratelli y comienza a soltar por la boca cuantos traumas le vienen a la cabeza. Incluido el horripilante suceso de las vomitonas inducidas.

Y FUE HORRIBLE

Hay un conjunto de películas ochenteras que parecen responder a un experimento lobby con el que se trucaron todas las historias del cine de aventuras, por mediación de cierta factoría fabrica-sueños que por entonces no paraba de expedir el mismo patrón de no rendición una y otra vez. Spielberg les puso nombre y capital. Después tendió sus redes, pensaba él que invisibles, hacia el drama-ficción (la ciencia se la dejó en la caja fuerte) y no paró hasta que en los noventa la cosa no dio más de sí. Producto de ella fueron alegres e inverosímiles vivencias como las de Los Goonies, de las que tomó luego el relevo el arqueólogo castigador e injubilado Indiana Jones.
Pero incluso desconociendo este contexto e intenciones, esta historia está tan igualmente sobrevalorada y ensalzada como numerosos son los fallos de guión, interpretación y coherencia con mayúsculas. Ahí están los barcos inertes al paso de los siglos, los esqueletos tuertos conservados como en formol, las inconguencias históricas y los bucles de narración. Nos parece bien que Richard Donner se amara por entonces tanto a sí mismo que los guiños de la historia fueran totalmente endogámicos, recordando a su propio Superman y Twinky, pero lo peor fue que el mismo año de Los Goonies no se le ocurrió otra cosa que rodar Lady Halcon, con la que ya terminó de idiotizar a la fabulería adolescente con pocas ganas de tragar capitalismo.
Así, mientras Estados Unidos marcaba en una pizarra la cuenta atrás de la Unión Soviética, uno de sus cineastas más reconocidos reunía a un grupo de chavales inapetentes de padres y realismo, y los embarcaba en un cuento a lo Julio Verne con moraleja anti-imperialista. Por aquí esa visión no la teníamos, claro, pero sí recordamos que los roles de los protagonistas nos resultaron prefabricados y totalmente ajenos a nosotros. Aquí no teníamos amigos orientales, ni pequeñas estatuas del David de Miguel Ángel en el salón, ni asistentas italianas, ni desvanes enormes en los que buscar mapas del tesoro guardados por un tal Willy El Tuerto. Y si el punto de partida no nos gustaba, no nos pudo impresionar toda la derivada posterior. Por eso sabíamos que no fue para tanto.
Fue horrible entonces -y lo es ahora- ver cómo el puro entretenimiento, sin mayor trascendencia ni motivación generacional, se convertía en el manual de referencia cinematográfica de toda una legión de seguidores. Cuando ni siquiera nos pedíamos un personaje para imitarlo en la vida real, cuando no encontrábamos ni una sola situación que nos permitiera imaginarnos en una hazaña similar. De alguna manera sabíamos de la existencia de ese lobby oculto, no ignórabamos que no formábamos parte de esa sociedad secreta de aventuras inventadas, pensada para el atontamiento temporal, sí, pero no para la proyección que tiene a día de hoy.

A ratos fue horrible, sí. No porque Gordi guardara su pota en la chaqueta, y ésta resbalara después por una barandilla provocando una vomitona colectiva, situación por otra parte que hizo tanta gracia entonces como podría hacerlo ahora. Es cierto que hoy por hoy nadie hablaría de un campamento para niños gordos como motivo de chufla compartida. Es cierto que ahora impera más lo políticamente correcto. Es cierto que en estas películas se soltaban auténticas barbaridades hoy impensables. Pero Los Goonies, en 1985, no son más que el equivalente de cualquier película actual concebida para hormonas en ebullición. De culto, puede, pero hablemos entonces de un culto poco explorado, sin referencias, sin inquietudes, simple y auténticamente vulgar, y que dañó durante dos lustros (solo ese tiempo, afortunadamente) a la creatividad del cómic, que muchos pretendían llevar a la gran pantalla. Solo fue una aventura pandillera, muy borrosa, y ni conmovedora ni perturbadora. Nada que ver con nosotros, sin nada que rascar. Indiferente.

Cindy Lauper consiguió que este tratado de fantasías se siga bailando hoy en día como si tal cosa. Acompañan al tema Goonies are good enough imágenes de este sueño imposible.

