Mes: noviembre 2011
Homenaje: Christoph Waltz. ‘Un virtuoso de la interpretación’
Píldoras cinetarias: la censura, un torpe guionista criminal
El pasado mes de octubre nos enteramos de que la actriz iraní Marzie Vafamehr había sido condenada a sufrir en sus carnes 90 latigazos y un año de prisión, confinada en un “antiguo gallinero” sin las más mínimas condiciones de higiene. Su delito: haber sido la protagonista de My Tehran for sale (2009), una cinta de la poetisa y ahora cineasta Granaz Moussali. Es todo un canto a la libertad frustrada en un país donde se pisotean los derechos humanos y aquella expresión artística que, al no comprenderse, siempre es sospechosa de subversión. La cinta, prohibida en el país, sigue siendo todo un éxito hoy en día en el mercado negro y en los circuitos internautas, lo que la ha convertido en una amenaza de dimensiones planetarias para el establishment iraní.
Junto a Marzie Vafamehr fueron detenidos varios miembros del equipo que trabajó en el filme, aunque fueron puestos en libertad al poco tiempo. Marzie tenía el agravante de ser mujer en un país donde la condición femenina apenas tiene voz propia, mucho menos posibilidad alguna de aferrarse a una ilusión más allá del acostumbrado rol de madre y esposa. Y es que el caso de Vafamehr no es el único, pues numerosas están siendo las denuncias, más o menos veladas, de mujeres artistas sobre las que se está ejerciendo una insoportable presión.
Pero, ¿cuál es el motivo del miedo de las autoridades iraníes?, ¿por qué estigmatizar al rostro que conduce el filme? Sencillamente porque se trata de una buena película, que huye del sentimentalismo barato y que, además, tiene el poder de reunir en una ficción las voces de una generación sometida que se reconocen entre sí en el desierto de una dictadura fundamentalista. El poder del individuo que piensa, decide y crea frente a la mansedumbre del rebaño atrapado en el autoritarismo. Refleja, sin ir más lejos, la fascinación que ejerce el buen cine comprometido.
My Tehran for sale narra el difícil camino hacia la libertad que emprende una joven actriz (Marzie), enmarcada en las nuevas corrientes teatrales que, primero, ve cómo su espectáculo se prohíbe y, después, asiste a la dura represión que emprenden las autoridades en una rave donde se reúnen para divertirse centenares de jóvenes obligados a llevar una doble vida. El castigo al que son sometidos los detenidos son la prisión y brutales latigazos. Tras mantener un romance con un iraní, nacionalizado australiano, la protagonista decide poner rumbo a las antípodas para alejarse del miedo. La quimera de un paraíso oculto, en algún rincón del mundo, y la inesperada cuenta atrás en la que se ve atrapada la vida de Marzie, se convertirán en la fina ironía de una película que, aunque de lectura poliédrica y compleja, tiene la inteligencia suficiente para llegar al gran público.
La censura en Irán ha demostrado ser un guionista torpe, un escritor con la imaginación seca y a quien no le queda más remedio que robarle las ideas a una película que triunfa clandestinamente. Pero qué le puede importar. El censor en Irán busca su éxito ante el gran público que es el mundo globalizado para lograr su blockbuster particular: dar un castigo ejemplar, recordar que saben atar en corto los amagos de revuelta social que están transformando el panorama político y social de ciertos países. Marzie Vafamehr es la triste protagonista de esta producción de miseria mental y de terror, pero también un aldabonazo a nuestra conciencia, el recuerdo de un cine que nunca deberíamos dejar de ver para saber en qué mundo vivimos.
Aquí os dejamos unas pinceladas de la película
‘La Dama de Shanghai’, de Orson Welles. ‘El genio y su delirio visual’ vs ‘Hacer el idiota por alguien’
El lenguaje barroco de Welles es de una belleza y de una riqueza insuperables. Abundan los claroscuros, los escenarios complejos de filmar (el acuario) y los grandes angulares que desencajan los rostros para producirnos desasosiego. También los personajes que comparten plano fijo cuando dialogan sin comunicarse y sin mirarse, con la vista fija en un horizonte sin límites o en la frontera que marca un forzado picado.
