Visionado: ‘La teoría del todo’, de James Marsh. ‘Una pulcra ecuación’

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tres estrellas

Cuando el teórico y fisico Stephen Hawking vio por primera vez La teoría del todo se quedó maravillado por cómo había sabido captar la esencia de los años más importantes de su vida. Así lo afirmó. No sucede con frecuencia en el caso de los biopics, cuando estos se realizan con el personaje narrado todavía vivo, y nunca está claro si eso es bueno o malo. Para nosotros, el hecho de que a Hawking le encantara la película no era un punto a favor, porque significaba que sería complaciente, amable y tremendamente respetuosa. Adjetivos aptos para la vida cotidiana pero no siempre para el cine, o más bien, no para el cine sobre el sacrificio, el esfuerzo y la enfermedad, que requiere de crítica, de matices, de suciedad, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, tampoco podía ser de otra forma, puesto que el guion partía del libro que su ex mujer y todavía gran amiga, Jane Hawking, escribió sobre los años que pasaron juntos.

Vaya por delante que La teoría del todo es una película magnífica, brillante en buena parte de su metraje y honesta desde el principio a la hora de identificar por dónde va a descolocarnos. Tiene un arranque majestuoso, de corte clásico y tremendamente emotivo que supone la mejor parte de su metraje: los años de Hawking como estudiante, su inocente y alegre sentido de la vida, su desbordante talento y el inicio de su lucha contra la enfermedad que le postró en una silla de ruedas durante el resto de su vida. Es en ese primer bloque donde todos los elementos más deslumbrantes del filme se despliegan ante nosotros con total transparencia: el vitalismo, el amor o el sentido del humor (de lo mejor de la película). Es de agradecer esta tremenda honestidad, esa desnudez en la realización.

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Visionado: ‘Magia a la luz de la luna’, de Woody Allen. ‘Rebosando encanto y prisas’

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tres estrellas

En Magia a la luz de la luna viajamos, una vez más, a otro de los paraísos remotamente perdidos de Woody Allen. En concreto, al sugestivo Berlín de los años 30 donde nos presenta a un célebre mago inglés, Stanley Crawford (Colin Firth), que se esconde tras un disfraz de chino mandarín (Wei Ling Soo) para dar rienda suelta a sus sofisticados números de ilusionismo. Malhumorado, egocéntrico, descreído y bastante desencantado con aquello de la vida, decide desenmascarar a una médium (Emma Stone) que aparentemente ha hecho presa fácil de una familia de multimillonarios en plena Costa Azul.

Woody Allen lleva a la gran pantalla uno de sus divertimentos ligeros, revestido de comedia sofisticada que sabe deshacerse en diálogos y reflexiones brillantes, llenas de ingenio a los que, sin embargo, les falta una buena percha. Y no es que el planteamiento de la película no sea estimulante, que lo es y mucho, pues Allen enfrenta dos maneras de entender la existencia: la de aquellos que prefieren contemplarla rodeada de cierto halo de misterio (un cajón de sastre donde bien pueden alternarse las casualidades cargadas de intenciones, la magia o las almas en pena y con incontinencia verbal) o presentada a las bravas, sin un más allá que nos redima del absurdo. Pero lo cierto es que los personajes no tienen verdadera garra cómica y este Woody Allen, tan aferrado a los ‘grandes existenciales’ (demasiado desconcierto) no llega a soltarse, a relajarse en el humor inteligentemente disparatado con el que, en otras ocasiones, ha sabido brindarnos grandes obras maestras.

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Visionado: ‘Birdman’, de Alejandro González Iñárritu. ‘Pájaros en la cabeza’

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tres estrellas

Es una fórmula que no falla. Un cineasta de culto rescatando del ostracismo a un actor ya entrado en años para mostrarlo decrépito, decadente y sincero. La última vez que este sistema nos fascinó fue con Micky Rourke a las órdenes de Darren Aronofosky en El Luchador, y aunque en Birdman el mexicano Alejandro González Iñárritu va incluso un paso más allá con Michael Keaton, ya que parece contarnos buena parte de su verdadera historia, no nos ha acariciado el corazón como aquella. Quizás porque todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo en que se trata de una obra maestra de la comedia, cuando nosotros solo vemos a su director huyendo del fabuloso dramatismo de su filmografía anterior con un sentido del humor que, sin embargo, le sigue saliendo amargo, y con un resultado irregular, impostado y algo frío.

