A VECES UN HOMBRE ES SOLO UN NIÑO
PANORÁMICA: En 2003, febrero se puso de luto en Houston. El transbordador ‘Columbia’ se desintegró apenas segundos antes de aterrizar. Sus siete tripulantes desaparecieron al entrar en contacto con la atmósfera por culpa de una negligencia de la NASA. Y es que en ese año muchos sueños tocaron a su fin y Estados Unidos ejerció su imperio protagonizando titulares bélicos. Bush hizo la guerra a Irak a su antojo, contando con la triste comparsa del Reino Unido y España e ignorando el rechazo de la ONU y de una amplia población mundial que clamó contra la injusta campaña bélica. La guerra se resolvió en cinco días, pero incontables fueron y siguen siendo sus víctimas. Por su parte, Bin Laden y los suyos siguieron aterrorizando al planeta con sus atentados en diversos puntos donde se ubicaron objetivos occidentales. La famosa ‘Hoja de ruta’, que iba a dirigir a los pueblos palestino y judío hacia la paz quedó en papel mojado. Los atentados no dejaron de sucederse y en Cisjordania, un muro continuó ‘creciendo’ para paralizar cualquier atisbo de convivencia. El enigma del ADN quedó aparentemente resuelto: unos científicos lograron la secuenciación completa del genoma humano. Y en España, la tragedia tuvo nombre propio: 62 militares dejaron sus vidas en un fatal y mal gestionado accidente aéreo en Turquía. Aunque también hubo tiempo para las buenas noticias. El llamado ‘Asesino de la Baraja’ se entregó en una comisaría de Puertollano y Almodóvar volvió a alcanzar la gloria al hacerse con un segundo Oscar por el guión original de la fabulosa Hable con ella.
EL MEOLLO: Tres niños juegan al hockey en una calle de una barriada de Boston. Cuando la pelota se cuela por una alcantarilla deciden entretenerse grabando sus nombres en el cemento todavía húmedo de una baldosa de la acera. Jimmy y Sean (futuros Sean Penn y Kevin Bacon) así lo hacen, pero mientras Dave (futuro Tim Robbins) todavía no ha escrito la segunda letra del suyo aparece un supuesto policía que les increpa su acción y obliga a este último a subir al coche. Ocurre algo espantoso, algo que conmociona al barrio y que marca la vida de Dave. Muchos años después, las vidas de los tres volverán a cruzarse por el asesinato de la hija adolescente de Jimmy, cuya investigación recae en el ahora policía Sean. El paso del tiempo, las dudas inconexas, las fatales coincidencias, la interpretación propia de los actos ajenos, los traumas de la niñez y un destino malparado harán que la pérdida de la inocencia quede suspendida en un interrogante eterno, en una imposible vuelta atrás. El gran Clint Eastwood abrió las siete llaves del baúl donde había atesorado todas sus grandes inquietudes sobre la moral y la justicia cuando hace más de diez años rodó esta adaptación de la novela de Dennis Lehane. Sombría, conmovedora, tramposa y emocionalmente contenida y afilada, su asombroso reparto y una dirección entregada por completo al sufrimiento del espectador, la convirtieron en una de las obras maestras del nuevo siglo y de toda la filmografía del cineasta norteamericano.
DETRÁS DE LA CÁMARAS: El viejo Frankie Dunn nos sacudió el alma cuando le dijo aquello de “Mi hija, mi sangre” (“Mo Cuishle”) a la moribunda Maggie en Million Dollar Baby. Aquel fue un instante cinematográfico tan brutalmente intenso y bello que supimos reconocer en él al genio, a la obra maestra, ese momento fugaz, inolvidable que sólo unos pocos artistas saben alcanzar. Aquella fue una película sobre boxeo, que parecía aburrida, pero que tuvo la astucia suficiente como para hablar de la humanidad que hay en la muerte. Y es que “El hombre sin nombre” de la Trilogía del Dólar (Sergio Leone), es hoy uno de los cineastas que mejor sabe retarnos con cada una de las películas que crea. Las plantea como un desafío para nuestra conciencia, un derechazo impío para nuestras emociones. Porque nadie como Clint Eastwood sabe meternos en auténticos berenjenales morales, en historias perdidamente amargas o románticas, en narraciones crudas y vigorosas que nunca pierden la calma. Si el héroe del spagueti-western era un tipo de silencios, el cineasta le sigue la huella porque el estilo de Eastwood es así, como ‘El Sucio’, de pocas palabras y apenas detalles, con personajes que cobran vida en la imaginación del espectador (pues se merecen un respeto) y de tomas que aspiran a ser únicas. “Otros ruedan muchas por la falta de confianza en lo que quieren”, fanfarronea el viejo Eastwood.
