Atado en corto: ‘Cirugía’, de Alberto González. ‘Temblor de manos en la primera cita’


Una primera cita. Un temblor en las manos. Una respuesta a una simple pregunta. Tan solo con estas tres frases cuenta la sinopsis de la ficha técnica de este cortometraje de animación, uno de los más destacados de este género en España, y premiado en el año 2007 en los festivales Notodofilmfest, Fotogramas en Corto y Fascurt, entre otros. Los poco más de dos minutos de Cirugía vinieron a confirmar hace ya siete años el ágil e incisivo trazo del realizador Alberto González Vázquez, alias Querido Antonio.


Autodenominado, con algo de chanza, como el Walt Disney español, González Vázquez dibujó en esta historia el breve diálogo de una pareja nada más conocerse, concatenando las palabras del hombre con sus manos temblorosas y la justificación nerviosa de sus mentiras ante la concreta pregunta de la mujer. Emotivo, surrealista, perturbador y certero, el cortometraje desenlaza su historia con un final abierto a la libre interpretación, literal o figurada, de la inseguridad y la atracción.

Es solamente una muestra del talento cautivador de este cineasta, realizador de otras obras maestras atadas en corto como El fin del mundo, Ensayo sobre la ceguera, Algo sexy, VIH, Sospechoso, 2010, Una nana española, Messenger o Your Son. Un vistazo a su filmografía, ilustraciones y spots es suficiente para adentrarse en su mundo y dejarse llevar por su mapa sentimental, ese en el que después nos quedamos mirando al frente, pensando, desentrañando.

Homenaje: Katharine Hepburn. ‘Una diosa temperamental’

Indómita, inconformista ingeniosa, orgullosa, comprometida. Cualquier calificativo que intente acercarse a la actriz Katharine Hepburn corre el peligro de convertirse en una estatua de sal o en un tópico poco afortunado. Pues mucho se ha hablado de ella, siempre intentando descubrir cuál era la clave del talento de una artista revolucionaria que supo romper los moldes de la imagen de la mujer creando una que se anticipaba a todos los tiempos. Lo que es incuestionable es que su carisma era enorme, un acertijo de celuloide y energía artística con la fuerza de atrapar y enamorar a generaciones de críticos y espectadores.
No importaba si marchaba con la ropa interior al aire y, tras ella, un Cary Grant que la seguía ‘como de tapadillo’ (La fiera de mi niña), si andaba de broncas con su parteneire oficial, Spencer Tracy, reivindicando la igualdad entre hombres y mujeres (La costilla de Adán) o si le declaraba la guerra a su marido partiendo en dos un palo de golf (Historias de Filadelfia). Katharine Hepburn era y es única, cualquier secuencia que protagonizó contribuyó a crear su leyenda. Era una estrella que tenía un no sé qué, un algo inalcanzable, como de diosa (tal y como quiso verla el personaje de James Stewart en Historias de Filadelfia) pero afianzada en un buen pedestal porque sigue siendo una de las mejores actrices de la historia
Tenía mucha clase y era bella, a su manera, con el rostro lleno de esquinas y precipicios y un cuerpo entrenado para la vida libre y sana. De hecho, fue la que ‘mamó’, desde su más tierna infancia en Connecticut. 

