‘Lucía y el sexo’, de Julio Medem. ‘Un agujero por el que escapar’ vs ‘Universo demasiado extranjero’

 
UN AGUJERO POR EL QUE ESCAPAR
 
Lucía cuelga el teléfono antes de tiempo. Le han dicho que Lorenzo, su novio, con el que ha discutido hace apenas unas horas, ha tenido un terrible accidente de tráfico. Y ya no quiere escuchar nada más. Por una décima de segundo, ese gesto impaciente marcará para siempre las vidas de los protagonistas de esta mágica y asombrosa película, una de las mejores del siempre original y singular Julio Medem, que volvió a embarcarse en su universo de naufragios, planos en mecedora y simbología sexual para contarnos no una, sino varias historias de amor que van a parar a una isla que flota sobre el mar.
 
El cineasta donostiarra se adentró en todo un tratado sobre la concepción del sexo como movimiento del mundo, ya sea explícito, carnal, esporádico, eterno o sórdido, para explicarnos cómo la desgracia a veces encuentra una forma de transformarse en algo menos doloroso. Reconocido internacionalmente, con un guion a base de saltos en el tiempo, el filme comienza con la certeza de Lucía (Paz Vega) sobre la posible muerte de Lorenzo (Tristán Ulloa) y su huida hacia una isla que él le mencionó alguna vez pero donde nunca quiso llevarla. Allí decide comerse su tristeza, vivir sola, desnudarse, despojarse de todo y darse otra oportunidad.
 
Años atrás conocemos el encuentro sexual de Lorenzo, en el día de su cumpleaños, con una desconocida, Elena (Najwa Nimri), en esa misma isla, bajo una inmensa luna. Y tiempo después, frustrado por su falta de inspiración como escritor, conoce a la luminosa, impulsiva y sensual Lucía, con la que decide compartir su vida hasta que el descubrimiento de un secreto le lleva hasta Belén (Elena Anaya), rodando en picado hacia la desgracia, hacia una muerte bajo la forma de la peor pérdida que un ser humano puede padecer.
 
 
Con Lucía y el sexo, Medem dio luz en el año 2000 a su película más personal y conmovedora. Rodada en alta definición entre Madrid y la isla de Formentera, consiguió que la pornografía se nos hiciera cotidiana, se movió entre la fantasía y la ficción como no había vuelto a hacer desde Tierra (1996), y en ese juego de capicúas irremediables que tanto le gustan, nos balanceó entre el cielo y el infierno a base de sol, luna, viento, faros y cuevas. Estudiando los pormenores del fracaso intelectual, del amor incondicional, del destino, del perdón, de las relaciones sexuales y del tiempo, configuró varios cuentos que en realidad son solo uno, pero llenos de agujeros por donde escapar, como el que Lorenzo escribe para consolar a Elena, y el que lleva a Lucía a descubrir la verdad de todas las cosas.
 
Entre medias, descubrimos a Lucía y Lorenzo, en el comienzo de su relación, como una de las parejas más entrañables del cine español, precipitándose hacia un mundo de sueños, alucinaciones y fiebres de culpabilidad que adquieren forma de pesadilla en él y de frustración en ella. Vega y Ulloa generaron una química explosiva en sus respectivos papeles, de los mejores de su carrera para ambos, arropados por la sensibilidad poética de Medem, por las melodías inconfundibles de Alberto Iglesias y por el espacio magnético que en la película ocupan Anaya y Nimri. Buceadores todos de un mundo submarino donde el sexo y el amor son pequeños tubos por los que respirar, aunque solo sea para sentirse vivos.
 
No es una película fácil ni humilde ni sencilla. Está llena de detalles, metáforas y pequeños regalos que solo pueden gustar si se conoce en profundidad el cine de Medem, desvergonzado, hipnótico, transgresor, perturbador, alucinoide desde Vacas (1992), su fabuloso primer largometraje. Queremos decir que Lucía y el sexo no es la más recomendable para empezar a conocer a este cineasta, pero sí su mayor canto al amor. Con sus primeros planos de genitales, el contraste que genera con el romanticismo contemporáneo, a base de huidas, desengaños y pérdidas, provoca una plena sensación de encaje narrativo entre lo cóncavo y lo convexo. Sus personajes así lo entienden al final, cuando nos percatamos de que en apenas diez metros cuadrados cabe toda la redención del mundo.
 
No podemos evitar dejar aquí el momento en que Lucía y Lorenzo se conocen. Una declaración de amor en toda regla, y quizás la imagen más “sencilla” de la película:
 

 

