Visionado: ‘Magia a la luz de la luna’, de Woody Allen. ‘Rebosando encanto y prisas’

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tres estrellas

En Magia a la luz de la luna viajamos, una vez más, a otro de los paraísos remotamente perdidos de Woody Allen. En concreto, al sugestivo Berlín de los años 30 donde nos presenta a un célebre mago inglés, Stanley Crawford (Colin Firth), que se esconde tras un disfraz de chino mandarín (Wei Ling Soo) para dar rienda suelta a sus sofisticados números de ilusionismo. Malhumorado, egocéntrico, descreído y bastante desencantado con aquello de la vida, decide desenmascarar a una médium (Emma Stone) que aparentemente ha hecho presa fácil de una familia de multimillonarios en plena Costa Azul.

Woody Allen lleva a la gran pantalla uno de sus divertimentos ligeros, revestido de comedia sofisticada que sabe deshacerse en diálogos y reflexiones brillantes, llenas de ingenio a los que, sin embargo, les falta una buena percha. Y no es que el planteamiento de la película no sea estimulante, que lo es y mucho, pues Allen enfrenta dos maneras de entender la existencia: la de aquellos que prefieren contemplarla rodeada de cierto halo de misterio (un cajón de sastre donde bien pueden alternarse las casualidades cargadas de intenciones, la magia o las almas en pena y con incontinencia verbal) o presentada a las bravas, sin un más allá que nos redima del absurdo. Pero lo cierto es que los personajes no tienen verdadera garra cómica y este Woody Allen, tan aferrado a los ‘grandes existenciales’ (demasiado desconcierto) no llega a soltarse, a relajarse en el humor inteligentemente disparatado con el que, en otras ocasiones, ha sabido brindarnos grandes obras maestras.

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Visionado: ‘St. Vincent’, de Theodore Melfi. ‘El cuento de nunca acabar’

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tres estrellas

Había una vez, en la América de los sueños rotos, un viejo ogro cascarrabias de costumbres relajadas. Borracho, putero y astuto, el tipo sabía, sin embargo, esconder un buen corazón. Un músculo sonrosado que, para su vergüenza, se le quedó al descubierto cuando el destino puso en su vida a un niño de familia desestructurada. Es decir, nada nuevo bajo el sol. Una vez más, con St. Vincent, Hollywood nos receta un cuento de Navidad que no es sino una comedia fabricada en serie con su dosis de buenas intenciones y humor sin grandes sorpresas.

Y esto no quiere decir que St. Vincent no sea divertida, lo es a ratos, pero basa buena parte de su chispa en el carisma y el estupendo trabajo de dos de los actores protagonistas, Bill Murray y Naomi Watts, que se sobreponen a un guión predecible en su relato, pero con algunos golpes cómicos que se dejan querer. Y así se nos dibuja el santo varón del título, un tal Vin, un abuelo sin descendencia, pero con un montón de deudas de juego a sus espaldas, enganchado a una prostituta rusa embarazada y principal valedor de un gato con el hocico muy fino. Un primor al que le cambia la vida cuando una madre divorciada ocupa la casa de al lado con su hijo. Vincent acabará ganándose un dinerillo cuidando al niño mientras que su progenitora pasa largas jornadas en un trabajo mal pagado. Ahí comienza la gracia porque el viejo cascarrabias se dedicará a darle al chaval lecciones de vida de una manera poco ortodoxa, pero al parecer, bastante productiva.

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Más que mil palabras: ‘La vida privada de Sherlock Holmes’, de Billy Wilder (1970)

Por

La vida privada de Sherlock Holmes- “Holmes, permítame una pregunta. No quisiera parecer indiscreto pero, ¿ha habido mujeres en su vida?”

– “La respuesta es sí: me parece usted indiscreto”.

El doctor Watson (Colin Blakely) pregunta a Sherlock Holmes (Robert Stephens) en La vida privada de Sherlock Holmes.

 

Diego Cobo Ilustración: 

 

Visionado: ‘Too Much Johnson’, de Orson Welles. ‘Ensayando la perfección’

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En 1938, Orson Welles tenía 23 años y decidió rodar su primera película en solitario. Anteriormente ya había codirigido junto a William Vance el cortometraje The Hearts of Age, en el que asomaban tibiamente algunas de las claves posteriores de su cine. Sin embargo con Too Much Johnson, mediometraje de 66 minutos, creó una farsa muda y folletinesca donde sí que podían observarse claramente muchas de sus inquietudes tras la cámara, aquellas que le convertirían un par de años después en uno de los mejores directores de la historia con Ciudadano Kane.

Frenéticos primeros planos, sombras recortadas, enormes picados y generosa profundidad de campo son el festín del que se nutre el aleatorio montaje de esta película (obra parcial de sus restauradores), centrado en la persecución que sufre el dueño de una plantación por parte del esposo de su amante. Se trata igualmente de la primera aparición en la pantalla del magnífico Joseph Cotten, asiduo del cineasta en películas posteriores como la mencionada Ciudadano Kane o El cuarto mandamiento: resulta conmovedor descubrir su faceta chaplinesca en la sucesión de gags que componen esta inacabada película.

