Todo comienza cuando Robbie (Paul Brannigan) conoce a su hijo recién nacido. El mundo se le pone patas arriba y se promete, a sí mismo, dejar la mala vida para convertirse en un tipo del que su vástago no tenga que avergonzarse. De este modo, Robbie, quien acaba de librarse providencialmente de la cárcel, asiste al ‘Programa de servicios a la comunidad’ de Glasgow con energías renovadas y cargado de buenos propósitos. Allí, conoce a Harry (John Henshaw), su educador, quien le introducirá en un nuevo e inesperado mundo: el del Whisky. Robbie descubre que tiene talento como catador, sin embargo, su pasado no deja de perseguirle por lo que, antes de verse en una encerrona, decide sacar provecho de sus cualidades de una manera un tanto dudosa. Junto a tres compañeros (sin trabajo, sin esperanzas y sin futuro, como él): Rhino (William Ruane), Mo (Jasmin Riggins) y Albert (Gary Maitland) se embarcan en una aventura en la que intentarán dar un último ‘golpe’ con el que quizás, pero sólo quizás, puedan escapar de la marginalidad.
La parte de los ángeles es una película discreta y sobria sobre las segundas oportunidades. Se trata de una historia optimista en torno a un grupo de jóvenes perdedores que se sirve sin adornos, sin moralinas cargantes, sin dramatismos, casi quitando importancia a la cruda realidad que envuelve a los personajes. Esa naturalidad, quizás algo desalmada, favorece la credibilidad de la historia.
El filme es entretenido, inesperado, tremendamente respetuoso con el ser humano, sus debilidades, y con un puntito (o un puntazo, según se mire) de malicia dirigida hacia el viejo enemigo del cineasta: el capitalismo y sus ‘aledaños de alto standing‘. Porque si hay alguna genialidad que destacar sobre las otras cualidades que ofrece este filme es su vocación de reírse abiertamente y con gusto del mercado, sus tiranías y sus mitos. Loach y su guionista de cabecera (Paul Laverty) arremeten contra los privilegiados, de generosa cartera, dispuestos a pagar indecentes cifras de dinero para apoderarse de un producto que, en algún momento de su trayectoria, se hizo con un nombre y se convirtió en un tesoro codiciado. Puro esnobismo de etiqueta.
Y en medio de este mundo mercantilista, lleno de fantasías adolescentes y promesas quiméricas, Loach sitúa a su grupo de disidentes protagonistas, a sus atolondrados querubines apartados del paraíso. Además de a otro tipo de ángeles, mucho más humanos, y cuya generosidad natural, espontánea, es capaz de devolver la dignidad a las personas que eligen un rumbo equivocado. Como Harry, el tutor de los chavales protagonistas y ‘mecenas’ de un talento malogrado, según se mire.
La película también se permite algunos momentos mágicos algo disonantes en el relato. Como el prólogo de la película, una escena rara donde aparece Albert, el personaje de la mirada de culo de vaso, completamente borracho en una estación de tren. Lo que a priori nos produce algo de extrañamiento acaba convirtiéndose en una secuencia desternillante donde se explota el tirón cómico de un tonto de solemnidad… y de mentira.
O como aquel viaje que emprenden los protagonistas hacia las tierras altas de Escocia a ritmo del tema I´m gonna Be, de The Proclaimers. Un auténtico‘subidón’ de optimismo que conduce a nuestros muchachos hacia su botín: ese porcentaje de buen whisky que se evapora, inevitablemente, en toda barrica. La parte de los ángeles, vaya.