Visionado: ‘Los niños salvajes’, de Patricia Ferreira. ‘Adolescencia en manos del espectador’

cuatro estrellas


La vida es complicada cuando eres adolescente. Seguramente más complicada, desde dentro, que en cualquier otra época de la vida, porque todo se agranda, todo es un mundo, el tiempo transcurre muy lentamente y cada descubrimiento, cada acontecimiento fuera de lo normal, es una especie de revelación mesiánica. Por eso hacer cine social con niños es tan difícil. Ya es tarea de valientes hacer cine social hoy en día, tal y como palpita el espíritu humano, pero hacerlo además con las juventudes recién estrenadas requiere de cierta consistencia psicológica, de un buen guion y del equilibrio suficiente para no caer en tópicos transparentes, bajo los cuales se ven instrucciones maniqueas de cómo retratar la vida de un adolescente.
 
No vamos a negar que tal cosa esperábamos de Los niños salvajes. Nuestra última incursión en este terreno del cine español había sido en Cobardes, de José Corbacho y Juan Cruz, que quisieron arriesgar tanto que se cayeron por el precipicio, y desde Barrio, de Fernando León, no habíamos vuelto a sentir ese recuerdo punzante de la vida a los 15 años. Patricia Ferreira ha arriesgado y ha ganado. En este caso, aparte de salir triunfadora del palmarés del Festival de Málaga, ha sabido componer un cuadro de tres jóvenes, tres formas de ser infelices, tres maneras de estar en tierra de nadie y tres visiones de una posible salida. Alex, Gabi y Laura son los desgraciados protagonistas de este drama. Primero presentados por separado, y luego unidos por una pelea, por un grafiti, por una tensión sexual, los tres cargan su cruz a su manera. Pero lo más curioso es que la cineasta madrileña no nos presenta tres casos clínicos de extrema gravedad, sino que se trata de situaciones de lo más normales: un Álex gamberro por el desdén de sus padres, una Laura mimada y sometida a un régimen de esquizofrenia doméstica y un Gabi bajo el yugo de su padre, que proyecta en él todas sus expectativas.
 
Quizás por esa normalidad que emana de la historia, y por la naturalidad de sus conversaciones, y pese al abundante volumen de primeros planos, Ferreira decide tomar distancia, se aleja de ellos, deja que el guion haga su trabajo, y no alecciona, no saca conclusiones. Al servicio de un magnífico e intrigante montaje, caldo de cultivo del sorprendente final, la cineasta deja que sea el espectador quien piense lo que quiera, o busque los culpables si acaso quiere hacerlo. Porque a ello ayuda también que junto con los tres adolescentes, recorremos el marco contextual de la vida doméstica y de su instituto, de los profesores pasotas, los entregados, los amargados, los enrollados y el papel de la orientadora novata y temeraria, cometiendo el error de pensar que todo se puede salvar.
 
Ferreira abandona la Galicia que le sirvió para rodar los sobrios thrillers Sé quien eres y El alquimista impaciente, y se traslada a Barcelona para rodar en catalán con un plantel de actores que son lo mejor de la película. Desde los niños Marina Comas (la fotogenia de la joven actriz de Pa Negre es realmente impresionante), Albert Baró y Álex Monner, hasta la siempre mimetizada Ana Fernández, los veteranos Francesc Orella y José Luis García Pérez y la casi debutante Aina Clotet, las interpretaciones parecen casi de documental, como si la directora se hubiera traído esa capacidad naturalista de su participación en la serie de documentales En el mundo a cada rato.
 
Estamos, por tanto, ante cine español actual y de calidad, que no llega a las cotas de cirugía psicológica y emocional de la francesa La clase o la danesa En un mundo mejor, pero que desde luego sirve para ofrecernos una visión antidoctrinaria de la etapa más difícil de la vida, más allá de las payasadas de A tres metros sobre el cielo, aunque ya sabemos que su temida segunda parte, a punto de estreno, llenará las salas de cine, frente a los seis espectadores que vimos Los niños salvajes en Madrid un sábado por la noche. No nos importa, aquí sabemos que existe, que alguien hurgó en la mente del adolescente español, perdido en ninguna parte, de vuelta de todo, sin importarle nada más que ser feliz, y que nos dio un motivo para pensar e inquietarnos con unas generaciones perdidas para siempre en el nuevo siglo, si alguien no las encuentra en alguna parte.
 

