Disección: ‘Centauros del desierto’, de John Ford. ‘Los que buscan sin descanso’

 

 

LOS QUE BUSCAN SIN DESCANSO 


PANORÁMICA: 1956. En plena época de la Guerra Fría, Kruschev se atreve a desmoronar el mito estalinista en un congreso del Partido Comunista en el que denuncia, en un discurso secreto, las consecuencias nefastas de la huella dejada por el antiguo líder soviético. Sin embargo, más allá de sus fronteras, la Unión Soviética no da signos de evolución alguna. En Hungría, acallará una sublevación espontánea de estudiantes, intelectuales y obreros hartos de la dominación soviética. Mientras, el colonialismo de otros tiempos se desmorona. Túnez y el protectorado galo de Marruecos se independizan de Francia y Franco, ese mismo año, hace lo propio y reconoce la independencia de los territorios españoles marroquíes. ¿Cuestión de imagen, en una época en la que los españoles estrenábamos la programación de Televisión Española? En Egipto se desata una auténtica crisis cuando el presidente Nasser decide nacionalizar el Canal de Suez. Británicos y franceses, principales accionistas del Canal, atacarán el país africano como represalia por ver prohibida la entrada de sus barcos en el estratégico paso. Afortunadamente, la comunidad internacional rechazará la acción y las grandes potencias tendrán que dejar el país con el rabo entre las piernas. Sin embargo, la vieja Europa todavía tiene mucho que decir, al menos, en las páginas rosas del Hollywood más deslumbrante y con noticias como el enlace entre Grace Kelly y el príncipe Rainiero de Mónaco.
 
 
EL MEOLLO: Es 1868 y en pleno desierto de Texas una mujer se asoma al umbral de una puerta. La vemos desde detrás, recortada en una sombra, en uno de los planos cinematográficos más simbólicos del cine. Ella y los miembros de su familia reciben a Ethan (John Wayne), que regresa de la guerra. Un hombre frío, rudo y acostumbrado a la barbarie, con enormes y casi justificados prejuicios raciales, pero que tendrá que enfrentarse a algo peor: en una emboscada y mientras él se encuentra de expedición, los comanches asesinan a toda la familia menos a su sobrina Debbie (Natalie Wood), a la que se llevan secuestrada. Emprenderá así una búsqueda sin descanso, primero acompañado de los mandos civiles del condado, y después en solitario junto a su sobrino mestizo Marty (Jeffrey Hunter), con el que mantiene una despótica relación debido a su sangre cherokee. Basada en la novela original de Alan Le May The Searchers (también el título original de la película), Centauros del desierto es probablemente el mejor western de la historia del cine. Asombrosa de principio a fin, constituye un auténtico manual para revolucionarios en el que John Ford vertió toda su legendaria maestría, explotó y renovó las técnicas de realización en exteriores, e influyó en décadas posteriores y en todo tipo de géneros. Estos míticos centauros nos llevan a una búsqueda infinita, a un descubrimiento terrible pero sospechado, a una oportunidad para ser libres, y a un aprendizaje para aquel que no comprende “que se pueda perseguir algo sin descanso”.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: El western se llamó así por una simple localización geográfica. Si no, hubiera llevado el nombre de John Ford. Muchas más cosas tendrían que haberse bautizado así, en realidad. Medio siglo dedicó este grande entre los grandes a explorar todas las facetas del séptimo arte, a innovar, a bucear en la historia de su país. Un patriota crítico y rotundo, que llegó a ser contraalmirante de la Armada norteamericana, pero que aprovechó su prolífica carrera cinematográfica para dejar señalada con su pipa una butaca entre los reyes absolutos del celuloide. A la fabricación de su profesionalidad contribuyó la escuela del cine mudo, desde sus inicios con Universal y de la mano de su hermano Francis, hasta su contrato con la Fox, que le permitió en los años 20 comenzar a desplegar su talento en todo tipo de géneros, aunque fue con la superproducción El caballo de hierro (1924) cuando comenzó a dejarse mimar por una industria que comenzaba a apostar fuerte por las batallas entre indios y vaqueros. Varios ensayos de películas en los que mezclaba comedia, drama y acción como Tres hombres malos y Cuatro hijos, hicieron que Ford cabalgara siempre con relativa comodidad entre géneros y que se anticipara al cine crepuscular, centrado en el sacrificio y la muerte, que se violentaría con los años.
 
Los años 30 serían los de su estrecha colaboración con el escritor Dudley Nichols, adentrándose en guiones cada vez más complejos y aventureros como los de Doctor Bull (1933) o La patrulla perdida (1934). Significativa fue también su versión de María Estuardo (1936), aunque el gran estirón llegaría con la maravillosa La diligencia (1939), su segundo regreso al western, al tiempo que comenzó a convertirse en azote de sus actores, a los que milimetraba cada gesto. Durante la Segunda Mundial, compatibilizó el servicio a su país con el cine (rodó la grandiosa Las uvas de la ira en 1940 y Qué verde era mi valle en 1941, entre otras) y con documentales, dejando plasmada la percepción de los males del mundo con El fugitivo, otra de sus películas más notables, en 1947. Fort Apache (1948), La legión invencible (1949), Río Grande (1950) y El hombre tranquilo (1952) afianzarían su tándem irrepetible con John Wayne como su mayor actor fetiche, y que adquirió su momento de gloria en Centauros del desierto. Lo más admirable es que Ford no se quedó en la cumbre para una sola película. Como contagiado de su propia autoestima, Ford realizaría después auténticas obras maestras llenas de pasiones y de tierra como Escrito bajo el sol (1957), Dos cabalgan juntos (1961) y otra obra maestra de las que hacen heridas, El hombre que mató a Liberty Valance (1962), las dos últimas con un James Stewart inolvidable. Hoy en día, cuatro décadas después de su muerte, resulta imposible ver cualquier epopeya con sabor a caballos y a arena, sin apreciar su sombra de hombre sobrio y maniático. Soberbio. Único.
 
PRIMER PLANO
 
JOHN WAYNE: En su tumba dejó escrita la siguiente frase en castellano: “Feo, fuerte y formal”. Y es que así dijo John Wayne que quería ser recordado en una entrevista que le realizó la revista Time en 1969. Pero dentro del Olimpo cinematográfico hubo quien le llevó la contraria, le subiría a lomos del caballo para elevarle a la categoría de leyenda y convertirle en el héroe más importante del cine norteamericano. Y lo cierto es que Wayne no fue un gran actor, pero sí un tipo que conocía bien su oficio y, sabía cómo enredar su imponente figura en un carisma irrepetible. Es uno de los intérpretes que ha encarnado más papeles protagonistas, un total de 143 y, por supuesto, algunos de los más memorables no se enmarcaban dentro del western. Sin embargo, fue en este género donde se hizo grande. Los títulos más importantes de su carrera son obras maestras como El hombre que mató a Liberty Valance, Fort Apache, Río Bravo (Howard Hawks, 1959), Misión de audaces (John Ford, 1959) o la que hoy abordamos, la gran Centauros del desierto. Rodó lo mejor de su filmografía con Henry Hathaway, Howard Hawks y, por supuesto, con John Ford, con quien trabajó en 20 películas. Dicen que le descubrió como por casualidad, cuando Wayne era un técnico que ponía a punto el atrezzo de un film del realizador. Tras un desafortunado accidente (se le escaparon unas ocas que tenía que vigilar) Ford reparó en él y le fichó, tiempo después, para una de las películas más originales y logradas de la historia, La diligencia, tras cuyo rodaje, dicen, el director exclamó: “No sabía que ese grandísimo hijo de puta supiera actuar”
 
