‘Vértigo’, de Alfred Hitchcock. ‘Un hombre enamorado de su tragedia’ vs ‘Caída en picado bajo el disfraz’

UN HOMBRE ENAMORADO DE SU TRAGEDIA

Hay en Vértigo algo que asusta, que inquieta, que nos deja con el desconcierto de John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) en lo alto del campanario. No es tanto su trama, que juega a los espejismos con la muerte y sus habitantes, no es la mirada de la “hermosa y triste” Carlota Valdés, invitando a seguir sus pasos fatales. Asusta por la enfermiza, la obsesiva manera que tiene la película de acercarse al amor, por la “perturbadora mirada” que Alfred Hitchcock “lanza hacia la humanidad”, como Martin Scorsese dijo en una ocasión acerca del maestro del suspense. El “amor necrófilo” de Vértigo, expresión de François Truffaut entrevistando al realizador, era un material de alto voltaje, demasiado retorcido para un cineasta que se debía a su público y era consciente de que su oficio consistía, sobre todo, en entretener al espectador. Y sin embargo, a pesar del rechazo inicial en taquilla, con los años ha ido confirmándose como su obra maestra, en una exquisita rara avis en su universo cinematográfico.

Vértigo es una espiral, son unas escaleras de caracol que conducen de manera tortuosa por ciertos rincones peligrosos de la psique humana. El miedo a la muerte, a la pérdida, a la locura grabada en los genes o en el destino, al amor y al sexo que nos hacen vulnerables, el terror a provocar la tragedia, valiéndose de las alturas como símbolo o como coartada, son algunos de los territorios que aborda el film bajo el hechizo del entretenimiento más logrado.

El maestro hace más ostentosa que nunca su peculiar manera de diseccionar el suspense encajando el whodunit (“¿quién lo hizo? ¿qué pasó?”) prácticamente a mitad de la película. Nunca quiso que los espectadores basaran todas sus expectativas en un desenlace que, conforme transcurriera el metraje, se fuera haciendo más o menos previsible, perdiendo en el camino implicaciones emocionales, desviando la atención de una narración mucho más sutil, mucho más compleja, llena de detalles reveladores que debían transitar por el inconsciente y una realidad oscura e inconfesable. Por eso, Judy (la Kim Novak mundana) nos mira a cámara y nos quita el aliento mientras confiesa, en una carta nunca escrita, el crimen. Acto seguido se abre el abismo y comienza una segunda película más poderosa, si cabe, que la rodada entre el arranque y el nudo. Aparecen Eros y Tánatos, éste último ejerciendo su imperio. Entran en escena el amor viciado que resta, que se alimenta anulando al otro para darle aliento a un fantasma de la memoria o de la imaginación, tanto da. Un torpe intento de luchar contra la muerte para quien es incapaz de sobrevivir al duelo y de amar a los vivos.

Vértigo es también un auténtico carrusel de momentos inolvidables, icónicos: la primera aparición de Madeleine (Kim Novak idealizada) en el restaurante, carnal, fascinante, envuelta en tapices rojos; su regreso De entre los muertos, tras culminar la transformación de Judy, acariciada por un verde fantasmal de neón. O esas monjas corriendo hacia el campanario, en lo más remoto del plano, y tras caer del mismo un cuerpo sin vida: un extraño interludio después de la tragedia y del gesto aterrorizado de James Stewart. Recodamos, cómo no, el beso y su fantástica danza de tiovivo, una espiral que recupera el último instante junto al ser amado, idealizado, inexistente, quimera de belleza platino capaz de arrastrar a la locura y a la tiranía al protagonista.
Pero por encima de todos los momentos que nos enamoran se encuentra la pesadilla del protagonista, probablemente el instante que más terror ha conjurado en nuestra imaginación, a pesar de todas las producciones con tecnología punta de las que hemos sido espectadores. En ella está Carlota Valdés abrazada al asesino, volviendo la cabeza en un gesto de certeza para mirar a Scottie, para mirarnos. Ahí podemos ver también a James Stewart abriendo desmesuradamente sus ojos, rasgados por la edad, para hablarnos del horror que se ha agazapado en su conciencia y le conduce a esa tumba abierta que se lo traga en vida y bien se podría llamar locura.

Y es aquí, en la pesadilla, cuando se nos muestra la banda sonora, obra de Bernard Hermann, en todo su esplendor. Pocas veces la música ha logrado una corporeidad tal como para convertirse en un protagonista más que ronda la demencia en sus acordes. Por aquel entonces, los violines desafiantes se reúnen con las castañuelas españolas para darnos paso al mal sueño. Los mismos que en otros momentos de la película se han deslizado en melodías más románticas, como en la presentación de la bella y distante Madeleine o en los temas de amor que recuerdan a Wagner y a su Tristan e Isolda.

“Cualquiera acaba por obsesionarse con una historia tan amarga”, nos dice Scottie/Stewart, casi al comienzo de la película. Más allá de su inevitable cameo, Hitchcock rondaba por la película víctima de esta pulsión irracional. Junto a su mujer, Alma, escribió un boceto de guion durante meses partiendo de la novela D’entre le morte, de Pierre Boileau y Thomas Narcejal. Lo hizo así antes de pasárselo al artesano, a unos guionistas (Alec Coppel y Samuel Taylor, aunque probó otros) de su confianza que no traicionaran su visión de la historia, el poder de las imágenes que había concebido. El misterio que se cierne sobre nosotros, rendidos amantes de su obra, es muy sencillo: ¿qué hay en esta historia, la más oscura y cautivadora de toda su filmografía, que le tenía completamente subyugado? ¿hay algo de autobiografía real, imaginaria? ¿el dolor de una pérdida, en forma de herida abierta? ¿la impotencia ante sus quimeras de platino o quizás el insoportable peso de la culpa? Pudo ser todo ello o más bien nada.