Debutó como director en 1971 con Escalofrío en la noche. Sorprendió al mundo con la biografía de Charlie Parker en Bird (1988); hizo que nos estremeciéramos mirando por un retrovisor en la romántica Los puentes de Madison (1995) y sobrevivió magistralmente a la muerte del western en Sin perdón (1992). Pero además, el fino sentido del humor de Eastwood se superó y perfeccionó el acento cínico para retratar a las gentes de Savannah. Aquella proeza la hizo en la fabulosa Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997). Cartas desde Iwo Jima (2006) nos sumergió en un laberinto de túneles nipones para dejarnos al descubierto las atrocidades de la guerra y pasamos al bando contrario, al norteamericano, para cuestionar la épica de papel que hay tras la propaganda bélica (Banderas de nuestros padres). En los últimos tiempos, a pesar del maquillaje, logró atrapar, en todas sus dimensiones a una de las figuras clave de la historia norteamericana, Hoover, en J. Edgar, y supo sacarle partido a una anécdota histórica, un Campeonato del Mundo de Rugby donde descubrimos la grandeza de Nelson Mandela en Invictus. A la espera del estreno de American Sniper, la última película de Clint Eastwood, el cineasta está decepcionando con Jersey Boys, la biografía de Frankie Valli y su mítica banda The Four Seasons. Ha habido quien se ha preguntado qué se le ha perdido al director en un musical. Probablemente nada, pero por qué no probar. No todo el mundo tiene 84 años a sus espaldas, una carrera valiente y una creatividad que no se puede contener. Como él mismo dice, por si acaso, “nunca dejo entrar al viejo en casa”.
PRIMER PLANO
SEAN PENN: Dos décadas tardó Hollywood en aprender a admirar, valorar y poner en su sitio al que hoy en día es uno de los mejores actores de su generación. Su rostro de tío duro vulnerable, ojos mínimos y claros, la forma en que ha sabido sacudirse todos los sambenitos que le han querido colgar y su férreo compromiso con causas sociales y políticas, le han convertido en un actor que traspasa sus personajes, sin un método claro pero con rabia asoladora y un carisma fuera de serie. Aunque nacido en Burbank (California) en 1960, sus orígenes pasan por Irlanda, Italia y Lituania. Hijo del maltratado cineasta Leo Penn, y de la actriz Eileen Ryan, todos sus primeros pasos parecían encaminarse hacia el mundo de la interpretación, aunque no fue así en un principio. Sean Justin Penn decidió explorar terrenos tan diversos como el surf, la música y la mecánica. Cuando quiso dedicarse a la actuación, como también haría su hermano Chris Penn, decidió formarse en Los Ángeles y después mudarse a Nueva York, donde realizaría sus primeras interpretaciones teatrales en Broadway, que fueron un auténtico fracaso. Pese a ello, defendió los años de esfuerzo que había dedicado a darle forma a su talento, y apostó por Hollywood, debutando en los largometrajes Taps. Más allá del honor (1981), Aquel excitante curso (1982) y Bad Boys (1983). Mantuvo un listón cuantitativo de hasta dos películas por año que, debido a su dudosa calidad, poco o nada aportaron a su carrera, llegando su proyección a la fama de la mano de Shanghai Surprise y de su tormentoso matrimonio con su compañera de reparto, la cantante Madonna, en 1986. Discusiones públicas, peleas publicadas a toda página y hasta una condena por agredir a un periodista, hicieron a Sean Penn tristemente conocido por aquellos años.