UNIVERSO DEMASIADO EXTRANJERO
Nadie lo pone en duda. Julio Medem es uno de los cineastas europeos más brillantes e interesantes por su singularidad creativa. Un realizador con una capacidad asombrosa para contar historias bellas, apasionadas, con un romanticismo y una lucidez estética diferente. Sin embargo, en Lucía y el sexo, quizás su película más celebrada, el autor se pasó de revoluciones ofreciendo una obra, sencillamente, excesiva.
Hay que reconocer sus méritos y la estrategia que hay detrás de ella y que parecen tener un único fin del que el autor es demasiado consciente: aspira, ante todo, a convertirse en una película de esas que “se te agarran dentro y no te dejan”. Así, Lucía y el sexo cuenta con por un guión y un metraje que, emocionalmente, parecen sabérselas todas. Sabe cómo tocar la fibra sensible a través de encuadres asombrosos, de una fotografía digital que ‘abrasa’ y que deslumbra los colores extremos del mar, de la tierra y del cielo.
Siempre nos ha fascinado la creatividad de Julio Medem a la hora de fabular la vida de las gentes y sus circunstancias, pero en este caso, nos resulta muy pelma su visión absoluta, si no absolutista, de contemplar los sentimientos. En especial, el del amor. Lucía nos cuenta que se muere de ídem, Elena, la paellera valenciana, se alegra exageradamente, y seamos sinceros, sin venir a cuento, de la felicidad de una recién llegada a su vida (Lucía). Y las traiciones y las desgracias, cargadas de sentimiento de culpa, se diluyen acunadas por el encanto o el encantamiento de una isla que se mueve, al estar hueca, y en donde la gente se refugia para olvidar. Y en ella, o lejos de ella, los personajes se pierden y se encuentran en una especie de cruce de destinos sin guiños, donde las casualidades pierden su halo mágico y revelador porque son demasiado brutas, tan forzadas, que nos sacan de manera brusca de la historia y nos recuerdan que estamos viendo una ficción altamente recargada.
Las coincidencias en esta película de Medem no son como las de Kieslowski, confeccionadas con cierta melancolía que nunca deja de ser sarcástica, un rasgo muy eficaz de su cine para abundar y reflexionar sobre los vínculos que nos unen o nos alejan en este universo. En el caso del cineasta vasco, la casualidad no parece fluir sino imponerse. Esa sinfonía de frases naif, pero profundas, así como muchas situaciones, demasiado preparadas, caen en el error de abundar en un universo propio que, a muchos, les puede resultar demasiado extranjero. En Lucía y el sexo el dolor tiene mucha más estética que desgarro y el sexo deja de ser una fuerza irresistible de la naturaleza, un detonante para la vida y la muerte, para convertirse en alguien más importante.
Paz Vega se esfuerza en el que es, sin lugar a dudas, su mejor trabajo. Pero su personaje es demasiado cándido y bienintencionado. Junto a ella está su amor, un personaje atormentado que se deja llevar, a pesar del buen oficio de Tristán Ulloa, y al que le toca la difícil papeleta de encarnar a un escritor que en lugar de hablar suelta frases preciosistas, como quien pone un huevo de Fabergé. Los actores que parecen sentirse más cómodos con sus personajes son los secundarios, probablemente porque no hay demasiada literatura perfilando sus rasgos. Está fantástico en sus apariciones fugaces Javier Cámara, pero la que sin lugar a dudas brilla, por encima de todo el elenco, es la fantástica y epidérmica Elena Anaya.
En fin,  el cuento de Lorenzo y la película de Medem no quieren terminar nunca. Tienen vocación de trascender a toda costa. Por eso, vuelven a aparecer en medio de la historia para dejar un final abierto, como pidiendo disculpas, por si se hubiera dejado a algún incauto por el camino incapaz de quedarse hechizado por su propuesta argumental, lírica… y estética. Para levarse al huerto, in extremis, a aquel que ni quiere ni se deja.
Para terminar, la forma en que Lorenzo busca su expiación con una Elena hundida en el dolor. El cuento que nunca acaba:

Visionado: ‘Tesis sobre un homicidio’, de Hernán Goldfrid. ‘Detalles que despistan’

tres estrellas

Roberto Bermúdez (Ricardo Darín) es un abogado y profesor penalista. Un hombre que ha llegado a los 50 y a lo más alto de su carrera. Escribe libros, mantiene romances fugaces, bebe más de la cuenta y tiene alguna que otra recaída sentimental, añorando terriblemente a su ex. Es un profesional de prestigio a cuyas clases de posgrado acuden los alumnos más prometedores. Uno de ellos es el hijo de un viejo amigo, también abogado. Se llama Gonzalo (Alberto Amman) y es un joven de mente rápida, sagaz, con mucho encanto e ideas peligrosamente brillantes. Un hombre que profesa una inquietante admiración hacia su profesor Bermúdez cuya carrera sigue desde que era pequeño. Una tarde, mientras Roberto y sus alumnos están dando clase, se descubre el cuerpo sin vida, salvajemente mutilado, de una mujer en el aparcamiento de la Facultad de Derecho. Bermúdez irá convenciéndose, poco a poco, de que el asesino le ha lanzado un órdago y le reta a descubrir su identidad. El penalista sospechará en seguida de su mejor alumno, y acabará obsesionándose con el móvil de un asesinato que, en un principio, no le corresponde resolver.
El protagonista se ve inmerso en un caso que le pone al límite, juega con sus estados de ánimo,  despierta su curiosidad, alimenta su morbo, reta su intelecto e incluso amenaza con echarle el muerto a sus espaldas. La tesis de un asesinato perfectamente calculado, y que ha sido ‘diseñado’ a partir de los resquicios legales y las lecciones bien aprendidas, sin embargo, deja mucho que desear en sus conclusiones. 