Con Ford también rodaría una de nuestras películas preferidas, El hombre tranquilo (1952), donde daría vida a Sean Thornton, un boxeador norteamericano que regresa a su Irlanda natal para huir de su pasado, aunque acabará encontrando en ella un desafío mayor: conquistar a una bella pelirroja temperamental, inteligente y hermana de su enemigo (Maureen O’Hara). El actor rodaría también su propia película, El Álamo, un canto a la libertad que encandiló a su antiguo jefe, Ford, pero que no tuvo tan buena fortuna entre el público de su época. Especialmente entrañable nos resulta también recordar a Wayne en uno de sus últimos films, Valor de Ley (Henry Hathaway, 1969, y adaptada hace tres años por los hermanos Coen) donde da vida a un antiguo agente de la Ley, borracho y tuerto, que se convertirá en un mercenario contratado por una niña para satisfacer una venganza. Por esta interpretación, el viejo actor recibió, al fin, un Oscar. “Si hubiera sabido esto, me hubiera puesto el parche en el ojo 35 años antes”, replicó como agradecimiento.
 

NATALIE WOOD: De origen ruso, Natalie Wood fue niña prodigio, adolescente atormentada y una Julieta moderna arrastrada por el odio de los ‘Capuleto’ y los ‘Montesco’ de una Nueva York pandillera. Y dejó huella más allá del final extraño que acabó con su vida y la rodeó de una aureola de misterio trágico que nunca deja de alimentar teorías. La actriz comenzó su carrera, desde la más tierna infancia, demostrando una naturalidad asombrosa para afrontar papeles, de más o menos lustre, frente a la cámara. Así, fue una de las hijas de Rochester (Orson Welles) en Jane Eyre (Robert Stevenson, 1943); un encantador ‘angelito rubio’ que volvía a tener a Orson Welles como padre junto a Claudette Colbert (Mañana es vivir, Irving Pichel, 1946) y participó en un auténtico blockbuster navideño, De ilusión también se vive (George Seaton, 1947) donde aparecía la maravillosa Maureen O’Hara y un inolvidable Santa Claus al que daba vida Edmund Gwenn. En su juventud, siguió frecuentando títulos poblados de grandes estrellas hasta que le llegó su gran oportunidad para alzarse como protagonista. Fue de la mano del joven que dejó aturdidos, a los espectadores de todos los tiempos, con su vulnerabilidad, su intensidad y su ira interpretativa. Nos referimos al inmenso y ‘manierista’ James Byron Dean. En Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), Wood fue la chica de Dean, pero sobre todo, fue la hija incomprendida que rabia contra un mundo que ignora su necesidad de afecto.

A partir de ese momento, a la actriz volverían a emparejarla con otros actores masculinos de moda hasta que le llegó su pequeño pero vital papel en la obra maestra Centauros del desierto donde encarnó a una joven blanca raptada por los comanches. En los años 60, Wood vivió su época dorada. Y es que protagonizó dos películas que la encumbrarían como la actriz del momento. Nos referimos a la bonita, pero dulzona Esplendor en la hierba, de Elia Kazan (1961), donde exploraba el amor eterno, los versos de Wordsworth y las relaciones prematrimoniales y al fantástico musical West Side Story, de Robert Wise. Natalie Wood estaba maravillosa como la joven María que se enamora del muchacho equivocado. Así la admiraron aun cuando todo el mundo supo que estuvo doblada en los números musicales y que tampoco ofrecía un perfil del todo creíble como portorriqueña. Durante el resto de la década, la actriz participó en varios films entre los que se encontraban Propiedad condenada, basado en una obra de Tennessee Williams, la provocadora La reina del vaudeville (Mervyn LeRoy, 1962), donde interpretaba a una virtuosa del striptease y la divertidísima La carrera del siglo (Blake Edwards, 1965) donde compartió cartel con Tony Curtis y Jack Lemmon. En los 70, frecuentó la televisión donde estuvo fantástica en las nuevas versiones que se realizaron para la pequeña pantalla de La Gata sobre el tejado de Zinc y De aquí a la eternidad. En los años 80, una noche de alcohol y celos en aguas californianas acabó con su vida. Una noche que compartió con su marido Robert Wagner y con quien, según se explicaba en los mentideros hollywoodienses, era su amante del momento, Christopher Walken. Dijeron que murió ahogada tras una caída al mar accidental en el mar.

VERA MILES: La belleza sencilla y luminosa de esta actriz nacida en Kansas fue uno de los motivos que la introdujeron en Hollywood ya en los años 50, y que permitieron que poco a poco su rostro fuera haciéndose necesario y fetiche para algunos cineastas. Protagonizó algunas películas poco memorables y trabajó en televisión muchos años antes de que John Ford la lanzara al estrellato al elegirla para encarnar a la enamorada e histérica Laurie en Centauros del desierto. Tan solo un año después firmó un contrato de carácter personal con Alfred Hitchcock. Primero formó parte del reparto del episodio Venganza de la serie televisiva del mago del suspense, pero fue interpretando a la mujer de Henry Fonda en Falso culpable (1957) cuando se metió a la crítica en el bolsillo. No fue así con Hitchcok, con quien mantuvo una tensa relación tras rechazarla como protagonista de Vértigo (1958), por haberse quedado embarazada. No obstante, volvería a trabajar con él como la hermana de Janet Leigh en Psicosis (1960). De nuevo de la mano de John Ford, volvió a convertirse en objeto de disputa, esta vez entre los personajes de John Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Balance (1962). Finalmente, y algo cansada de no comulgar con ciertos estándares de la industria cinematográfica, sorprendería a muchos por su contrato con Estudios Disney, para los que colaboró en los años sucesivos. Continuó su trabajo en grandes series de televisión y su última gran aparición en la gran pantalla fue repitiendo personaje en la olvidable Psicosis II: El regreso de Norman (1983). Su humilde belleza vive hoy retirada de los focos de Hollywood.

