NATALIE WOOD: De origen ruso, Natalie Wood fue niña prodigio, adolescente atormentada y una Julieta moderna arrastrada por el odio de los ‘Capuleto’ y los ‘Montesco’ de una Nueva York pandillera. Y dejó huella más allá del final extraño que acabó con su vida y la rodeó de una aureola de misterio trágico que nunca deja de alimentar teorías. La actriz comenzó su carrera, desde la más tierna infancia, demostrando una naturalidad asombrosa para afrontar papeles, de más o menos lustre, frente a la cámara. Así, fue una de las hijas de Rochester (Orson Welles) en Jane Eyre (Robert Stevenson, 1943); un encantador ‘angelito rubio’ que volvía a tener a Orson Welles como padre junto a Claudette Colbert (Mañana es vivir, Irving Pichel, 1946) y participó en un auténtico blockbuster navideño, De ilusión también se vive (George Seaton, 1947) donde aparecía la maravillosa Maureen O’Hara y un inolvidable Santa Claus al que daba vida Edmund Gwenn. En su juventud, siguió frecuentando títulos poblados de grandes estrellas hasta que le llegó su gran oportunidad para alzarse como protagonista. Fue de la mano del joven que dejó aturdidos, a los espectadores de todos los tiempos, con su vulnerabilidad, su intensidad y su ira interpretativa. Nos referimos al inmenso y ‘manierista’ James Byron Dean. En Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), Wood fue la chica de Dean, pero sobre todo, fue la hija incomprendida que rabia contra un mundo que ignora su necesidad de afecto.
A partir de ese momento, a la actriz volverían a emparejarla con otros actores masculinos de moda hasta que le llegó su pequeño pero vital papel en la obra maestra Centauros del desierto donde encarnó a una joven blanca raptada por los comanches. En los años 60, Wood vivió su época dorada. Y es que protagonizó dos películas que la encumbrarían como la actriz del momento. Nos referimos a la bonita, pero dulzona Esplendor en la hierba, de Elia Kazan (1961), donde exploraba el amor eterno, los versos de Wordsworth y las relaciones prematrimoniales y al fantástico musical West Side Story, de Robert Wise. Natalie Wood estaba maravillosa como la joven María que se enamora del muchacho equivocado. Así la admiraron aun cuando todo el mundo supo que estuvo doblada en los números musicales y que tampoco ofrecía un perfil del todo creíble como portorriqueña. Durante el resto de la década, la actriz participó en varios films entre los que se encontraban Propiedad condenada, basado en una obra de Tennessee Williams, la provocadora La reina del vaudeville (Mervyn LeRoy, 1962), donde interpretaba a una virtuosa del striptease y la divertidísima La carrera del siglo (Blake Edwards, 1965) donde compartió cartel con Tony Curtis y Jack Lemmon. En los 70, frecuentó la televisión donde estuvo fantástica en las nuevas versiones que se realizaron para la pequeña pantalla de La Gata sobre el tejado de Zinc y De aquí a la eternidad. En los años 80, una noche de alcohol y celos en aguas californianas acabó con su vida. Una noche que compartió con su marido Robert Wagner y con quien, según se explicaba en los mentideros hollywoodienses, era su amante del momento, Christopher Walken. Dijeron que murió ahogada tras una caída al mar accidental en el mar.