Y es que esta película comienza con buen pie, convence en la presentación de los personajes, tan llena de esos detalles que aportan rasgos de humanidad, para dejar al descubierto mentalidades complejas o atormentadas. Tiene el magnetismo y la fuerza de unos de diálogos brillantes y de unos personajes que presentan cierto carisma. Además, es una de esas películas que plantea interesantes reflexiones, en este caso, sobre las contradicciones que ofrece una justicia que, idealmente concebida, ha de verse necesariamente administrada por el hombre, un ser rendidamente imparcial por naturaleza.
En la segunda mitad, la vitalidad de la película se difumina. No sabríamos exactamente por qué, pero el clímax alcanzado se desinfla de manera más evidente tras descubrir las presuntas razones por las que se comete el homicidio. Y es curioso que no sepa mantenerse el buen pulso de la narración cuando la ‘tragedia’ desvelada, tiene mucha fuerza dramática. Es como si al realizador Hernán Goldfrid y a Patricio Vega, su guionista, se les fuera el argumento de las manos y no quedaran convencidos de la solución que apuntan.
El final queda bastante abierto y, así, nunca sabremos a ciencia cierta qué contiene la Tesis elaborada por Gonzalo, el alumno perfecto, soberbio, atildado y quizás asesino. Aunque sea éste siempre un recurso interesante que endosa a la imaginación del espectador toda la responsabilidad a la hora de completar una historia, en este caso, parece más bien una manera, pretendidamente original, de no querer cerrar un vínculo emocional que ha creado demasiadas expectativas. Es el problema de apoyar el peso de una historia en un ‘duelo sostenido’ entre dos personajes, sin que aparezcan muchos más ‘sospechosos’ u otras historias secundarias para distraer la atención. Poniendo encima de la mesa un móvil convincente con bastante antelación y sirviendo poca cosa en los postres. Llevándole la contraria a nuestro querido Bermúdez,  no “todo está en los detalles”. 
 
 

Visionado: ‘Alacrán enamorado’, de Santiago A. Zannou. ‘Sudar el odio’

 
cuatro estrellas
 
Dos aguijones en forma de pinza. Con eso cuentan los alacranes para paralizar y matar a sus víctimas. Pero con utilizar uno de ellos suele ser suficiente. Solo a veces se enfrentan con un enemigo de tal calibre que necesitan los dos para asegurarse el triunfo. Julián (Álex González) es un joven violento que forma parte de una organización xenófoba que “limpia” de inmigrantes los barrios de Madrid, con miembros encandilados por el carismático y simplón discurso de su líder, Solís (Javier Bardem). Su mejor amigo, Luis (Miguel Ángel Silvestre) le iguala en odio e ideas neonazis. Pero no sabe que su paso por un gimnasio de boxeo le hará convertirse en algo distinto, tomar una ruta diferente y más difícil, donde los mediocres esquemas sota-caballo-rey se rompen y el alacrán debe decidir a quién propinar su último aguinozajo.
 
Alacrán enamorado ha sido para muchos toda una sorpresa. La adaptación al cine de la novela homónima de Carlos Bardem que ha realizado Santiago A. Zannou, con la ayuda en el guión de su propio autor, incorpora los elementos estéticos, morales, narrativos e interpretativos de los grandes relatos. En un tema como la xenofobia y los neonazis,  controvertido y no siempre eficazmente abordado en el cine español, el guion discurre a través de las mejores herramientas: la sencillez y el realismo. Realistas son los personajes de los dos jóvenes, realista es esa subterránea sala de boxeo, realistas son las dudas de Julián sobre sus acciones, realista es el discurso persuasivo de los fascistas disfrazados de predicadores, y realistas los diálogos, sintéticos y urbanos.
 
Pero sobre todo, impregna a la película de sobriedad, nobleza y talento la huella del entrenador jefe del local, el actor, monologista y auténtico boxeador de origen libanés Hovik Keuchkerian; y la del propio Carlos Bardem, como el peso pesado caído en desgracia Carlomonte. Son dos contrapuntos del éxito y la fama, justo los que necesita Julián para que, desde un lado y otro, sienta en sus puños la necesidad de ser un gran boxeador para así poder “sudar su odio”, tatuado en su carne desde adolescente, mamado en las calles, impostado por una vida miserable y desgraciada. El tercer vértice sera Alisa (Judith Diakhate), trabajadora mulata del gimnasio, y elemento decisivo para el choque moral del protagonista.
 
Lo más impresionante es constatar cómo, desde ese baile de elementos aparentemente simples (salvo por algunos efectos a cámara lenta y algunas secuencias de videoclip), se nos permite el paso hacia una película de aprendizaje nada fácil. Ni siquiera el propio Julián es consciente de lo que sucede dentro de él. Solo sabe que no le gusta que le recuerden que es un nazi, que solo quiere boxear y que descarga una rabia que queda sepultada en sus guantes y en su sangre, sin espacio para la violencia fuera ya del ring. Pero el peaje por el pasado debe pagarse y su salida de las garras de la organización que lo “crió” tendrá previsibles consecuencias.
 