La galería de personajes que nos brinda la película es otro de sus logros. Para sí mismo, Welles creó una estupenda rareza, Michael O’Hara, un cínico con una torpeza y una candidez antológicas que tiene la virtud de que nunca deja de ser creíble. Al mismo tiempo que emerge, donde menos te lo esperas, y de primeros planos sudorosos el inquietante Grisby con sus preguntas capciosas, inculpatorias, incitando al crimen con el ansia de un exhibicionista a la puerta de un colegio. El cineasta fue capaz también de lograr la interpretación más fascinante, torturada y mitológica de Rita Hayworth. Aunque le pese a la mismísima Gilda, envuelta en su sueño de satén negro. Las malas lenguas quisieron ver en el retrato envilecido de Elsa Bannister y en su castigo final el ajuste de cuentas de un marido fracasado. Pudo ser cierto o no; el caso es que Hayworth intentaba por aquel entonces darle una segunda oportunidad a su matrimonio con Welles, pero ante todo, abandonarse a los caprichos de un artista en quien creía ciegamente. Se dejó arrancar su emblemática cabellera pelirroja y estudió minuciosamente cada uno de los gestos, cada uno de los matices de su papel. Nunca estuvo más guapa que en La Dama de Shanghai y nunca volvió a ofrecer una interpretación como aquella, de malvada, bella y trágica.
HACER EL IDIOTA POR ALGUIEN
Orson Welles siempre tuvo en su egocentrismo parte de su genio profesional y parte de su traba para ser comprendido. Porque contaba historias donde todos sus superpoderes no podían pasar desapercibidos y en vez de dejar que los viéramos poco a poco y que nos tomaran por sorpresa como en Ciudadano Kane o Sed de mal, en el caso de La Dama de Shanghai quiso atiborrarse de egolatría y le salió un cuadro negro de frialdades, un desfile de carnaval de incoherencias y mensajes enrevesados y tan inconexos e irreales como suponemos que algunas veces él veía el mundo, muy desde arriba o muy desde abajo, que tampoco estamos muy seguros de su absentismo vital.
Por aquí entendemos perfectamente por qué esta película no tuvo el éxito esperado tras su estreno en 1947. Ese Michael O´Hara (inmutable Orson Welles), como un indolente “irlandés negro”, un serio y frío “caballero errante”, al que le falla el detector de lagartas, cayendo en la trampa más vieja del mundo tras su enamoramiento fatal de Elsa-Rosalyn Bannister (bellísima y rubia Rita Hayworth) podría haber sido todo un héroe del noir si no se hubiera empeñado en enfriar la cinta conforme avanza cada secuencia. O incluso desde el principio, con ese diálogo a pie de carruaje entre los dos protagonistas que pasa de la cursilada a la tensión incomprensible en menos de un minuto. Hasta el punto de que comienzan hablando como personas normales y terminan casi retándose a ver quién tiene la mejor parte del guion. Gana Welles, claro: es indudablemente su película más ególatra, donde aparece más galán, más víctima, más protagonista, más chulo, aunque termine siendo una simple marioneta.
Es en torno a la trama de esta pareja donde La Dama de Shanghai nos deja fríos. No vemos el enamoramiento de los dos por ningún lado, si acaso un poco más en ella con esas miradas que le suelta en bellísimos planos sobre las rocas, en una tumbona, sobre el yate cantándole casi al oído. Pero el irlandés, más que enamorado parece enfadadísimo todo el rato con ella, con bofetadas que no vienen a cuento (a la Hayworth debía no dolerle ya la que recibió de Glenn Ford un año antes en Gilda), preguntas que nunca se responden, bailes de dolor que no nos llegan, y travesías riberianas de “ahora me voy”, “ahora me quedo”, sin que entendamos muy bien su ritmo de ruleta rusa. Un “ni contigo ni sin ti” fuera de onda dramática. De hecho, preferimos olvidarnos de estos dos personajes y centrarnos en la intriga del cruce de asesinatos en tela de araña que el protagonista contempla bajo la mano que mece la cuna del lisiado marido de ella, Arthur Bannister (genial Everett Sloane), aunque comencemos a respirar mejor una vez desaparecido el personaje de George Grisby (Glen Anders) solo para que Welles deje de mostrarnos sus agobiantes primeros planos sudorosos y desquiciantes.