Cuatro guionistas, incluido el propio Iñárritu, son los autores de la historia de un actor en horas bajas, famoso por haber interpretado a un superhéroe cinematográfico durante años, que intenta resurgir de sus cenizas sacando adelante nada menos que en los escenarios de Broadway la adaptación teatral de una obra de Raymond Carver. Acosado por las contrariedades que se van sucediendo antes del preestreno, rodeado de personas con serias turbulencias emocionales y martirizado por la voz de su pajarraco interior, Riggan Thomson (Keaton) se regodea en una caída en picado que encuentra su mejor virtud en un falso plano-secuencia que dura toda la película, trucado en barridos, puertas que se abren y cierran, y miradas al cielo. Un revolucionario método de rodaje que se convierte en lo mejor de la película junto con la fotografía de ese genio llamado Emmanuel Lubezki ‘Chivo’.

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Visionado: ‘El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos’, de Peter Jackson. ‘Siempre nos quedará la Tierra Media’

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tres estrellas

A los que nos declaramos fans del universo Tolkien nos llegó hace mucho tiempo el momento de reconocer nuestra favorable sugestión a cualquier plano de Peter Jackson adentrándose en la Tierra Media o a cualquier partitura de Howard Shore acompañando a un hobbit (el que fuera) en sus aventuras. Que todo nos valía ya. Esa fue la pauta con la que hace dos años iniciamos el camino de esta nueva adaptación al cine del mago neozelandés. Lo hicimos con ilusión y nostalgia, así como con una predisposición de tolerancia a cualquier derrape mental que se permitiera su director, puesto que partía de un libro infantil, precuela de El Señor de los Anillos, que necesitaba ser engordado y del que se empeñó en sacar una nueva trilogía, que ahora ya podemos catalogar de innecesaria en su duración.

No sabemos si la La batalla de los cinco ejércitos es el broche final a las fantasías de Jackson y a su empeño en seguir plagiándose a sí mismo, lo cual nos parece estupendo, dicho sea de paso.  No sabemos si en los Apéndices o en El Silmarillion de Tolkien, ya entremezclados a lo loco con las películas sobre El Hobbit, encontrará dentro de unos años una nueva forma de regresar a este universo. Pero para nosotros sí que ha supuesto el fin de nuestras expectativas. Incluso conscientes de que esta tercera parte ya poco tenía que ver con las andanzas literarias de Bilbo Bolsón, aún confiábamos en que Jackson volviera a sacarnos el grito de asombro con el que asistimos a la traca final de El retorno del Rey. Al no haber sido así, poco nos queda ya salvo agradecerle el intento y alguna que otra innovación en sus secuencias bélicas y en su talento para el entretenimiento.

Lo primero y más importante es que casi no hay Bilbo en esta tercera parte. Su amable y simpática construcción interpretativa en Un viaje inesperado, así como su duelo con el dragón, que tan buen sabor de boca nos había dejado en el final de La desolación de Smaug, queda en esta tercera entrega relegado a su pequeñez, que no es precisamente física, al carecer de toda relevancia para la conclusión de la historia. Nuestro hobbit más querido, salvo en su papel de mediano mediador entre la enfermedad de poder del enano Thorin Escudo de Roble y la búsqueda de la recompensa milenaria de elfos y hombres, no hace sino pasearse por la pantalla como un títere en manos de alguien que parece estar muy aburrido. Tampoco ayuda que la mutilación de su personaje sea en favor de vergonzosos pegotes argumentales como el sinsentido de Legolas o la historia de amor entre la elfa Tauriel y el enano Kili. El magnífico Martin Freeman siempre ha sido el mejor tesoro de esta trilogía y su encarnación de Bilbo hubiera merecido mayor recompensa final.

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Visionado: ‘St. Vincent’, de Theodore Melfi. ‘El cuento de nunca acabar’

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tres estrellas

Había una vez, en la América de los sueños rotos, un viejo ogro cascarrabias de costumbres relajadas. Borracho, putero y astuto, el tipo sabía, sin embargo, esconder un buen corazón. Un músculo sonrosado que, para su vergüenza, se le quedó al descubierto cuando el destino puso en su vida a un niño de familia desestructurada. Es decir, nada nuevo bajo el sol. Una vez más, con St. Vincent, Hollywood nos receta un cuento de Navidad que no es sino una comedia fabricada en serie con su dosis de buenas intenciones y humor sin grandes sorpresas.