Se divorció de la diva del pop, pero no de su mala fama, y tuvo que recurrir a amigos y conocidos como Dennis Hopper o Brian de Palma para conseguir algunos papeles, como el de Colors (1988) o Corazones de hierro (1989), respectivamente. Tras casarse con la actriz Robin Wright, a quien conoció en El clan de los irlandeses, anunció una retirada del mundo del cine, que finalmente no cumpliría pero que lo mantuvo alejando de los focos durante tres años. A su regreso, ya con treinta años, sorprendió a los recelosos iniciando en paralelo dos carreras: la de director (con grandes títulos como Cruzando la oscuridad, El juramento y su capítulo en 11’09’’01. Once de septiembre, ganador del Festival de Venecia); y la de intérprete todoterreno y transmutado. Su papel del reo Mathew Poncelet en Pena de muerte (1995), dirigida por el también actor Tim Robbins, le hizo meterse a la crítica en el bolsillo y le allanó el camino para una grandísima carrera a finales de siglo, donde destacaron Giro al infierno (1997), de Oliver Stone; Atrapado entre dos hombres (1997), de Nick Cassavetes; La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick; o Acordes y desacuerdos, de Woody Allen (1999). El cambio de milenio tan solo sirvió para confirmar su imparable ascenso como intérprete, realizando en el mismo año las que consideramos las dos mejores actuaciones de su carrera: en Mystic River, de Clint Eastwood, (por la que consiguió su primer Oscar) y en 21 gramos, de Alejandro González Iñárritu (ambas de 2003). Con Sidney Pollack en La intérprete y con Gus Van Sant en Mi nombre es Harvey Milk, que le proporcionó su segunda estatuilla dorada, siguió experimentando registros. Hasta hoy en día, en que se mantiene en todo lo alto como un actor maduro y respetado. Destacables son sus apenas ocho minutos de aparición en El árbol de la vida, repitiendo con Malick, o en Un lugar donde quedarse, de Paolo Sorrentino. En la actualidad, tiene pendiente de estreno Inherent Vice, el próximo thriller del gran Paul Thomas Anderson. Mientras, sigue poniendo cara a numerosos proyectos solidarios y demostrando, ahora sí, que no hay ruptura entre la fama, el talento y el hacerse respetar.
TIM ROBBINS: De origen también californiano, Timothy Francis Robbins nació allí en 1958 pero se crió en Nueva York, en una familia de artistas y músicos, donde destacaba su padre, el cantante de folk del Greenwich Village neoyorkino, Gil Robbins. Manifestó su deseo de dedicarse al mundo del cine prácticamente desde su infancia, por lo que tan solo con 12 años ya interpretaba obras de teatro en el Theatre New City de la Gran Manzana. Sus inquietudes políticas también formaron parte de su formación como actor, escritor y cineasta comprometido, toda una carrera de protestas sociales que inició formando en 1981 la compañía teatral Actor’s Gang, que se encargó de dar voz a obras vanguardistas de contenido sociopolítico. En cuanto a su trayectoria como actor fuera de las tablas, durante toda la década de los 80 no pasó de apariciones en televisión (Canción triste de Hill Street y Luz de luna, entre otras series) y de algunos papeles secundarios en la gran pantalla, como en Click, click (1984), Top Gun (1986), o Howard, un nuevo héroe (1986).
A finales de la década conoció a la también actriz y activista Susan Sarandon, con la que mantuvo una relación sentimental hasta el año 2009 y con la que ha protagonizado numerosas acciones en defensa de los derechos humanos. Ambos compartieron cartel en Los búfalos de Durnham (1988), que marcó en buena medida el inicio de la gran carrera de Robbins como actor y director. Aunque alternando todo tipo de papeles, de mayor o menor proyección y creatividad, su gran estatura (literal y figurada) quedó maravillosamente plasmada en papeles inolvidables como La escalera de Jacob (1990), El juego de Hollywood (1992), Cadena perpetua (1994), Arlington Road. Temerás a tu vecino (1999), Alta Fidelidad (2000), Mystic River (2003), por la que conseguiría un Oscar como Mejor actor de reparto; La vida secreta de las palabras (2005), uno de sus mejores papeles, de la mano de la española Isabel Coixet; o Back to 1942 (2012). Como director, tras debutar con la sátira política o falso documental Ciudadano Bob Roberts (1992), que también protagonizó, jugó su mejor baza dramática y taquillera con Pena de muerte (1995), que consiguió cuatro nominaciones a los Oscar, ayudó a consolidar la carrera de Sean Penn, y le otorgó un premio dorado a su compañera Susan Sarandon. Con sus dos películas posteriores tras las cámaras también ha demostrado su firme declaración de amor al teatro en Abajo el telón (1999) y su inalterable compromiso con el pacifismo en el documental Embedded / Live (2005). Actualmente, rueda de nuevo a las órdenes de un director español, como protagonista del drama social A Perfect Day, de Fernando León de Aranoa. Todo un lujo para nuestro cine cuyo estreno está previsto para 2015.