VERA MILES: La belleza sencilla y luminosa de esta actriz nacida en Kansas fue uno de los motivos que la introdujeron en Hollywood ya en los años 50, y que permitieron que poco a poco su rostro fuera haciéndose necesario y fetiche para algunos cineastas. Protagonizó algunas películas poco memorables y trabajó en televisión muchos años antes de que John Ford la lanzara al estrellato al elegirla para encarnar a la enamorada e histérica Laurie en Centauros del desierto. Tan solo un año después firmó un contrato de carácter personal con Alfred Hitchcock. Primero formó parte del reparto del episodio Venganza de la serie televisiva del mago del suspense, pero fue interpretando a la mujer de Henry Fonda en Falso culpable (1957) cuando se metió a la crítica en el bolsillo. No fue así con Hitchcok, con quien mantuvo una tensa relación tras rechazarla como protagonista de Vértigo (1958), por haberse quedado embarazada. No obstante, volvería a trabajar con él como la hermana de Janet Leigh en Psicosis (1960). De nuevo de la mano de John Ford, volvió a convertirse en objeto de disputa, esta vez entre los personajes de John Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Balance (1962). Finalmente, y algo cansada de no comulgar con ciertos estándares de la industria cinematográfica, sorprendería a muchos por su contrato con Estudios Disney, para los que colaboró en los años sucesivos. Continuó su trabajo en grandes series de televisión y su última gran aparición en la gran pantalla fue repitiendo personaje en la olvidable Psicosis II: El regreso de Norman (1983). Su humilde belleza vive hoy retirada de los focos de Hollywood.
JEFFREY HUNTER: Pudo llegar a lo más alto si no hubiera sido por la sangría de actores que sufrió Hollywood en los años 60, y por su fallecimiento con tan solo 42 años. Nacido en Nueva Orleans y con un temprano talento artístico y una belleza exótica y transparente, Hunter formó parte de la cantera de actores de John Ford, aunque también en este caso su mayor proyección como intérprete la adquirió en Centauros del desierto, en un papel protagonista de réplica pasional a John Wayne del que, con importantes matices, salió bastante bien parado. La cúspide de su interpretación la obtuvo en 1961 bajo la dirección de Nicholas Ray (con el que ya había trabajado en La verdadera historia de Jesse James) en la superproducción Rey de Reyes, interpretando a Jesucristo y haciéndose notar aún más entre el público mitómano de las epopeyas sin decorados interiores y a gran escala. Tras estos años de triunfos sucesivos, durante esta década comenzó a aceptar papeles en películas de cada vez peor calidad, la mayoría de ellos encuadrados en el spaguetti western y no muy asentados en la memoria cinematográfica. Murió en 1969 por una hemorragia cerebral.
CONTRAPICADO: Nunca antes la cámara se había colocado de esa manera en el interior de una casa, de una cueva, de una tienda comanche, hasta ofrecernos una profundidad de campo hacia el exterior tan inmensa y perfeccionista. La seña de identidad que John Ford imprimió en esta película en realidad fue una compleja técnica de sombras y luz que por entonces no fue percibida como digna de elogio por la crítica, pero que se ha convertido en fruto de homenajes y guiños hasta la actualidad. No fue el único ingrediente de este western ya de culto. Un John Wayne más dolido y atormentado que nunca (ese zoom hacia su cara en primer plano cuando contempla la locura de una niña secuestrada por los indios), unas panorámicas espectaculares, secundarios de oro, la acción trepidante y el drama emocional entrelazados como siameses en cada secuencia de la película, sus consoladores toques de humor y el hábil manejo del tiempo y de las elipsis (la lectura de la carta de Marty es el ejemplo de un montaje totalmente revolucionario para la época), son también los componentes de una obra magna del celuloide. En su trasfondo racial de doble lectura, en su manejo de los prejuicios y los sentimientos, en los encuadres teatrales, en la búsqueda de otros para encontrarnos a nosotros mismos, está la magia de esta historia, curiosamente ocre y deslumbrante a la vez.
PICADO: Si hay algo que comparten muchos de los westerns más celebrados de todos los tiempos es la condición invencible del hombre blanco frente a la torpeza del piel roja, tanto en la batalla como en los negocios. En Centauros del desierto, por ejemplo, no importa que los exploradores que salen a represaliar a los indios sean un grupo de rancheros con más agallas que talento y los comanches un temible batallón, pues siempre estos últimos acaban cayendo como moscas o batiéndose en retirada. Este apunte nada tiene que ver con cualquier consideración moral, aquella que hace que nos estremezcamos, como hijos de nuestro tiempo, ante la imagen del desdichado nativo masacrado y burlado por el colonizador norteamericano. Sin embargo, lo cierto es que cuidar de estos pequeños detalles hubiera contribuido a la hora de darle verosimilitud a muchas secuencias de acción claves de la película. Es un mal menor ante una cinta tan bella, compleja y poética como ésta. Aunque el ‘mito del caballo del malo’ (y su lentitud legendaria) hace un flaco favor a su grandeza.