Píldoras cinetarias: El nuevo Bilbo Bolsón tuvo el peor jefe del mundo

Cuando comienza el capítulo piloto de la cortísima e hiperrecomendable serie británica The Office, su ideólogo y protagonista, el gran showman y azote de los Globos de Oro, Ricky Gervais, se presenta como el mejor jefe del mundo. Pero en menos de un minuto descubrimos que es un idiota engreído que hace la vida imposible a sus subalternos. Lo que pasa es que entre ellos hay uno, Tim, enamoradísimo de la recepcionista, que sufre las impertinencias y barrabasadas del líder oficinal, pero que sabe sacarles partido e incluso reirse de ellas. Pues bien, ahí tenemos al que encarnará a Bilbo Bolsón en la esperadísima adaptación al cine de El Hobbit, la génesis en la que J. R. R. Tolkien contó los hechos que desencadenan la trama de El Señor de los Anillos.
 
Se trata de Martin Freeman, actor inglés muy televisivo, pero también conocido por su participación en Love Actually o Dedication. Nos gusta la elección y elogiamos que Peter Jackson, como ya hiciera en su eterna trilogía, apueste para su precuela por actores poco conocidos pero llenos de talento. Bueno, y que este chico tiene cara de hobbit, para qué nos vamos a engañar. Sonrisa pícara, nariz y orejas prominentes y pelo duendil. Creemos que dará la talla, junto a los repetidores Ian McKellen como Gandalf, Cate Blanchet como Galadriel y Elijah Wood como Frodo Bolsón. Ian Holm encarnó a Bilbo de maravilla en los tiempos de la resurrección de Sauron, pero con El Hobbit retrocedemos muchos años en la Tierra Media y Bilbo ahora es joven, aventurero y temerario. Deseando estamos de ver los acertijos en la oscuridad en su encuentro con Smeagol-Gollum.

Visionado: ‘The fighter’, de David O. Russell: ‘Chantaje emocional en el cuadrilátero’


 

tres estrellas


The Fighter es una película que destaca en cartelera. En general, nada que objetar ante la correcta, a ratos sobresaliente pericia con la que se nos cuenta la curiosa historia de un boxeador de la América profunda (Mark Whalberg), su relación con su hermano yonki (Christian Bale), flor pugilística de un día, y su extraña familia. Apunta maneras de buen cine: ahí está la imagen de retransmisión televisiva, con comentarista incluido, empleadas para algunas de las escenas de combates más destacadas de la cinta, o la fuerza que tienen los retratos de los tres personajes principales.

Sin embargo es ese tono ligero con el que respiran los conflictos más comprometidos, más dramáticos de la historia, lo que no termina de encajar. Se comprende la intención sarcástica del cineasta David O. Russell, su voluntad de escapar de clichés manidos acerca de la dura vida de los suburbios y de las familias desestructuradas. Se quiere acercar también a la tragedia de las drogas sin dramatismos innecesarios, un punto de vista interesante, pero que no le termina de funcionar. Para alcanzar el toque agridulce que se está buscando, quizás le falte algo más de ironía fina al guión, quizás una pequeña escena donde el patetismo de la situación trascienda con un poco más de crudeza que, por ejemplo, aquel monólogo de Dickie Eklund (Christian Bale) en el que explica sus sentimientos hacia el crack ante los reporteros de televisión.

Tampoco suena a convincente el punto de inflexión del filme en el que la familia del protagonista, finalmente, parece que atiende a razones y se comporta. La historia se centra de manera inopinada y, sin atisbo del conflicto anterior, en la lucha del héroe por el título de Campeón del Mundo. Un ‘happy end’ apresurado y condescendiente que se cuela para contarnos lo que ya veníamos venir, que la familia acabaría unida, a pesar de los intereses económicos, de la vergüenza ajena y de unas hermanas con demasiada caricatura en el personaje.

Lo más emocionante de la película, sin embargo, es la reflexión que se realiza sobre el chantaje emocional que los seres queridos pueden llegar a ejercer en nuestras vidas. Con ese gran poder castrador de ilusiones del que pueden hacer acopio progenitores y hermanos, de manera más o menos accidental. En el caso de Dickie Eklund y su hermano, Mickey Ward ,ambos comparten sueño, pero lo cierto es que nunca llegan a rivalizar del todo. Dicky es el entrenador personal de Mickey y no le guarda rencor por apropiarse del destino que a él le correspondía. Ante el fracaso, él solito se basta para imponerse su propia y paradisíaca penitencia: recrearse en las sensaciones que le produce el crack. Mickey, mientras tanto, con mayor resentimiento, se debate entre coger las riendas de su carrera o dejarla en manos de su familia, decisiones a todas luces incompatibles. Y esta relación es uno de los puntos fuertes de la historia y el hecho diferencial que la distancia de otras películas que se también se han metido en el cuadrilátero.