JEFFREY HUNTER: Pudo llegar a lo más alto si no hubiera sido por la sangría de actores que sufrió Hollywood en los años 60, y por su fallecimiento con tan solo 42 años. Nacido en Nueva Orleans y con un temprano talento artístico y una belleza exótica y transparente, Hunter formó parte de la cantera de actores de John Ford, aunque también en este caso su mayor proyección como intérprete la adquirió en Centauros del desierto, en un papel protagonista de réplica pasional a John Wayne del que, con importantes matices, salió bastante bien parado. La cúspide de su interpretación la obtuvo en 1961 bajo la dirección de Nicholas Ray (con el que ya había trabajado en La verdadera historia de Jesse James) en la superproducción Rey de Reyes, interpretando a Jesucristo y haciéndose notar aún más entre el público mitómano de las epopeyas sin decorados interiores y a gran escala. Tras estos años de triunfos sucesivos, durante esta década comenzó a aceptar papeles en películas de cada vez peor calidad, la mayoría de ellos encuadrados en el spaguetti western y no muy asentados en la memoria cinematográfica. Murió en 1969 por una hemorragia cerebral.


CONTRAPICADO: Nunca antes la cámara se había colocado de esa manera en el interior de una casa, de una cueva, de una tienda comanche, hasta ofrecernos una profundidad de campo hacia el exterior tan inmensa y perfeccionista. La seña de identidad que John Ford imprimió en esta película en realidad fue una compleja técnica de sombras y luz que por entonces no fue percibida como digna de elogio por la crítica, pero que se ha convertido en fruto de homenajes y guiños hasta la actualidad. No fue el único ingrediente de este western ya de culto. Un John Wayne más dolido y atormentado que nunca (ese zoom hacia su cara en primer plano cuando contempla la locura de una niña secuestrada por los indios), unas panorámicas espectaculares, secundarios de oro, la acción trepidante y el drama emocional entrelazados como siameses en cada secuencia de la película, sus consoladores toques de humor y el hábil manejo del tiempo y de las elipsis (la lectura de la carta de Marty es el ejemplo de un montaje totalmente revolucionario para la época), son también los componentes de una obra magna del celuloide. En su trasfondo racial de doble lectura, en su manejo de los prejuicios y los sentimientos, en los encuadres teatrales, en la búsqueda de otros para encontrarnos a nosotros mismos, está la magia de esta historia, curiosamente ocre y deslumbrante a la vez.


PICADO: Si hay algo que comparten muchos de los westerns más celebrados de todos los tiempos es la condición invencible del hombre blanco frente a la torpeza del piel roja, tanto en la batalla como en los negocios. En Centauros del desierto, por ejemplo, no importa que los exploradores que salen a represaliar a los indios sean un grupo de rancheros con más agallas que talento y los comanches un temible batallón, pues siempre estos últimos acaban cayendo como moscas o batiéndose en retirada. Este apunte nada tiene que ver con cualquier consideración moral, aquella que hace que nos estremezcamos, como hijos de nuestro tiempo, ante la imagen del desdichado nativo masacrado y burlado por el colonizador norteamericano. Sin embargo, lo cierto es que cuidar de estos pequeños detalles hubiera contribuido a la hora de darle verosimilitud a muchas secuencias de acción claves de la película. Es un mal menor ante una cinta tan bella, compleja y poética como ésta. Aunque el ‘mito del caballo del malo’ (y su lentitud legendaria) hace un flaco favor a su grandeza.

 
Por otra parte, John Ford, uno de los grandes directores de todos los tiempos, no siempre tenía el ojo certero a la hora de completar su reparto. En Centauros del desierto, llaman poderosamente la atención las limitaciones interpretativas de uno de sus personajes principales, Jeffrey Hunter, actor que interpreta a Marty quien a punto está de malograr o de distraer la atención del espectador en escenas memorables.


SIMBIOSIS SONORA: Si es cierto que Ford no quedó del todo satisfecho con la impresionante composición que el austríaco Max Steiner realizó para esta película, sólo podemos achacarlo a su amor por el protagonismo visual. Y eso que el gran creador de las obras sinfónicas del cine más recordadas se dejó la piel en esta historia y respetó su curvada línea argumental con una asombrosa partitura. Tampoco era por entonces ninguna novedad que la sugestión musical provocada por grandes orquestas contribuyera a hacer más grandes las películas. Este fue motivo suficiente para que el cineasta quisiera compensar este toque operístico de Steiner con algunas piezas más íntimas como el maravilloso tema The Searchers, escrito por Stan Jones e interpretado por Sons of the Pioneers, que suena en los títulos de crédito; himnos religiosos como Shall We Gather at the River?; o canciones sureñas como Dixie. Una compleja base musical que, pese a las propias manías e inconformismos ‘fordianos’, agrandó aún más su legendaria poesía.

OJO AL DATO: Tal y como contó Terenci Moix en su Gran historia del cine, la campaña publicitaria que se orquestó en torno a la película fue probablemente una de las más sinceras y apropiadas de todos los tiempos. Y es que se vendió a los cuatro vientos como “El western que se coloca por encima de todos” y desde luego muchas fueron sus cualidades, además de la triste emoción crepuscular y la originalidad que recorrieron este largometraje, convirtiéndolo en un western que desafiaba todo tipo de convenciones. Sin embargo, su director, John Ford, hablaba de ella y de su protagonista principal quitándoles importancia, con la visión sobria y certera de un genio creador que se queda con la esencia: “Es la tragedia de un solitario. Es un hombre que regresó de la guerra de Secesión, probablemente se marchó a México, llegó a ser un bandido, probablemente luchó para Juárez o para Maximiliano, más probablemente para Maximiliano a tenor de la medalla. Era exactamente un solitario natural; nunca hubiera podido ser realmente un miembro de una familia”.


RETRATO DEL HÉROE: Ethan es un tipo solitario, a la deriva en su propia odisea, que amó a la mujer equivocada, ganó una medalla y se perdió y en mil y una batallas tras la guerra de Secesión. Regresa al que creyó su hogar para perderlo, poco después, en una masacre perpetrada por una tribu desconocida de comanches. La búsqueda de su sobrina Debbie se convierte entonces en la mejor coartada para continuar su camino, aunque fue demasiado obsesiva, demasiado enfermiza. Se nota a la legua que la venganza le hace sentirse vivo, es más que una nueva aventura, es su destino. Rudo, malcarado, intolerante, racista, aunque hombre de palabra, no deja que se le acerque ni un sólo sentimiento a la conciencia. No tolera el mestizaje y sospecha que tras años de búsqueda, cuando encuentre a su sobrina, su deber será quitarla de en medio pues se habrá convertido en el peor de sus monstruos, la peor de sus pesadillas: una persona que es capaz de encontrar un hogar, incluso entre los ‘salvajes’. Un reflejo de lo que nunca será capaz. Como los comanches ‘asesinados sin ojos’, es un alma en pena que no puede entrar en las praderas del espíritu, un eterno purgatorio que transita a lomos del caballo y tropezando con la aridez del desierto a la que se ha acostumbrado. Un fotograma final, viéndole alejarse desde el quicio de una puerta. Héroe y solo.

A continuación un montaje con el principio y el final de la película (SPOILERS) y sus fabulosos paralelismos. Después, un tributo de sus hipnóticos planos fijos.