 

Aquí tenéis la mejor secuencia de la película, sin lugar a dudas. Está en inglés, pero la maestría universal de Hitchcock hace que el lenguaje corporal y la tensión hablen por sí solas en la reencarnación de Madeleine.

CAÍDA EN PICADO BAJO EL DISFRAZ

Probablemente el maestro Alfred Hitchcock quiso sacarse del corazón la historia de amor más grande jamás contada. Cuando realizó Vértigo, en 1958, le diagnosticaron una grave enfermedad a su mujer, y el brebaje con el que insufló todas y cada una de las escenas de amor de sus anteriores películas, revestidas de misterio, de sospechas, de traiciones, de miradas soslayadas, en esta ocasión se tintó de un color diferente, más sentimental, más trágico. La historia del ex policía doliente de acrofobia John ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) caído en los brazos conspiratorios de una fantasmal y engañosa Madeleine Elster (Kim Novak) empieza siendo un thriller de género, rozando los giros de la posesión ectoplásmica, el haunted body.

Pero tras su repetido disfrute, la sensación final que produce siempre visionar Vértigo, pese a esa coletilla (De entre los muertos) heredada de la novela francesa de la que es adaptación, es que nos han contado un dramón de tomo y lomo. Nos da, por su perfeccionismo casi de psiquiatra, que el director británico se dejó el alma en ese deje novelístico de la película y que fue precisamente lo que quiso hacer. Por eso, para nosotros es una pena que las escenas más pasionales de los dos protagonistas en acantilado, casa y Misión, vayan perdiendo química conforme avanza el metraje, rozando lo infantiloide, los diálogos de salón de valls, aquellos en los que el desmayo inminente de la rubia frágil (en este caso el mohín) no viene a cuento.
En realidad es una pega de lo que consideramos un objetivo fallido, pero que viene a sumarse a una espiral de chirriantes giros, como los que da Stewart cayendo en su pesadilla alucinógena, que provocan el destape de las trampas maliciosas de las que está plagada esta historia. En respuesta a los muchos que consideran que Vértigo es la obra cumbre de Hitchcock, podemos argumentar con el argumento, valga la redundancia, y salvando la forma. Queremos decir que dejamos en el Sobresaliente la técnica, la dirección, donde el capitán inglés del misterio dejó a todos patidifusos con el efecto contra-zoom (descubrimiento por otra parte de un operador de cámara) para generar la sensación de vértigo desde las escaleras del campanario donde se desencadenan las dos escenas paralelas de la película. Igual de inteligente es la cámara que persigue a los protagonistas, y los colores que envuelven cada frase en una atronadora sensación de irrealidad, siendo la más deslumbrante la salida nebulosa de Madeleine-Judy del cuarto de baño.
 

Hasta ahí el disfraz. Bajo todo eso está la caída en picado y se encuentran las debilidades de un argumento que se descabrita a cada paso: el seguimiento detectivesco nada suspicaz que Scottie hace a Madeleine (¿pero qué clase de policía era antes de retirarse?), el hecho de que no sospeche cuando el marido de ésta le pide que siga investigándola pese a que todo apunta ya a que está como una regadera (¿qué clase de policía era?), ni que no se ponga sobre aviso cuando ve que ella le sigue la corriente, tan pancha, en casa de un desconocido, y después de contarle que es que resulta que se ha intentado suicidar (¿qué clase de policía era?). ¿Todo es porque se ha enamorado o para justificar el magnífico y supuesto suicidio con el fondo de la Bahía de San Francisco y su portentoso Golden Gate? Si es así, lo asumimos y todos tan contentos, pero tras ello, debemos esperar alrededor de 85 minutos para que la ceremonia de la confusión deje de superponer unos cortinajes sobre otros y empiece a arrojar respuestas. Y después de tanto esperar, y de quedarnos alucinados con la escena del campanario, el hechizo dura apenas diez minutos, y en las manos escribanas de la Novak, reconvertida en Judy, se nos rompe el encantamiento de un plumazo.

Lo sentimos, pero acostumbrados a que Hitchcock rompiera moldes desvelándonos al asesino a cara descubierta, en esta ocasión no entendemos la nueva estructura. Todo lento, lento, lento, y de repente, zas, la solución, cuando todavía resta un buen trozo de historia. Quizás en ello se encuentre el objetivo de que, tras experimentar el de Scottie, el espectador sienta en sus carnes el sufrimiento de Judy viendo como su Pigmalión particular la va transformado, buscando en ella al fantasma. Pero hay una contraindicación: su sometimiento a la conversión no es creíble. Y si lo fuera porque la verdadera personalidad es la de la pelirroja Judy, su interpretación de la rubia Madeleine en la primera parte es de Óscar. La dualidad en este caso es tan dispar que una de las dos facetas de la Novak se cae por su propio peso. Salvo que su diagnóstico sea una esquizofrenia ilimitada y desconocida.

Lo que sí es cierto es que tal desdoblamiento femenino tuvo que ser lo más parecido a una orgía artística para Hitchcock, desplegando en Vértigo la mayor colección de fetichismo jamás mostrada en una película. Hablamos del traje gris corte institutriz, del recogido ondeado (y algo casposo, la verdad) del pelo, de la colección “perfiles de Kim Novak” sobre fondos multicolor, del colgante o de los pies. Nos damos la libertad de entender que la cara de hipnosis de la protagonista en algunas secuencias lo mismo tenía algo que ver con su alucinante aprovechamiento corporal.