Kate Hepburn nació en 1907 en el seno de una familia acomodada. Era hija de un médico y de una célebre sufragista y el entorno en el que se crió fue progresista y librepensador. Siendo una adolescente, vivió una experiencia que le marcó profundamente. Se encontró a su hermano Tom ahorcado. Dicen que quiso esquivar su ausencia convirtiéndose, un poco en él, siguiéndole la pista: practicando los mismos deportes y estudiando en la Universidad la carrera de Física. Pero la naturaleza singular de Hepburn era mucho más fuerte que aquel querido recuerdo y su destino la llevó por otros derroteros. Se enroló en una compañía teatral de Baltimore y, más tarde, comenzó a frecuentar los teatros de Nueva York haciéndose cargo de algunos papeles y trabajando en algunas sustituciones. Eso fue antes de que George Cukor y David O’ Selznick le dieran una oportunidad en la película que preparaban, Doble sacrificio (1932).
Así comenzó una carrera en el cine cuyos primeros pasos fueron algo complicados. En su etapa en la RKO, cosechó algunos éxitos (Sueños de juventud, 1935, George Stevens; Gloria de un día, Lowell Sherman, 1933; Las cuatro hermanitas, Cukor, 1933) y protagonizó una de  las comedias más ingeniosas y delirantes de todos los tiempos, La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938). Sin embargo, esta primera época también tuvo su reverso desafortunado y muchas otras producciones en las que intervino no contaron con una buena acogida lo que llevó a que algunos productores se refirieran a ella como “veneno para la taquilla”. Sin embargo, Hepburn era muy astuta, se refugió en los escenarios de Broadway interpretando a la protagonista de una obra que el dramaturgo Philip Barry escribió inspirándose en ella. Se llamaba Historias de Filadelfia. Su éxito fue arrollador así que la actriz compró los derechos del libreto y, al poco tiempo obtuvo sus frutos. La Metro se interesó en realizar la adaptación cinematográfica y Hepburn tuvo todos los ases en la manga de la negociación: consiguió el papel protagonista y que la acompañaran dos de los actores más célebres, Cary Grant y James Stewart. Hoy es una de las comedias más aclamadas y preferidas por los espectadores.
En los años 40, la actriz viviría su segunda época de esplendor cuando se cruzó en su camino el actor Spencer Tracy. Cuenta la leyenda que cuando los dos se conocieron, al empezar el rodaje  de La mujer del año, ella le miró con su aire orgulloso y le espetó: “Me parece, señor Tracy, que es usted demasiado bajito para mi”; a lo que él respondió “No sé preocupe, la rebajaré hasta dejarla a mi altura”. Y así anduvieron, retándose el uno al otro en la gran pantalla en algunos de los títulos más memorables de la maravillosa actriz. La química era bestial, el entendimiento artístico entre ambos completamente simbiótico. 

Un engranaje perfecto que permitiría a la estrella perfeccionar una serie de papeles de mujer avanzada a su tiempo, inteligente y con recursos, que irremediablemente acababa enfangada en divertidísimas batallas dialécticas (y no tanto) con su marido. Así la pudimos ver, por ejemplo, en la comedia de Cukor, La costilla de Adán (1949) o en la mencionada La mujer del año (George Stevens, 1942). Al otro lado de la pantalla, Hepburn y Tracy protagonizaron otra  historia de amor durante 30 años, mucho más compleja e intensa y marcada por el católico sentimiento de culpa del actor (el que le retenía al lado de su mujer y de su hijo sordomudo) y por su alcoholismo desaforado. Hepburn jamás lamentó una relación que, lejos de consumirla, parecía fortalecerla y reafirmarla en un optimismo que utilizaba como mecanismo de supervivencia. Era demasiado orgullosa para dejarse vencer por las circunstancias y además, “¿qué podía hacer?”, “le amaba y lo único que quería era estar con él”, acertó a decir en una ocasión.
Más allá de Tracy y de la comedia sofisticada, la Hepburn terminó por desvelarnos todos los matices de su genialidad interpretativa en otro tipo de filmes. Ahí está su maravillosa intervención en La reina de África (John Huston, 1951), como la mojigata misionera que enamora al borrachín Bogart a base de buena educación y temeridad, o el señorío que ejerció frente a otros dos monstruos de la gran pantalla, Montgomery Clift y Liz Taylor en la inquietante y psicológica De repente, el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959)
Pero quizás donde hemos podido asomarnos mucho mejor a su grandeza como actriz dramática, en todas sus dimensiones, es en El león en invierno (Anthony Harvey, 1968). La Hepburn, en este caso en la piel de una madura Leonor de Aquitania, se enfrentaba a un Enrique II (glorioso Peter O’Toole) que la había repudiado y encerrado en un castillo. El combate se lidiaba a través de unos diálogos sarcásticos, llenos de fuerza y de clase. Inolvidable es también el monólogo en el que recuerda su juventud perdida.
La actriz obtuvo doce nominaciones a los Oscar y cuatro estatuillas. Una de ellas la consiguió por uno de sus títulos de juventud, Gloria de un día, también por El león en invierno y por una de sus últimas interpretaciones y quizás de las más conmovedoras, En el estanque dorado (Mark Rydell, 1981) donde compartió créditos con Henry Fonda. La cuarta la logró por el último trabajo realizado junto a Tracy en Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967). Le admiraba tanto que sentía “como  si le hubiera robado el premio”. Y lo cierto era que nunca se atrevió a ver la película porque el actor  murió al poco tiempo de finalizar el rodaje.