Nos encontramos con que Alacrán enamorado pasa a formar parte de ese gran género en sí mismo que ha conformado el cine en el cuadrilátero. Nos olvidamos por un momento de la gran catarsis que supusieron El odio (1995) o American History X (1998) en cuestiones de racismo, y nos acordamos de Million Dollar Baby (2004) o de los querubes traficantes que encontraban una salida en el boxeo en la soberbia serie The Wire o en la novela El poder del perro. Decenas de expiaciones realizadas a puñetazo limpio, contra un adversario igual a nosotros, pero al que no odiamos. Empezamos a creer que ese tipo de violencia controlada es un gran arma de redención y sumisión. Solo hay que contemplar y entender el maravilloso final de esta película para tenerlo más claro que nunca.
 
De esta forma, Zannou compone una película social, de denuncia nada escondida, con elementos de thriller y acción algo facilones pero tolerables, y un soberbio mensaje de alerta sobre quienes se aprovechan de la miseria. Esto le otorga una estrella más desde que conmovió al respetable con su retrato sobre drogas y discapacidad en El truco del manco (2008) y con su documental La puerta de no retorno (2011). Coincidencia o no, durante algunos días hemos visto cómo el recurso al “nazismo” se ha utilizado de manera algo irresponsable en altas esferas. Esta cuestión no es baladí. Es cosa de alacranes, escorpiones con dos armas letales. Por eso agradecemos esta noble historia y esperamos que su proyección llegue más allá que los titulares de los periódicos.
 

Visionado: ‘La parte de los ángeles’, de Ken Loach. ‘Optimismo con Denominación de Origen’

 
cuatro estrellas
 
Todo comienza cuando Robbie (Paul Brannigan) conoce a su hijo recién nacido. El mundo se le pone patas arriba y se promete, a sí mismo, dejar la mala vida para convertirse en un tipo del que su vástago no tenga que avergonzarse. De este modo, Robbie, quien acaba de librarse providencialmente de la cárcel, asiste al ‘Programa de servicios a la comunidad’ de Glasgow con energías renovadas y cargado de buenos propósitos. Allí, conoce a Harry (John Henshaw), su educador, quien le introducirá en un nuevo e inesperado mundo: el del Whisky. Robbie descubre que tiene talento como catador, sin embargo, su pasado no deja de perseguirle por lo que, antes de verse en una encerrona, decide sacar provecho de sus cualidades de una manera un tanto dudosa. Junto a tres compañeros (sin trabajo, sin esperanzas y sin futuro, como él): Rhino (William Ruane), Mo (Jasmin Riggins) y Albert (Gary Maitland) se embarcan en una aventura en la que intentarán dar un último ‘golpe’ con el que quizás, pero sólo quizás, puedan escapar de la marginalidad.
La parte de los ángeles es una película discreta y sobria sobre las segundas oportunidades. Se trata de una historia optimista en torno a un grupo de jóvenes perdedores que se sirve sin adornos, sin moralinas cargantes, sin dramatismos, casi quitando importancia a la cruda realidad que envuelve a los personajes. Esa naturalidad, quizás algo desalmada, favorece la credibilidad de la historia.
El filme es entretenido, inesperado, tremendamente respetuoso con el ser humano, sus debilidades, y con un puntito (o un puntazo, según se mire) de malicia dirigida hacia el viejo enemigo del cineasta: el capitalismo y sus ‘aledaños de alto standing. Porque si hay alguna genialidad que destacar sobre las otras cualidades que ofrece este filme es su vocación de reírse  abiertamente y con gusto del mercado, sus tiranías y sus mitos. Loach y su guionista de cabecera (Paul Laverty) arremeten contra los privilegiados, de generosa cartera, dispuestos a pagar indecentes cifras de dinero para apoderarse de un producto que, en algún momento de su trayectoria, se hizo con un nombre y se convirtió en un tesoro codiciado. Puro esnobismo de etiqueta.
Y en medio de este mundo mercantilista, lleno de fantasías adolescentes y promesas quiméricas, Loach  sitúa a su grupo de disidentes protagonistas, a sus atolondrados querubines apartados del paraíso. Además de a otro tipo de ángeles, mucho más humanos, y cuya generosidad natural, espontánea, es capaz de devolver la dignidad a las personas que eligen un rumbo equivocado. Como Harry, el tutor de los chavales protagonistas y  ‘mecenas’ de un talento malogrado, según se mire.
 
La película también se permite algunos momentos mágicos algo disonantes en el relato. Como el prólogo de la película, una escena rara donde aparece Albert, el personaje de la mirada de culo de vaso, completamente borracho en una estación de tren.  Lo que a priori nos produce algo de extrañamiento acaba convirtiéndose en una secuencia desternillante donde se explota el tirón cómico de un tonto de solemnidad… y de mentira.
O como aquel viaje que emprenden los protagonistas hacia las tierras altas de Escocia a ritmo del tema I´m gonna Be, de The Proclaimers. Un auténtico‘subidón’ de optimismo que conduce a nuestros muchachos hacia su botín: ese porcentaje de buen whisky que se evapora, inevitablemente, en toda barrica. La parte de los ángeles, vaya.
 