Pildoras cinetarias: Dos generaciones de cineastas descubriéndonos la vida en Cannes

 

 
 
Una vez más, un director español pisa la alfombra roja de Cannes sin el ‘fulgor’ de las estrellas, pero con el paso firme de un artista que acaba de alcanzar un sueño: dar a conocer su obra desde uno de los más importantes escenarios de la cinematografía mundial. Se llama Antonio Méndez Esparza, es un madrileño de 36 años que ha estudiado en los EEUU, y acaba de recibir el Gran Premio de la Crítica en el Festival francés.
El galardón lo recoge por su primer largometraje Aquí y Allá, una película en la que se cuenta la historia de Pedro, un inmigrante mexicano que, tras haber permanecido en los EEUU muchos años, regresa a su tierra de origen donde se reencuentra con su mujer y  sus hijas, que hace tiempo dejaron de ser unas niñas. En su nueva vida, donde se verá rodeado de espejismos que se parecen a los recuerdos, Pedro sentirá a sus hijas como a unas extrañas y volverá a sufrir los obstáculos que le empujaron a viajar hacia el Norte, en busca de un destino mejor. Para crear su película, Méndez Esparza no se separó de la vida tal cual es y en ese esbozo al natural que realizó contó con actores no profesionales. Como él mismo dijo, su idea era hacer una película lo más transparente posible”. Aquí y Allá se estrenará en el próximo Festival de Cine de  San Sebastián.
Y de un viaje apegado a una realidad llegamos hasta el intimismo existencial de la propuesta de Bernardo Bertolucci, otro cineasta cuya carrera se vio respaldada por la Semana de la Crítica de Cannes, pero hace muchos años. Reapareció en la presente edición del Festival tras una larga enfermedad, muy esperado y encumbrado, aunque desde una senil ‘atalaya’, la silla de ruedas en la que hace su vida desde hace algún tiempo. Lo vimos genial, con la mirada cansada, pero entusiasmado con su regreso al cine, tras haber aceptado sus limitaciones físicas.
Bertolucci apareció respirando nostalgia, la que ha depositado en cada fotograma de la película que llevó al evento fuera de concurso,  Io e Te. Sigue con la mirada desconcertada ante la juventud de cualquier tiempo, intentando comprender cómo es ese pequeño gran cataclismo existencial que se produce en el ser humano en su camino hacia la madurez. Como en la fascinante Soñadores
En Io e te nos habla de dos hermanastros que comparten, durante un tiempo, un escondite, el espacio viciado de un cuarto trastero, Él (Jacopo Olmo) es un adolescente que  engaña a sus padres diciéndoles que se marcha a una excursión escolar, aunque nunca se moverá de su casa. Ella (Tea Falco) es una joven heroinómana que intenta escapar de su particular agonía.
En general, el regreso al cine de Bertolucci ha contado con una buena acogida de crítica. Todavía no conocemos la fecha del estreno de su filme en nuestro país, pero no vemos el momento de verle resurgir de sus cenizas. Se echa de menos su cine, ya sea intimista o comprometido, desgarrador, brutal o nostálgico, extrañando una vida que nunca llegó a suceder.    


A continuación, os dejamos con una de las pocas escenas que se dejan ver por la red de la película de Betolucci, con versión del tema Space Oddity, de Bowie. 
 

Píldoras cinetarias: Furia de titanes en el rodaje

 

 
El plantón ha sido todo un bombazo en los mentirderos hollywoodienses. Variety sorprendía, recientemente, con la noticia de que Kurt Russell y Sacha Baron Cohen desertaban del rodaje de Django Desencadenado, la última producción de Quentin Tarantino. Ambos actores, a su vez, eran los sustitutos de Kevin Costner y Jonah Hill quienes renunciaron a los papeles de Ace Woody y Scotty argumentando “problemas de agenda”. Se rumorea que Russell no encontraba el “tono” de su personaje por lo que mantenía ciertas “diferencias creativas” con el realizador. Un simpático eufemismo para significar que el cineasta es todo un carácter. 
 