Bajo estas líneas, dos tributos dedicados a la actriz que hemos encontrado en Internet. Uno de ellos corresponde al homenaje que le hicieron a la actriz el año de su muerte (2003) durante la ceremonia de los Oscar de Hollywood.

 

Visionado: ‘Tú y yo’, de Bernardo Bertolucci. ‘Un instante de sinceridad cinematográfica’

cinco estrellas
Lorenzo tiene 14 años y sólo busca que le dejen en paz. Gracias a sus cascos de música, se aísla en un universo alternativo, más cómodo, a la medida de su inconformismo, donde los hits de grandes bandas del rock le apartan de un mundo que no entiende su enfado y su falta de ‘normalidad’ (aquella que podría acabar con él, sumiéndole en la ‘nada’). Un buen día, Lorenzo prepara su huida. Le dice a su madre que se marcha para disfrutar de la Semana Blanca de esquí, organizada en su instituto, pero en realidad, se encierra en el trastero del edificio donde vive con ella. Allí, rodeado de los muebles olvidados de una vieja dama arruinada quiere darse unas vacaciones, separarse de todo cuanto le rodea hasta que un zarpazo de realidad le hará despertar. Descubrirá su refugio su hermanastra (Olivia), una yonki a quien apenas conoce, y que encontrará, en el trastero, un buen lugar como cualquier otro para ocultarse,  pasar el mono e intentar retomar las riendas de su vida. 
 
Y ahí, en ese breve instante donde se produce el encuentro entre los dos hermanos, es donde surge la maestría de Bernardo Bertolucci, quien confecciona un pequeño drama sin arrogancia, donde los sentimientos se dejan ver con la espontaneidad y el arrebato propios de la juventud. Sin imposturas, sin situaciones que fuercen los momentos trágicos o los enfrentamientos… o el acercamiento entre los dos hermanos. Son dos extraños, al fin y al cabo, que apenas se miran desde sus propios abismos (bastante tienen con lo suyo) hasta que, por las circunstancias, acaban reparando el uno en el otro.
 
Hay cineastas que dan verdadero sentido al concepto de creación, pero a partir de la observación aguda del mundo que les rodea. Son personas que tienen el don, casi divino, de comprender el alma humana y de abrirla, de par en par, para que todos podamos entenderla con toda su diversidad y complejidad, con todos sus matices. Bertolucci tiene esa ‘rara’ sensibilidad. En Tú y yo, vuelve a sus viejas inquietudes, a la mirada nostálgica que le acerca a una juventud que añora con sus infiernos y sus promesas. Tomando como referencia sus últimos filmes, si en la fabulosa Soñadores, observaba cómo un trío de jóvenes experimentaba emociones y pensamientos durante el Mayo del 68, en su última película, recoge de la calle la tristeza de una muchacha que intenta recuperar, de forma patética, una vida que nunca tuvo y de un chaval, en el umbral de la edad adulta, con miedo a volar.
 
Esta pequeña pero perfecta obra del maestro italiano, no hubiera podido funcionar con el más mínimo error de casting. El realizador ha encontrado en Jacopo Olmoy, especialmente, en la impresionante joven Tea Falco a dos actores que han sabido conectar fácilmente con personajes llenos de retos y de trampas, de esas que podrían  haber dado lugar a clichés interpretativos. 
 
Como viene siendo ‘marca de la casa’, el film cuenta con una extraordinaria banda sonora donde se recogen temas de Muse, Red Hot Chilli Pippers, The Cure y Arcade Fire. Precisamente, es la versión italiana del tema Space Oddity (Ragazzo solo, ragazza sola), de David Bowie, la que logra un extraño ‘encantamiento cinematográfico’ en un momento cumbre de la película. Logra crear un instante de emoción absoluta entre dos personas que comienzan a comprenderse. Otra de esas rarezas que se producen, muy de vez en cuando, en el cine. Y es que es una de las secuencias más auténticas  que hemos podido ‘respirar’ en el Séptimo Arte.
Aquí tenéis un atípico trailer de la película (versión oficial), que nos deja un poco fríos, y la fascinante versión italiana del tema de Bowie. 
 

