UN AGUJERO POR EL QUE ESCAPAR
Lucía cuelga el teléfono antes de tiempo. Le han dicho que Lorenzo, su novio, con el que ha discutido hace apenas unas horas, ha tenido un terrible accidente de tráfico. Y ya no quiere escuchar nada más. Por una décima de segundo, ese gesto impaciente marcará para siempre las vidas de los protagonistas de esta mágica y asombrosa película, una de las mejores del siempre original y singular Julio Medem, que volvió a embarcarse en su universo de naufragios, planos en mecedora y simbología sexual para contarnos no una, sino varias historias de amor que van a parar a una isla que flota sobre el mar.
El cineasta donostiarra se adentró en todo un tratado sobre la concepción del sexo como movimiento del mundo, ya sea explícito, carnal, esporádico, eterno o sórdido, para explicarnos cómo la desgracia a veces encuentra una forma de transformarse en algo menos doloroso. Reconocido internacionalmente, con un guion a base de saltos en el tiempo, el filme comienza con la certeza de Lucía (Paz Vega) sobre la posible muerte de Lorenzo (Tristán Ulloa) y su huida hacia una isla que él le mencionó alguna vez pero donde nunca quiso llevarla. Allí decide comerse su tristeza, vivir sola, desnudarse, despojarse de todo y darse otra oportunidad.
Años atrás conocemos el encuentro sexual de Lorenzo, en el día de su cumpleaños, con una desconocida, Elena (Najwa Nimri), en esa misma isla, bajo una inmensa luna. Y tiempo después, frustrado por su falta de inspiración como escritor, conoce a la luminosa, impulsiva y sensual Lucía, con la que decide compartir su vida hasta que el descubrimiento de un secreto le lleva hasta Belén (Elena Anaya), rodando en picado hacia la desgracia, hacia una muerte bajo la forma de la peor pérdida que un ser humano puede padecer.
Con Lucía y el sexo, Medem dio luz en el año 2000 a su película más personal y conmovedora. Rodada en alta definición entre Madrid y la isla de Formentera, consiguió que la pornografía se nos hiciera cotidiana, se movió entre la fantasía y la ficción como no había vuelto a hacer desde Tierra (1996), y en ese juego de capicúas irremediables que tanto le gustan, nos balanceó entre el cielo y el infierno a base de sol, luna, viento, faros y cuevas. Estudiando los pormenores del fracaso intelectual, del amor incondicional, del destino, del perdón, de las relaciones sexuales y del tiempo, configuró varios cuentos que en realidad son solo uno, pero llenos de agujeros por donde escapar, como el que Lorenzo escribe para consolar a Elena, y el que lleva a Lucía a descubrir la verdad de todas las cosas.
Entre medias, descubrimos a Lucía y Lorenzo, en el comienzo de su relación, como una de las parejas más entrañables del cine español, precipitándose hacia un mundo de sueños, alucinaciones y fiebres de culpabilidad que adquieren forma de pesadilla en él y de frustración en ella. Vega y Ulloa generaron una química explosiva en sus respectivos papeles, de los mejores de su carrera para ambos, arropados por la sensibilidad poética de Medem, por las melodías inconfundibles de Alberto Iglesias y por el espacio magnético que en la película ocupan Anaya y Nimri. Buceadores todos de un mundo submarino donde el sexo y el amor son pequeños tubos por los que respirar, aunque solo sea para sentirse vivos.
No es una película fácil ni humilde ni sencilla. Está llena de detalles, metáforas y pequeños regalos que solo pueden gustar si se conoce en profundidad el cine de Medem, desvergonzado, hipnótico, transgresor, perturbador, alucinoide desde Vacas (1992), su fabuloso primer largometraje. Queremos decir que Lucía y el sexo no es la más recomendable para empezar a conocer a este cineasta, pero sí su mayor canto al amor. Con sus primeros planos de genitales, el contraste que genera con el romanticismo contemporáneo, a base de huidas, desengaños y pérdidas, provoca una plena sensación de encaje narrativo entre lo cóncavo y lo convexo. Sus personajes así lo entienden al final, cuando nos percatamos de que en apenas diez metros cuadrados cabe toda la redención del mundo.