 

 

 

 

‘Grupo Salvaje’, de Sam Peckinpah. ‘Sinfonía de sangre y honor’ vs ‘Ni un bando ni otro’

 

 

SINFONÍA DE SANGRE Y HONOR

 

 
Sam Peckinpah regresaba, en 1969, al territorio que había explorado con buena fortuna en Duelo en la alta Sierra (1962) de la mano de otro western desencantado y de la historia de una traición. Sucia, violenta, desquiciada, pero también irremediablemente romántica, Grupo Salvaje es una película que supura sudor, sangre y camaradería. Nos sumerge en una experiencia emocional de más de dos horas de duración donde hay mucha aventura, donde se respira el alcohol y se sospechan algunos sueños frustrados en unos personajes que, en el fondo, sólo desean “volver a ser niños, hasta los peores de ellos”.
 
El Grupo Salvaje es una banda de pistoleros, casi todos ellos entrados en años, liderada por un tipo duro alcoholizado. Un buscavidas resabiado, de buena madera, llamado Pike Bishop (William Holden). Disfrazados de militares, los forajidos se meten de cabeza en una trampa cuando van a atracar un banco. Les espera un grupo de cazarrecompensas al frente de los cuales se encuentra un ex amigo de Pike, Deke Thornton (melancólico y taciturno Robert Ryan) quien, para librarse de la tortura y la cárcel, tuvo que ‘dar su palabra’ de que atraparía a Pike y los suyos, al magnate de una empresa de ferrocarriles. Sin embargo, el Grupo Salvaje logra huir y cruza la frontera mexicana para encontrarse con otro mundo agonizante: un país a punto de estallar por la revolución, pero donde los pistoleros verán la posibilidad de realizar nuevos negocios. Así, robarán un cargamento de armas para el general Mapache (Emilio Fernández). El militar es un tirano que mientras combate a los hombres de Pancho Villa, instaura un régimen de terror, sexo y borracheras en un poblado fantasma. Thornton, por su parte, seguirá siendo la sombra de Pike y los suyos al otro lado de la frontera.
 
Lo más fascinante de esta película es el estilo cinematográfico tan singular que perfeccionó Peckinpah a lo largo de su metraje. Unas señas de identidad a través de las cuales al cineasta le encanta escandalizar y asombrar con contrastes abismales. Ahí está, por ejemplo, esa mujer que amamanta a su hijo mientras cuelga, al lado de su pecho, un cinturón con munición.
 
 
En este sentido, hay dos momentos cumbre en el filme que han pasado a la historia por su agudo uso de las metáforas y su magistral montaje (obra de Lou Lombardo). Así, unos niños ‘inocentes’ se divierten de manera inquietante con un juego cruel de hormigas y escorpiones, preludio de la matanza que vamos a presenciar al inicio de la película. Una secuencia cínica, coronada con la hipócrita marcha antialcohólica de unos puritanos a los que el cineasta (gran aficionado a la bebida) colocó, maliciosamente, en medio de un fuego cruzado en el que, finalmente, morirán demasiados inocentes.
 
Sin embargo, es en las secuencias finales cuando el cineasta compone su magistral sinfonía de sangre, violencia y heroísmo tardío. Los cuatro supervivientes del Grupo Salvaje avanzan seguros e impertérritos hacia su destino. Saben que de esta, ya no salen. Caminan, por las calles del pueblo fantasma sin prisa para intentar defender a uno de los suyos y ajustar cuentas, ya de paso, con el pasado. En la plaza, comienza la violencia y el mosaico de cortes y tomas vertiginosas.: la cámara lenta, las caídas eternas, las muertes suspendidas en el tiempo, la sangre densa, la ametralladora desquiciada y el polvo que lo envuelve todo para recuperar los cuerpos que le pertenecen. Es uno de los momentos más potentes, fabulosos, fieros y desagradables de la historia del cine. Peckinpah devora a sus criaturas convirtiéndolas en un atajo de forajidos perdedores, soeces y ‘malnacidos’ que saben conservar un extraño, pero firme sentido del honor.
 
Por eso, buena parte de la fuerza de la película reside en las interpretaciones, en especial, las del trío protagonista (Holden, Ryan y Borgnine). Holden realiza uno de los mejores trabajos de su carrera metiéndose en la piel curtida de un hombre que quizás vivió momentos de esplendor y fue el mejor, porque nunca consiguió ser atrapado. Es capaz de hacernos sentir el dolor de ser viejo, de todas y cada una de sus articulaciones cuando intenta montar en su caballo. Sin embargo, ni viejo ni cojo pierde la prestancia, ni mucho menos la dignidad. Es alguien de otros tiempos, que ha vivido en los aledaños de la muerte violenta, en un territorio demasiado inhóspito donde sólo la lealtad y la amistad parecen, sólo lo parecen, buenos refugios. Por eso, la traición de Thornton duele, pero no pilla de nuevas. Se limita a huir, dejándose acompañar, de alguna manera, por el viejo amigo que intenta darle alcance. Es consciente, al fin y al cabo, de que su tiempo se termina.
 
No puede faltar la mejor secuencia. Los cuatro últimos de Grupo Salvaje, en casi una marcha fúnebre hacia su final:
 

 
 
NI UN BANDO NI OTRO
 
Sam Peckinpah realizó probablemente los primeros veinte minutos más espectaculares del western de los años 60. Nueve hombres vestidos de soldados se acercan a un pueblo mientras son escrutados con curiosidad por un grupo de niños que están torturando a un escorpión dejando que se lo coman las hormigas. Mientras avanzan se van congelando imágenes en blanco y negro en forma de créditos iniciales. Entran a un banco, descubrimos su verdadera identidad de atracadores, y al mismo tiempo que ellos, nos damos cuenta de que otro grupo, pero de cazarrecompensas, les ha tendido una emboscada. Planifican su estrategia, salen con su botín, y comienza un conjunto de primeros planos, zooms, escenas a cámara lenta, disparos, sangre, confusión y atolondramiento que nos dejan tan electrizados como si nos hubiera partido un rayo.
 
Desde ese momento, podemos convencernos de que Grupo Salvaje (1969) será toda una fiesta de traiciones, violencia, persecuciones y adrenalina. Pero resulta que con esta escena acaba todo, para algunos. La que por muchos ha sido considerada como una de las obras maestras del género, sobre todo ya rozando una década difícil para el mismo como serían los 70, nunca ha dejado de parecernos la continuación innecesaria de ese flamante inicio. Concretamente, desde que los bandidos atraviesan México, descubren la “caza legalizada” de la que son objeto y se embarcan en una marcha forzada, siempre perseguidos, nunca alcanzados, que les lleva de un despropósito a otro, sin que en ninguno hallemos esa furia propia de los forajidos.
 
Creemos que Grupo Salvaje se sustenta sobre una estructura lineal que solo deja espacio para tres o cuatro flashbacks algo chapuceros y que no sirven para ahondar en la psicología de su tropel de personajes. No sabemos muy bien qué pasa entre ellos, a qué aspiran, por qué siguen juntos, entendemos que por dotarlos de una aureola misteriosa que al final se diluye con los enfrentamientos de todos contra todos. Un caos de disparos y personalidades inanes y algo garrulas donde el acribillamiento resulta ser lo más real, un fin en sí mismo. Así, lo que al principio es un asalto a un tren con armas, se convierte primero en persecuciones nunca terminadas, en una batalla en un pueblo mexicano donde somos incapaces de distinguir quién dispara a quién, y en un retrato coral de la muerte en masa, sin personalidad, tan fría y mecánica que carece de tristeza.
 