Sin embargo, Tarantino no es único en su especie… Las relaciones tormentosas entre actores y directores, y entre estos últimos y sus clásicos antagonistas, los productores, han escrito algunas de las páginas más memorables de la historia del cine. Hoy leyendas, auténticas delicias para mitómanos. Recientemente, hemos disfrutado en el cine de uno de estos cotilleos suculentos, hecho, película, gracias a Mi semana con Marilyn (Simon Curtis). En concreto, recoge el rodaje de El Príncipe y la Corista donde se produjo el encontronazo emocional y artístico de dos grandes del cine, el genio Sir Laurence Olivier, actor principal y director de la película, y la Monroe, su principal protagonista. Olivier tuvo que enfrentarse a las inseguridades y a las torpezas interpretativas de una fantástica actriz, eternamente ‘en broncas’ con su alma y, circunstancialmente, con un marido ilustrado y manipulador.
 
En una ocasión, Wilder recordó, con su genial sarcasmo, las lagunas mentales de la actriz y sus perpetuos retrasos en los rodajes: “… Tengo una vieja tía en Viena que estaría en el plató a las 6 todas las mañanas y podría decir los diálogos incluso al revés, pero ¿quién querría verla?”. Todo un alarde de memoria creativa, la del cineasta y la de la tía, por qué no, al otro lado del Charco.
 
Sin embargo, no todos son malos rollos a pie de plató. Otro austríaco, Fred Zinnemann luchó lo indecible para que un tipo escuálido, alcohólico, pero dotado con un inmenso talento, Montgomery Clift, se hiciera con el papel del sensible corneta y boxeador, Prewitt en De aquí a la eternidad. Zinnemann se enfrentó al gran mandamás de la Columbia,  Harry Cohn, quien quería al insulso John Derek para el papel. El austríaco se salió con la suya mientras se enteraba, estupefacto, que la mismísima Joan Crawford rechazaba el  personaje de la adúltera Karen porque detestaba el vestuario y no le permitían elegir el maquillador. Eso sí, el guión era de su agrado. El caso es que la Columbia no cedió ante las exigencias de la diva y hoy tenemos la oportunidad de disfrutar de una de las imágenes más  bellas del Séptimo Arte: a la magnífica Deborah Kerr, genuina Karen, retozando apasionadamente (y con un escueto traje de baño) con un varonil Burt Lancaster sobre la arena de una exótica playa.
 
Aunque si en aquel rodaje hubo un tipo que realmente se dejó la piel para tener un hueco en esta fantástica película fue Frank Sinatra, cuya carrera estaba al borde el precipicio. Una enfermedad amenazaba sus cuerdas vocales y no había nadie en Hollywood que, por aquel entonces, diera un centavo por su carrera cinematográfica. Salvo ella, la  temperamental  Ava Gardner, quien intentó levantar la carrera de su, por aquel entonces, marido venciendo las reticencias de Cohn. Logró que le hiciera una prueba para encarnar al soldado Angelo Maggio. Y lo consiguió. Sinatra se sumó al rodaje. Sin embargo, circula otra leyenda que, cual canto de sirena para cinéfilos, nos seduce aún más. Se dice que fueron la Mafia (ya por aquel entonces en tratos con ‘La Voz’) y sus persuasivos métodos los que finalmente doblegaron la voluntad del inflexible Cohn. Para muchos,  el suceso quedó inmortalizado en la mejor película de la historia del cine. En concreto, en la imagen de una cabeza de caballo sajada brutalmente y envuelta en el sopor de un mal sueño, entre unas sábanas retorcidas por la inquietud de un terrible presagio. Sí, lo habéis adivinado, el pusilánime Johnny Fontane, el sobrino cantante de Don Vito Corleone (El Padrino), pudo haber sido el mismísimo Sinatra.
 
