VIBRANTE E IRRESISTIBLEMENTE IRÓNICA
En 1951, John Huston sorprendió al mundo con La reina de África, una película completamente atípica en su filmografía hasta aquel momento. Es un filme trepidantemente optimista, un canto a la vida con sutil acento irónico, donde los perdedores y sus esforzados propósitos, tan habituales en el cine de Huston de aquel tiempo, se daban cita esta vez en una producción de aventuras, envueltas en un entorno exótico y un bien manejado Technicolor.
La Reina de África es una película que se sostiene sobre un cascarón de madera de 10 metros, en dos grandes interpretaciones y en dos naturalezas encontradas. Charlie Allnut (Humphrey Bogart) es el capitán de un barco comercial, La Reina de África, que proporciona víveres y todo tipo de mercancías a los poblados del este del continente negro. Rose Sayer (Katherine Hepburn) es la hermana del reverendo Samuel (Robert Morley), ambos son dos misioneros británicos que intentan evangelizar a los habitantes de las tribus de la zona. En esas, comienza la Primera Guerra Mundial, los alemanes arrasan el poblado de los misioneros y el reverendo fallece de la impresión que le produce la violencia y el desastre causado a su alrededor. Allnut se ofrecerá entonces a llevar a Rose, río abajo, hasta un lugar donde se encuentre a salvo, pero ella tendrá en mente otros proyectos más patrióticos y disparatados.
Así, en ese destartalado barco de vapor vivirán mil y un peligros, mientras se evidencian las enormes diferencias que existen entre ambos. Y mientras el mundo se desmorona por culpa de una guerra y la naturaleza salvaje va a lo suyo, presentando desafíos y riesgos, los protagonistas sobreviven como Marco Antonio y Cleopatra, como Adán y Eva, como si fueran el primer hombre y la primera mujer, pero siendo más ingenuos y al mismo tiempo, demasiado curtidos, cada uno en lo suyo: ella, en sus ideales y él en su destino errante de buscavidas. Rose es una ‘solterona, beata y escuchimizada’, pero también una mujer de increíble valentía y firme determinación. Una mujer que tiene que soportar la crueldad de las palabras de los hombres que la miran, aunque envueltas en el delirio, en un caso, o atropelladas entre los vapores del alcohol, en el otro. Charlie, por su parte, es un borracho y un parlanchín que vive a sus anchas sobre su pequeño barco de vapor, añorando entre trago y trago de ginebra, un pasado al que, en realidad, no quiere regresar.
La Reina de África es vibrante, enérgica, de argumento sencillo y diálogos arrebatadores. Son ágiles, firmes y cumplen con su cometido: saben desgranar, a la perfección, las diferentes personalidades que construyen el filme. Nos regalan unas réplicas y contrarréplicas divertidísimas, que son capaces de acercar a dos almas, completamente opuestas, en el conflicto, en la decepción, en el miedo, la emoción, el cabreo, la comprensión y hasta en el amor.
El humor se desenvuelve en ella con naturalidad, a través de circunstancias chocantes, inusuales: por ejemplo, desde el intento tozudo y patético de los misioneros de enseñarles a cantar una tonadilla religiosa a los habitantes del poblado, al ‘inconveniente’ ruido ‘voraz’ de las tripas del Sr. Allnut, pasando por la sumisa resignación con la que el borrachín vuelve a dormir a la intemperie, bajo la tormenta o contempla, atenazado por la resaca, el sendero de botellas de ginebra vacías que flota sobre el río.
Bogart está como nunca. De hecho ganó un Oscar por su caracterización de tipo vulnerable y tremendamente humano, indeciso, bonachón, hasta donde le deja su pellejo de superviviente. Un hombre que se enamora con una ingenuidad enternecedora. Frente a él, la mejor actriz de todos los tiempos, Kate Hepburn, está fantástica. Melindrosa e insoportable, condescendiente y combativa, al principio, le costó hacerse con el personaje y Huston, astuto e ingenioso como pocos, le pidió que se inspirara en Eleanor Roosevelt. Siempre nos sorprenderá de esta milagrosa actriz su capacidad para transmitir las emociones con increíble facilidad, como si las respirase, como si tuviera acceso a los sentimientos de cualquier tipo humano en el momento cumbre de cualquier secuencia.