Christian Bale está soberbio como el charlatán, sobreactuado en la vida y, por supuesto, entrañable Dicky Eklund. Más allá de su transformación física, una vez más es su sombra encarnada en un pellejo, la pasión y el talento del actor le permiten abordar una interpretación en estado de gracia. Crea, con una extraordinaria y divertida fuerza, un original personaje que vive aferrado a su pequeño instante de gloria, gracias al entusiasmo pueril que le regala el crack; egoísta y sin embargo protector, un tipo temeroso de provocar la decepción en su madre. Y es precisamente la actriz que la interpreta, Melissa Leo, el segundo gran hallazgo del filme. Para quien no haya tenido todavía oportunidad de disfrutar de su talento en anteriores películas, no os la perdáis en esta cinta, pues se supera a sí misma a la hora de encarnar a la madre de los protagonistas. Hortera, interesada, dominante y arrabalera, su preciso retrato de la vulgaridad y de las ilusiones frustradas podría ser también premiado con un Oscar (la cinta tiene siete nominaciones) como Bale, su vástago en la gran pantalla.

A continuación, os dejamos con la escena que mejor resume la relación entre los hermanos protagonistas. Se sirve en castellano y en inglés para disfrutar mejor de la interpretación de Bale.

Visionado: ‘127 horas’, de Danny Boyle. ‘Controla, alucina, sobrevive’

cuatro estrellas


Danny Boyle hace lo que le da la gana. En unos casos, tal carta de presentación puede ser buscarte la ruina como cineasta personal o “de estilo”, y rendirte a un público restringido pero fiel que acabe tarde o temprano por encontrarte un relevo generacional. Pero el artesano de Trainspotting ha llegado a un punto en que consigue meterte en su juego, lanzarte un órdago, quedarse con todo y además conseguir el aplauso de público y crítica con historias asfixiantes y conmovedoras como la que nos ocupa. Así es el de Manchester y lo ha vuelto a demostrar con esta trágica aventura basada en la historia real de Aron Ralston, el ingeniero mecánico estadounidense, apasionado del montañismo, que permaneció atrapado durante más de cinco días en el cañón Blue John de Utah. Un total de 127 horas entre las grietas de la tierra, con una roca atrapando su brazo derecho, y que le llevaron a tomar una decisión crucial.
 
Después de yonquis escoceses, zombies caníbales y bailes ‘bollywoodienses’, con el paso a un único y exclusivo protagonista, este director demuestra su chaqueterismo en géneros, pero también su lealtad de estilo audiovisual. No puede evitar Boyle, ni queremos que lo haga, contarnos una historia entre Saw y Buried, a la manera del videoclip del siglo XXI. ¿Que quiero tri-dividir la pantalla? Pues lo hago. ¿Que le pongo un ritmo de bailoteo festivo a la desesperación del protagonista? Ni me corto. Y de paso, incluyo un programa de televisión fingido, sueños de ultratumba de tormentas perfectas, sofás llenos de recuerdos entre las rocas, y te enseño cómo se hace una disección sin bisturí tras una premonición agónica. Esa es la manera de crear iconografía, contagiar simbolismo, revolverte las tripas y lanzar al aire nuevos héroes. Y a quien no le guste, que se levante y se vaya de la sala (sin hacer ruido, a ser posible).
Y asustados de admiración hemos quedado con el impresionante trabajo de James Franco. Algo demostró ya el nominado y próximo co-presentador de los Oscar en su fiance con Sean Penn en Mi nombre es Harvey Milk, pero sin duda su mimetización con el escalador-descensor de montañas atrapado en las entrañas del mundo le ha puesto en el punto de mira de la escuela actoral del nuevo siglo. Al servicio de los trucos planométricos de Boyle, que rozan la genialidad, y de una catártica y rompedora banda sonora, este intérprete vs comediante, imposible de catalogar, transmite a la perfección la simpatía, desesperación y coraje de su personaje con todo un compendio expresivo, espacio reducido obliga. Controla, alucina y sobrevive sin espectacularidades de sobremesa, y sale airoso de lo que sin duda ha supuesto más que un reto para su carrera.
Así que venga a nosotros el reino de los mega-spots de Danny Boyle si con ello nos deja la satisfacción de saber que estamos viendo algo nuevo, que respira contemporaneidad y que está rompiendo esas fronteras tan arcaicas y categóricas entre la televisión y el cine. Al fin y al cabo, nuestras exigencias no van más allá de lo que una vez aprendimos con Sick Boy, el predicador heroinómano de Trainspotting, quien apuntó aquello de que “no hay ideales ni trascendencia”. Solo superviviencia, una historia que contar y lo que cada uno quiera ver y sentir. Y aquí solo sentimos que queremos volver a verla.