Tampoco a estas alturas vamos a adentrarnos en la asombrosa simbología sexual de la película. No vamos a hacerle terapia al genio. Solo apuntar que en la novela original, el protagonista era impotente, y que el director británico decidió plasmarlo no en el guion, pero sí en algunos objetos (adivina adivinanza, ahí lo dejamos), en la sorprendente soltería de Scottie y en algunas miradas de primer plano del personaje de Midge (Barbara Bel Geddes) cuando éste recuerda la relación que ambos tuvieron; y que en unión a esta circunstancia, también hubo coqueteos de Hitchcock con la necrofilia sugerida. Eh, solo sugerida. Para ser el año que era, no podemos quejarnos de las perversiones del gran cineasta, si sabemos leer entre líneas o imaginar cómo terminaría el refrán “Acuéstate con muertos y amanecerás…”. Al fin y al cabo llega un punto en que el protagonista realmente piensa que su amada está en el sueño eterno. Ponéosla una vez más: solo hay que saber desnudar la película como el mago del misterio quiso y no quiso hacerlo. A lo mejor, en ocasiones, veis muertos.

Aquí dejamos un curioso paralelismo de escenas, insertadas en las dos historias en las que está dividida. Hitchcok & Hitchcock. Y de paso, podéis disfrutar del maestro musical Bernard Hermann.

Visionado: ‘Harry Potter y las reliquias de la muerte. Parte II’, de David Yates. ‘Sin miedo a nada’

cuatro estrellas


Ya nos sabíamos el final. Lo habíamos leído dos, tres y cuatro veces cuando se publicó el séptimo y último libro de la planetaria saga de J. K. Rowling. Conocemos la última frase de cada uno de los personajes que, en nuestro caso, nos han acompañado durante casi década y media, desde que un niño de once años que dormía bajo una escalera en la triste y déspota casa de sus tíos, descubrió su ascendencia mágica y partió desde el andén nueve y tres cuartos de la estación londinense de Kings Cross hacia el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Con ello protagonizó una serie literaria de aventuras convertida en referencia mundial de niños y adultos. Después pasó al cine, de manera casi natural, inevitable.

Pese a que somos capaces de contestar cualquier pregunta sobre el Quidditch, sobre las asignaturas de Hogwarts, sobre los muggles, sobre las relaciones entre cada uno de los personajes, sus debilidades, sus virtudes, pese a que sabemos cómo acababa todo, estábamos deseando ver el final. Ya nos pasó con la insuperable adaptación de la trilogía de El Señor de los Anillos, y estamos encantados de poder manifestar la misma impresión: histórico y fabuloso broche de oro. Tal y como lo vimos en nuestra imaginatio, cuando ralentizábamos la lectura de las últimas frases del libro, ahogando la emoción, intentando evitar que terminara.

De la mano del británico David Yates, que ya había dirigido las tres últimas entregas (La orden del Fénix, El misterio del Príncipe, y Las reliquias de la muerte, Parte I), tras recoger el testigo que previamente mantuvieron con dignidad Chris Columbus (La piedra filosofal, La cámara secreta), Alfonso Cuarón (El prisionero de Azkaban, nuestra favorita, por cierto) y Mike Newell (El cáliz de fuego), el episodio final es todo un espectáculo que justifica al máximo la decisión salomónica de partir en dos el último libro de la Rowling para su estreno en la gran pantalla. Así, el sabor algo sosón que se nos quedó con la primera parte, más lenta, más hipnótica, narrando de montaña en montaña la búsqueda de los horrocruxes, la calma que precedía a la tempestad, se convierte finalmente en una explosión de fuegos artificiales donde todo cobra sentido, a la manera de las grandes batallas, barriendo aburrimientos, dejándonos Petrificus Totalus. Menos cruel que el libro en algunas escenas, no por ello nos deja de mostrar las entrañas de los impenetrables laberintos de Gringotts, la desolación de Hogwarts tras el traspaso de su armazón de hechizos, la grandeza de un edificio sitiado por dementores, mortífagos y sicarios, la destrucción de una era. El apocalipsis mago, servido en bandeja, con breves pausas para respirar, para tomar posiciones, para retomar el camino, para dar a cada personaje el protagonismo que se ganó durante toda la saga.

Rompiendo jerarquías protagonistas, queremos referirnos especialmente a Albus Dumbledore (Michael Gambon), ese semi-dios antológico, el ángel de la guarda de Harry, su conciencia, su guardaespaldas, y sorprendentemente casi su verdugo. Y sobre todo, y por encima de todo, a Severus Snape (Alan Rickman), el mejor personaje de todos, en opinión de los aquí presentes, el triste equilibrista entre el bien y el mal, el atormentando mago que encierra la mayor ambigüedad, el mayor dolor, y la clave de toda la historia. Los generosos minutos que la película dedica a mostrarnos los recuerdos de Snape a través del pensadero son lo mejor de esta última entrega, la sentencia de Harry, provocada al final por el amor, cómo no, qué iba a ser si no. También magnético, villano, más carismático que nunca aparece la némesis del niño mago, el Señor Tenebroso, el terrorífico desnarizado de Lord Voldemort (Ralph Fiennes), cobrando corporeidad y maldad conforme avanza la saga, y en esta entrega soberbio y tocando el trono de los malísimos.

