BENDITA ESQUIZOFRENIA REDENTORA
David Fincher fue el padre creador del feto que fumaba en un anuncio que sacudió el mundo de la publicidad en los años 80. Ya por aquel entonces había comenzado su carrera en este ámbito y rodando videoclips musicales para hacer después oficio en la mítica Industrial, Light & Magic, de George Lucas. Allí puso efectos especiales, ni más ni menos, que a peliculones como El retorno del Jedi. Hoy, este autor de obras maestras (Seven, Zodiac) espera en la antesala de los Oscar para ver multipremiada una de sus mejores creaciones: La red social.
Pero nos hemos querido detener ante El Club de la Lucha porque golpeó nuestra conciencia, y de firme, en nuestra más tierna juventud. También porque durante dos horas miramos a pantalla sin creernos del todo lo que estábamos viendo: el espectáculo de ideas creativas y transgresoras del que éramos espectadores. Irreverente, fresca, original, revolucionaria, los insomnes del mundo recibimos en ella consuelo; los que nos sentíamos perdidos ante la búsqueda de nuestra identidad, hoy cosificada, nunca llegamos a encontrarnos, pero le quitamos hierro al asunto para tomárnoslo a cachondeo. Descubrimos que lo nuestro era mal de muchos y, además, fantaseamos con una vía de escape, un ‘reseteo purificador’ que nos devolvía, a base de palizas, a la cueva primigenia. Los que tuvieron suerte quizás encontraran allí su animal de poder o la bendita esquizofrenia redentora. Todo era posible después de aquel viaje alucinante hecho cine y basado en la estupenda novela de Chuck Palahniuk.
Es fascinante el ritmo vertiginoso, caótico (una red de impactantes secuencias breves), con el que se nos describe la angustia de ser alguien equivocado. Nos quedamos atónitos con la fotografía que se sirve a base de claroscuros, en este caso escatológicos y con iluminación de clave baja, para recrear el ‘entorno purificador’ del caserón abandonado. Así, Fincher nos permite escapar del mundo de coches caros y estrellas de rock, de nuestras ilusiones alborotadas.
Son tantos y tan brillantes los hallazgos visuales de Fincher en la película que baste recordar unos pocos para tenerle siempre presente como uno de los autores imprescindibles de nuestros tiempos. Ahí está, por ejemplo, ese Tyler Durden (Brad Pitt) que se nos revela subliminal, a golpe de pestañeo, para deformar nuestra capacidad de percepción o el punto de vista de la cámara de vigilancia o el fotograma agitado por la imagen de Jack (Edward Norton) / Tyler (Pitt), una distorsión demencial que nos conduce de cabeza al desenlace inevitable. Y qué hay de ese apoteósico final, con el estupendo tema Where is my mind? de Pixiesde fondo y donde asistimos, de la mano de Jack y Marla (Helena Bonham Carter) a la caída del imperio de las tarjetas de crédito.
Pero quizás nos quedemos con la escena clave del discurso de Tyler, donde nos descubre: “Somos hijos malditos de la Historia, desarraigados y sin objetivos. Nuestra guerra es una guerra espiritual, nuestra gran depresión, nuestra vida. Crecimos con la televisión, que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, pero no lo seremos y lo vamos descubriendo poco a poco y eso, nos cabrea”. La cámara nos enmarca la escena alejada para acercarse, escasos segundos después, y prestar toda la atención a un Brad Pitt que desborda carisma. Y cuando el ‘speech’ gana en intensidad, damos vueltas en torno a él, con el vértigo de un tío-vivo, para no perdernos ni una palabra de la gran verdad que nos está siendo revelada: la filosofía abatida que describe nuestro estilo de vida y que suena a arcada.
No queremos terminar sin rendir un breve homenaje a la interpretación más destacada. Fascinante Edward Norton. Nos quedamos colgados de su mirada derrotada, hastiada, pero con una extraña fuerza insolente. Como ha venido demostrando a lo largo de su carrera es, con diferencia y no sólo por su versatilidad, el actor más importante de su generación.
En fin, nunca olvidaremos El Club de la Lucha, una película que te pone al borde del precipicio para que Brad Pitt te pregunte: “¿qué hay de tu vida? ¿qué hiciste con ella?” Porque no todos tenemos la suerte de ser el ‘Dr. Jeckyll y Mr Cabrón’ al mismo tiempo, para librarnos de nuestras ataduras terrenales. Ahora, eso sí, hay algo que tenemos claro. De pelearnos con alguien, lo haríamos con la ‘venganza autosatisfecha’ de Fincher porque después de esta película se tuvo que quedar como nuevo. Le sirvió para reivindicar su identidad, suponemos que también cosificada, pero harto conocida y reconocida en todo el mundo.
La doctrina de los hijos malditos de la Historia convertida en plano-secuencia generacional. Los que ya serán padres bastardos que la re-visionen ahora a ver qué resultado les sale.