SIMBIOSIS SONORA: Si es cierto que Ford no quedó del todo satisfecho con la impresionante composición que el austríaco Max Steiner realizó para esta película, sólo podemos achacarlo a su amor por el protagonismo visual. Y eso que el gran creador de las obras sinfónicas del cine más recordadas se dejó la piel en esta historia y respetó su curvada línea argumental con una asombrosa partitura. Tampoco era por entonces ninguna novedad que la sugestión musical provocada por grandes orquestas contribuyera a hacer más grandes las películas. Este fue motivo suficiente para que el cineasta quisiera compensar este toque operístico de Steiner con algunas piezas más íntimas como el maravilloso tema The Searchers, escrito por Stan Jones e interpretado por Sons of the Pioneers, que suena en los títulos de crédito; himnos religiosos como Shall We Gather at the River?; o canciones sureñas como Dixie. Una compleja base musical que, pese a las propias manías e inconformismos ‘fordianos’, agrandó aún más su legendaria poesía.
OJO AL DATO: Tal y como contó Terenci Moix en su Gran historia del cine, la campaña publicitaria que se orquestó en torno a la película fue probablemente una de las más sinceras y apropiadas de todos los tiempos. Y es que se vendió a los cuatro vientos como “El western que se coloca por encima de todos” y desde luego muchas fueron sus cualidades, además de la triste emoción crepuscular y la originalidad que recorrieron este largometraje, convirtiéndolo en un western que desafiaba todo tipo de convenciones. Sin embargo, su director, John Ford, hablaba de ella y de su protagonista principal quitándoles importancia, con la visión sobria y certera de un genio creador que se queda con la esencia: “Es la tragedia de un solitario. Es un hombre que regresó de la guerra de Secesión, probablemente se marchó a México, llegó a ser un bandido, probablemente luchó para Juárez o para Maximiliano, más probablemente para Maximiliano a tenor de la medalla. Era exactamente un solitario natural; nunca hubiera podido ser realmente un miembro de una familia”.
RETRATO DEL HÉROE: Ethan es un tipo solitario, a la deriva en su propia odisea, que amó a la mujer equivocada, ganó una medalla y se perdió y en mil y una batallas tras la guerra de Secesión. Regresa al que creyó su hogar para perderlo, poco después, en una masacre perpetrada por una tribu desconocida de comanches. La búsqueda de su sobrina Debbie se convierte entonces en la mejor coartada para continuar su camino, aunque fue demasiado obsesiva, demasiado enfermiza. Se nota a la legua que la venganza le hace sentirse vivo, es más que una nueva aventura, es su destino. Rudo, malcarado, intolerante, racista, aunque hombre de palabra, no deja que se le acerque ni un sólo sentimiento a la conciencia. No tolera el mestizaje y sospecha que tras años de búsqueda, cuando encuentre a su sobrina, su deber será quitarla de en medio pues se habrá convertido en el peor de sus monstruos, la peor de sus pesadillas: una persona que es capaz de encontrar un hogar, incluso entre los ‘salvajes’. Un reflejo de lo que nunca será capaz. Como los comanches ‘asesinados sin ojos’, es un alma en pena que no puede entrar en las praderas del espíritu, un eterno purgatorio que transita a lomos del caballo y tropezando con la aridez del desierto a la que se ha acostumbrado. Un fotograma final, viéndole alejarse desde el quicio de una puerta. Héroe y solo.
A continuación un montaje con el principio y el final de la película (SPOILERS) y sus fabulosos paralelismos. Después, un tributo de sus hipnóticos planos fijos.