Visionado: ‘Guerra Mundial Z’, de Marc Forster. ‘Con el zombie atragantado’

 
dos estrellas
 
Salimos del cine con una enorme sensación de empacho y atragantamiento a presión. Como si te obligaran a beber ricino por un embudo, pero en este caso prácticamente resignados, casi por aburrimiento, a contribuir a esta década prodigiosa del apocalipsis zombie. Alguien muy empático con el sentimiento juvenil nos comentó que películas como la que acabábamos de ver a nosotros pueden resultarnos repetitivas o fatigosas, pero que existe todo un público adolescente que alucina de verdad con todo esto y que lo vive de manera entusiasta y alegre. No seremos nosotros los que neguemos tal cosa, que ahí está Guerra Mundial Z la primera de la taquilla, y luciendo con orgullo su podio de blockbuster sin fuste ni asideros. Bienvenida sea de nuevo la rabia de los no-muertos, ahora llamados “zetas”, siempre que contribuya al aplauso de las célebres arcas de la industria.
 
Pero cómo evitar entonces el visionado de esta película de acción-terror, basada en la aclamada novela de Max Brooks, olvidando todo lo anterior. No podemos. Desde que el cine mudo comenzó a sacar a los muertos de sus tumbas y desde su evolución hasta una mezcolanza entre el vampirismo, las epidemias rábicas y el canibalismo, hemos asistido a un proceso donde 28 días después, 28 semanas después, [Rec] o la serie The Walking Dead han dado con nuestro límite. Y no será por falta de expectativas, que acudíamos a Guerra Mundial Z con el morbo de sus tropiezos en el rodaje por problemas de producción, de derechos de autor, de tijeretazos, de retrasos en el estreno y de ataques de histeria de su protagonista y pagador, Brad Pitt
 
Nos encontramos así con uno de los arranques cinematográficos más precoces de los últimos años, cuando en apenas diez minutos una familia feliz pasa a formar parte de las multitudes perseguidas por zombies salidos de la nada. Gratamente comprobamos que el hecho de no mostrarnos explícitamente a los malos da bastante miedo y que puede que hubieran encontrado la forma de abordar la cuestión con originalidad. Pero dura poco. La historia avanza por planos cenitales y barridos de cámara muy espectaculares pero donde el apelotonamiento antinatural de los ‘comehumanos’ se convierte en una parodia circense, muy a lo 300.
 
Tampoco ayuda que los cortes en el montaje hayan dejado al guion, que inicialmente incluía grandes pasajes de la novela original, casi tiritando. Ni la historia familiar del personaje de Bitt, ni su pasado, ni los intrascendentes y alucinados personajes secundarios, ni su vuelta al mundo en plan Magallanes, ni la solemnidad de su mirada, consiguieron hacernos palpitar. Solamente sentimos algo parecido al interés en escenas realmente admirables en su fabricación visual, como la “toma” de Jerusalén, las panorámicas antes de alguna que otra huida y cierto ingenio en la solución final, abierta y no tan complaciente como pueda pensarse. Añadimos también la acertada elección del tema Isolated System de Muse como sintonía principal de la película, para no dejarla con una triste estrella.
 
La explicación es tan cierta como el poco margen de maniobra que dejaron al director, Marc Forster, en el ensamblado definitivo del filme. Todavía no sabemos qué pintaba el realizador de la gran Monster´s Ball y de Descubriendo Nunca Jamás (al que ya crujieron a base de bien por Quantum of Solace, su inmersión en la saga 007) con esta bomba entre las manos. Al final se vio obligado a centrarse en las escenas más emocionales y dejar que un profesional equipo técnico se encargara de la adrenalina mientras asentía con la cabeza como un autómata. Quizás por eso tampoco despreciamos las merecidas actuaciones tanto de Pitt como de la carismática Mireille Enos (la fabulosa Sarah Linden de la serie The Killing). No podemos decir lo mismo de Mathew Fox (Perdidos), de cuya aparición en la película -lo reconocemos- nos enteramos tras su visionado. Ni se le ve. Buscad.
 
