UN HOMBRE ENAMORADO DE SU TRAGEDIA
Hay en Vértigo algo que asusta, que inquieta, que nos deja con el desconcierto de John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) en lo alto del campanario. No es tanto su trama, que juega a los espejismos con la muerte y sus habitantes, no es la mirada de la “hermosa y triste” Carlota Valdés, invitando a seguir sus pasos fatales. Asusta por la enfermiza, la obsesiva manera que tiene la película de acercarse al amor, por la “perturbadora mirada” que Alfred Hitchcock “lanza hacia la humanidad”, como Martin Scorsese dijo en una ocasión acerca del maestro del suspense. El “amor necrófilo” de Vértigo, expresión de François Truffaut entrevistando al realizador, era un material de alto voltaje, demasiado retorcido para un cineasta que se debía a su público y era consciente de que su oficio consistía, sobre todo, en entretener al espectador. Y sin embargo, a pesar del rechazo inicial en taquilla, con los años ha ido confirmándose como su obra maestra, en una exquisita rara avis en su universo cinematográfico.
Vértigo es una espiral, son unas escaleras de caracol que conducen de manera tortuosa por ciertos rincones peligrosos de la psique humana. El miedo a la muerte, a la pérdida, a la locura grabada en los genes o en el destino, al amor y al sexo que nos hacen vulnerables, el terror a provocar la tragedia, valiéndose de las alturas como símbolo o como coartada, son algunos de los territorios que aborda el film bajo el hechizo del entretenimiento más logrado.
El maestro hace más ostentosa que nunca su peculiar manera de diseccionar el suspense encajando el whodunit (“¿quién lo hizo? ¿qué pasó?”) prácticamente a mitad de la película. Nunca quiso que los espectadores basaran todas sus expectativas en un desenlace que, conforme transcurriera el metraje, se fuera haciendo más o menos previsible, perdiendo en el camino implicaciones emocionales, desviando la atención de una narración mucho más sutil, mucho más compleja, llena de detalles reveladores que debían transitar por el inconsciente y una realidad oscura e inconfesable. Por eso, Judy (la Kim Novak mundana) nos mira a cámara y nos quita el aliento mientras confiesa, en una carta nunca escrita, el crimen. Acto seguido se abre el abismo y comienza una segunda película más poderosa, si cabe, que la rodada entre el arranque y el nudo. Aparecen Eros y Tánatos, éste último ejerciendo su imperio. Entran en escena el amor viciado que resta, que se alimenta anulando al otro para darle aliento a un fantasma de la memoria o de la imaginación, tanto da. Un torpe intento de luchar contra la muerte para quien es incapaz de sobrevivir al duelo y de amar a los vivos.
Y es aquí, en la pesadilla, cuando se nos muestra la banda sonora, obra de Bernard Hermann, en todo su esplendor. Pocas veces la música ha logrado una corporeidad tal como para convertirse en un protagonista más que ronda la demencia en sus acordes. Por aquel entonces, los violines desafiantes se reúnen con las castañuelas españolas para darnos paso al mal sueño. Los mismos que en otros momentos de la película se han deslizado en melodías más románticas, como en la presentación de la bella y distante Madeleine o en los temas de amor que recuerdan a Wagner y a su Tristan e Isolda.
“Cualquiera acaba por obsesionarse con una historia tan amarga”, nos dice Scottie/Stewart, casi al comienzo de la película. Más allá de su inevitable cameo, Hitchcock rondaba por la película víctima de esta pulsión irracional. Junto a su mujer, Alma, escribió un boceto de guion durante meses partiendo de la novela D’entre le morte, de Pierre Boileau y Thomas Narcejal. Lo hizo así antes de pasárselo al artesano, a unos guionistas (Alec Coppel y Samuel Taylor, aunque probó otros) de su confianza que no traicionaran su visión de la historia, el poder de las imágenes que había concebido. El misterio que se cierne sobre nosotros, rendidos amantes de su obra, es muy sencillo: ¿qué hay en esta historia, la más oscura y cautivadora de toda su filmografía, que le tenía completamente subyugado? ¿hay algo de autobiografía real, imaginaria? ¿el dolor de una pérdida, en forma de herida abierta? ¿la impotencia ante sus quimeras de platino o quizás el insoportable peso de la culpa? Pudo ser todo ello o más bien nada.
Aquí tenéis la mejor secuencia de la película, sin lugar a dudas. Está en inglés, pero la maestría universal de Hitchcock hace que el lenguaje corporal y la tensión hablen por sí solas en la reencarnación de Madeleine.