KEVIN BACON: No hemos comprobado cuántos grados de separación tendríamos (si estuviéramos en IMDb) con este actor de Filadelfia hecho a sí mismo a base de grandes logros y tropiezos. Lo que sí sabemos es que tiene a sus espaldas una carrera impresionante que merece, cuanto menos, que se le dediquen más elogios de los que normalmente recibe. Lo cierto es que Kevin Norwood Bacon se crió en un núcleo familiar muy tradicional y conservador que hizo que sus inicios en el mundo de la interpretación fueran bastante duros. Comenzó haciendo algunas obras de teatro durante su adolescencia hasta que se hizo con un papel muy breve en el reparto de la generacional y atolondrada Desmadre a la americana (Animal House), en 1978. A partir de ese momento aumentó el número de castings para los que era convocado y tras entrar en los años 80 con algunos títulos importantes como Viernes 13 (1980), comenzó a hacerse valer entre la crítica por su fabuloso papel en el drama sobre la amistad Diner (1982), de Barry Levinson. No obstante, muy alejado de ese registro anterior, la fama mundial comenzaría a acompañarle interpretando a un joven apasionado del baile en la chisposa Footloose (1984), demostrando su enorme versatilidad para alternar comedias y dramas a lo largo de toda su carrera. Ya en los años 90, Bacon se convertiría en carne de thriller apareciendo en taquillazos como Línea mortal (1990), J.F.K. Caso abierto (1991), Algunos hombres buenos (1992), Homicidio en primer grado (1995) y en una de sus interpretaciones más majestuosas, la del cruel vigilante de la maravillosa Sleepers (1996), repitiendo con Barry Levinson como director. Trabajador incansable (de ahí el denominado Número de Bacon) y muy alejado de la prensa rosa y de los chismorreos, su filmografía es absolutamente desconcertante pero plagada de títulos inolvidables como El leñador, Cuatro vidas, El desafío: Frost contra Nixon, o Crazy, Stupid, Love, además de Mystic River, probablemente uno de los papeles más importantes de su vida. Tan solo lo intentó un par de veces como director, con la serie Pasión oculta (1996) y con Lover Boy (2005) con unas desastrosas y ácidas críticas. Es actualmente, con unos 56 años muy consistentes, cuando ha vuelto a despertar el interés en todo el mundo con la serie de televisión The Following, encarnando a un agente del FBI muy similar al policía de la película de Eastwood que le consagró como actor. Así que larga vida a las sorpresas que este actor todavía pueda darnos en el futuro.
CONTRAPICADO: Mystic River es un océano de fantasmas, de traumas pegados a la nuca que confluyen en un destino maldito, de vidas marcadas por un hecho espantoso que separa a tres niños mucho más de lo que nunca serán conscientes. Nunca un drama con tan pocos minutos dedicados explícitamente a la niñez fue tan terriblemente mordaz con lo que la infancia determina en cada uno de nosotros. Eastwood, con esa estela ‘dickensiana’ y tan maravillosamente conservadora que ya quiso explorar en Un mundo perfecto, decidió que esta película sería su particular homenaje a los años cruciales de nuestra existencia. Pero lo narró desde las vidas adultas de aquellos que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado siendo niños. Sin ninguna moraleja perceptible salvo la que queramos forzar para nuestro propio interés moral, y con un guion hecho a la medida de esa frialdad apasionada que le caracteriza, el cineasta compuso una de las grandes obras maestras del nuevo siglo sacando de unos actores ya muy curtidos un collage de interpretaciones absolutamente perfecto.
Aparte de sus tres protagonistas, intachables en sus trabajos, lo impresionante de esta película es un reparto que encaja sin fisuras apreciables y que hace vibrar. En el sector femenino, la grandiosa Marcia Gay Harden resulta la perfecta mártir, quizás la única capaz de mostrar algún sentimiento acariciador en toda la película; mientras que Laura Linney, prácticamente un florero en casi todo el metraje, se convierte en la gran heroína final con un discurso aplastante. Y no podemos dejar de mencionar el rentabilísimo Laurence Fishburne, y el maravilloso cameo de Eli Wallach, el eterno secundario del Oeste fallecido este año.