‘El Club de la Lucha’, de David Fincher: ‘Bendita esquizofrenia redentora’ vs ‘Nostalgia hipócrita por las cavernas’

BENDITA ESQUIZOFRENIA REDENTORA

 
David Fincher fue el padre creador del feto que fumaba en un anuncio que sacudió el mundo de la publicidad en los años 80. Ya por aquel entonces había comenzado su carrera en este ámbito y rodando videoclips musicales para hacer después oficio en la mítica Industrial, Light & Magic, de George Lucas. Allí puso efectos especiales, ni más ni menos, que a peliculones como El retorno del Jedi. Hoy, este autor de obras maestras (Seven, Zodiac) espera en la antesala de los Oscar para ver multipremiada una de sus mejores creaciones: La red social.
 
Pero nos hemos querido detener ante El Club de la Lucha porque golpeó nuestra conciencia, y de firme, en nuestra más tierna juventud. También porque durante dos horas miramos a pantalla sin creernos del todo lo que estábamos viendo: el espectáculo de ideas creativas y transgresoras del que éramos espectadores. Irreverente, fresca, original, revolucionaria, los insomnes del mundo recibimos en ella consuelo; los que nos sentíamos perdidos ante la búsqueda de nuestra identidad, hoy cosificada, nunca llegamos a encontrarnos, pero le quitamos hierro al asunto para tomárnoslo a cachondeo. Descubrimos que lo nuestro era mal de muchos y, además, fantaseamos con una vía de escape, un ‘reseteo purificador’ que nos devolvía, a base de palizas, a la cueva primigenia. Los que tuvieron suerte quizás encontraran allí su animal de poder o la bendita esquizofrenia redentora. Todo era posible después de aquel viaje alucinante hecho cine y basado en la estupenda novela de Chuck Palahniuk.
 
Es fascinante el ritmo vertiginoso, caótico (una red de impactantes secuencias breves), con el que se nos describe la angustia de ser alguien equivocado. Nos quedamos atónitos con la fotografía que se sirve a base de claroscuros, en este caso escatológicos y con iluminación de clave baja, para recrear el ‘entorno purificador’ del caserón abandonado. Así, Fincher nos permite escapar del mundo de coches caros y estrellas de rock, de nuestras ilusiones alborotadas.
 
Son tantos y tan brillantes los hallazgos visuales de Fincher en la película que baste recordar unos pocos para tenerle siempre presente como uno de los autores imprescindibles de nuestros tiempos. Ahí está, por ejemplo, ese Tyler Durden (Brad Pitt) que se nos revela subliminal, a golpe de pestañeo, para deformar nuestra capacidad de percepción o el punto de vista de la cámara de vigilancia o el fotograma agitado por la imagen de Jack (Edward Norton) / Tyler (Pitt), una distorsión demencial que nos conduce de cabeza al desenlace inevitable. Y qué hay de ese apoteósico final, con el estupendo tema Where is my mind? de Pixiesde fondo y donde asistimos, de la mano de Jack y Marla (Helena Bonham Carter) a la caída del imperio de las tarjetas de crédito.
 