 
Como protagonistas de plano, miradas silenciosas y mejores frases encontramos, por un lado, al fabuloso William Holden como jefe de los bandidos, con un porte de señor avejentado muy digno cuyo final ya adivinamos desde un principio y que resulta tan ambiguo entre sus risotadas y amargamientos que no hay por dónde cogerle en su rol de héroe denostado. Por otra parte, tenemos a su número dos, el carismático Ernest Bognine, voz de su amo, que en algunas secuencias sobra y en otras te deja hipnotizado. Y completa el triángulo el perseguidor de la banda, el espigado Robert Ryan, antiguo compañero de tropelías de Holden, que ahora tiene que darle caza para no volver a la cárcel. Todavía no nos explicamos cómo en un triángulo de estas características, nos dejaran al final sin un duelo en condiciones y conociéramos a través de un apergaminado montaje la historia de estos hombres.
 
Aparte de su arranque, siempre hemos considerado que lo más destacable de Grupo Salvaje sea quizás la ambivalencia del grupo protagonista en el papel que le toca jugar en la batalla entre los federalistas mexicanos y los guerrilleros de Pancho Villa. Es decir, todos y ninguno. Ni un bando ni otro. En eso sí que es coherencia pura, porque el escenario final que nos deja es igualmente versátil. Aquí cada uno vale para todo. Hoy soy un burdo atracador, mañana tu gran amigo, pasado el mártir de la causa, y recuerda que ayer fui el héroe del oeste fronterizo. No es que en el western haya tendencia a las interpretaciones y guiones espeluznantes, pero vaya por delante que al final siempre gusta uno de encontrar la arista emocional adecuada. Y aquí, salvo en ese mencionado cortometraje del principio, ni rastro.
 
Grupo Salvaje siempre podrá presumir de su posición al lado de las grandes obras del western de los 60, junto con Hasta que llegó su hora (de sombra alargada) o Dos hombres y un destino. Se da la circunstancia de que precisamente con ese nombre en inglés –The Wild Bunch- fueron conocidos Butch Cassidy y Sundance Kid, y de ahí adoptó el nombre la película. Ni punto de comparación, claro. No por simpáticos fueron menos fieros Paul Newman y Robert Redford, con una personalidad arrolladora mucho mayor que las decenas que se juntan arremolinadas al final de Grupo Salvaje. Para nosotros, Peckinpah no conseguiría su mayor umbral de violencia y personalidad hasta Perros de paja (1971), sin necesidad de coreografías a caballo, simbologías opacas y minutado sobrante.
 
Otra lujosa entrega de la serie 50 películas que deberías ver antes de morir, de nuestros compañeros de TCM:

Visionado: ‘Django desencadenado’, de Quentin Tarantino. ‘Gloriosa epopeya de un hombre libre’


cuatro estrellas

 
Querido Quentin: ya se te notaban las ganas de western con el impresionante arranque de homenaje a El Álamo en Malditos bastardos y con la sangrienta boda en El Paso de Kill Bill Vol.2, entre otras muchas referencias. Con Djando desencadenado te has desquitado, y a lo grande. Hablando más bien de southern, por aquello de la ambientación en el sur más retrógrado en plena pre guerra civil estadounidense, y mezclado con un sinfín de géneros y estilos, que van desde la comedia bizarra hasta la novela bizantina de los amantes separados, ya vemos que no has bajado la guardia, que te mantienes fresco y conectado con tu público. Sobresaliente con mayúsculas merece sin titubeos tu particular y controvertida visión de la esclavitud, tu regalo de puro entretenimiento, maestría de dirección, guión casi perfecto y técnica cinéfila para contarnos la historia del esclavo Django (Jamie Foxx) convertido en hombre libre y en cazarrecompensas gracias al desconcertante y amable Dr. Schultz (Cristoph Waltz).
 
Querido Quentin: tu amor al cine, aunque revestido de violencia y sangre tan elegantes como efectivas, es tan patente que sabemos que para ti es casi una obsesión. Eres un maníaco obsesivo, casi enfermo por darle a tus películas todas las influencias que salen disparadas de tu cabeza. Hemos visto una epopeya, con su héroe, sus rasgos sobrenaturales, sus hazañas casi imposibles: la gloria de un hombre liberado, atravesando los límites del racismo para reescribir la historia a tu antojo, como ya hiciste en Malditos bastardos, y dejarnos soñar con un Mississipi donde hubo un hombre que venció antes que Abraham Lincoln. Lo malo de tu declarado amor por Sergio Corbucci y su Django de 1966, es que superas la copia del rojo de los títulos de crédito, el tema inicial de Luis Bacalov y el fantástico cameo de Franco Nero para convertir la serie B en prácticamente lo mejor de tu filmografía. Vamos, que dejas lo que admiras a la altura del betún, con perdón.
 
Querido Quentin: qué emoción seguir contemplando en estos tiempos a dos cabalgando  juntos y libres, y además hacerlo con la naturalidad de quien lo viviera por primera vez. Solo los treinta primeros minutos de la película, donde observamos en todo su esplendor al personaje del Dr. Schultz, ya constituyen una historia autónoma y la construcción de uno de los mejores personajes de tu filmografía, algo desdibujado después, pero con una fuerza, magnetismo y carisma asombrosos. ¿Qué le haces a Cristoph Waltz para que interprete así para ti? Más todavía, ¿qué palabras susurraste al oído de Jamie Foxx para que su rostro fuera el de uno de los mejores iconos del siglo XXI? Y aunque sabemos de tu desavenencias con Leonardo DiCaprio (lo has dejado para el arrastre, que se nos retira un tiempo, vamos), ¿a qué acuerdo llegasteis al final para que, incluso pasada una hora de película, la aparición de Calvin Candie sea un golpe de efecto tan espectacular?
 
Querido Quentin: conocemos la leyenda alemana de Broomhilda y Sigrido, la que quieres que veamos como el chasis de la historia, pero nos quedamos más que nada con tu revisión honesta, vengativa, cómica y socarrona de la esclavitud. No queremos mandar a Spike Lee a ningún sitio desagradable por meterse contigo, que está en su derecho, pero si no utilizamos la magia del cine para estas cosas, ¿con qué nos quedamos? ¿solo con la desgracia? ¿tenemos que pensar que no hubo negros héroes anóminos que rompieron sus cadenas? A lo mejor no encontraron a liberadores verborreicos, ni se vistieron con las ropas dieciochescas del cuadro Blue Boy del pintor Thomas Gaingsborough, ni llegaron a enfrentarse a un magnate del algodón y de la compra de esclavos. O a lo mejor sí. Como no podemos saberlo con certeza, dejamos que tu humor insaciable, el de los diálogos de las dos opciones, el de la disparatada teoría de los cráneos de los negros, el de los disparos a quemarropa y de sopetón, nos hagan pensar que si la gesta no fue posible entonces, que lo sea ahora.
 