No podemos evitar dejar aquí el momento en que Lucía y Lorenzo se conocen. Una declaración de amor en toda regla, y quizás la imagen más “sencilla” de la película:
UNIVERSO DEMASIADO EXTRANJERO
Nadie lo pone en duda. Julio Medem es uno de los cineastas europeos más brillantes e interesantes por su singularidad creativa. Un realizador con una capacidad asombrosa para contar historias bellas, apasionadas, con un romanticismo y una lucidez estética diferente. Sin embargo, en Lucía y el sexo, quizás su película más celebrada, el autor se pasó de revoluciones ofreciendo una obra, sencillamente, excesiva.
Hay que reconocer sus méritos y la estrategia que hay detrás de ella y que parecen tener un único fin del que el autor es demasiado consciente: aspira, ante todo, a convertirse en una película de esas que “se te agarran dentro y no te dejan”. Así, Lucía y el sexo cuenta con por un guión y un metraje que, emocionalmente, parecen sabérselas todas. Sabe cómo tocar la fibra sensible a través de encuadres asombrosos, de una fotografía digital que ‘abrasa’ y que deslumbra los colores extremos del mar, de la tierra y del cielo.
Siempre nos ha fascinado la creatividad de Julio Medem a la hora de fabular la vida de las gentes y sus circunstancias, pero en este caso, nos resulta muy pelma su visión absoluta, si no absolutista, de contemplar los sentimientos. En especial, el del amor. Lucía nos cuenta que se muere de ídem, Elena, la paellera valenciana, se alegra exageradamente, y seamos sinceros, sin venir a cuento, de la felicidad de una recién llegada a su vida (Lucía). Y las traiciones y las desgracias, cargadas de sentimiento de culpa, se diluyen acunadas por el encanto o el encantamiento de una isla que se mueve, al estar hueca, y en donde la gente se refugia para olvidar. Y en ella, o lejos de ella, los personajes se pierden y se encuentran en una especie de cruce de destinos sin guiños, donde las casualidades pierden su halo mágico y revelador porque son demasiado brutas, tan forzadas, que nos sacan de manera brusca de la historia y nos recuerdan que estamos viendo una ficción altamente recargada.
Las coincidencias en esta película de Medem no son como las de Kieslowski, confeccionadas con cierta melancolía que nunca deja de ser sarcástica, un rasgo muy eficaz de su cine para abundar y reflexionar sobre los vínculos que nos unen o nos alejan en este universo. En el caso del cineasta vasco, la casualidad no parece fluir sino imponerse. Esa sinfonía de frases naif, pero profundas, así como muchas situaciones, demasiado preparadas, caen en el error de abundar en un universo propio que, a muchos, les puede resultar demasiado extranjero. En Lucía y el sexo el dolor tiene mucha más estética que desgarro y el sexo deja de ser una fuerza irresistible de la naturaleza, un detonante para la vida y la muerte, para convertirse en alguien más importante.
Paz Vega se esfuerza en el que es, sin lugar a dudas, su mejor trabajo. Pero su personaje es demasiado cándido y bienintencionado. Junto a ella está su amor, un personaje atormentado que se deja llevar, a pesar del buen oficio de Tristán Ulloa, y al que le toca la difícil papeleta de encarnar a un escritor que en lugar de hablar suelta frases preciosistas, como quien pone un huevo de Fabergé. Los actores que parecen sentirse más cómodos con sus personajes son los secundarios, probablemente porque no hay demasiada literatura perfilando sus rasgos. Está fantástico en sus apariciones fugaces Javier Cámara, pero la que sin lugar a dudas brilla, por encima de todo el elenco, es la fantástica y epidérmica Elena Anaya.
En fin, el cuento de Lorenzo y la película de Medem no quieren terminar nunca. Tienen vocación de trascender a toda costa. Por eso, vuelven a aparecer en medio de la historia para dejar un final abierto, como pidiendo disculpas, por si se hubiera dejado a algún incauto por el camino incapaz de quedarse hechizado por su propuesta argumental, lírica… y estética. Para levarse al huerto, in extremis, a aquel que ni quiere ni se deja.
Para terminar, la forma en que Lorenzo busca su expiación con una Elena hundida en el dolor. El cuento que nunca acaba:
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