Tan crecidos como deslumbrantes y profesionales están igualmente los componentes del trío protagonista. Vale, se les ve veinteañeros avanzados, que a nadie engañan, pero con ello su interpretación es más perfecta, más creíble y acorde con la trama. Luchadores incansables, dueños de sus adolescencias ganadas a golpe de varita,  Harry Potter (Daniel Radcliffe), Ron Weasly (Rupert Grint) y Hermione Granger (Emma Watson) mantienen hasta el final una química aventurera y casi romántica, superviviente además (eso tiene mucho mérito) de ocho películas. Apabullantes las breves apariciones de Rubeus Hagrid (Robbie Coltrane), Bellatrix Lestrange (Helena Bonham Carter) y Minerva McGonagall (Maggie Smith). Los personajes son tantos y tan diversos que sería imposible recordar a todos, pero por ello no vamos a dejar de rendir nuestro tributo particular también a los que se fueron en algún momento de la saga, como los padres de Harry, su padrino Sirius Black (Gary Oldman), el elfo Dobby o el pobre Cedric Diggory (el crepuscular Robert Pattinson). No nombraremos por si acaso a los últimos fallen, por guardar un mínimo respeto a los despistados que no hayan leído el último libro y estén esperando descubrirlo en la butaca de cine.

Como sabemos que la pirotecnia de los efectos especiales tiene efectos secundarios desastrosos dependiendo de la manos en las que caiga, en esta ocasión, como en La orden del Fénix y El cáliz de fuego, debemos rendirnos a la sencillez de la batalla. En el cine no pueden plasmarse como en la versión impresa los dilemas de Harry, sus atormentados pensamientos, y por eso ésta última busca las panorámicas grises y rápidas, y un duelo final intenso y medido al milímetro para no cansar, solemne pero sin sensiblerías. Tenemos que reconocer que nuestro elogio viene de una base de contenidos propia de la mente  del fan cinéfilo o del lector fiel. Así que nadie se engañe: no hay sentido ninguno sin el visionado de las anteriores entregas, y apuramos, sin la lectura de todos los libros. Sin los antecedentes, sin el contexto, sin el origen, suponemos que la sensación debe ser similar a la de observar un criptograma en chino mandarín o un caleidoscopio mareante una y otra vez. 

Por nuestra parte, podemos decir que ahora nos quedamos a la deriva. Repetimos semejanza: como en los Puertos Grises donde Frodo Bolsón se largaba para siempre. Tanto es así que dos minutos después de terminar de ver la peli, y ya estamos buscando rumores sin sentido sobre posibles epílogos tan innecesarios como imposibles. Porque ya no hay nada más que saber. Harry también se ha ido y con él parte de un mundo en el que muchos buscaremos siempre un pase de entrada. Pese a nuestra triste condición de muggles, sabemos que en las aventuras del niño de la cicatriz, encontraremos la respuesta a cualquier enigma, a todo aquello que tenga que ver con la valentía, la amistad, el afán de superación, la voluntad, la honestidad, la lucha por el bien. Hoy, que tristemente observamos cómo los extremismos, la xenofobia, la sinrazón, la intolerancia, llevan a lunáticos descerebrados a arrasar con jóvenes reunidos bajo un ideal, para nosotros es un ingenuo consuelo comprobar que en la ficción mueren los malos, que la luz vence a la oscuridad, como en la Tierra Media, como en la República Galáctica, como en Fantasía, como en el Asteroide B-612, como en el País de Nunca Jamás. Gracias a ello, ya podemos pronunciar el nombre de Lord Voldemort sin escalofríos ni temores. Por eso ha merecido la pena ser Harry Potter durante casi 15 años, vivirlo hasta el final. Además, ha sido una suerte. Porque ese mundo funciona como queremos, podemos desarmar al villano a grito de Expeliarmus, y en sus contornos siempre estaremos a salvo. Así expresamos por tanto nuestro adiós definitivo, sin miedo a nada.

Como el trailer ha sido más que publicitado, os dejamos un estupendo resumen de las seis primeras películas. A lo mejor así podemos enganchar a alguno de los que han vivido todos estos años sin esta maravillosa antología de magia, tanto en la literatura como en la gran pantalla. Nosotros nos quedamos en Hogwarts, bajo su escudo protector, para siempre.

Píldoras cinetarias: Fresnadillo y lo que ya está dentro

Ya está aquí y ya llegó. Es muy corto, sabe a poco y prácticamente no da pistas acerca del argumento, pero es algo más que nada. Hablamos del primer teaser-trailer de Intruders, el nuevo largometraje del cineasta y guionista canario Juan Carlos Fresnadillo, cuyo estreno está previsto en España para el próximo mes de octubre, aunque antes inaugurará el Festival de San Sebastián.

Había mucha expectación, a la par que especulación, con su siguiente película, e incluso habíamos escuchado alguna que otra teoría supuestamente bieninformada sobre vuelos espaciales. Como siempre, al final la realidad es mucho más sencilla, y parece que el director de los primeros afectados por la epidemia walking dead, que por si alguien no lo sabe, son los de 28 semanas después, y de ese fabuloso largometraje novel que fue Intacto, va a volver a poner en la termomix su particular terror psicológico y adrenalítico.

En lujos no ha escatimado, ya que entre el reparto cuenta con un Clive Owen que vuelve adentrarse en el género del susto-acción tras Hijos de los hombres y al hispano-alemán Daniel Brühl, al que estábamos deseando volver a ver tras pasar por la mano y la mente del maestro Tarantino. Todo por obra y gracia de la ‘troika’ productora entre España, Gran Bretaña y Estados Unidos, y a un guión del escritor Nicolás Casariego (sí, el hermano de Pedro y de Martín, que prueba suerte con el cine) y del cortometrajista Jaime Marqués. Vamos, que apoyos no le han faltado a Fresnadillo, al que estaremos esperando para descubrir qué se esconde detrás de esa puerta en penumbra. Esperemos que los espíritus esponjosos de Poltergeist tengan más fuerza que los alienígenas humanoides de Señales. O a lo mejor ni una cosa ni la otra.