‘Grupo Salvaje’, de Sam Peckinpah. ‘Sinfonía de sangre y honor’ vs ‘Ni un bando ni otro’

 

 

SINFONÍA DE SANGRE Y HONOR

 

 
Sam Peckinpah regresaba, en 1969, al territorio que había explorado con buena fortuna en Duelo en la alta Sierra (1962) de la mano de otro western desencantado y de la historia de una traición. Sucia, violenta, desquiciada, pero también irremediablemente romántica, Grupo Salvaje es una película que supura sudor, sangre y camaradería. Nos sumerge en una experiencia emocional de más de dos horas de duración donde hay mucha aventura, donde se respira el alcohol y se sospechan algunos sueños frustrados en unos personajes que, en el fondo, sólo desean “volver a ser niños, hasta los peores de ellos”.
 
El Grupo Salvaje es una banda de pistoleros, casi todos ellos entrados en años, liderada por un tipo duro alcoholizado. Un buscavidas resabiado, de buena madera, llamado Pike Bishop (William Holden). Disfrazados de militares, los forajidos se meten de cabeza en una trampa cuando van a atracar un banco. Les espera un grupo de cazarrecompensas al frente de los cuales se encuentra un ex amigo de Pike, Deke Thornton (melancólico y taciturno Robert Ryan) quien, para librarse de la tortura y la cárcel, tuvo que ‘dar su palabra’ de que atraparía a Pike y los suyos, al magnate de una empresa de ferrocarriles. Sin embargo, el Grupo Salvaje logra huir y cruza la frontera mexicana para encontrarse con otro mundo agonizante: un país a punto de estallar por la revolución, pero donde los pistoleros verán la posibilidad de realizar nuevos negocios. Así, robarán un cargamento de armas para el general Mapache (Emilio Fernández). El militar es un tirano que mientras combate a los hombres de Pancho Villa, instaura un régimen de terror, sexo y borracheras en un poblado fantasma. Thornton, por su parte, seguirá siendo la sombra de Pike y los suyos al otro lado de la frontera.
 
Lo más fascinante de esta película es el estilo cinematográfico tan singular que perfeccionó Peckinpah a lo largo de su metraje. Unas señas de identidad a través de las cuales al cineasta le encanta escandalizar y asombrar con contrastes abismales. Ahí está, por ejemplo, esa mujer que amamanta a su hijo mientras cuelga, al lado de su pecho, un cinturón con munición.
 
 
En este sentido, hay dos momentos cumbre en el filme que han pasado a la historia por su agudo uso de las metáforas y su magistral montaje (obra de Lou Lombardo). Así, unos niños ‘inocentes’ se divierten de manera inquietante con un juego cruel de hormigas y escorpiones, preludio de la matanza que vamos a presenciar al inicio de la película. Una secuencia cínica, coronada con la hipócrita marcha antialcohólica de unos puritanos a los que el cineasta (gran aficionado a la bebida) colocó, maliciosamente, en medio de un fuego cruzado en el que, finalmente, morirán demasiados inocentes.
 
Sin embargo, es en las secuencias finales cuando el cineasta compone su magistral sinfonía de sangre, violencia y heroísmo tardío. Los cuatro supervivientes del Grupo Salvaje avanzan seguros e impertérritos hacia su destino. Saben que de esta, ya no salen. Caminan, por las calles del pueblo fantasma sin prisa para intentar defender a uno de los suyos y ajustar cuentas, ya de paso, con el pasado. En la plaza, comienza la violencia y el mosaico de cortes y tomas vertiginosas.: la cámara lenta, las caídas eternas, las muertes suspendidas en el tiempo, la sangre densa, la ametralladora desquiciada y el polvo que lo envuelve todo para recuperar los cuerpos que le pertenecen. Es uno de los momentos más potentes, fabulosos, fieros y desagradables de la historia del cine. Peckinpah devora a sus criaturas convirtiéndolas en un atajo de forajidos perdedores, soeces y ‘malnacidos’ que saben conservar un extraño, pero firme sentido del honor.
 
Por eso, buena parte de la fuerza de la película reside en las interpretaciones, en especial, las del trío protagonista (Holden, Ryan y Borgnine). Holden realiza uno de los mejores trabajos de su carrera metiéndose en la piel curtida de un hombre que quizás vivió momentos de esplendor y fue el mejor, porque nunca consiguió ser atrapado. Es capaz de hacernos sentir el dolor de ser viejo, de todas y cada una de sus articulaciones cuando intenta montar en su caballo. Sin embargo, ni viejo ni cojo pierde la prestancia, ni mucho menos la dignidad. Es alguien de otros tiempos, que ha vivido en los aledaños de la muerte violenta, en un territorio demasiado inhóspito donde sólo la lealtad y la amistad parecen, sólo lo parecen, buenos refugios. Por eso, la traición de Thornton duele, pero no pilla de nuevas. Se limita a huir, dejándose acompañar, de alguna manera, por el viejo amigo que intenta darle alcance. Es consciente, al fin y al cabo, de que su tiempo se termina.
 