Y esto no quiere decir que St. Vincent no sea divertida, lo es a ratos, pero basa buena parte de su chispa en el carisma y el estupendo trabajo de dos de los actores protagonistas, Bill Murray y Naomi Watts, que se sobreponen a un guión predecible en su relato, pero con algunos golpes cómicos que se dejan querer. Y así se nos dibuja el santo varón del título, un tal Vin, un abuelo sin descendencia, pero con un montón de deudas de juego a sus espaldas, enganchado a una prostituta rusa embarazada y principal valedor de un gato con el hocico muy fino. Un primor al que le cambia la vida cuando una madre divorciada ocupa la casa de al lado con su hijo. Vincent acabará ganándose un dinerillo cuidando al niño mientras que su progenitora pasa largas jornadas en un trabajo mal pagado. Ahí comienza la gracia porque el viejo cascarrabias se dedicará a darle al chaval lecciones de vida de una manera poco ortodoxa, pero al parecer, bastante productiva.

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Visionado: ‘El Niño’, de Daniel Monzón. ‘Acción sin reacción en el Estrecho’

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tres estrellas

El puerto de Algeciras, el Estrecho de Gibraltar, el Peñón y Marruecos son escenarios con suficiente juego estético y narrativo para montar una gran película de acción. El Niño no falla en tal misión. Está configurada como un gran thriller sobre el tráfico de drogas en el que la música y las localizaciones tienen la inteligencia y el saber hacer de los expertos en cascarones, en saber armar una buena historia con esos elementos estimuladores de la adrenalina que, como mínimo, hacen que prestemos atención. Ese ha sido el principal éxito del intrépido Daniel Monzón, junto con una abrumadora (por no decir cargante) campaña promocional que creemos que está batiendo algún record guiness de duración.

El cineasta es perro viejo y con Celda 211 intentó quedarse con la copla: nada vende mejor que un personaje principal atrayente. No obstante, debió apuntarse mal la nota o la letra, porque decide que para su particular The Wire a la española lo mejor era agenciarse un actor guapetón, de ojos transparentes, cuello imposible y talento interpretativo algo más que cuestionable. Jesús Castro es ese Niño entre dos tierras. El papel de joven temerario, callado, ambicioso, cebo, partícipe y azote del narcotráfico, le queda tan grande que a ratos da hasta algo de lástima. Está a unos mil universos de nuestro concepto del carisma, y no digamos de Malamadre, a quien no podemos evitar buscar en un Luis Tosar cuyo papel de policía atormentado y obsesionado con pillar a los malos está configurado a brochazos y casi con desgana.

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Visionado: ‘Lucy’, de Luc Besson. ‘Psicodelia metafísica’

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tres estrellas

Lucy es un viaje por la psicodélica cinematográfica más adulterada. Y es una película muy difícil de clasificar. En origen, es una película existencialista que coquetea con el thriller y busca como coartada el cine de acción. Preparada para impresionar, pero sin demasiada garra. Un estilo cargante lleno de artificios muy elaborados, con hallazgos visuales, pero que al estirarse en el tiempo resultan cargantes. Una estética ‘underground’ que sublima un Taiwan pasado de rosca. Así se ve en las cámaras lentas, en las escenas paralelas donde el hombre acaba encontrando su reflejo en los comportamientos de los animales salvajes.

“El objetivo de la vida es ganar tiempo”. Ese parece ser al menos el propósito de Lucy, la primera mujer sobre la Tierra de la que tuvimos noticia y también la de su tocaya, su alter ego en nuestros días y mujer de sensualidad imponente. Una Scarlett Johansson que por frecuentar malas compañías acaba ejerciendo de mula para una mafia de Taiwan con ramificaciones en Europa. Hasta que le estalla la droga en las entrañas convirtiéndola en una especie de ser humano hiper evolucionado que conserva un instinto primario: su necesidad de buscarle un sentido a su existencia. La droga que asimila le convierte en una mujer que llega a utilizar el 100% de su capacidad cerebral y eso le da control sobre las ondas magnéticas y eléctricas, una extraño poder sobre la gravedad de la tierra y la capacidad de sentir la existencia con todas sus consecuencias.

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