Algunos años antes o después, según se mire, hubo también un actor, más espabilado que el más tiránico de los productores, que supo camelarse con mucha psicología los egos de los enormes actores que quería para la película que iba a poner en marcha. Su nombre, Kirk Douglas y la epopeya que pensaba levantar, Espartaco. Dicen que envió a Laurence Olivier, a Charles Laughton, a Tony Curtis y a Peter Ustinov guiones personalizados. De esta manera, cada uno de los intérpretes quedaba gratamente complacido al ver cómo su personaje era el que mayor protagonismo tenía en el filme. Con aquella artimaña Douglas sólo salvó el primer escollo. Para empezar, Anthony Mann renunció a la dirección  del filme dejándole el camino creativo libre a Stanley Kubrick. Pero claro, esa es otra grandiosa Historia…

Disfrutad de la grandeza de la escena de El Padrino (Coppola) mientras fantaseáis con uno de los ‘cotilleos cinematográficos’ más retorcidos que siguen circulando. ¿Fueron los amigos de Sinatra los autores de tan ‘persuasivo’ regalo?

Visionado: ‘Sombras tenebrosas’, de Tim Burton. ‘Lo tragicómico de ser vampiro’

 
tres estrellas


Pues sí, damas y caballeros. Sombras tenebrosas es de risa. Y mucho. Uno de los numerosos habitantes de la cabeza delirante de Tim Burton ha regresado a los trucos de magia de sus pequeños cortos, de Bitelchús y Mars Attacks, para ponerse chisposo y recitarnos a golpe de gags una comedia negra y fantástica de lo más heterodoxa. El drama de Barnabas Collins (Johnny Depp), convertido en vampiro bajo la maldición de la despechada Angelique Bouchard (Eva Green) y que regresa dos siglos después dispuesto a hacer reflotar el nombre de su familia, a vengarse y a encontrar de nuevo el amor. Con un poquito del mito Drácula por aquí, y alguna que otra mofa a Crepúsculo y a True Blood por allá, la historia del Sr. Burton se convierte en un espectáculo de personajes, a cual más extravagante y raruno, al servicio de los tejemanejes de su protagonista.
 
No es la primera vez que un cineasta nos muestra lo tragicómico de ser vampiro. Las historias de los chupasangres han dado lo suficiente de sí como para que cualquiera se permita licencias de adaptación a cualquier género. Que en cualquiera de ellos las crónicas vampirescas encuentran encaje. Lo interesante en este caso es que Burton adapta la exitosa serie televisiva de los 60 Dark Shadows lo que hace que la película tenga cierta consistencia y apresurada narrativa pero también una algarabía de personajes, algunos de ellos desaprovechados por las limitaciones temporales. Pese a ello, es toda una delicia encontrarse con una Michelle Pffeifer bellísima, valiente y elegante como madre de familia, a Johnny Lee Miller (esto de reencontrarnos al Sick Boy de Trainspottig de secundario cada dos por tres nos empieza a gustar) como pringado carterista, a la casi desconocida y cándida Bella Heathcote, a la imprescindible Helena Bonham Carter; o a la exótica Chloë Grace Moretz (no para desde Déjame entrar y La invención de Hugo) con sorpresa final incluida. Mención aparte para el breve Chistopher Lee, que engrandece cualquier fotograma, incluso hipnotizado.
 
Y nada que objetar a sus dos protagonistas. El cineasta ha dejado que la bellísima actriz y modelo Eva Green brille con todo su esplendor en esta película, aunque sea prácticamente en el mismo papel que en La brújula dorada, que a la muchacha no la sacan de ahí. Y Johnny, pues es que es Johnny. Lo sentimos, pero no nos cansa. Con Barnabas al menos Tim Burton ha conseguido que nos olvidemos del ridículo baile final del Sombrerero Loco en la fallida Alicia en el país de las maravillas (su gran oportunidad perdida). Tampoco es que sea su papel mas carismático, pero es que este hombre nuestro tiene el listón a la altura del noveno cielo entre manostijeras, willy wonkas y piratas amanerados y rasteros. No creo que se le pueda pedir más. Si con todo ello, todavía nos hace de vampiro desfasado y nos provoca más de una carcajada, nos damos con un canto en los colmillos.
 