NOSTALGIA HIPÓCRITA POR LAS CAVERNAS
El Club de la Lucha ha pasado por nuestras vidas como uno de esos fotogramas subliminales que se cuelan, de vez en cuando, en el metraje de la película. De manera sibilina revolucionó nuestro consciente durante una temporada. Nos hizo cuestionarnos nuestras miserables y lobotomizadas vidas capitalistas para perderse, esa pequeña revuelta existencial, en el olvido y dejarnos continuar con nuestros asuntos cotidianos, como si tal cosa. El mensaje nos alucinó, nos divirtió, nos identificó con el resto de los mortales, pobres borregos que se dejan conducir por una existencia que no les pertenece, pero no caló. El subconsciente quedó virgen.
Esto es quizás lo que más nos molesta de la película: su desesperada actitud provocativa para denunciar nuestras existencias en serie, su intención de hacernos reflexionar sobre las ataduras consumistas, pero cayendo en brazos de un dogmatismo y de una frivolidad como otra cualquiera. Es una pena que un sentimiento compartido por tantos seres desubicados en la galaxia Microsoft o Starbucks, tan sólo haya servido para retroalimentar, con buen humor, el sistema, dándonos la razón como a los locos, cuando reivindicamos nuestro derecho a la pataleta. Ahí está la escena cumbre de la película donde Tyler Durden, con discurso directo y sencillo, a ratos facilón, resume el nihilismo existencial de nuestra generación. ¿De verdad les sonaba a nuevo? No dejan de ser frases cliché, lugares comunes anti-sistema. Un canto al hombre puro y primario con nostalgia por las cavernas.
Abusa de las ideas salvajes y desproporcionadas para epatar con el espectador y alcanzar, de este modo, la ‘constelación blockbuster’ (por cierto, que lo logró años después de su estreno con la edición en DVD de la película). Ahí está, por ejemplo, la autodestrucción como medio de redención, la celulitis con la que nos lavamos la cara, el dolor propio como sentimiento de liberación, el dolor ajeno como alternativa al Prozac, las pequeñas gamberradas servidas como actos terroristas, la explosión financiera o traca de fin de fiestas. ¿Alguien da más? La película cuenta con una estética suburbana de lo más kitsch, atractiva por decante y violenta. Fincher despliega toda una serie de secuencias y recursos visuales creativos, que saben (sabían) a nuevo (los destellos subliminales de las apariciones de Durden, el punto de vista de la cámara de seguridad, el ideario vital del protagonista, etiquetado para la escena-catálogo de Ikea), que nos arrebatan, pero también nos cansan. Quiere gustar tanto que resulta empalagosa, quedando reducida, en muchas ocasiones, a un mero abanico de imágenes efectistas. Un vídeo musical de dos horas, vaya.
En cuanto a la estructura, tan sólo tenemos que decir que padece el mismo mal que muchos filmes contemporáneos: arranques brillantes, desenlaces más o menos afortunados, pero nudos que pierden entusiasmo y, por momentos, caen en el hastío e incluso en la contradicción. Véanse todas las ‘operaciones gamberras’ de El Club de la Lucha (¿de verdad tienen gracia?) o la escena postiza en la que Tyler obliga a un pobre dependiente, pistola en la cabeza, a estudiar veterinaria (¿pero qué hace ahí el hada buena de Cenicienta?). Por cierto, si había que ocultarle a Jack las peculiaridades del proyecto Mayhem, ¿por qué se las explicamos a la primera de cambio? Y si nos hemos despertado como Tyler Durden, ¿para qué ser tan redundantes, ya que él es el artífice de todos los actos terroristas?
Tampoco es éste el mejor trabajo para los actores protagonistas, las interpretaciones rayan el histrionismo, algo más frecuente en Helena Bonham Carter, pero que nos sorprende en un Norton que siempre ha brillado por su sutileza. Brad Pitt, eso sí, redime al reparto proporcionando el tono justo a su carismático Espartaco del inconsciente.
La película corre el peligro de trascender como un producto generacional, una reliquia de otros tiempos. No olvidemos que, desde hace algunos años, muchos ‘hijos malditos de la Historia’, lo tienen algo más crudo. No tienen tiempo para las pajas mentales de índole existencial. Además, andan algo justos como para darse al hedonismo consumista. Bastante tienen con guardar cola en las filas del INEM, que ya ofrece emociones fuertes de por sí. Están sufriendo en sus propias carnes, sin ácido como aderezo, los efectos de una depresión que les acerca al sueño de la razón, que también produce monstruos.
El final de la cinta. Es un ‘spoiler’ como la copa de un pino, pero es que si tenéis más de 30 años y todavía no habéis visto esta escena, no tenéis perdón. Y si no captáis la imagen subliminal, mucho menos.
Y a continuación el tema completo Where is my mind? de Pixies, a dúo con Placebo. Porque termina la escena y como que te quedas con las ganas de escucharlo, ¿verdad?
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