No puede faltar la mejor secuencia. Los cuatro últimos de Grupo Salvaje, en casi una marcha fúnebre hacia su final:
 

 
 
NI UN BANDO NI OTRO
 
Sam Peckinpah realizó probablemente los primeros veinte minutos más espectaculares del western de los años 60. Nueve hombres vestidos de soldados se acercan a un pueblo mientras son escrutados con curiosidad por un grupo de niños que están torturando a un escorpión dejando que se lo coman las hormigas. Mientras avanzan se van congelando imágenes en blanco y negro en forma de créditos iniciales. Entran a un banco, descubrimos su verdadera identidad de atracadores, y al mismo tiempo que ellos, nos damos cuenta de que otro grupo, pero de cazarrecompensas, les ha tendido una emboscada. Planifican su estrategia, salen con su botín, y comienza un conjunto de primeros planos, zooms, escenas a cámara lenta, disparos, sangre, confusión y atolondramiento que nos dejan tan electrizados como si nos hubiera partido un rayo.
 
Desde ese momento, podemos convencernos de que Grupo Salvaje (1969) será toda una fiesta de traiciones, violencia, persecuciones y adrenalina. Pero resulta que con esta escena acaba todo, para algunos. La que por muchos ha sido considerada como una de las obras maestras del género, sobre todo ya rozando una década difícil para el mismo como serían los 70, nunca ha dejado de parecernos la continuación innecesaria de ese flamante inicio. Concretamente, desde que los bandidos atraviesan México, descubren la “caza legalizada” de la que son objeto y se embarcan en una marcha forzada, siempre perseguidos, nunca alcanzados, que les lleva de un despropósito a otro, sin que en ninguno hallemos esa furia propia de los forajidos.
 
Creemos que Grupo Salvaje se sustenta sobre una estructura lineal que solo deja espacio para tres o cuatro flashbacks algo chapuceros y que no sirven para ahondar en la psicología de su tropel de personajes. No sabemos muy bien qué pasa entre ellos, a qué aspiran, por qué siguen juntos, entendemos que por dotarlos de una aureola misteriosa que al final se diluye con los enfrentamientos de todos contra todos. Un caos de disparos y personalidades inanes y algo garrulas donde el acribillamiento resulta ser lo más real, un fin en sí mismo. Así, lo que al principio es un asalto a un tren con armas, se convierte primero en persecuciones nunca terminadas, en una batalla en un pueblo mexicano donde somos incapaces de distinguir quién dispara a quién, y en un retrato coral de la muerte en masa, sin personalidad, tan fría y mecánica que carece de tristeza.
 
 
Como protagonistas de plano, miradas silenciosas y mejores frases encontramos, por un lado, al fabuloso William Holden como jefe de los bandidos, con un porte de señor avejentado muy digno cuyo final ya adivinamos desde un principio y que resulta tan ambiguo entre sus risotadas y amargamientos que no hay por dónde cogerle en su rol de héroe denostado. Por otra parte, tenemos a su número dos, el carismático Ernest Bognine, voz de su amo, que en algunas secuencias sobra y en otras te deja hipnotizado. Y completa el triángulo el perseguidor de la banda, el espigado Robert Ryan, antiguo compañero de tropelías de Holden, que ahora tiene que darle caza para no volver a la cárcel. Todavía no nos explicamos cómo en un triángulo de estas características, nos dejaran al final sin un duelo en condiciones y conociéramos a través de un apergaminado montaje la historia de estos hombres.
 
Aparte de su arranque, siempre hemos considerado que lo más destacable de Grupo Salvaje sea quizás la ambivalencia del grupo protagonista en el papel que le toca jugar en la batalla entre los federalistas mexicanos y los guerrilleros de Pancho Villa. Es decir, todos y ninguno. Ni un bando ni otro. En eso sí que es coherencia pura, porque el escenario final que nos deja es igualmente versátil. Aquí cada uno vale para todo. Hoy soy un burdo atracador, mañana tu gran amigo, pasado el mártir de la causa, y recuerda que ayer fui el héroe del oeste fronterizo. No es que en el western haya tendencia a las interpretaciones y guiones espeluznantes, pero vaya por delante que al final siempre gusta uno de encontrar la arista emocional adecuada. Y aquí, salvo en ese mencionado cortometraje del principio, ni rastro.
 
Grupo Salvaje siempre podrá presumir de su posición al lado de las grandes obras del western de los 60, junto con Hasta que llegó su hora (de sombra alargada) o Dos hombres y un destino. Se da la circunstancia de que precisamente con ese nombre en inglés –The Wild Bunch- fueron conocidos Butch Cassidy y Sundance Kid, y de ahí adoptó el nombre la película. Ni punto de comparación, claro. No por simpáticos fueron menos fieros Paul Newman y Robert Redford, con una personalidad arrolladora mucho mayor que las decenas que se juntan arremolinadas al final de Grupo Salvaje. Para nosotros, Peckinpah no conseguiría su mayor umbral de violencia y personalidad hasta Perros de paja (1971), sin necesidad de coreografías a caballo, simbologías opacas y minutado sobrante.
 
Otra lujosa entrega de la serie 50 películas que deberías ver antes de morir, de nuestros compañeros de TCM:

Homenaje: Sara Montiel. ‘Desde La Mancha hasta Hollywood’

Llega un momento en que una estrella de cine es mucho más que una persona. Cuando se hace leyenda, cuando se convierte en símbolo y referencia de varias generaciones, cuando sobrepasa los límites de un país y empieza a dar forma a los sueños de hombres que la aman y mujeres que la imitan en todo el mundo, abandona su individualidad y adquiere la forma etérea de los antiguos dioses. Así se crean los mitos. Y nuestra Sara Montiel, que murió esta semana, fue uno. Lo que ayuda a concebir esa subida a los altares es que llegó hasta lo más alto en tiempos difíciles, digamos que casi imposibles, para que una muchacha de pueblo, hija de agricultores, diera con sus pies en tierras californianas y le hiciera sombra a algunas rubias estrellas con su voluptuosidad, belleza y elegancia.
 