Querido Quentin: pese a algunas lentitudes en escenas que pudiste haber acortado, no encontramos en tu Django más pegas que las que tú mismo te haces con tu enfermizo perfeccionismo, desde el primer duelo hasta tu final a lo chulesco. En todo este trazo, además, nos regalas los cameos de un Don Johnson idiotizado, una Zoe Bell casi invisible, un Franco Nero ya mencionado, y los casi irreconocibles Samuel L. Jackson, James Russo y Umber Tumblyn, en tus retorcidos homenajes al western, dejando para ti mismo un despreciable personaje con un explosivo final y otros guiños veloces como balas que huelen a Taxi Driver, a la esencia del cine violento, a pólvora y fuego para ganar la batalla de los que matan para vivir.
 
Querido Quentin: los que no te entienden, que han pasado a ser los que te odian, llevan las mismas capuchas que los protagonistas de la escena más hilarante de la película: apenas pueden ver nada. No ven tu pasión por el séptimo arte. No ven que tratas de hacer una antología de todos los géneros habidos y por haber (alguien nos decía tras ver la película que te falta una de piratas) y que ya lo estás consiguiendo. No ven que los que te seguimos desde hace veinte años recibimos de ti más de lo que nos das, cuando despiertas nuestra inteligencia, nuestra capacidad de reírnos de lo más sagrado, nuestro ingenio buscando tus pautas, nuestra propia enfermedad cinéfila. No queremos verte caer. Así que solo un ruego, maestro. Cuando ya no sepas, no lo hagas. Mientras sepas, sigue.

Primero el tráiler y, después, el maravilloso tema de inicio de Luis Bacalov, que también abría el Django de Corbucci de 1966:



Atado en corto: ‘Y la muerte lo seguía’, de Ángel Gómez Hernández. ‘Wild western para empezar el año’


Iniciamos nuestra andadura cinematográfica de 2013 con un cortometraje español que ha dado mucho que hablar desde su estreno hace tan solo unos días. Y la muerte lo seguía es una maravilla narrativa dirigida por el joven cineasta Ángel Gómez Hernández, todo un prodigio de nuestra gran pantalla, que ha logrado sacar adelante este proyecto mediante financiación colectiva (crowfunding) y el enorme apoyo recibido por los miles de fans que ha conseguido a través de Twitter. La historia, finalista en la última edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges, lo merece.


Rodado en los poblados de Tabernas (Almería), bajo la estela de los grandes clásicos del maestro Sergio Leone, Y la muerte lo seguía es la historia de una venganza donde asistimos a la puesta de largo de un nuevo género híbrido que está despertando el entusiasmo de muchos: el wild western. Hablamos de una estupenda mezcla del mítico oeste con los clásicos del terror, con un resultado enormemente atractivo, sugerente y que ofrece un magnífico juego de encuadres y planos al servicio de ese cóctel narrativo. El guion, escrito a medias entre el director y su padre, el novelista y ensayista cinematográfico Ángel Gómez Rivero, guarda la austeridad de los western y se reserva lo mejor para su lado fantástico. 

Esta historia de venganza y muerte es el proyecto más ambicioso de su creador, que con tan solo 24 años ya cuenta con una impresionante biofilmografía. Dedicado al mundo audiovisual desde muy temprana edad, tiene más de 30 trabajos dirigidos entre cortometrajes, videoclips, reportajes, documentales y spots publicitarios. Por todos estos trabajos ha conseguido menciones y selecciones en festivales nacionales e internacionales: tiene en su palmarés más de 20 premios, entre los que destacan el Premio al Mejor Cortometraje Internacional en el Festivo South African Horror Fest 2011 por Sed de luz, o el Premio Algeciras Joven Especial. 

Os dejamos el tráiler de este cortometraje con olor a maestría y talento, y os invitamos a visitar la web de su director para descubrir más de una sorpresa:

Píldoras cinetarias: Tarantino, libertador de esclavos

Ya no es un niño mimado entre los brazos de amantes de lo maldito. Ya no es ese infante terrible que jugaba a las fichas de colores y a desmontar el cine a golpe de revolución. Desde los dos volúmenes de Kill Bill, Quentin Tarantino nos descubrió su faceta madura de homenajeador sin límites. Y nos enseñó todas sus cartas, todo lo que había amado: el western, el anime, la serie B, el gore. Ilimitado cien por cien. Porque se ha hecho de oro con su particular forma de entender lo artificioso del cine, y no hay productora, amigo, compañero o actor que le haya quitado nunca de la cabeza una historia. Aunque en todas ellas siempre impere la venganza: la de Jackie, la de Butch, la de Beatrix, la de los bastardos, la de las niñas juguetonas de Death Proof. ¿Por qué cambiar ahora que ya todo el mundo le adora, y no tiene que darse de leches con nadie?


Su próximo proyecto, ya con título (espantoso) en español, Django desencadenado, se estrenará a la vuelta de la esquina de 2013 y se está rodando con tal hermetismo, que esperamos que nuestro Quentin no se haya transformado en un maniático porque sí. Bueno, si acaso, solo se lo permitiremos si vuelve a dejarnos con la boca abierta, avisamos con antelación. Se trata de un nuevo canto de amor del cineasta al espagueti-western. Pero no con las melodías y planos velados de Kill Bill, con duelos a la japonesa, sino en todo su esplendor, en homenaje al Django de Sergio Corbucci.

Tras varios encuentros y desencuentros con Will Smith, el que iba a ser protagonista de la historia, finalmente es Jamie Foxx (mucho mejor) quien interpretará al esclavo que sufre las diatribas del inicio de la Guerra de Secesión estadounidense. La mejor noticia es que repite el caza-judíos de Malditos bastardos, absolutamente adorado por Cinetario, Cristoph Waltz, acompañado de otros adictos a la nómina de Tarantino como Kurt Rusell o Samuel L. Jackson. La gran novedad, la incorporación de Leonardo DiCaprio (imán de grandes directores) haciendo de villano, así como fichajes muy atractivos como Sacha Baron Cohen (que no para), el televisivo Anthony LaPaglia o un reaparecido (ya veremos cómo) Don Johnson.

Tarantino, libertador de esclavos, siempre se toma su tiempo, pero hasta ahora no nos ha dejado indiferente con ninguno de sus siete largometrajes. Nuestro hombre de prominente barbilla y mirada aguileña nos prepara un cóctel que huele a Hollywood, acción, contraste y violencia. Y como ya no lo tenemos mimado porque siempre nos satisface, esperaremos tranquilos hasta enero y que su nueva historia de fricciones nos estalle en la boca.

Aquí os dejamos uno de los centenares de tributos que se le han hecho al cineasta. Este nos gusta por la recopilación de imágenes y por el tema Stuck In The Middle With You de Stealers Wheels, que forma parte de la mejor secuencia de Reservoir Dogs. Quien no se acuerde, a repasarla.