Son de agradecer, desde luego, los constantes cambios de escenario que se suceden en la película, desde Nueva York, pasando por Acapulco, hasta la maravillosa San Francisco, y en esto Welles no cejó en su empeño de sacar adelante una película muy costosa que no podía permitirse. Lo agradecemos pero nos tememos que ni de lejos fue su mejor película, ni desde luego su mejor papel, eclipsado a lo loco por un conjunto de idas y venidas del guion que desembocan en algo mucho más complejo pero menos mágico que el estupor que supone el indescifrable final con el que Raymond Chandler y William Faulkner regaron El sueño eterno, de Howard Hawks.
Al final, puede que todo tenga una explicación, o al menos una parte. Si conocemos un poco el trasfondo de esta película, sabremos que el matrimonio Welles-Hayworth estaba por entonces en su canto del cisne, y esa situación insostenible traspasó los límites de la película. Quizás primero el cineasta quiso verla como la veía al principio de su tormentosa relación en la vida real: humana, bella, inalcanzable, vulnerable. Y después vengarse de su desamor, de su separación inminente, llevándola en la película a la Casa de los Locos de un parque de atracciones vacío, y mostrarla, tras la magnífica secuencia de los espejos, deformada, fea, agonizante, muerta de miedo. Familiarizado con la locura, con las miserias humanas, su relación con Hayworth pudo haber contaminado su genio e incluso pudo ser consciente de ello todo el rato que estuvo tras las cámaras, cuando O´Hara, el personaje, inmutable y ególatra, como en casi toda la película, afirma: “Todo el mundo hace el idiota por alguien”. Diagnóstico de su película y de su fallido matrimonio.
Visionado: ‘La voz dormida’, de Benito Zambrano. ‘Luminosa memoria femenina’
Sí, es otra película más sobre nuestra Guerra Civil, sobre sus consecuencias, y una muestra más de su alargada sombra en la cultura y en el arte. Pero es una historia soberbia, luminosa en lo que supone para la memoria histórica femenina, pese a su honda y asfixiante tristeza, todo hay que decirlo. En comparación inevitable con Las 13 rosas, de Emilio Martínez Lázaro, sale ganando en realización, en guion, en ambientación, en empatía y en la turbiedad de unos años marcados por el miedo, la desesperación y el silencio obligado so pena de muerte. Y desde luego, guarda entre sus planos momentos más emocionantes, trágicos y naturales que la incomprensiblemente idolatrada y aupada Pa Negre.
Atado en corto: ‘El curioso caso del corredor paulatino’, de David Sainz. ‘¿Y si te pilla?’
Como una diabetes, una alergia, o una bacteria incansable. Un día un hombre con cara de enajenado no deja de perseguirte. Quizás puedas aguantar, puesto que siempre que aparece para correr detrás de ti, lo hace a cámara lenta, pero hasta cierto punto. Al final condiciona tu vida, tus fiestas y tus coitos, y sabes que tarde o temprano tendrás que enfrentarte a él o arrojarle de tu vida para siempre, porque ¿y si te pilla?. Así se las compuso para este cortometraje David Sainz, ese gurú canario que bajo el sello Different Entertainment está realizando todo un compendio de nuevo humor a la española, entre lo surrealista, lo costumbrista y lo grotesco.