Es igualmente curioso poder comprobar cómo la genialidad de Welles puede desprenderse de ese halo de divinidad con el que muchos historiadores del cine han querido cubrirle. Humano y aprendiz, el cineasta estadounidense demuestra en esta película sus referencias a las películas mudas de Charles Chaplin, así como un homenaje más que evidente a El hombre mosca (1923) y a su famosa secuencia del reloj, protagonizada por Harold Lloyd.

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Too Much Johnson, debido a su carencia de final y a su ‘téorico’ montaje, no debe concebirse como una película más de Orson Welles. Por eso, aunque la hemos visto ahora, no le hemos puesto nuestras habituales estrellas de puntuación. El film se creyó perdido en 1971 durante un incendio que consumió la casa del director en España, si bien sobrevivió al fuego una copia que se ha conservado hasta hace poco en un almacén de Pordenone, en Italia. La National Film Preservation Foundation ha sido la encargada de limpiar y restaurar la copia y de estrenarla online, con música del compositor de cine mudo Michael D. Mortilla,  y de manera gratuita en todo el mundo.

Se trata de una curiosidad cinéfila, una antesala de alocadas secuencias de slapstick, surrealismo y vodevil donde Welles ensayó su perfección y donde adquirió el aprendizaje necesario que después le auparían al podio de los más grandes. Una pequeña joya cuyo regalo agradecemos y que puede visionarse al completo en este enlace.

Os dejamos un reportaje en inglés sobre el descubrimiento de la copia inédita, con imágenes de la película:

Más que mil palabras: ‘Uno, dos, tres’, de Billy Wilder (1961)

Por

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– “¡Schlemmeeer!”

Mr. MacNamara (James Cagney) en Uno, dos, tres.

Diego Cobo Ilustración: 

Visionado: ‘Begin Again’, de John Carney. ‘Que la música haga su trabajo’

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cuatro estrellas

Afortunadamente, todos los veranos encontramos ese resquicio cinematográfico de frescura por el que poder respirar entre una taquilla hecha a la medida de una estación tan deseada como absurda. Este año nos lo ha proporcionado el director irlandés John Carney, quien hace siete años abrió con la maravillosa Once la puerta hacia un nuevo tipo de película musical, más realista y comprometida, pero también repleta del optimismo inherente de las comedias trabajadas e ingeniosas. Begin Again, su nuevo y absoluto homenaje a la música pop-rock, no solo se ha convertido en un fenómeno aupado por el boca a boca sino que se suma sin complejos a ese listado particular de films contemporáneos que se hacen entender por los acordes de una guitarra, como lo han sido en el último año A propósito de Llewyn Davis, Alabama Monroe o el documental Searching for Sugar Man.

El quinto largometraje de Carney es una suerte de Once, pero revisada para un público más mayoritario, cambiando Dublín por Nueva York, sin que por ello pierda su fabuloso paralelismo en el núcleo de un argumento que va mucho más allá del chico conoce chica. Concretamente, una primera parte de la película la componen los dos brillantes y precisos flashbacks de sus protagonistas: el tocamiento de fondo de un productor musical recién despedido (Mark Ruffalo) y su encuentro con una compositora británica (Keira Knightley) abandonada por su novio músico, que acaba de hacerse enormemente famoso (Adam Levine, líder del grupo Maroon 5). Diferentes pero iguales, y ayudados por su compartida desolación, ambos ponen en marcha la segunda parte de la historia cuando deciden trabajar juntos en la edición de un álbum grabado al aire libre, por las calles, parques y azoteas de la Gran Manzana, fuera de la contaminación de la industria y con músicos desconocidos, para dejar que sea la música la que haga su trabajo.

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Visionado: ‘Aprendiz de gigoló’, de John Turturro. ‘Dos gags y una banda sonora’

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dos estrellas

Ese Nueva York que todo lo permite, que acoge sin complejos cualquier situación disparatada, grupo étnico, pandilla de amigos o familia destartalada que queramos imaginar es también la excusa para meternos de lleno en el friquismo judío de sus muros. Aprendiz de gigoló se sirve de una de las mil millones de costumbres que conviven en una ciudad rendida a todos los tópicos, aunque trata de narrarnos una situación modesta que no busca mayor trascendencia que la diversión moderada y casi respetuosa.

Sin embargo, seguimos sin encontrar en la visión indi del actor y cineasta John Turturro la chispa adictiva con la que encandila a sus fans. Le acompaña esta vez el gran Woody Allen en el reparto, sin duda un tirón indiscutible de la película, interpretando a un librero en quiebra que convence a su amigo (interpretado por el propio Turturro) para sacarse un dinero mediante el negocio de la prostitución masculina. Un punto de partida fresco y con bastante gracia que apenas sobrepasa los veinte minutos de metraje ya que se descompone entre personajes carentes de cualquier magnetismo.

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