Al margen del reparto, resulta también curioso que al score de su fiel Danny Elfman el cineasta haya querido añadir esta vez todo un recopilatorio de hits bastante sorprendentes, comenzando con unos títulos de crédito nada habituales en él, bajo el Nights in White Satin de The Moody Blues. Después se nos ponen los pies danzarines con las escenas más extravagantes a las que añade sin pudor I`m Sick of You de Iggy Pop, el Top of the World de The Carpenters (coña incluida a costa del grupo), el socorrido Get It On de T.Rex, o You´re the First, the Last, My Everything, de Barry White (en la escena más delirante de la peli). Y a riesgo de spoiler, invitado de lujo presencial, los Alice Cooper en estado de gracia animando el cotarro con No More, Mr. Nice Guy y Ballad of Dwight Fry. Por cierto, aunque no os guste la película, no os vayáis deprisa y corriendo que el tema de los créditos finales, The Joker, lo canta el Sr. Depp con mucha chispa.
 
Venimos a decir que si el cineasta más imaginativo, creativo y original de nuestra era ha decidido ponerse a soltar chistes, a qué vamos a replicar. Y más si en esa travesía se monta su historia entre la fusión de sus amados decorados castillescos con el ambiente retro-urbano de los 70, y además lo hace con factura impecable y fotografía de diez. Tenemos profundas tristezas, miedos y emociones cinéfilas en nuestro saco ‘burtoniano’, las suficientes para llenar toda una vida, y si esta vez nuestro piromante ha querido montarse una fiesta extravagante y colorida, con ella disfrutamos, nos recreamos, nos reímos y nos sentimos invitados de lujo de su incombustible talento.
 
Os dejamos con el tráiler primero, y despues con el tema No More, Mr. Nice Guy de Alice Cooper, sobre una imagen de Barnabas a lo Matrix.

Visionado: ‘Los Vengadores’, de Joss Whedon. ‘El superpoder de la inteligencia complaciente’

 

 
cuatro estrellas


Los Vengadores es, ante todo, una película inteligente. A Joss Whedon, creador de series líder de audiencia, como Buffy Cazavampiros, y guionista de películas celebradas como Toy Storyo Alien: Resurrección, le salió perfecta la jugada. Reunió a los grandes superhéroes de la Marvel en una misma película, creó para ellos una amenaza con gancho y remató con ingenio todas las expectativas que fueron surgiendo desde que, hace un año, con el estreno de Thor, se nos fue preparando para el ‘advenimiento’ de la película definitiva.
Su hazaña aún va más lejos puesto que  satisface la curiosidad del profano y proporciona una historia  a la medida de las fantasías de los seguidores de los personajes de la Marvel.
Todo comienza cuando Loki (Tom Hiddleston), divinidad del planeta Asgard, ‘aterriza’ en nuestro mundo para preparar la llegada de un ejército de alienígenas que desean invadir la Tierra. Con ello, el amargado Loki busca, ante todo, vengarse de su hermano, Thor (Chris Hemsworth), ‘guardián’ del planeta azul. Nick Furia (Samuel L. Jackson) logrará reunir, en la misma cruzada contra la amenaza extraterrestre a seis héroes memorables: el Capitan América (Chris Evans), Iron Man (Robert Downey Jr.), Hulk (Mark Ruffalo), Viuda Negra (Scarlett Johansson) y Ojo de Halcón (Jeremy Renner).
¿Cuál es el superpoder que exhibe Whedon al frente de esta superproducción? Una habilidad compleja. Orquesta, como buen virtuoso, un gran espectáculo y pone en escena un guión que reserva secuencias y frases muy estudiadas para que cada uno de nuestros seis fantásticos se luzcan en acción, por supuesto, pero sobre todo, entre bastidores, cuando se ponen las zapatillas de andar por casa y les vemos con las peculiaridades propias de su carácter. Esos guiños a los fans que tanto humanizan… En especial, Iron Man, y su bien traído sarcasmo, con la guasa siempre a punto para aliviarnos de tanto mamporro, piruetas imposibles y para librarnos del complejo de ser una perfecta ‘medianía’ ante tal desfile de tipos dotados. Para alegría del respetable, Whedon nos ofrece un plus, el morbo de asistir a unos cuantos encontronazos entre los egos fácilmente susceptibles  de nuestros protagonistas. Ya lo dice Stark / Iron Man, “trabajar en equipo no es nada fácil”, los expertos en ‘liderazgo empresarial’ se habrían frotado las manos ante semejante plantel de ‘prima donnas’.  
Repasando  los mejores momentos de la película, tenemos que mencionar la presentación de Viuda Negra, una astuta interrogadora con la habilidad de sonsacar información sin preguntar y, por supuesto, el ya célebre plano secuencia con el que sobrevolamos Manhattan y en el que saltamos de las peripecias de un superhéroe a otro con notables dosis de imaginación, una auténtica orgía de explosiones y todo tipo de efectos especiales.
‘Haciendo memoria’ de las secuencias que nos faltan en la película, echamos de menos algo de oscuridad dramática, rodeando a ciertos héroes, más allá de la que brinda el acomplejado y difuso Loki (poca fuerza muestra el villano) y alguna escena protagonizada por el romance que se insinúa entre La Viuda Negra y Ojo de Halcón. Sin embargo, es rizar el rizo porque, a tenor de lo que muestran las taquillas, todo va bien en la Factoría Marvel y queda dispuesto para la siguiente entrega. 
 