No vamos a entrar en el necio tratamiento que se hace del conflicto Israel-Palestina y de las políticas de Naciones Unidas. Menudo follón entonces. Incluso con el zombie atragantado en la tráquea, damos la razón al empático interlocutor del que hablábamos. Que la disfrute quien tenga que disfrutarla, y que sea para bien, para morir matando y oliendo a carne fresca y todo eso.
 
A continuación, el tráiler en castellano y posteriormente sus señorías británicas de Muse, con Isolated System:


 

‘Tres colores: rojo’, de Krysztof Kieslowski. ‘El amor que no pudo ser’ vs ‘Si no fuera por el azul’

 
EL AMOR QUE NO PUDO SER
 
Rojo es la historia de dos personas enfermas de soledad. Dos personas que se encuentran en momentos vitales opuestos, pero que saben reconocerse en el vacío que les rodea y comprender que el destino pudo, pero no quiso, que se enamoraran. Ella es inocente y bella, pero ya ha vivido lo suyo, sufre una ausencia y el dolor de un hermano adicto a la heroína. Él, huraño y misántropo, vive recluido en el desprecio que siente hacia sí mismo y lo hace sin resignación, más bien con dignidad.
 
Ella, Valentina, es joven, se gana la vida como modelo y su rostro empapela los muros de una gran plaza en Ginebra. Él es un juez retirado que espía las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Su existencia se aferra a las miserias de los demás, al dolor inconfesable de los otros, a las traiciones, mentiras y espejismos de vida que le rodean. Es como un dios iracundo e implacable que lo observa todo, pero que se consume, en los últimos años de su vida, con la debilidad de cualquier hombre que arrastra sus fracasos. De la mano de esta historia fascinante, Rojo es una película que está contada con elegancia y calma y presenta a unos unos personajes que encuentran su razón de ser en unos diálogos claros, sencillos, pero tremendamente lúcidos.
 
La culpa y los remordimientos, la traición y la identidad perdida, la suerte como energía universal que juega con nuestros destinos, la soberbia del hombre que juzga sin comprender a su semejante, o la infinita responsabilidad que puede llegar a entrañar cualquier insignificante acto. Es una película tan rica en emociones y en temas que nunca deja de alimentar el espíritu del espectador.
 
 
Una vez más, las casualidades tienen una importancia fundamental en la película. Este extraordinario recurso argumental, tan del gusto de Krysztof Kieslowski, se muestra en Rojo como un extraño sistema de comunicación por el cual los hombres, de alguna manera, permanecen unidos, conectados, más allá de cualquier comprensión metafísica o explicación panteísta. Esa amistad que mantienen los protagonistas, esos vínculos que nos acercan e igualan, más de lo que muchas veces quisiéramos, constituyen, de algún modo, la idea de la fraternidad que el director quiso mostrar cuando decidió realizar una trilogía inspirada en las ideas representadas por los tres colores de la bandera francesa (Azul reflexionaba sobre la libertad y Blanco, sobre la Igualdad).
 
Nada es anecdótico en Rojo. Cualquier escena, cualquier detalle cuenta con su significado, más o menos enigmático, más o menos trascendental. La película nos reta, continuamente, a descubrir todos sus rincones y abundan las pausas poéticas como aquel en el que el tiempo se detiene cuando un rayo de sol ilumina el rostro de la bellísima Irene Jacob, mientras el viejo Jean-Louis Trintignant la observa o esa tormenta en el teatro que rompe el clímax de un momento de revelaciones in extremis. Rojo está narrada con mucho sentido lírico, abundando en la simbología y adornando cualquier detalle de la escenografía con pinceladas de color rojo. Frente a ello, impresionan los zarpazos de cruda realidad que aparecen en la historia, de vez en cuando, como esa niña que atiende a una llamada telefónica que jamás debería haber escuchado; unas piedras coleccionadas sobre el piano o el patetismo de un caserón sucio y desordenado que se desmorona.
 