CAÍDA EN PICADO BAJO EL DISFRAZ
Probablemente el maestro Alfred Hitchcock quiso sacarse del corazón la historia de amor más grande jamás contada. Cuando realizó Vértigo, en 1958, le diagnosticaron una grave enfermedad a su mujer, y el brebaje con el que insufló todas y cada una de las escenas de amor de sus anteriores películas, revestidas de misterio, de sospechas, de traiciones, de miradas soslayadas, en esta ocasión se tintó de un color diferente, más sentimental, más trágico. La historia del ex policía doliente de acrofobia John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) caído en los brazos conspiratorios de una fantasmal y engañosa Madeleine Elster (Kim Novak) empieza siendo un thriller de género, rozando los giros de la posesión ectoplásmica, el haunted body.
Hasta ahí el disfraz. Bajo todo eso está la caída en picado y se encuentran las debilidades de un argumento que se descabrita a cada paso: el seguimiento detectivesco nada suspicaz que Scottie hace a Madeleine (¿pero qué clase de policía era antes de retirarse?), el hecho de que no sospeche cuando el marido de ésta le pide que siga investigándola pese a que todo apunta ya a que está como una regadera (¿qué clase de policía era?), ni que no se ponga sobre aviso cuando ve que ella le sigue la corriente, tan pancha, en casa de un desconocido, y después de contarle que es que resulta que se ha intentado suicidar (¿qué clase de policía era?). ¿Todo es porque se ha enamorado o para justificar el magnífico y supuesto suicidio con el fondo de la Bahía de San Francisco y su portentoso Golden Gate? Si es así, lo asumimos y todos tan contentos, pero tras ello, debemos esperar alrededor de 85 minutos para que la ceremonia de la confusión deje de superponer unos cortinajes sobre otros y empiece a arrojar respuestas. Y después de tanto esperar, y de quedarnos alucinados con la escena del campanario, el hechizo dura apenas diez minutos, y en las manos escribanas de la Novak, reconvertida en Judy, se nos rompe el encantamiento de un plumazo.
Lo sentimos, pero acostumbrados a que Hitchcock rompiera moldes desvelándonos al asesino a cara descubierta, en esta ocasión no entendemos la nueva estructura. Todo lento, lento, lento, y de repente, zas, la solución, cuando todavía resta un buen trozo de historia. Quizás en ello se encuentre el objetivo de que, tras experimentar el de Scottie, el espectador sienta en sus carnes el sufrimiento de Judy viendo como su Pigmalión particular la va transformado, buscando en ella al fantasma. Pero hay una contraindicación: su sometimiento a la conversión no es creíble. Y si lo fuera porque la verdadera personalidad es la de la pelirroja Judy, su interpretación de la rubia Madeleine en la primera parte es de Óscar. La dualidad en este caso es tan dispar que una de las dos facetas de la Novak se cae por su propio peso. Salvo que su diagnóstico sea una esquizofrenia ilimitada y desconocida.
Lo que sí es cierto es que tal desdoblamiento femenino tuvo que ser lo más parecido a una orgía artística para Hitchcock, desplegando en Vértigo la mayor colección de fetichismo jamás mostrada en una película. Hablamos del traje gris corte institutriz, del recogido ondeado (y algo casposo, la verdad) del pelo, de la colección “perfiles de Kim Novak” sobre fondos multicolor, del colgante o de los pies. Nos damos la libertad de entender que la cara de hipnosis de la protagonista en algunas secuencias lo mismo tenía algo que ver con su alucinante aprovechamiento corporal.
Tampoco a estas alturas vamos a adentrarnos en la asombrosa simbología sexual de la película. No vamos a hacerle terapia al genio. Solo apuntar que en la novela original, el protagonista era impotente, y que el director británico decidió plasmarlo no en el guion, pero sí en algunos objetos (adivina adivinanza, ahí lo dejamos), en la sorprendente soltería de Scottie y en algunas miradas de primer plano del personaje de Midge (Barbara Bel Geddes) cuando éste recuerda la relación que ambos tuvieron; y que en unión a esta circunstancia, también hubo coqueteos de Hitchcock con la necrofilia sugerida. Eh, solo sugerida. Para ser el año que era, no podemos quejarnos de las perversiones del gran cineasta, si sabemos leer entre líneas o imaginar cómo terminaría el refrán “Acuéstate con muertos y amanecerás…”. Al fin y al cabo llega un punto en que el protagonista realmente piensa que su amada está en el sueño eterno. Ponéosla una vez más: solo hay que saber desnudar la película como el mago del misterio quiso y no quiso hacerlo. A lo mejor, en ocasiones, veis muertos.
Aquí dejamos un curioso paralelismo de escenas, insertadas en las dos historias en las que está dividida. Hitchcok & Hitchcock. Y de paso, podéis disfrutar del maestro musical Bernard Hermann.