En muchas ocasiones, a esta película se le ha achacado la poca consistencia de su argumento. Quizás sea esta una de esas obras donde realmente no importa que sea más o menos creíble la trama. Está tan bien llevada que aceptamos con naturalidad y mucha intriga cómica que a ella le invada una irresistible pasión por las infinitas emociones que reserva África y la aventura y que él acepte, aunque sea a regañadientes, la descabellada propuesta patriótica de su compañera de viaje. Al fin y al cabo es un pobre diablo sin voluntad, con la vida medio vacía, que aceptaría cualquier despropósito, con tal de sentir, en medio de su soledad, un poco de calor humano.
A continuación, en versión original, uno de esos momentos en que Rose y Charlie convierten sus diálogos en el corazón de África:
FORZADA RIVER MOVIE COLONIAL
Un infierno tropical. Así definieron todos los miembros del equipo la experiencia del rodaje de La Reina de África. Desde luego, no resultaba igual de cómodo leerse las páginas de la novela original del británico C. S. Forester que poner en escena en plena selva africana esta resultona y a ratos desquiciante historia de amor y aventuras. Más de seis décadas después la película resulta simpática y entretenida, pero tan asfixiante y forzada como si nos hubieran llevado a cazar elefantes al Congo, uno de los objetivos que movieron a John Huston a hacer realidad este sueño de colonialista cinematográfico.
Las maravillas del Technicolor volvieron tan realista como pringoso el relato sobre la beata misionera Rose Sayer (Katherine Hepburn) que en pleno inicio de la Primera Guerra Mundial se ve obligada a huir de la aldea del África Oriental donde predica, rescatada por el transportista fluvial Charlie Allmut (Humphrey Bogart), alcoholizado y simple como él solo. Mezcla explosiva para una river-movie ambiciosa y de aprendizaje, que mantiene toda su fuerza en las aventuras, diálogos y situaciones de los dos personajes.
Por ahí gana y por ahí pierde. Gana por unas interpretaciones fuera de serie de los sucios y nada glamurosos Bogart y Hepburn, marcando química costumbrista y provinciana mientras sortean aventuras y mosquitos en su travesía hacia el Lago Victoria. Vamos, que Bogart se llevó el Oscar ese año, no sabemos si por su interpretación (al fin y al cabo se pasó casi toda la película borracho de verdad) o por ser el único de las decenas de occidentales desplazados a la jungla que no enfermó de malaria o disentería.
Pierde por unos diálogos de pandereta que se tocan sin pudor con el payasismo mímico. Rose y el “señor Allnut” despliegan sus filosofías blancas y negras como si cada uno estuviera hablando delante de un muro de acero forjado. Y a los diez minutos, sin pasar por el gris marengo, comienzan a amarse tiernamente cuando las aguas del río están a punto de tragárselos o ante cualquier posibilidad de morir, que son unas cuantas. Enamorados en la desgracia, claro, pero requiriéndose el uno al otro como un auténtico y educado matrimonio inglés.
Del objetivo final de ambos, mejor no hablar, no ya solo
por el patriotismo que se gasta el crápula Huston con un torpedo de chicha y nabo, sino por la ridiculización facilona a la que es sometida el bando enemigo. Porque somos mucho de que
nos saquen a los malvados alemanes como algo más que dementes, algo así (y salvando distancias) como hizo Jean Renoir con el fabuloso personaje del comandante alemán Von Rauffenstein (Erich Von Stroheim) en
La gran ilusión (1937).
Mucho nos queremos guardar el juzgar algunas películas con el contexto actual. No nos cansaríamos entonces de hablar de machismo, esclavismo, intolerancia, racismo y otros tantos enemigos de lo políticamente correcto en el cine clásico. Siempre hemos sido salvajemente amorales con el cine. Pero tampoco viene mal que en este caso recordemos lo contento que se quedó el público tras ver que en la jungla triunfaba el amor anglosajón impuesto por la metrópolis dominante. Felicidad ficticia y desbocada por las aguas de un lago africano, y mucho esfuerzo técnico empeñado en demostrar que los blancos también sobreviven y se enamoran en África.
Un especial sobre este clásico, como con todas las que creemos que se lo merecen:
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