Su carta de presentación vino en 2008 con la serie de Internet Malviviendo, la historia de un grupo de colegas (el propio David interpreta al protagonista, ‘El Negro’), cuyas vidas transcurren en un barrio ficticio de Sevilla y cuya motivación vital ya viene abanderada en el título de la serie. Convertida en todo un fenómeno, los chicos de las malas vidas ya van por su segunda temporada, además de ofrecer de vez en cuando a sus fans, que son hordas en blogs, foros y webs, una serie de minicapítulos en forma de cortometrajes, como Kazakievo, Puto destino puto o Mortal Topic. Sainz, de hecho, asegura que “la serie surgió como las grandes cosas de la vida, rodeado de buenos amigos y buena cerveza”.
Visionado: ‘Mientras duermes’, de Jaume Balagueró. ‘Borra esa sonrisa de tu cara’
Esta es sin duda la película más perfecta y asombrosa de Jaume Balagueró. Y lo es sin haber descubierto en ningún callejón oscuro la fórmula para el perfecto cine de suspense y terror, el que ya llevaba años haciendo desde que con Los sin nombre resucitó la posibilidad de que en España también se pudiera aterrorizar al patio de butacas sin provocar la carcajada. Él mismo se lo ha ido fraguando, esta vez soltando la mano de su compañero de la legendaria [Rec], Paco Plaza, con un guion casi perfecto de Alberto Marini, una electrizante música de Lucas Vidal y reparto casi completo a la española. Y precisamente ahí ha encontrado su grandeza, en la figura del todopoderoso Luis Tosar. La película es suya, recreando uno de los personajes más escalofriantes que encontraremos en los manuales de cine español. A ver quién se atreve a elegir entre el Malamadre de Celda 211 y este villano desalmado.
En un espacio prácticamente sin exteriores, en una comunidad de vecinos como la de [Rec], el virus infeccioso viene esta vez en forma de portero, César (Luis Tosar), un hombre infeliz, sin motivos para levantarse cada mañana, que hace equilibrismos en la azotea del edificio y que tan solo es capaz de esbozar media sonrisa si consigue torturar al dichoso, al que con más alegría le da los buenos días por la mañana, precisamente a ella, a la vecina del 5ºB, a Clara (Marta Etura), la que mejor le trata y más le sonríe. Que nos digan si hay maldad peor. No sabemos el trasfondo de su psicopatía, de su necesidad de decapitar la felicidad ajena, pero lo cierto es que viendo cómo disfruta con las fechorías a las que la somete en la sombra, tampoco hace falta mucho más. Porque solo quieres que pare.
Es casi imposible destacar ninguna secuencia de esta película sin destripar sus mejores golpes de efecto, que aparecen desde el principio. Solo queremos resaltar la parte en que Tosar se ve involuntariamente atrapado en el apartamento de Etura junto a su regresado novio (Alberto de San Juan). Por un extraño cortocircuito de la mente, o truco maligno de Balagueró que nos tensa los músculos hasta el infinito, quieres que el portero pueda salir de la casa. Quizás porque la psique nos dice que lo contrario sería impensable, que no es que queramos salvar al malo, sino evitar que todo se precipite, y al final la oscuridad venza a la luz.
Pero nada nos impide afirmar que Mientras duermes es una historia cruel, macabra hasta el final, de una atmósfera que, pese a algunos golpes (creemos intencionados) de humor, se va oscureciendo y haciéndose irrespirable ante la incomprensión que produce que una persona tan aparentemente normal pueda torturar de esa manera la mente de su madre enferma, estamparle a una anciana del edificio su verdad más deprimente (tremenda esta escena) o amenazar a una niña, solo para que borren la sonrisa de su cara.
Es la tesis del terror psicológico, del espectador impotente, el que todo lo sabe y nada puede hacer por salvar a los náufragos, dejándoles que se ahoguen sin más, y quedándose con la cara de pavor y miedo que el portero Tosar quiere que tengamos. Ya tuvimos nuestra dosis de felicidad cuando disfrutamos de la adorable Amelie repartiendo alegrías a su vecindario para darle sentido a su vida, como la cultureta portera de la novela La elegancia del erizo. Pero esta es otra historia. Es negra. Es terrible. No concede. Que no se os ocurra ser felices.