La película no tendría tanta fuerza si el reparto no estuviera encabezado por intérpretes excepcionales. Así, al lado de la carismática y sensible interpretación de Jacob, Trintignant ofrece una lección magistral de grosería, ternura y emoción contenidas. Elabora, sencillamente, una de las mejores y más impactantes interpretaciones de la historia. Ahí queda, para siempre, ese plano final en el que su personaje, el viejo juez, parece comprenderlo todo. Cuando observa, sin mirar, cómo acaba de suceder una historia que debería haber sido la suya. Su única y posible redención.
 
Valentina descubre el secreto del juez retirado. Y comienza una historia:
 
 
SI NO FUERA POR EL AZUL
 
La trilogía de los Tres Colores del desaparecido cineasta polaco Krysztof Kieslowski es probablemente una de las cumbres cinematográficas del siglo XX. Es importante dejar claro tal obviedad antes de enfangarse en los vericuetos de Rojo, el tercer y último tomo de un ciclo sobre los colores de la bandera francesa y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Tres colores supuso una ruptura con el lenguaje cinematográfico y un nuevo mecanismo de introspección en la intimidad de los sentimientos, pero Rojo también se puso cebos a sí misma y propició una reconocible irregularidad en su papel dentro de la tricromía.
 
Es indudable que esta última representa la entrega más ágil y pasional de este tratado emocional del director polaco. En ella los personajes de la estudiante y modelo Valentina (Irene Jacob) y del juez jubilado Joseph (Jean-Louis Trintignant) parecen deshacerse de la soga de noble nudo con el que lucen amarrados los de Azul y Blanco. Se trata del proceso natural de las emociones que pretendió plasmar su autor en cada una de las historias pero que en el caso de Rojo, hace aún más extraña y lejana a la pareja protagonista. Ni sus acciones (la joven enfrentada a su moral y el anciano a su amargado pasado), ni sus diálogos, ni la manera en que los planos nos acercan a sus rostros consiguen que sintamos la naturalidad de sus encuentros.
 
Entre los innumerables guiños que Kieslowski decidió colar en su última película y entre su decisión de jugar en esta ocasión con el tiempo y las vidas paralelas, denotamos un ligero olvido por la profundidad de los personajes. Debemos creernos que Valentina es buena, soñadora y vulnerable porque Joseph lo dice, y asumimos que este es cínico, agrio y descastado porque así se le nombra. Pero no es esa la manera en que actúan ni cómo piensan. Puede que fuera parte de los trucos del director polaco para despistarnos en su laberinto de matices morales, presentes en las dos entregas anteriores. O puede que no. Puede que esa forma de enfrentarse a las cosas extrañas que la vida pone delante simplemente formara parte de una visión algo distorsionada y perturbadora del ciudadano normal.
 
 
También percibimos que la pérdida de eficacia pudo deberse al aumento de volumen del guion. Desde luego, en Rojo se habla casi el doble que en las precedentes, pero con una intensidad algo desaprovechada, no por las actuaciones de Jacob y Trintignant, muy correctas, sino por intentar explicar aquello que ya descifra la intuición: los juegos del destino, el sentido de la justicia, el remordimiento, la mentira y el desamor en todas sus caras. En esa necesidad de justificación, también distorsiona el agobiante y repetitivo juego de llamadas y algunas escenas sobrantes de Auguste, el joven opositor enamorado que repite la historia de Joseph.
 
Lo que está claro es que Rojo arrastra pictogramas de sus dos antecesoras. Y eso es mucha carga. No tanto de Blanco, con esas costuras de tragicomedia que la hicieron más especial y distinguida, como de Azul. El arranque de la trilogía fue tan espectacular, los vestigios de la muerte y la tristeza, sus vociferantes gritos y pausas musicales, se hicieron tan potentes en esa primera película, que era imposible cerrar la trilogía con mayor conmoción. La única excepción la constituye Zbigniew Preisner, el autor de la banda sonora de todas las entregas y compositor fetiche del cineasta, igual de grandioso en esta ocasión, e incluso más, gracias a las pseudomenciones realizadas en la película a su alter ego ficticio, Van den Budenmayer.
 
Creemos que el problema, entonces, fue el azul. A lo mejor por sí sola, Rojo hubiera supuesto uno de esos filmes redondos y sumergidos para siempre en la historia de las intimidades y obsesiones cinéfilas. Entonces, si no hubiera sido por el azul, su color no hubiera parecido tan estridente, tan efectista y en ocasiones tan molesto. Incluso con la fuerza pasional asociada desde siempre al color de la sangre, a veces sucede, cuando se hacen juegos pictóricos, que un color se come a otro y se queda para siempre superpuesto. Incluso el final de Rojo está pintado del color del mar, del color de los ahogados que sobreviven, cuando todos los personajes protagonistas de la trilogía cierran el círculo de sus vidas.

Nos despedimos con el compositor Preisner, y su maravillosa concepción del color rojo:

Visionado: ‘Expediente Warren. The Conjuring’, de James Wan. ‘Humanizando al exorcista’

 
tres estrellas

Cuando William Friedkin y William Peter Blatty echaron su mano a mano para realizar y adaptar, respectivamente, el libro del segundo, en El exorcista (1973), no olvidaron su componente más valioso: el convertir la figura del padre Karras en alguien cercano, con sus propios problemas, temeroso de lo divino y cuestionando su fe. No sabemos si los hermanos Chad y Cary Hayes bebieron de estas fuentes para elaborar el guion, basado en hechos reales, de Expediente Warren, pero es indudable que esa es para nosotros su premisa más atractiva. En este caso, es el matrimonio formado por Ed y Lorraine Warren, investigadores de fenómenos paranormales, el que pone rostro humano al exorcismo más bestia que podamos imaginar.
 
La intervención de esta pareja en los extraños sucesos que en los años 70 se produjeron en una casa de Rhode Island, habitada por la familia Perron (matrimonio y cinco hijas), son el epicentro emocional de la historia. No hablamos de excéntricos parapsicólogos que aparecen de la nada para inquietarnos con el misterio de sus poderes. Aquí asistimos a la cotidianidad de dos familias (afectados y exorcistas) cuyos destinos se verán unidos por los seres sobrenaturales y demoníacos que se pegan a ellos a través de los objetos y las emociones. Ahí reside su originalidad y el halo de sentimentalismo que hace de su sufrimiento algo más cercano y también solapado a nosotros.
 
Pero no podemos ignorar que es James Wan quien capitanea el barco. El cineasta malayo, aunque en esta ocasión algo más comedido con la cámara que en Saw o en Insidious, se deja ver por los guiños malabares de sus planos y por la enorme coctelera que se fabrica para la fiesta. Imágenes eficazmente espeluznantes, música de infarto, tópicos del género que ya provocan fatiga infinita y algunos recursos aterradores pero desaprovechados (como las tres palmadas de burla a la “trinidad”) hacen la fotosíntesis juntos para que al final el resultado no pase de ser (tristemente) un producto digno de olvido inmediato.
 
Se suceden además en Expediente Warren algunos intentos de superar el cine centrado en las posesiones infernales y la demonología, yendo más allá de los clichés heredados de los clásicos como la mencionada El exorcista, La profecía o Posesión infernal, o de otras más recientes y pretenciosas como El último exorcismo. Nos referimos a la concepción profana que pretenden inculcarnos al dejar que el matrimonio de parapsicólogos actúe sin autorización vaticana y sobre niños no bautizados. Lo curioso es que al final esta supuesta transgresión no deja de parecernos todo lo contrario, puesto que patina con el castigo bíblico de la condenación y la locura con la que parece sentenciada la familia afectada.
 
Pese a todo, es evidente que no se trata de una mala película. Al primer factor humanista que destacábamos y a su innegable tensión histérica, debemos añadir la estupenda interpretación de sus dos actrices principales. Solamente por ver la manera en que Vera Farmiga transmite la intensidad de la poderosa y frágil Lorraine Warren merece la pena su visionado, así como por el sorprendente rol de Lily Taylor como madre coraje, sufridora y poseída hasta límites realmente espeluznantes. Ellas son el genio que, como apuntan en la película, hubiéramos querido mantener dentro de la lámpara para perpetuar su magnífico arranque. Pero al final se desata y se convierte en pasto del artificio sin fundamento, caído a los pies de algo muy humano, sí, pero también roto, ahorcado y agotado.
 
Y a continuación el curioso tema In The Room Where You Sleep, de la banda de Ryan Gosling, Dead Man´s Bones, incluido en la película:
 

Visionado: ‘Star Trek: en la oscuridad’, de J. J. Abrams. ‘Trepidante entretenimiento’

tres estrellas

La nueva entrega de la franquicia de Star Trek, firmada por J. J. Abrams, es un entretenimiento trepidante que bien vale una buena tarde de cine. Tiene el encanto de las aventuras bien pergeñadas, acción muy bien elaborada y dosis de humor. Sin embargo, los guiños a los fans de la saga se prodigan demasiado, tanto, que se convierten en un tic que mendiga, demasiado explícitamente, su bendición.
En esta ocasión, la historia comienza cuando la tripulación del Enterprise logra salir airosa de una misión en un planeta, aún sin civilizar, y situado en los confines del universo conocido. A su regreso, el capitán Kirk (Chris Pine) y su segundo, Spock (Zachary Quinto), se dan de bruces en la Tierra con un nuevo problema. Un atentado de proporciones desmesuradas acaba de asolar la ciudad de Londres. El autor de la masacre es John Harrison (Benedict Cumberbatch), ex miembro de la Flota Estelar. A la Enterprise, entonces, se le asigna una nueva misión: perseguir y atrapar a Harrison para acabar con su inesperada y aterradora amenaza.
En la oscuridad cuenta con muchas de las virtudes contempladas en el manual del buen cineasta. Por un lado, tiene una secuencia inicial que recuerda la exuberancia adrenalítica de las entregas de Indiana Jones (al realizador se le escapa el fervor a su ‘padre artístico’, Steven Spielberg). En ella, aterrizamos bruscamente en una persecución donde unos ‘encalados’ alienígenas, de una tribu primitiva, persiguen para dar caza al capitán Kirk. Además, el film cuenta con un actor monumental encarnando al villano, Benedict Cumberbatch, y con las dosis adecuadas de vitalidad que requieren unos personajes que hace tiempo se convirtieron en iconos.
De este modo, el capitán Kirk y Spock ‘bailan al son’ de su conflictiva y entretenida amistad, mientras que el propio Spock brilla en soledad con su irresistible flema, gracias a que protagoniza algunas de las mejores secuencias (Zachary Quinto sigue apropiándose del personaje con dignidad y talento). Pero al personaje también le da tiempo para jugar al tira y afloja sentimental con Uhura (Zoe Saldana). Llama la atención, sin embargo, cómo otros secundarios resultan un tanto fantasmales o bien presencias prescindibles, como el de la científica Carol Marcus (Alice Eve), que no aporta demasiado a la trama. Su aparición únicamente parece justificarse por el posado en ropa interior que luce para alegría y desconcierto de un capitán Kirk que siempre parece estar de servicio para las féminas.
Sin embargo, el principal aliciente de la película es su villano. Cumberbatch da una lección de clase desplegando su arsenal de matices interpretativos para componer la tensión vital de un personaje inquietante y traumatizado, de un hombre con increíbles cualidades sobrehumanas. Un personaje que esconde muchos secretos y, una vez más, nuevos guiños a los seguidores de la saga. La escena en la que Harrison se emociona al confesar la amarga historia que arrastra es la más inquietante de toda la película. Por cierto, el actor tiene una de las voces masculinas más fascinantes que han podido ser escuchadas en el cine, en los últimos tiempos.
Aunque el director J.J. Abrams tiene el detalle de respetar al espectador virgen que todavía desconoce a los personajes y a la saga Star Trek, esta es una película demasiado consciente de sí misma y de las expectativas que le rodean. Se echa de menos cierta independencia, cierta frescura o cierta revolución interna que pusiera patas arriba el universo trekkie con alguna audacia ingeniosa, capaz de convencer a los más conservadores fans de la saga. Somos conscientes de que quizás pidamos demasiado, aunque lo cierto es que han existido cineastas con los arrestos suficientes como para encontrar esta piedra filosofal. Sin ir más lejos, Christopher Nolan supo hacerlo al coger las riendas de las películas de Batman.
Dentro de poco, el mismo Abrams tiene por delante un nuevo y más difícil reto donde podrá mostrar su capacidad para reinventar la saga de ciencia ficción más grande de todos los tiempos: Star Wars. Talento no le falta para ser un gran artesano, aunque para resucitar la franquicia quizás se necesiten las dotes de un visionario.