De cualquier forma, aquí tenéis el avance. Tiene muy buena pinta y proclama uno de los mejores enganches publicitarios de promoción del último año: “No puedes huir de lo que ya está dentro”.

 

Visionado: ‘Blackthorn’, de Mateo Gil. ‘Un western de horizontes muy lejanos’

 

cuatro estrellas


Que nadie se espere ver al bueno de Butch Cassidy con su ingenioso parloteo y su mente inquieta. En la película de Mateo Gil estamos ante su resurrección, desde luego, ante su versión añeja pero en un plano, el Altiplano de Bolivia, donde las aventuras dejan de tener la torpe y entretenida épica del metraje de George Roy Hill (Dos hombres y un destino) para adquirir un tono más reconcentrado, que reflexiona sobre la vejez, la amistad y las últimas pulsiones aventureras.

Blackthorn nos invita a imaginar qué hubiera sido de Butch Cassidy si hubiera sobrevivido a la matanza del ejército boliviano. Al fin y al cabo, abandonamos a Paul Newman y a Robert Redford en una secuencia congelada. El guionista Miguel Barros se inventó que viviría varias décadas oculto en la selva boliviana criando caballos y ahorrando dinero para regresar a los Estados Unidos donde le espera el que quizás sea su hijo. A punto de reunir lo suficiente para poner tierra de por medio, Butch (Sam Shepard) despierta a los sueños de antaño al cruzarse en su camino un ingeniero español, Eduardo Apodaca (Eduardo Noriega), que huye de una muerte segura a manos del terrateniente más poderoso de Bolivia. Ambos iniciarán una última aventura para Cassidy donde, a pesar del paso del tiempo y sus inevitables desengaños, termina descubriendo el nuevo mundo, en su versión más descarnada, un golpe de gracia a una inocencia, algo demacrada, pero forjada en los valores y lealtades de otros tiempos.

Mateo Gil rinde un homenaje al western crepuscular, pero buscando una nueva identidad más allá de la grandeza de algunas obras cumbres del genero. Y cumple con su cometido. No es de recibo que, más de uno, haya tenido un flashback cinéfilo en pleno visionado, rememorando a Peckinpah y su fantástica Duelo en la alta sierra. A diferencia de aquella, en Blackthorn, a los personajes les sobra gravedad y les sobra reverencia hacia la mitología de antihéroes que caminan hacia el ocaso del western. Y eso puede hacerla un poco pesada. La narración de la película española es impecable, la lírica de su fotografía, una auténtica gozada (bellísima, deslumbrante la estampa de las salinas), pero los sentimientos y los impulsos vitales que conducen a los protagonistas hacia su inevitable desenlace nos resultan un tanto fríos, demasiado cincelados por un guión al que le falta un buen poncho donde recoger algo de calor humano, una nostalgia, si se quiere, más vivida, menos explicada. A pesar de la lograda ironía moral con la que se despide la película.

Y es que lo que más nos entusiasma de Blackthorn es su manera de descubrirnos dos destinos que se cruzan y se entorpecen, que se quedan desconcertados al confluir en el mismo camino. Son dos maneras de sentir la vida, fruto de dos tiempos que habitan en las antípodas de la moralidad, aderezado de forma inteligente con el fantasma del amigo desaparecido que nunca deja de cabalgar junto al protagonista, gracias a flashbacks bien dosificados.

Hay también en Blackthorn algo que huele a nuevo, la conciencia social que nos trae a un primer plano a los desheredados indígenas que reivindican su hueco en la mitología del western. Y un ser mágico, extraño, en otros tiempos enemigo. Un espectador de dos épocas que cuenta con la lealtad del viejo conocido y la sabiduría del borracho. El personaje que interpreta un actor al que echábamos de menos, el fantástico Stephen Rea. En cuanto a Sam Sheppard, toda una leyenda viva de la literatura y actor en su tiempo libre, ofrece una gran y medida interpretación. Noriega no se deja abrumar por su compañero de reparto ofreciendo una actuación más que digna.

 

Y por encima de todo, nos queda el asombro al haber sido espectadores de una producción bastante buena que cuenta con dos avales sin vuelta atrás: la acogida que tuvo en el Festival de Tribeca, en Nueva York y el interés de un escritor como Sheppard, que se vio tan intrigado por el guión de Barros (muy cercano a sus propios temas literarios) como para poner rumbo al Altiplano dejándose llevar por Mateo Gil. Un realizador a quien nunca le preguntó que había hecho antes de aquella aventura.

‘Grease’, de Randal Kleiser. ‘Brillantina es la palabra’ vs ‘Hormonas de serie B’

BRILLANTINA ES LA PALABRAGrease is the word. Así reza el estribillo del tema que la cabecera de animación de esta maravilla del cine musical ofrece en forma de anuario escolar. Sentando cátedra, adelantándose a su éxito, asombrosamente mundial y generacional, y que abrió en 1978 las puertas a nuevos relatos bailables y musicables dando una patada para siempre a los estupendos, pero ya superados, conglomerados superproduccionados que supusieron las maravillosas Cantando bajo la lluvia, Oklahoma, Gigi, My Fair Lady o El Mago de Oz. Tratándose de ese año, podría haber sido la historia del glam, de los primeros y tímidos asomos del pre-pop ochentero. Pero al final ganó el tributo que su director Randal Kleiser quiso hacer al rock & roll, el puro, el de siempre, el que subió y puso cancán a las faldas y arremangó hasta los codos las chaquetas de tweed a finales de los 50, cuando un blancuzco Elvis Presley desarmaba su voz y su pelvis en cuanto arrancaba la guitarra.