 

‘Perdición’, de Billy Wilder. ‘El mal paso de un hombre muerto’ vs ‘El indolente perdedor’

 
EL MAL PASO DE UN HOMBRE MUERTO 
 
“De repente, pensé que todo iba mal, no oía mis propios pasos. Eran los de un hombre muerto”.
 
A Walter Neff (Fred McMurray) no le gusta la palabra ‘confesión’. Por eso, cuando está a punto de palmarla, a causa de una bala que se le retuerce en el cuerpo, se arrastra hasta un dictáfono para ‘informar’ a su jefe y viejo amigo, Keyes (Edward G. Robinson), de que ha defraudado a la compañía para la que ambos trabajan. Neff se declara culpable de haber matado al marido de la mujer de la que está obsesionado (Phyllis Dietrichson/Barbara Stanwyck), de haber cobrado ambos el seguro de vida del fallecido y de ser tan primo como para quedarse sin la mujer y sin el dinero. Está a punto de irse al otro barrio y por eso lava su conciencia contándole toda la historia a su amigo y perseguidor, en un último gesto de torpe disculpa. En manos de un genio cineasta, Billy Wilder (nuestro Dios particular), se traduce en un largo y emocionante flashback, donde conoceremos a la femme fatale más retorcida e inquietante de la historia del cine negro. 
 
Billy Wilder adaptó, junto a Raymond Chandler, la novela homónima (Double Indemnity) de James M. Cain y de tal cónclave de tipos con talento, solamente podíamos esperar una obra maestra de la literatura hecha cine. También un profundo desencanto hacia el ser humano, una visión crítica hacia la sociedad norteamericana donde adivinamos la mano de Wilder, quien cocina un filme tan amargado y cínico, que hasta las sombras de los protagonistas parecen fumar su propio tabaco sin filtro.
 
Perdición apenas da una tregua a los buenos sentimientos, no hay espacio para la explicación ante las malas acciones, ni mucho menos, momentos de arrepentimiento. En todo caso, lo que existe es el miedo animal a ser descubiertos. Los protagonistas están ‘podridos hasta el alma’ y es precisamente ese planteamiento tan perverso lo que convierte en única esta joya del noir más denso. Walter Neff no es ningún incauto atrapado en las redes de una mujer fatal. No se deja envenenar por su ambición o por la lujuria; él ya lleva mucha vida a sus espaldas. Su ‘perdición’ resulta tan convincente porque la voz en off, que nos revela sus pensamientos, apela a sus más bajos instintos y, con ello, a los nuestros. “Una noche empiezas a creer que puedes engañar tú mismo a la ruleta. De pronto, alguien llama y te lo ofrece todo en bandeja”. 
 
En Perdición, la fabulosa y desasosegante banda sonora de Miklós Rózsa y la magnífica textura de claroscuros de la iluminación contribuyen a crear una atmósfera fatalista que da el tono perfecto para el desarrollo de la historia.
 