PICADO: Estamos ante una película que no sabe encontrar su final. Durante más de dos horas somos espectadores de un film sobrio, clásico e impecable, que sabe desenvolverse con un ritmo y una angustia creciente, con un escalofrío que se instaló, de manera magistral, en nuestro estado de ánimo hasta que llegamos al momento cumbre. Al desenlace. Entonces la narración se bifurca en dos acciones paralelas que pierden el norte, precisamente, porque abandonan la agilidad, la emoción y el sentido del tempo. Aparte de ofrecer en ellas demasiada información en poco tiempo (cual novela de Agatha Christie en pos del ‘whodunit’) ambas tienen suficiente intensidad dramática como para protagonizar secuencias completas sin cortes que se den codazos o se molesten. Si se apuesta por simultanearlas, lo suyo hubiera sido aligerarlas, hacerlas más concisas y cortas. Porque si no, a la altura del epílogo, a la altura de esa fiesta nacional con desfiles y carrozas donde los protagonistas parecen respirar, al fin, en medio de una calma tensa, el espectador comienza a impacientarse. Y es que no necesita saber más de aquellos personajes que sobreviven a la tragedia y quedan en tablas. La elegancia y la sobriedad que han caracterizado la mayor parte de la narración pierden pie porque los personajes no saben cuándo despedirse.
SIMBIOSIS SONORA: Eastwood es un hombre del Renacimiento metido a cineasta, pero con una vocación creativa que le desborda y le hace aventurarse en todo tipo de manifestaciones artísticas. En Mystic River es también el autor de la banda sonora, pero dejó que su compositor de cabecera, Lennie Niehaus, la dirigiera interpretándola con la Boston Symphony Orchestra y el Coro del Tanglewood Festival. Con resonancias de jazz y marcada voz de piano, esta discreta, elegantísima banda sonora es una de las culpables de que la película llegue a altos niveles de emoción. Lapidarios, tristes, distantes, evocadores, los temas de la banda sonora se suceden para arropar, acompañar, inquietar o ahondar en la tragedia. Ahí está la bellísima y solemne pieza de introducción, que domina algunas de las secuencias claves de la película y sus acordes se reinventan en otras piezas. Pero hay mucho más. Meditation es una muestra más de su pasión hacia el jazz más calmado y reflexivo; Escape from the wolves inspira un terror gélido, y el destino inevitable se deja escuchar en The Confrontation. En la banda sonora hay un total de 19 temas compuestos por Eastwood, y dos en colaboración su hijo, Kyle (Cosmo y Black Emerald).
OJO AL DATO: Eastwood lo tuvo crudo para sacar adelante Mystic River. De hecho, cobró por ella el salario mínimo. Y es que el Hollywood complaciente de las últimas décadas, en aquella ocasión, se mostró reacio a adentrarse en una temática tan terrible como el abuso infantil. No hay nada mejor que las fórmulas comerciales mágicas para no asustar a los espectadores y espantarlos de las salas de cine. De ahí que ninguna productora quisiera verse mezclada en una película valiente, trágica y madura como la que proponía Eastwood. Tras mucho pelear, la Warner acudió a su rescate y avaló el proyecto haciéndole una especie de favor a un cineasta que tantos buenos momentos en taquilla había proporcionado. Eso sí, siempre y cuando terminarla resultara barato. La película siguió arrastrando su mala suerte después de finalizar su producción. No resultó bien recibida en algunos circuitos internacionales y en Estados Unidos fue estrenada en muy pocas salas. El aplauso de crítica y público llegaría algo más tarde, afortunadamente.
RETRATO DEL HÉROE: A veces un hombre es solo un niño. Cuando pasan los años, cuando todo parece decidido, los planes cumplidos y la vida hecha más o menos a la medida de algunos modestos sueños, un simple hecho fortuito abre la puerta de un laberinto sin salida. Dave nunca terminó de escribir su nombre en el cemento, una señal fatídica de que siempre sería “ese muchacho” perseguido por lobos, por vampiros, por criaturas nocturnas, despertando y creyendo que en ocasiones ni siquiera es un ser humano. Subido al asiento trasero de un coche hacia el infierno, cuando Dave mira para atrás y ve a sus dos amigos quietos y alejándose, ya no hay remedio posible para ninguno de ellos. Un héroe fatal, un niño eterno, una forma de vivir en la muerte sin que nadie, nunca, haya sido capaz de comprenderlo.
Unas de las mejores escenas de la película. Dos amigos desde la infancia. Uno se desahoga. El otro mira perdido hacia alguna parte:
Finalizamos con el tema de introducción que Eastwood compuso para la película. Tenso, contenido, maravilloso: