Hay cuestiones que hoy en día parecen tan olvidadas y tan poco tituladas en la prensa que es como si no existieran. Cuando en la década de los 80 del siglo pasado, esa enfermedad denominada SIDA comenzó a propagarse en Estados Unidos, una neurosis colectiva recorrió a una sociedad que se consideraba avanzada y alejada de cualquier mal del mundo. En medio de tal estado de histeria mental, de desconocimiento y estigmatización, un hombre de mediana edad llamado Ron Woodroof, electricista de Texas drogadicto, homófobo y competidor de rodeo, al que le fue diagnostico el virus del VIH durante esa época, decidió darse a sí mismo un Plan B antes de morir.
Su historia, la memoria de sus últimos años de vida, es la que cuenta Dallas Buyers Club, este gran drama del cineasta canadiense Jean-Marc Vallée que eligió a Mathew McConaughey para quitarle las cachas hasta rozar el raquitismo y regalarle el mejor papel de su vida. Porque hablamos de toda una película-personaje, un filme que gira en torno a su protagonista desde su inicio descarnado de pozos con mucho fondo, hasta el triunfo de su santísima voluntad: encontrar en el tráfico ilegal de medicinas alternativas una dosis que aumentara su esperanza de vida.
El actor estadounidense recibió el Oscar a la Mejor Interpretación Masculina en la última edición de los Oscar, un galardón que fue más la consagración de sus dos últimos años como intérprete, del giro radical que dio a su carrera con roles tan asombrosos como los de Magic Mike, Mud, The Paperboy, El lobo de Wall Street o la serie True Detective. Y en este caso compartiendo éxito con su partenaire en la película, Jared Leto, solista de 30 Seconds To Mars, que volvió a demostrar su capacidad de mutación al encarnar a un transexual también enfermo que se convierte en compañero forzoso de fatigas del protagonista.
Una pareja explosiva, irónica y absolutamente entrañable que hace que la película funcione de manera casi perfecta, que añade los tintes de humor necesarios para alejarnos del drama sin piedad que en su momento supuso Philadelphia, y a los que Vallée tiene el detalle de tratar con la honestidad y el estrafalario buen gusto de los cineastas que saben pegarse a una historia, como ya hiciera con los personajes de su gran película C.R.A.Z.Y. Es una pena que Jennifer Garner resulte algo intrascendente en este derroche interpretativo aunque pensamos que se trata de un vértice femenino absolutamente necesario.
Lo mejor de Dallas Buyers Club es que sabe ganarse lo que parece ya tener ganado desde el principio. Un argumento sobre la enfermedad y la lucha contra los laboratorios empresariales que no caiga en el sentimentalismo más atroz cuenta de entrada con las simpatías mayoritarias suficientes. Sin embargo, el cineasta no se conforma con su tarjeta de visita, se aleja del thriller político-farmacéutico de El jardinero fiel o Michael Clayton, y decide trepar por la psicología ambigua del protagonista, por ese tipo de moral dudosa que, buscando su propio interés, acaba ayudando a mucha gente. Y en lo mejor de sus dos horas destaca el mensaje optimista de quien vive luchando del todo cuando no consigue ganar ni a medias y dispone de una vida prestada. Lo sentencia Ron cuando firma: “Estoy luchando por una vida que ya no me da tiempo a vivir”.