Hay dos cosas que nos maravillan siempre de esta película: en primer lugar, la construcción de los momentos de tensión. Ahí está, por ejemplo, Phyllis escondida tras la puerta del apartamento de Walter, a punto de ser descubierta por Keyes; o los ojos brillantes de la vampiresa mientras que junto a ella, pero fuera de plano, sabemos que Walter está asesinando al marido. O la tensión sexual que se queda al descubierto en el intercambio de miradas entre los amantes (la lujuria del peligro), mientras la viuda es interrogada. Son momentos soberbios. La segunda cosa que nos fascina es la interpretación de Barbara Stanwyck. Desde el primer momento en el que la vemos, con una toalla anudándole el cuerpo y la mirada lúbrica, desafiante, sabemos que es una depredadora que ambiciona huir de éste o de cualquier otro destino que le tocara en suerte. Phyllis puede ser una arpía desesperada, una ramera de solemnidad o un ángel caído y confundido. Quién sabe. En cualquier caso, nos vemos atrapados en su mirada de superviviente, una superviviente que, sin embargo, es incapaz de dar un segundo disparo a su amante. ¿Aceptó la derrota?, ¿realmente se rindió al amor? ¿o más bien fue la evidencia de un cansancio?. El de una mujer hastiada de llevar una vida mediocre que, acorralada, decide apearse del tren para intentar llegar sola ‘al final de la línea’. Wilder nos deja con la intriga hasta el último momento.
 
A continuación uno de los momentos clave de la película. El crimen se acerca y la tensión aumenta. Los dos ¿enamorados? en cuenta atrás:


 
 
EL INDOLENTE PERDEDOR 
 
Incluso desde lo alto de su pedestal entre los grandes del cine, Billy Wilder cojeaba, y trataba de subir puestos en el ranking de las grandes películas, pero con muletas, como la silueta que se acerca hasta nosotros en los créditos iniciales de la película. No entendemos la posición que ocupa Perdición entre las millones de listas de las mejores películas de todos los tiempos. Creemos que es porque el gran cineasta consiguió que no nos riéramos ni una sola vez durante todo su metraje, y se empeñó en demostrar lo bien que hacía cine negro. Eso es lo que pensaría. Nosotros no estamos de acuerdo. Pensamos que se puso una capa de Hitckcock un tanto escurridiza y que se apuntó al suspense cortado de saber quién en el culpable desde el principio de la película. Es a partir de ahí donde todo se desmorona. 
 
Concretamos. Walter Neff (Fred McMurray) llega a altas horas de la madrugada a la compañía de seguros donde trabaja, herido de bala, y comienza a dejar grabada su confesión en un dictáfono, dirigida al que ha sido durante años su mentor y amigo en la compañía, Barton Keyes (Edward G. Robinson). Y lo que confiesa es su estafa a la compañía “por dinero y por una mujer” (¿por qué si no?). Pues nada, se acabó la sorpresa. A partir de ahí, es la voz en off de Walter (un tanto machacona por momentos) la que se remonta a unos meses antes para contarnos cómo empezó todo, y como ya sabemos el pastel en el que se va a meter, nada más ver bajar por las escaleras a la guapísima Barbara Stanwyck, todo misterio queda diluido en su cara de mala. Un gesto que agradecemos de la femme fatale, dando el contrapunto a un McMurray indolente que se pasa toda la película sin mover un músculo de su angulosa cara, ya se esté enamorando, tenga los nervios destrozados o esté a punto de morir. Que no, que no nacimos ayer, que ya sabemos que el cine negro tiene estas cosas de la hipotermia de sus personajes, pero no tiene mucho sentido si los que le rodean sienten, padecen, sufren y lloran como él no es capaz de hacerlo. Al final parece el más villano de todos, cuando queremos pensar que no es ésa la intención.
 
Sí tenemos que reconocer el gusto de Wilder al elegir a Raymond Chandler para ese guion de mil vueltas que te mete en la trama como en una tela de araña, en este caso salvado por el genial personaje de Keyes y su enanito profetizador, el único que aporta algo de sentido a unos diálogos que parecen recitados, sin titubeos, atropellados, como ni por asomo habla la gente normal cuando está enfadada, al borde de la histeria o entre la espada y la pared, vamos. Quizás ese mimetismo venga de la absurda relación entre los dos supuestos amantes ideólogos del crimen, de la forma en que se enamoran, lo planifican todo, y se desenamoran. En cualquier caso, siempre con el mismo gesto, y siempre diciendo la frase perfecta. O puede que proceda de que nos presenten a un Walter que conoce a la perfección el mundo de los seguros y que ve venir a la legua a la tigresa depredadora, pero aún así decide que el amor lo puede todo y que la pobre bien merece un reto. Aún así, manifiesta sus dudas cuando el plan sale como la seda al ver que ella “estuvo perfecta, no derramó ni una lágrima”. Pues ¿qué esperabas, Don Juan?
 