Basada en el musical de Jim Jacobs y Waren Cassey, creado seis años antes, Grease decidió agamberrar a las Doris Day que sonreían tímidamente al más mínimo piropo, y alumbró una historia pandillera de instituto como contexto de un cuentecillo de amor con doble fondo entre dos jóvenes, Sandy (Olivia Newton-John) y Danny (John Travolta), que se conocen en la playa y se prometen cosas muy cursis durante un verano, pensando en que no volverán a encontrarse, y sin imaginarse que acabarán en el mismo instituto, la caótica y destartalada Rydell School. Danny entonces se dará cuenta de que su rol de chico duro allí no será muy compatible con las bambalinas y algodones que le dedicó a Sandy a orillas del mar. Entonces todo se complicará: ella, con el corazón roto, será una integrante inadaptada del grupo Pink-ladies; y él se debatirá entre su enamoramiento y su necesidad de seguir liderando con chulería y macarrismo los T-Birds.
Y entre medias, las canciones. Los relatos de ambos sobre su relación sentimental en el tema Summer Nights (rebautizado Tell Me More), probablemente una de las canciones más pegadizas de la película, te dejan tan enganchado a la historia prácticamente en el inicio de la misma, que cada nueva composición se vuelve necesaria, inteligente, astuta: Sandy burlada por sus compañeras en Look at me, I`m Sandra Dee (en ella el personaje de Rizzo alude a Elvis y precisamente esta secuencia fue rodada con toda la intención el día en que el Rey murió) y desengañada con el nuevo Danny en Hopelessly Devoted To You (tema que recibió numerosos premios); Danny intentando salir de su encrucijada con el desgarrado tema Sandy, los T-Birds creando con Greased Lightnin el taller de coches más engominado del planeta y el baile más repetido de todo el mundo; Rizzo abanderando su propia libertad en There Are Worse Things I Could Do o la ya mítica You´re The One That I Want (que por cierto, el director odiaba con toda su alma), con la que Sandy se quita el tutú y se enfunda unas mallas que hacen babear a un Danny que ya había renunciando a su esencia macarra más innata. A este decálogo de composiciones se unen igualmente las que forman parte del fondo musical como las que suenan durante la que es probablemente la mejor parte de la película, el baile del instituto retransmitido por televisión: desde Rock and Roll Is Here To Stay, hasta Those Magic Changes (que alguien se atreva a finalizarla igual que las caderas del personaje de Marty Parrusino), Blue Moon o Hound Dog.
Pero cualquiera de los elogios que pudiéramos regatear a esta película hubiera sido imposible sin la histórica presencia de Travolta. Dicen que fue uno de los principales empeñados en que se convirtiera en todo un fenómeno mundial, y que se dejó la piel en el rodaje, en la selección musical, en la composición de los bailes y en el atrezzo, hasta el punto de que él mismo fue a la casa de Newton-John a convencerla de que aceptara el papel de Sandy, ya que de primeras a la cantante australiana no le suscitó ni el más mínimo interés. No es extraño que todavía hoy ambos sigan hablando de Grease como su niña bonita, su perla de juventud, y que en más de una ocasión hayan dado alguna que otra sorpresa tarareando para los fieles algún tema de la película. Y que se extienda también nuestra loa hasta todos los secundarios y comparsas de la historia: la femme fatale y soberbia Rizzo (maravillosa Stockard Channing, ella misma reconoce hoy que fue el papel de su vida, por muy primera dama que haya sido en El ala oeste de la Casa Blanca), el recientemente fallecido Jeff Conaway (su atractivísimo personaje de Kenickie hizo peligrar el reinado de Travolta), un Lorenzo Lamas haciendo de pardillo lleno de asteroides, Didi Conn (Frenchy o cómo conseguir que Frankie Avalon te convenza de lo tonta que eres), y la voluptuosa Dinah Manoff (su personaje de Marty Parrusino -“exótico, ¿verdad?”- hubiera merecido un spin-off).La sombra de Grease es prolongada y parece que ingenuamente infinita. Cuando el bestia y catártico John Waters se atrevió, ya en los 90, a rodar una divertidísima y escatológica Cry Baby y posteriormente reavivó el fabuloso musical Hairspray, no pudo evitar que los críticos compararan su laca con la brillantina de finales de los 70. Y había diferencias, muchas y muy marcadas. Pero los chicos de la Rydell School habían dejado sus muecas y su chulería grotesca estampadas en la conciencia de muchas generaciones, encantadas con un We Go Together final, una despedida del instituto y un “siempre estaremos juntos” que marcó el destino de esta cinta para siempre. Puede que ahora esté desterrada a convertirse en un popurrí de canciones que suena en todas las bodas y en los estertores discotequeros, relegada a veces al pachangeo y a la última copa, como motivo de chufla. Pero algunos estamos muy orgullosos de guardarla como un tesoro común, un lenguaje propio y una unión con un mundo en el que no pasa un solo día sin que queramos que de repente todo sea contado mediante una canción, un baile o una coña que solo entendemos nosotros, porque solo nuestro mundo es de brillantina.

El tema Look At Me, I´m Sandra Dee, con una deslumbrante Stockard Channing metiendo entre rejas el puritanismo y pidiendo a la pelvis de Elvis que se mantenga lejos de ella. Soberbia.