Pero quizás nos quedemos con la escena clave del discurso de Tyler, donde nos descubre: “Somos hijos malditos de la Historia, desarraigados y sin objetivos. Nuestra guerra es una guerra espiritual, nuestra gran depresión, nuestra vida. Crecimos con la televisión, que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, pero no lo seremos y lo vamos descubriendo poco a poco y eso, nos cabrea”. La cámara nos enmarca la escena alejada para acercarse, escasos segundos después, y prestar toda la atención a un Brad Pitt que desborda carisma. Y cuando el ‘speech’ gana en intensidad, damos vueltas en torno a él, con el vértigo de un tío-vivo, para no perdernos ni una palabra de la gran verdad que nos está siendo revelada: la filosofía abatida que describe nuestro estilo de vida y que suena a arcada.
 
No queremos terminar sin rendir un breve homenaje a la interpretación más destacada. Fascinante Edward Norton. Nos quedamos colgados de su mirada derrotada, hastiada, pero con una extraña fuerza insolente. Como ha venido demostrando a lo largo de su carrera es, con diferencia y no sólo por su versatilidad, el actor más importante de su generación.
 
En fin, nunca olvidaremos El Club de la Lucha, una película que te pone al borde del precipicio para que Brad Pitt te pregunte: “¿qué hay de tu vida? ¿qué hiciste con ella?” Porque no todos tenemos la suerte de ser el ‘Dr. Jeckyll y Mr Cabrón’ al mismo tiempo, para librarnos de nuestras ataduras terrenales. Ahora, eso sí, hay algo que tenemos claro. De pelearnos con alguien, lo haríamos con la ‘venganza autosatisfecha’ de Fincher porque después de esta película se tuvo que quedar como nuevo. Le sirvió para reivindicar su identidad, suponemos que también cosificada, pero harto conocida y reconocida en todo el mundo.

La doctrina de los hijos malditos de la Historia convertida en plano-secuencia generacional. Los que ya serán padres bastardos que la re-visionen ahora a ver qué resultado les sale.
NOSTALGIA HIPÓCRITA POR LAS CAVERNAS

 
El Club de la Lucha ha pasado por nuestras vidas como uno de esos fotogramas subliminales que se cuelan, de vez en cuando, en el metraje de la película. De manera sibilina revolucionó nuestro consciente durante una temporada. Nos hizo cuestionarnos nuestras miserables y lobotomizadas vidas capitalistas para perderse, esa pequeña revuelta existencial, en el olvido y dejarnos continuar con nuestros asuntos cotidianos, como si tal cosa. El mensaje nos alucinó, nos divirtió, nos identificó con el resto de los mortales, pobres borregos que se dejan conducir por una existencia que no les pertenece, pero no caló. El subconsciente quedó virgen.
 
Esto es quizás lo que más nos molesta de la película: su desesperada actitud provocativa para denunciar nuestras existencias en serie, su intención de hacernos reflexionar sobre las ataduras consumistas, pero cayendo en brazos de un dogmatismo y de una frivolidad como otra cualquiera. Es una pena que un sentimiento compartido por tantos seres desubicados en la galaxia Microsoft o Starbucks, tan sólo haya servido para retroalimentar, con buen humor, el sistema, dándonos la razón como a los locos, cuando reivindicamos nuestro derecho a la pataleta. Ahí está la escena cumbre de la película donde Tyler Durden, con discurso directo y sencillo, a ratos facilón, resume el nihilismo existencial de nuestra generación. ¿De verdad les sonaba a nuevo? No dejan de ser frases cliché, lugares comunes anti-sistema. Un canto al hombre puro y primario con nostalgia por las cavernas.
 
Abusa de las ideas salvajes y desproporcionadas para epatar con el espectador y alcanzar, de este modo, la ‘constelación blockbuster’ (por cierto, que lo logró años después de su estreno con la edición en DVD de la película). Ahí está, por ejemplo, la autodestrucción como medio de redención, la celulitis con la que nos lavamos la cara, el dolor propio como sentimiento de liberación, el dolor ajeno como alternativa al Prozac, las pequeñas gamberradas servidas como actos terroristas, la explosión financiera o traca de fin de fiestas. ¿Alguien da más? La película cuenta con una estética suburbana de lo más kitsch, atractiva por decante y violenta. Fincher despliega toda una serie de secuencias y recursos visuales creativos, que saben (sabían) a nuevo (los destellos subliminales de las apariciones de Durden, el punto de vista de la cámara de seguridad, el ideario vital del protagonista, etiquetado para la escena-catálogo de Ikea), que nos arrebatan, pero también nos cansan. Quiere gustar tanto que resulta empalagosa, quedando reducida, en muchas ocasiones, a un mero abanico de imágenes efectistas. Un vídeo musical de dos horas, vaya.
 
En cuanto a la estructura, tan sólo tenemos que decir que padece el mismo mal que muchos filmes contemporáneos: arranques brillantes, desenlaces más o menos afortunados, pero nudos que pierden entusiasmo y, por momentos, caen en el hastío e incluso en la contradicción. Véanse todas las ‘operaciones gamberras’ de El Club de la Lucha (¿de verdad tienen gracia?) o la escena postiza en la que Tyler obliga a un pobre dependiente, pistola en la cabeza, a estudiar veterinaria (¿pero qué hace ahí el hada buena de Cenicienta?). Por cierto, si había que ocultarle a Jack las peculiaridades del proyecto Mayhem, ¿por qué se las explicamos a la primera de cambio? Y si nos hemos despertado como Tyler Durden, ¿para qué ser tan redundantes, ya que él es el artífice de todos los actos terroristas?
 
Tampoco es éste el mejor trabajo para los actores protagonistas, las interpretaciones rayan el histrionismo, algo más frecuente en Helena Bonham Carter, pero que nos sorprende en un Norton que siempre ha brillado por su sutileza. Brad Pitt, eso sí, redime al reparto proporcionando el tono justo a su carismático Espartaco del inconsciente.
 
La película corre el peligro de trascender como un producto generacional, una reliquia de otros tiempos. No olvidemos que, desde hace algunos años, muchos ‘hijos malditos de la Historia’, lo tienen algo más crudo. No tienen tiempo para las pajas mentales de índole existencial. Además, andan algo justos como para darse al hedonismo consumista. Bastante tienen con guardar cola en las filas del INEM, que ya ofrece emociones fuertes de por sí. Están sufriendo en sus propias carnes, sin ácido como aderezo, los efectos de una depresión que les acerca al sueño de la razón, que también produce monstruos.

El final de la cinta. Es un ‘spoiler’ como la copa de un pino, pero es que si tenéis más de 30 años y todavía no habéis visto esta escena, no tenéis perdón. Y si no captáis la imagen subliminal, mucho menos.
 
Y a continuación el tema completo Where is my mind? de Pixies, a dúo con Placebo. Porque termina la escena y como que te quedas con las ganas de escucharlo, ¿verdad?

Visionado: ‘Camino a la libertad’, de Peter Weir. ‘Reconciliados con los clásicos de aventuras’

tres estrellas


Es reconfortante saber que siguen existiendo realizadores que recuperan para nosotros el espíritu y la estructura de las películas clásicas de aventuras. En tiempos de emociones fuertes, servidas en tres dimensiones, Peter Weir, un ‘rara avis’ cuya filmografía se deja disfrutar con cuentagotas, nos recuerda que el hombre sigue expuesto a los elementos y que no hay mayor épica que la supervivencia en situaciones límite.
El planteamiento de Camino a la libertad es sencillo: un grupo de prisioneros huye del horror de un gulag siberiano en 1940. Al frente de los huidos se encuentran un joven polaco, astuto e irremediablemente generoso (Jim Sturgess) y un norteamericano duro, que hace tiempo perdió la fe en la raza humana (Ed Harris). Lo que sigue después sólo puede disfrutarse en el cine. Sólo en una gran pantalla puede uno abandonarse al placer de recorrer los paisajes de los bosques siberianos, de las interminables estepas de Mongolia, del aciago desierto de Gobi… hasta llegar a la India, intensa y desbordada por los colores. Los protagonistas de la película recorrieron más de 10.000 kilómetros y se vieron expuestos a todo tipo de infortunios. Weir nos deja ver cómo las pulsiones más primitivas de estos hombres, que sufren las inclemencias de la naturaleza y de la ambición de su gesta, conviven con los instintos más elaborados, más humanizados, como la necesidad de vivir para perdonar.
Peter Weir es un director elegante, sobrio, con un gran sentido de la estética. Nos gusta especialmente la mesura aplicada a la banda sonora o la selección de las anécdotas que nos describen a los protagonistas. También la distancia con la que se nos revelan los momentos dramáticos, como las muertes de los personajes que no superan la aventura: sin aspavientos, sin histerias, con un destino que acaba aceptándose, como si nos quisiera decir que son cosas del ciclo natural de la vida, que las criaturas, a fin de cuentas, han de reconciliarse con la madre naturaleza.
La cinta ofrece, además, unas interpretaciones estupendas, sobre todo, las de Ed Harris y Colin Farrell, en la piel de un fascinante gánster ruso de medio pelo y estalinista por estética. Mientras Harris mide cada uno de sus gestos para encontrar el matiz interpretativo preciso, la actuación de Farrell es pura energía, pura violencia gestual con una irresistible vis cómica.
Sólo le pondremos dos grandes peros a la película. El primero es una cuestión narrativa. Resulta difícil comprender cómo una serie de personajes, al borde de la existencia y sometidos a tanta angustia y tanta presión mantienen intacta su camaradería; la convivencia transcurre, en cierto modo, en una dudosa armonía. En segundo lugar, nos extraña la manera apresurada y apasionada con la que resuelve el desenlace, dado el tono casi austero, de completa objetividad, con el que se nos ha ofrecido la película. Asistimos entonces a un reencuentro demasiado efusivo, quizás complaciente, cuando la escena pedía acercamiento, redención, pero con emoción contenida. Y es que hay demasiado dolor, demasiada ausencia entre los personajes que la protagonizan.
La generosidad puede matarte en un gulag siberiano. Primera lección de un Mr Smith (Ed Harris) descreído que acabará encontrando su lugar en el mundo. Una gran muestra de cómo presentar a dos personajes al mismo tiempo con gran economía de recursos. Cine puro.

Visionado: ‘Más allá de la vida’, de Clint Eastwood. ‘Experiencias cercanas al aburrimiento’

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una estrella


Sentimos mucho que la primera vez que vayamos a referirnos a Clint Eastwood en este blog sea para darle un coscorrón por su injustificado canto a una espiritualidad sin pies ni cabeza. Entendemos que ya está llegando a una edad en que ciertas preguntas sobre las expectativas post-mortem se hacen más que necesarias, pero no podemos evitar que nos guste más que sus inquietudes cinematográficas sean sobre la moral, la conciencia, el arrepentimiento y el tesón, a ser posible con una película que no nos haga dar cabezadas de aburrimiento. Porque este manual de languideces y soserías que se ha sacado de la chistera bebe de un género totalmente respetable, pero que el cineasta ha molotovizado con lo peor de El sexto sentido y lo mejor de Ghost. O sea, con nada.
 
Estamos llegando a la conclusión de que su tándem con el angelito Matt Damon no está cumpliendo las previsiones, porque tampoco con Invictus tiramos fuegos artificiales. Y en la que nos ocupa, su personaje de parapsicólogo, en la versión masculina de la alegre y superpeinada protagonista de Entre fantasmas, nos deja con una sensación de desconexión instantánea a la terrenalidad que ninguna experiencia médium debiera proporcionar. En cuanto a las otras dos historias que forman el núcleo de la cinta, ni la de la sorprendente doble francesa de Jane Fonda, traumatizada por el tsunami, ni la del niño cazafantasmas con la misma expresividad que un soldadito de plomo, nos han transmitido nada.
No obstante, rescatamos del naufragio los diez minutos del tsunami inicial (parece que Spielberg, productor ejecutivo de este filme, le inyectó el “impacta desde el principio” que él utilizó en Salvar al soldado Ryan) y le agradecemos a Eastwood que haya intentando contarnos estas tres historias sin recurrir a ninguna extravagancia ni regodearse en ramificaciones friquis, con una gran naturalidad, una visión crítica de los engañifas del más allá e incluso una duda semi-razonable sobre lo que nos espera al otro lado. Pero si quería rendir homenaje a los sueños negros de su amado Charles Dickens, tendría que haber esperado a una historia que latiera con más fuerza y nos dejara inquietos, con algo en lo que pensar. ¿Por qué no la incluyó en Gran Torino, Mystic River o Million Dollar Baby?
También tendríamos que pedir que dejaran de traducir al castellano los títulos de determinas películas. Hereafter, su etiqueta original, no es una expresión difícil, sintetiza para los anglosajones la idea  de un antes y un después (“en lo sucesivo” o “de aquí en adelante”), y creemos que no hubiera pasado nada si lo hubieran dejado así, como el nexo de unión de todos sus protagonistas. Así habrían evitado que esta película parezca cualquier capítulo de Historias de la cripta.