‘Hasta que llegó su hora’, de Sergio Leone. ‘Algo dentro que sabe a muerte’ vs ‘Al trote sin galope’

 

ALGO DENTRO QUE SABE A MUERTE

– Armónica (Charles Bronson): ¿Te has convencido de que no eres un hombre de negocios?

– Frank (Henry Fonda): ¡Soy un hombre!

– Armónica: ¡Una vieja raza! Vendrán otros Morton y la harán desaparecer.

– Frank: Sí, pero el futuro no nos interesa. ¿Sabes por qué estoy aquí? No por la tierra, ni por el dinero, ni por la mujer. He venido solamente por ti. Porque sé que ahora tú me dirás de una vez quién eres.

El poder de fascinación de esta película queda encerrado en este enigma. En quién era aquel hombre de la armónica que ronda a Frank hasta que le llega la hora. El que le devuelve en la memoria sus muertos, los que lleva sobre sus espaldas, los que reclaman un hueco en su conciencia virgen al compás de una melodía metálica, lapidaria, una auténtica misa para difuntos. Armónica es un interrogante con espuelas y rostro hierático, como de piedra, que le viene a recordar al villano su final, el que siempre había sospechado y nunca dejado de esperar. Frank y Armónica son dos pistoleros que se reúnen para ajustar cuentas en el abismo, en el confín de un viejo oeste que muda de piel abriendo su horizonte hacia una nueva época de progreso y anonimato. Estamos ante una obra maestra de Sergio Leone: Hasta que llegó su hora (1968), que bien podría ser la historia del nacimiento de una nación, a vista de personajes mitológicos de todo buen western que se precie.
En ese marco, con la guadaña de una venganza que pende sobre los personajes protagonistas y una era que toca a su fin aparece, más de dos horas antes, Jill, una bellísima y astuta prostituta de Nueva Orleans (Claudia Cardinale) que trata de reunirse con un antiguo cliente, el pelirrojo McBain, con quien se ha casado por poderes. Encontrará que su marido y sus hijos han sido asesinados por el viejo Frank (Henry Fonda), quien trabaja a las órdenes de un poderoso empresario, Morton, que construye el ferrocarril hacia el Pacífico y desea apropiarse del rancho de McBain, un emplazamiento estratégico para su proyecto. Jill defenderá su propiedad y, para ello, encontrará a su lado dos extrañas compañías, la de Cheyenne, un guasón y romántico forajido (inmenso Jason Robards), acusado injustamente de la muerte de pelirrojo irlandés, y de un inquietante personaje, Armónica (Charles Bronson), “que tiene algo dentro que sabe a muerte”.
El genio Leone acababa de terminar su Trilogía del Dólar, la que le daría la fama, un pasaporte a Hollywood y un presupuesto de cinco millones de dólares. Y lo mejor: el interés de uno de los mejores actores de la historia del cine, Henry Fonda, quien quedó cautivado con el cine del italiano. Hasta el punto de abandonar la integridad acostumbrada de sus personajes para dejarse seducir por el lado oscuro del viejo pistolero Frank. El villano, por excelencia.
No hay absolutamente nada en esta película, hecha de mugre, sudor y polvo que no sea tan sublime como épico, tan astuto como desgarrador. Desde los personajes que nacen del arquetipo para hacerse humanos, entre muchos otros factores, gracias a una bellísima y orgánica banda sonora de Ennio Morricone (alma y víscera de la cinta), a la monumental construcción de la historia, pasando por sus escasos diálogos, sobrios e impresionistas.
Leone es un director con una creatividad sin límites y una pasión adolescente, que se entretuvo en esta cinta jugando con el tiempo, acompañado en el guión ni más ni menos que por Darío Argento y Bernardo Bertolucci. En ella, una de sus grandes proezas es el ritmo lento, cadencioso del metraje, que viene marcado por una compleja maquinaria donde cada secuencia es más corta que la anterior, con la lentitud y el estertor final de un animal que agoniza, como diría de ella el propio director. Mientras, el intenso lenguaje visual hace el resto del viaje hacia el Pacífico: el plano corto para la disección de los detalles que crean atmósfera, los primeros y primerísimos planos para ahondar en el dolor sin expresión, para descubrir el miedo, también para hacer una última parada hacia el pasado. Los planos amplios, a lomos de la grúa, que conducen hacia el futuro de una nación abandonando los tiempos de tipos duros, lealtades incorruptibles, sangre y supervivencia.
Y es desde un flashback recurrente, desenfocado y a contraluz, como emerge Frank en la memoria de Armónica justo antes del duelo final, nuestra escena preferida del Séptimo Arte. Cuando descubrimos, en medio de una orgía de guitarras eléctricas y de una armónica que se desespera, que el vengador fue cómplice involuntario de un acto sin perdón. El impacto es bestial, la tensión alcanzada nos deja en suspenso y sin respiración hasta que un cruce de disparos nos devuelve bruscamente al duelo que se hace presente. Entonces, llega de nuevo la pregunta: ¿Quién eres? Bronson le devuelve el golpe, encaja la armónica en la boca de Frank, en su viaje hacia el infierno.

 

La escena del enigma, poco antes de ser definitivamente desvelado. Western en estado puro. Arte de mítico oeste.

 

 

AL TROTE SIN GALOPE

La troika soprana formada por Sergio Leone, Dario Argento y Bernardo Bertolucci elevó a la máxima exageración las coordenadas del mítico oeste cuando en 1968 mezcló sus inabordables talentos para este mural de sitios comunes y solemnidades coreografiadas convertido en obra cumbre del western. Por los años transcurridos y las cosas de los mitómanos, ha pasado a las fichas de las obras maestras que hay que ver si quieres hablar del western con algo de dignidad, aunque penséis que Centauros del desierto o La diligencia a su lado la convierten en un aprobado raspado. Y hablar de ella podemos, pero para dejarla en el lugar que le corresponde: el de la pureza sobredimensionada.

Hay que reconocer que la historia no engaña ni desde su inicio, uno de los más parsimoniosos, tensos y si nos apuráis, desesperantes, conocidos en el género: tres malotes desarrapados y con caras ocres esperan en una estación de tren a otro personaje al que, ya adivinamos, no desean ningún bien. Y esperan mucho, entre moscas temerarias, balanceos de pies y gotas que desembocan en sombreros. Hasta que llega la hora en que asistamos al primer duelo y por fin empiece la película. Decimos que no engaña porque nos avisa de que a partir de ese momento esa va a ser la estructura de este espagueti, esperar a que sus personajes empiecen a hablar, después de mirarse mucho y muy fijamente todo el rato, y de dejar que suenen estruendosamente las piezas de Ennio Morricone, lo cual también es de agradecer, por supuesto, aunque en algunos momentos parezca que se va a abrir el cielo.
Hasta que llegó su hora es la historia larga de una venganza larga que en el camino se encuentra a otra más larga todavía. Armónica (un Charles Bronson que no se vio en otra y que pese al calor parece como criogenizado durante toda la película) quiere vengarse de Frank (un Henry Fonda de bellísima presentación pero tan difícil de creer en papel de villano como Gregory Peck en Duelo al sol). Jill McBein, de prostituto pasado (espectacular Claudia Cardinale), quiere vengar la muerte de su recién estrenado marido, y para ello irá como la falsa monea, que de mano en mano va, y ninguno se la queda. Y el chulesco vuelta-de-todo Cheyenne (Jason Robards, el mejor de la película) quiere que quede claro que no mata niños, aparte de regalar al espectador todo un compendio de frases vitales y contradictorias. Y pese al revanchismo y al odio, la mayor parte del tiempo no sabes por qué los personajes hacen lo que hacen. Unos lo llaman suspense, nosotros perplejidad.

Es un ejercicio de género, de alabanza al polvo y a la arena, de guión con mil acotaciones de cámara, de cuadros estáticos que parecen casi medidos al milímetro, en escenas e interpretaciones, y en el que todo suena tan trágico y contundente que te dan ganas de aplaudir aunque sabes que solo estás oyendo soflamas, y que además no las dice Clint Eastwood, que es quien las dice como dios manda. Sobre todo en lo referente a su tema de trasfondo, la construcción del ferrocarril, donde ya comenzaban los problemas de especulación urbanística que asolarían a todo un planeta. Solo que aquí vemos los problemas del especulador, ajusticiado a golpe de sicario bien pagado, y que consigue su sueño póstumamente por la suerte de su viuda de encontrarse con tres tipos muy enfadados los unos con los otros.

Vemos el cine intentando escribirse con mayúsculas entre sus largos minutos. Y vemos su legado, aunque acabamos asolanados de un western imitando un western, esperando al trote un galope que no llega o que llega cuando ya estamos rozando la arritmia. Que quede claro: amamos el western, sabiendo que ha hecho tanto mal como bien, como casi todos los clichés atados a una época y a unos tópicos que no permiten su renovación, solo su revisión paulatina y redundante. Leone fue valiente en este sentido y algo cambió con este film, pero a los 138 minutos de su obra magna le sobran momentos, probablemente esfuerzos y también alguna que otra mirada fija. Podría habérselos puesto a Érase una vez en América, que nunca será suficientemente larga, o haberse conformado con sacar más jugo a los estupendos actores con los que contaba y no retrasar, o por lo menos no hacerlo sin tempo ni justificación, el misterio final del rencor asesino de Armónica hacia Frank. “La calma es la cualidad”, afirma el primero en las contadas cuatro frases que tiene. Nos falta paciencia para esperar a que le llegue la hora. No somos virtuosos a ojos del héroe, por lo visto.

Para finalizar, paradójicamente, os dejamos con el duelo inicial. ¿A quién le sobra o falta un caballo?

Visionado: ‘Blackthorn’, de Mateo Gil. ‘Un western de horizontes muy lejanos’

 

cuatro estrellas


Que nadie se espere ver al bueno de Butch Cassidy con su ingenioso parloteo y su mente inquieta. En la película de Mateo Gil estamos ante su resurrección, desde luego, ante su versión añeja pero en un plano, el Altiplano de Bolivia, donde las aventuras dejan de tener la torpe y entretenida épica del metraje de George Roy Hill (Dos hombres y un destino) para adquirir un tono más reconcentrado, que reflexiona sobre la vejez, la amistad y las últimas pulsiones aventureras.

Blackthorn nos invita a imaginar qué hubiera sido de Butch Cassidy si hubiera sobrevivido a la matanza del ejército boliviano. Al fin y al cabo, abandonamos a Paul Newman y a Robert Redford en una secuencia congelada. El guionista Miguel Barros se inventó que viviría varias décadas oculto en la selva boliviana criando caballos y ahorrando dinero para regresar a los Estados Unidos donde le espera el que quizás sea su hijo. A punto de reunir lo suficiente para poner tierra de por medio, Butch (Sam Shepard) despierta a los sueños de antaño al cruzarse en su camino un ingeniero español, Eduardo Apodaca (Eduardo Noriega), que huye de una muerte segura a manos del terrateniente más poderoso de Bolivia. Ambos iniciarán una última aventura para Cassidy donde, a pesar del paso del tiempo y sus inevitables desengaños, termina descubriendo el nuevo mundo, en su versión más descarnada, un golpe de gracia a una inocencia, algo demacrada, pero forjada en los valores y lealtades de otros tiempos.

Mateo Gil rinde un homenaje al western crepuscular, pero buscando una nueva identidad más allá de la grandeza de algunas obras cumbres del genero. Y cumple con su cometido. No es de recibo que, más de uno, haya tenido un flashback cinéfilo en pleno visionado, rememorando a Peckinpah y su fantástica Duelo en la alta sierra. A diferencia de aquella, en Blackthorn, a los personajes les sobra gravedad y les sobra reverencia hacia la mitología de antihéroes que caminan hacia el ocaso del western. Y eso puede hacerla un poco pesada. La narración de la película española es impecable, la lírica de su fotografía, una auténtica gozada (bellísima, deslumbrante la estampa de las salinas), pero los sentimientos y los impulsos vitales que conducen a los protagonistas hacia su inevitable desenlace nos resultan un tanto fríos, demasiado cincelados por un guión al que le falta un buen poncho donde recoger algo de calor humano, una nostalgia, si se quiere, más vivida, menos explicada. A pesar de la lograda ironía moral con la que se despide la película.

Y es que lo que más nos entusiasma de Blackthorn es su manera de descubrirnos dos destinos que se cruzan y se entorpecen, que se quedan desconcertados al confluir en el mismo camino. Son dos maneras de sentir la vida, fruto de dos tiempos que habitan en las antípodas de la moralidad, aderezado de forma inteligente con el fantasma del amigo desaparecido que nunca deja de cabalgar junto al protagonista, gracias a flashbacks bien dosificados.

Hay también en Blackthorn algo que huele a nuevo, la conciencia social que nos trae a un primer plano a los desheredados indígenas que reivindican su hueco en la mitología del western. Y un ser mágico, extraño, en otros tiempos enemigo. Un espectador de dos épocas que cuenta con la lealtad del viejo conocido y la sabiduría del borracho. El personaje que interpreta un actor al que echábamos de menos, el fantástico Stephen Rea. En cuanto a Sam Sheppard, toda una leyenda viva de la literatura y actor en su tiempo libre, ofrece una gran y medida interpretación. Noriega no se deja abrumar por su compañero de reparto ofreciendo una actuación más que digna.

 

Y por encima de todo, nos queda el asombro al haber sido espectadores de una producción bastante buena que cuenta con dos avales sin vuelta atrás: la acogida que tuvo en el Festival de Tribeca, en Nueva York y el interés de un escritor como Sheppard, que se vio tan intrigado por el guión de Barros (muy cercano a sus propios temas literarios) como para poner rumbo al Altiplano dejándose llevar por Mateo Gil. Un realizador a quien nunca le preguntó que había hecho antes de aquella aventura.