 

 

HORMONAS DE SERIE B

A veces discutir con los fanáticos de Grease es como darse cabezazos contra un muro. Suponemos que ya sería tarea imposible cuando las horteradas de canciones con las que se adornó su atontada y descabezada historia se convirtieron en hits hasta en la mismísima Corea, pero conforme ha ido pasando el tiempo, hablar de ella como uno de los tostones musicales más absurdos de la historia del cine es asunto de temerarios descerebrados. Por mucho que queramos cargarnos de razón entre los que consideramos una aberración hablar de este anti-cine como una obra de culto, el reinado de esta cinta musical hoy en día es por menos que incuestionable. Eso ya sí que no lo vamos a poner en duda.

Pero hay cosas que no. No puede ser que la influencia del rock & roll y el espíritu que con el que surgió en la envidiable década de los 50 entre los jóvenes estudiantes que tuvieron la suerte de vivirlo en su más tierna adolescencia, quedara relegado en esta película a un motivo para plasmar una historia petarda entre dos protagonistas compitiendo uno en tontería y otro en chulería. A cual menos creíble. A cual peor interpretado. A cual más recién sacado de escenario de teatro de bachiller. Podemos disculpar al personaje de Olivia Newton-John por su inocencia, porque la cara de cursi alelada le queda que ni pintada y porque se le nota su experiencia vocalista, pero a Travolta es que es para hacerle desaparecer del mapa, perdiendo puntos conforme anda, saca peine, mete peine, gesticula y mueve los brazos, buscando como estamos todo el rato las cuerdas que le unen al marionetista que lo dirige desde arriba. Solo con él la película ya sufre y sangra cuanto puede, pero como no hay dos sin tres, a esta falta de piedad se unen el resto de personajes, con sus clichés de “chic@ mal@”, “chic@ tont@”, “chic@ chistos@”. Todos emparejados como si hubieran sido preseleccionados mediante la nanoexperiencia genética.
Nada tiene de extraño por tanto que falle la consistencia de la historia si fallan sus máscaras. Pero si el relato tampoco se agarra por ningún sitio, ¿dónde está el genio? ¿dónde está el desgarro del amor imposible que entonaban los dramas rockeros de los 50 y que forman parte de la banda sonora, cuando parece que nadie se ha parado a escuchar lo que dicen? ¿dónde el desarraigo social que en las escuelas públicas provocó el fanatismo licencioso hacia el arte de la guitarra blanquinegra? En Grease todo se obvia, todo es frívolo, intencionado sí, pero no inocente, porque el único porvenir que importa es el que nos dicta la posibilidad de superarte haciendo el macarra con el coche o demostrando que siempre puede haber algo peor que lo que estás haciendo. Tanta gaita y ruido para que al final puedas convertirte en una chica mala, subirte a un brillante coche y volar hacia ninguna parte.
La trampa es la música, por tanto. Sí, pasa en muchos musicales. Por ejemplo, no creemos que Siete novias para siete hermanos sea un prodigio de película, sobre todo por lo asombrosamente mediocre de su planteamiento, pero sí sabemos que no hay trampa en las canciones de El violinista en el tejado o La leyenda de la ciudad sin nombre. Donde la música no sustituye al vacío, sino que hace grande y épica la película. Es una pena que, por ejemplo, en Grease el Hound Dog sea una excusa para desvirtuar lo difícil que al principio de los tiempos fue poder bailar sin provocar desmayos en los supervivientes de la posguerra, o que temas de Cindy Bullens apenas se oigan como fondo musical, durante los diálogos sin sentido en los que se enzarzan los personajes. En cuanto a las canciones creadas en exclusiva para la historia, pues no sabemos todavía si quedarnos con los que no son rock & roll (para evitarnos el harakiri) o con los que pretenden serlo utilizando instrumentaciones inexistentes en los 50. Aún así, gustó. Gustó mucho. Tanto que algunos grandes compositores se indignaron por no haber sido solicitados para su inclusión en la “generación brillantina”.Cuando se estrenó en España, no se mantuvo el título original de la película, sino que se tradujo literalmente a Vaselina, el verdadero significado del término grease. Pero después se cambió y se volvió al original. ¿Por qué? Porque por esas cosas del destino la gente comenzó a referirse a ella por su título en inglés, y como había muchos (miles, millones) refiriéndose a ella, fue mejor globalizarla así. Da igual si en realidad era una historia de hormonas en serie B, por su inexistente dirección, su humor vergonzoso, su vestuario de carnaval de mercadillo, y un pulso fotográfico que pasa de lo inexistente a lo retocado cual tecnicolor mal editado: el caso es que tanta devoción no podía estar equivocada. Cuestión de fe. Fe en el rastro de una época que no fue así, que no existió. Pero alabada sea la ficción si todo acaba bien, los protas son felices y podemos repetir sin cesar la gracieta de los pringados cuyo mayor logro fue enseñar el culo en la tele. Tremendo. Fascinante. Perdonen que no me levante a aplaudir.

¿Todo el mundo la ha visto, verdad? Pues aquí va el final. Suena We Go Together, pero los que se van en realidad son los dos protagonistas. Y volando en un coche, nada menos, cual Delorean. Cuestión de fe, decimos.

Atado en corto: ‘Day and Night’, de Pixar. ‘Nada más fuerte que la unión’

Dos seres se encuentran en medio de la nada. Dos criaturas, en 2D, que ofrecen a través de sus figuras sendas ventanas al mundo, en 3D. Una es el día. La otra es la noche. Una ofrece sol, una chica en bikini, pájaros volando y arco iris impresionantes. La otra tiene en su hacer la luna, las fiestas nocturnas, los fuegos artificiales, las estrellas. Ambos acaban envidiándose y comienzan un duelo de estampas para pavonearse ante la otra de todo aquello de lo que pueden disfrutar en exclusiva, y de lo que el otro carecerá para siempre. ¿Para siempre? No, si hay un ocaso y un amanecer, un momento en el que el día y la noche se fundan, se hagan amigos y compartan sus mundos. Tú con lo mío. Yo con lo tuyo.
Como en todo lo que ha fraguado la maravillosa factoría Pixar Animation Studios, el mensaje de este cortometraje, estrenado como antesala de la fabulosa Toy Story 3, va más allá de lo que cuenta. Algo queda tras su visionado que te deja pensando en la posibilidad de que te estén metiendo por vena algo sobre la amistad, algo sobre la igualdad, sobre una necesaria dosis de generosidad que nos permita valorar lo ajeno en su justa medida, siempre abriendo las puertas de nuestros alrededores, para pensar en aquello que tenemos y que damos por supuesto, como otorgado sin más.
Seis minutos de animación sin diálogos, como es tradicional en Pixar, que con esta historia sigue contribuyendo a generar el catálogo más contemporáneo de cuentos con moraleja, recogiendo lo mejor de las mitologías, las fábulas y los relatos más seculares de nuestro mundo, pero creando sus propios personajes, surgidos de la nada pero inflados de vida, de emoción y de sueños, en menos de un suspiro. La pareja protagonista de Day and Night permanece en la misión de contribuir a la fabricación de renovados mensajes de amistad, como en las tristezas de la nube torpona y llorosa de Partly Cloudy, o de los pájaros burlones de For the birds.
Comprobad si pensáis, como nostros, que estos cuentos vienen a decirnos que la unión es más fuerte que el desprecio. Que fuera prejuicios. Que juntos, mejor:

Visionado: ‘Un cuento chino’, de Sebastián Borensztein: ‘Humor negro sin olor a azufre’


tres estrellas


En un continente muy, muy lejano una pareja de enamorados chinos está a punto de unir sus vidas para siempre. La estampa es idílica, navegan su pasión sobre un barco, rodeados de una naturaleza salvaje, tocada por los dioses, pero entonces, se produce el disparate. Y no diremos más, salvo que el punto de partida de la película argentina más taquillera de todos los tiempos no podía ser más rotundo e impactante. Y lo más gracioso de este chiste caído en desgracia es que se trata de una anécdota que, en esencia, sucedió en la realidad. Ya de paso en ella, se nos presenta a uno de los protagonistas, el chino Jun (Huang Sheng Huang), que acabará con sus huesos en la Argentina, sin blanca, para buscar el consuelo de una nueva vida en la tierra del tango. Allí, un ferretero misántropo y hocicudo (Roberto / Ricardo Darín) intentará, muy a su pesar, ayudarle a encontrar un familiar que parece haber desaparecido del mapa. Jun no habla castellano; el ferretero, apenas ha intercambiado una palabra con nadie en mucho tiempo. Sin embargo, por circunstancias, los dos habrán de ‘malvivir’ una buena temporada juntos hasta que descubran que hay un vínculo extraño que les une…El detonante de Un cuento chino no es más que el primero de los detalles que nos irán revelando el fantástico humor oscuro de la película (sin olor a azufre) y la importancia de las casualidades fatalistas que, de sopetón, nos ponen frente a nuestro destino. Y esas coincidencias son precisamente las que nos conducen a los mejores momentos de la película y al flechazo que sentimos por el personaje principal. Así, Roberto es un coleccionista de noticias surrealistas, absurdas y éste es el único cordón umbilical, la única vía de comunicación consentida que establece con el mundo y la realidad, al otro lado de las trincheras que son sus costumbres. Porque esa es otra, el tipo y sus rituales cotidianos se las traen: cuenta diariamente cada uno de los clavos que le lleva un proveedor del que no se fía, espera con el alma en vilo a que lleguen las once de la noche para reconciliarse con la almohada y al recopilar sus historias disparatadas, no puede evitar sentirse identificado con sus protagonistas. Darín, una vez más, lo borda. En esta ocasión sin la incontinencia verbal de sus grandes gestas en taquilla, pero sí con el gesto algo más torcido, el talento, arrollador y un carisma que da tan bien en cámara que en su tierra, en la nuestra, en cualquier rincón del planeta, despierta auténtica devoción.En cuanto al resto de temas y lecturas que la película nos plantea: el encontronazo cultural, la imposibilidad de comunicación, el inventado chantaje emocional (más poderoso que cualquier vínculo altruista), hay que decir que nos interesan menos porque dan pie a situaciones más convencionales, aunque encierren mucho de comedia tierna.

A la película se le puede achacar cierta dispersión argumental en algunos momentos del relato, ciertos gags a los que les falta rotundidad, un tiempo acorde con sus posibilidades cómicas. En ocasiones, sentimos a Jun desamparado en una interpretación difícil de articular sin el flotador de las palabras. Pero es lo de menos porque su visionado bien vale una entrada en las gélidas salas de cine que nos esperan en temporada estival. En caso de duda, recomendamos echar un vistazo a la cartelera y contemplar el panorama desolador que tenemos ante nuestros ojos. A no ser que tengáis la oportunidad de recuperar algún estreno tardío o una película fuera de los circuitos comerciales, ésta de argentinos o Un cuento chino es, definitivamente, la mejor opción para ir de cabeza y con cierto sabor agridulce, al séptimo cielo.

Os dejamos con el tráiler, para que vayáis abriendo boca.