María Antonia Abad Fernández, nacida en 1928, pasó su infancia y adolescencia entre los molinos manchegos de Campo de Criptana (Ciudad Real), donde vino al mundo, y la localidad alicantina de Orihuela. Recibió una educación muy primaria y elemental, que supo sustituir por una temprana atracción por el mundo de la canción. La joven se arreglaba y cantaba delante del espejo como una auténtica artista, y nunca pensó que sería cantando una saeta durante una procesión de Semana Santa cuando cambiaría el rumbo de su vida. En ese momento la fichó el productor Vicente Casanova y comenzó a aparecer en papeles secundarios de películas como Te quiero para mí y Empezó en boda, ambas de 1944. 
 
 
Años oscuros se vivían en España. La victoria del bando nacional, que no la paz, planeaba sobre las vidas de los supervivientes de una mortífera guerra civil, un país en blanco y negro que olvidaba a marchas forzadas su reciente pasado libertario y avanzaba hacia atrás. En este contexto, gracias al gran éxito de Locura de amor (1948), de Juan de Orduña, Sara decidió que el mundo era más grande de lo que querían hacer creer, y ella, algo más que una cara guapa. Partió rumbo a México avalada por esta película. Entre finales de los años 40 y comienzos de los 50 la actriz encontró en este país reconocimiento y éxito en cintas como Cárcel de mujeres, Piel canela, Furia salvaje o Se solicitan modelos, compartiendo protagonismo y caché con las grandes divas mexicanas María Félix, Katy Jurado o Dolores del Río.
 
Entonces llegó 1954 y su belleza, buen hacer y carisma le abrieron las puertas de Hollywood. Y llegó Veracruz, de Robert Aldrich, y su interpretación salvaje de una luchadora mexicana, junto a Gary Cooper, Burt Lancaster y Charles Bronson. Y llegó el éxito. Y llegó el momento en el que los españoles vieron asombrados como en los créditos aparecía a gran tamaño “Sarita Montiel”, la Sara de diez años antes, hecha fuerte y más bella que nunca, marcando el exotismo y morbo femenino del western antes de otras heroínas mediterráneas como Claudia Cardinale. 
 
 
Se negó a firmar un contrato vinculante con ninguna productora hollywoodiense, y decidió trabajar como actriz independiente, siempre pensando en la posibilidad de regresar a España. Su carrera norteamericana quedaría así marcada por dos películas más. Gracias a Serenade (1956), conoció a su primer marido, el legendario cineasta Anthony Mann, y se codearía con estrellas como Elizabeth Taylor o James Dean, que rodaban Gigante en un plató próximo. Su última escala en tierras californianas fue Yuma (1957), de Samuel Fuller, donde rodó junto a Rod Steiger. Y en ese punto, y pese a tener varias propuestas sobre la mesa. Sara decidió que era momento de volver a España.
 
Lo más curioso es que pese a lo grandilocuente de haber sido la primera actriz española en triunfar en la meca del cine, en España siempre nos gusta recordarla en el que aquí consideramos el mejor papel de su carrera: la decadente y nostálgica María Luján en El último cuplé, de nuevo con Juan de Orduña. Fue una película de bajo presupuesto y está muy lejos de las obras maestras del cine español, pero forma parte de ese folclore melodramático y culebronesco que no podemos negar a nuestra historia cinematográfica, por más que queramos. Sara prácticamente no cobró por esta película, pero su gran éxito de taquilla y su rompedor estilo de cupletista (con voz áspera y grave, aprendida de Greta Garbo, en ese adaptado y famoso Fumando espero), hizo que muchos vieran en ella un auténtico talismán.
 
 
Al final, y como profeta en su tierra, consiguió un contrato multimillonario para trabajar en varias producciones españolas, italianas y francesas, y siguió maravillando al público en cintas de éxito como La violetera (1958), Carmen la de Ronda (1959), Mi último tango (1960), La bella Lola (1962), o Vairetés (1971), esta última bajo la batuta de Juan Antonio Bardem. Después, su madurez coincidió con la llegada de la transición democrática, el rescate de las libertades y el destape en todos los ámbitos del arte. Decidió dar por finalizada su carrera de actriz y dedicarse al mundo de la canción como cupletista y protagonista de espectáculos de variedades.y teatrales de más o menos relevancia.
 
A partir de este momento, fueron sus discos y su cacareada y por momentos bochornosa vida personal los que marcaron el protagonismo de Sara Montiel y sus muchas veces innecesarias apariciones en revistas y televisión. Aparte de su apoyo al movimiento gay y de algún que otro hit noventero bastante chisposo, solo queremos destacar el gesto amable que tuvo con el cineasta debutante Óscar Parra de Carrizosa, manchego como ella, al aparecer en su película Abrázame (2011). Algo muy curioso, después de rechazar durante años las propuestas de su admirador y también manchego universal Pedro Almodóvar. Era imprevisible, sí, pero también coherente, amiga de sus amigos y tremendamente cercana a su público. Su cortejo fúnebre y entierro ha sido tan monumental como lo fue su persona, siempre una estrella. Desde La Mancha hasta Hollywood nos quedamos con su mirada aterciopelada, su belleza y su talento para la seducción. Para siempre, Sara.

Y por cambiar un poco los homenajes vistos y oídos hasta ahora, centrados básicamente en el tema Fumando espero, os dejamos otra canción que siempre nos encantó de El último cuplé:
 

Visionado: ‘Los últimos días’, de Álex y David Pastor. ‘Nuestro propio final’

 
tres estrellas
 
Después del reciente ensayo apocalíptico de la española Fin, nos sorprendió gratamente encontrarnos con que no estaba todo dicho sobre las catarsis mundiales made in Spain. Los hermanos Álex y David Pastor, que llevan años intentando hacerse un hueco entre nuestra cinematografía a base de mucho esfuerzo y trabajo, han dado el gran salto a los primeros puestos de taquilla con esta película. A la cinta se le nota desde el inicio su ambición, su forma de decirnos que aquí también se pueden importar los instrumentos de las mejores películas de acción a la americana, y con ese objetivo está elaborada. Repite esquemas de la factoría “barras y estrellas” con una dirección prácticamente impecable y buenos personajes pero dejando siempre en un segundo plano el guion, deshilachado y algo enclenque.
 
Un nuevo ángel exterminador, como el que Luis Buñuel creó en 1962, impide de manera progresiva a las personas salir a la calle. Se trata de una especie de agorafobia que provoca que cualquier contacto de puertas para afuera desate crisis de pánico, arritmias, paros cardíacos y demás mortíferas dolencias. Los hermanos Pastor demuestran su inteligencia en la síntesis y tampoco le dan demasiadas vueltas al tema. Lo dejan más o menos explicado para que pensemos en una especie de furia ecológico-moral del planeta contra la humanidad, muy similar a la que Michael N. Shyamalan relataba en la insoportable El incidente, pero con la factura inquietante, macabra e incomprensible de la novela Ensayo sobre la ceguera del gran José Saramago.
 
Desde la infinita y extemporánea Barcelona, la historia se centra en el caso particular del joven Marc (Quim Gutiérrez), observador inicial de que algo raro pasa, y que hará todo lo posible por encontrar a su novia Julia (Marta Etura) cuando él también sucumba a los espasmos. En la búsqueda de la amada recibirá la ayuda del misterioso Enrique (José Coronado), de carácter algo agrio y movido por causas ocultas. Es el arranque del filme, con saltos temporales entre la actualidad y las jornadas precedentes al pánico agorafóbico lo mejor de la historia, cuando realmente pensamos que estamos asistiendo a un espectáculo en toda regla. Desde ese momento la vida transcurre para ambos entre subterráneos y excavaciones, con escenas de acción muy sorprendentes como las del transbordo de la estación de Sants y las del supermercado-barricada.
 
¿Dónde está el problema entonces? Que la película se va torpedeando a sí misma conforme avanza, lo que, desde nuestra humilde opinión, debería ser al contrario. El trastabilleo se debe principalmente a que llega un momento en que los diálogos, que ya desde el principio tampoco son para tirar cohetes, se vuelven completamente tópicos y previsibles. Desde luego que no vamos a exigir a nuestro cine lo que no le pedimos a las grandes producciones norteamericanas, pero si por algo hemos destacado siempre es por nuestros trabajados guiones. Solo hubiera faltado saber encajar ese talento en un thriller de acción de tan buen cuerpo como Los últimos días.

También hay que decir que ese vacío en la narración lo cubren con gran solvencia las asombrosas partituras de Fernando Velázquez (muy lanzado desde Lo imposible) y la siempre agradable presencia de José Coronado. Es el gran soberano y héroe maximus de la historia, con esa oscuridad física y mental que tan buenos resultados le está dando desde No habrá paz para los malvados y El cuerpo. Su carisma se come un poco al resultón Quim Gutiérrez, que no obstante resulta bien parado y por fin alejado de su papel de pardillo, mientras que a Marta Etura comenzamos a verla cada vez más encasillada en esa eterna mujer frágil en apuros. Correcta, pero siempre igual. Le recomendamos un cambio de chip.   
 
Al final, estábamos en la tesitura de considerarla una película memorable y totalmente pionera, incluso pensamos en concebir el guion como un elemento secundario perdonable. Pero nos encontramos con un desconcertante desenlace que nos dejó tan perplejos que todavía hoy no somos capaces de unirlo todo en la misma película. Realmente es como si el filme durara hasta un plano determinado de sus momentos finales, y después comenzara un epílogo alternativo que dan ganas de destrozar a golpe de machete. Hemos comprobado que, en su gran mayoría, a la gente le ha gustado. Aquí hemos decidido proceder como siempre hacemos cuando se nos atraganta un the end: quedarnos con la que hubiera sido nuestra última secuencia inicial y olvidar el resto. Y tan a a gusto.