A partir de ahí es cuando conseguimos olvidarnos de la cara-palo del protagonista y comienza lo mejor de la película: Keyes y su enanito desatascando los tornillos de un crimen, que tampoco en este caso es perfecto, mientras que Walter se monta su propia historia y se hace un lío mental totalmente incomprensible con la hijastra de su amante. Solo así se explica el destartalado final. Wilder quiere hacernos creer que Walter camina hacia su redención en su último encuentro con ella, pero lo cierto es que después de ver a este hombre sin sentir ni padecer en toda la película, la única conclusión que podemos sacar es que toda su villanía se convierte en estupidez al final, por mucho que nos lo muestran derrotado y abatido. También entonces, es el fabuloso Keyes, su amigo, su compañero, quien hace grande la película con su sentido de la decepción y del fracaso. 
 
Ocurre así que esta capa que se puso Wilder en 1944 no nos causa la misma fascinación que al mundo mundial, el que acepta cualquier estampa de cine negro porque sí. No es que deba conmovernos, o apasionarnos, o hacernos sentir la magia del cine, que un género oscuro es un género oscuro, pero sí intrigarnos, meternos en el misterio, dejarnos pistas que podamos seguir, hacernos pensar. Y en este caso no nos pasó. La doble indemnización de su título original se convierte en un “caso de locos” (palabras de Walter) con cartas marcadas y maniquíes petrificados. Ponemos todas las películas de Wilder por delante de ésta, y en primer lugar todas las comedias, y dejamos que el cine negro de aquellos años respire su propia fragancia de época, la que quiso darle “el rey” sin conseguirlo.


Pese a nuestras pegas, lo cierto es que Perdición ocupa el lugar que ocupa, sin que podamos evitarlo. A continuación, un repaso de anécdotas sobre la película, elaborado por Butaca 13:

Píldoras cinetarias: El robótico David/Fassbender en ‘Prometheus’



Lleva circulando por la red alrededor de un mes y está dejando pasmados no solo a los incondicionales de la saga Alien, impacientes ante el estreno de la precuela Prometheus, del absolutamente genial Ridley Scott, sino a las cabezas pensantes del marketing viral y la publicidad on line. Porque no se trata de un tráiler. Bueno sí, pero no exactamente. Es un anuncio de Industrias Weyland donde nos presenta a su modelo tecnológico David, a quien interpreta nuestro reverenciado Michael Fassbender.


Conocemos a este robot a través de la entrevista que le realiza una voz en off (o en código binario) y en ella nos muestra su lado más pragmático, humano y emocional. Efectivamente, emocional. En tan solo dos minutos, caes a sus pies. Obra de Fassbender, el nuevo rey de la interpretación masculina mundial, y de Scott, embarcado en una campaña promocional de su película basada en pequeños goteos de escenas y suspense que está resultando de lo más persuasiva.


La película, aunque concebida como una suerte de “Episodio 1″ de la saga, tiene un argumento totalmente independiente, fuera de los lazos que han unido otras precuelas históricas a sus predecesoras como las de Star Wars o la de El planeta de los simios. Cuenta la aventura de la nave espacial Prometheus, a finales del siglo XXI, siguiendo un mapa estelar originario de antiguas culturas sobre la existencia de una avanzada civilización alienígena. Con Fassbender, comparten el reparto Guy Pearce, Charlize Theron, Moomi Rapace e Idris Elba. Con el primero, con el modelo David, os dejamos. A ver quién no se lo pide para su casa. Aunque avisamos de que no dejan número ni teléfono ni enlace de compra por Internet ni nada. Solo a él. Perfecto. Inigualable.