Visionado: ‘360. Juego de destinos’, de Fernando Meirelles. ‘Perdidos en la encrucijada’

tres estrellas

 
La última película de Fernando Meirelles, 360. Juego de destinos, se basa en la famosa obra teatral La Ronda, de Arthur Schnitzler. Sin embargo, según el cineasta brasileño, de ella solo pretendía tomar el punto de partida y la ‘idea básica’. En definitiva, le interesaba crear una historia dentro de la cual habitaran muchas otras, pero en las que siempre las acciones de un personaje pudieran tener consecuencias, de forma más o menos dramática, sobre otras vidas.
Un planteamiento interesante que no aporta nada nuevo, sin embargo, bajo el sol. Presenta a una serie de personajes con sus respectivos vacíos existenciales (sentimentales, sexuales, falta de amor propio) que se encuentran, comparten vivencias y se separan para continuar, cada uno, por su camino. Mientras nosotros, a bordo de la línea argumental, nos quedamos con uno de ellos y le seguimos los pasos  hacia un nuevo encuentro.
La narración tiene sentido del ritmo y sus imágenes desprenden cierta sofisticación. En definitiva, es una película formalmente correcta, pero abruma la poca intensidad emocional que desprenden las historias. Es como si perdieran su sentido al ser abordadas con un tono aséptico con el que el cineasta parece  crear un nuevo estilo para su filmografía.  Es este un acento extraño en el que nos resulta difícil reconocer al Meirelles lleno de vida y vibrante, completamente entregado a sus historias como en Ciudad de Dios o El jardinero fiel.
Sin embargo, esa frialdad, no se debe a la construcción coral de la película transitada por diversos episodios y, donde inevitablemente, podría parecer que hay poco tiempo para profundizar en cada un0 de ellos. El filme se inmiscuye, de repente, en la vida de unos personajes que llevan tiempo arrastrando sus problemas, su dolor, sus sospechas o su desconcierto. Y lo hace con templanza, con precisión de cirujano y colocando inmediatamente al espectador en situación, en una posición privilegiada de ‘voyeur’ (el uso frecuente del split screen le sirve al autor para reforzar esa sensación de omnisciencia morbosa y para dejarnos disfrutar de las esforzadas y, en ocasiones, fantásticas interpretaciones de los actores). Desde luego, Peter Morgan, guionista del filme y el director Fernando Meirelles han demostrado una gran pericia en ello, resultando creíbles, además, todas las conexiones que funcionan y se suceden de manera natural. 
La sensación gélida se debe, quizás más, a su desarrollo, a la manera en la que han elegido contarnos y abandonar esas breves historias. Así, da la sensación de que la película vive demasiado preocupada en tirar hacia adelante, en continuar su camino de círculo para terminar donde comenzó: en un sarcástico final que nos recuerda lo anecdótico de nuestra existencia. Una de tantas, un universo lleno de experiencias, conexiones, oportunidades que se cogen al vuelo, a la desesperada o por inconsciencia, pero que inevitablemente desaparecen en la indiferencia de un mundo, demasiado habitado, que continúa con su giro de 360 grados.
Las buenas intenciones, la idea de Meirelles, nos deja  con la miel en los labios. De buena gana nos hubiéramos asomado, un poco más, al par de historias que realmente cautivan. Como la protagonizada por Anthony Hopkins, un padre atormentado por un episodio dramático en su vida, y su encuentro casual, durante un vuelo, con una joven brasileña, Laura (María Flor), que huye de un amor roto. La conexión entre estos dos seres humanos, su incipiente amistad realmente funciona, mucho más que otros episodios tan prescindibles como el de la enamorada ayudante del dentista francés, Valentina, al que no nos hubiera importado darle el esquinazo. Una historia forzada  que simplemente  nos permitirá  llegar hasta otro raro, exótico puente de unión que se establece entre un guardaespaldas de un mafioso ruso y la hermana de la prostituta con la que iniciamos la película. Una joven que también ‘disimula’ creyéndose dueña de su destino.

Visionado: ‘El Hombre de Acero’, de Zack Snyder. ‘Extinguirnos no es una opción’

 
tres estrellas
 
Si el mundo de los superhéroes se os queda pequeño, algo que de entrada no nos parece concebible, ya tenemos con nosotros otra nueva dosis de salvadores mundiales. El Hombre de Acero ha aterrizado como un meteorito en las taquillas españolas y aunque todavía no ha conseguido situarse en el número uno, seguramente lo terminará haciendo conforme se vayan dilatando las expectativas vacacionales en las salas del cine. 
 
El bombazo del verano lleva la firma de Zack Snyder y algo de la nostalgia del personaje cinematográfico que Richard Donner dio a luz en 1978, con la manos puestas en el cómic antológico de Joe Shuster y Jerry Siegel. Probablemente habría mucho más que nostalgia si el director de las también adaptadas Watchmen y 300 no se hubiera topado con Christopher Nolan en su camino. Resulta que el todopoderoso director de la última trilogía de Batman estampa su nombre en los créditos de este ‘Superman Begins’ como creador de la historia y como productor, pero desde esa espectacular recreación de Krypton a pocos se nos escapa la fuerte presencia de Nolan en el humanismo trascendental con el que arranca la narración. 
 
El proceso previo al envío a la Tierra del futuro hombre pájaro ocupa el suficiente metraje dentro de la película como para que nos quedemos bien sentaditos esperando la siguiente descarga de la butaca. Y para que nos tranquilicemos se nos desenvuelve a lo naif una narración a base de flashbacks que nos permite olvidarnos de que Marlon Brando ahora es Rusell Crowe como Jor-el, y que Glenn Ford es Kevin Costner (a saber por qué) como padre adoptivo de Superman. Solo la inagotable belleza de Diane Lane como su madre de pega consigue poner orden en el reparto inicial.
 
Llega así un barbudo y musculoso Henry Cavill que navega por el aprendizaje de sus poderes sobrenaturales con una interpretación algo limitada y básicamente empeñada en que nos quede claro lo bueno que está. El Charles Brandon de Los Tudor nos pincha el corazón por medio de sus bíceps y ni siquiera la oscuridad de su estirpe desvía la atención de su composición ojos-mandíbula. Quizás por despistarnos de tal arrebato físico nos quedamos prendados del desterrado, nacionalista kryptoniano y vengativo general Zod. Lo de Michael Shannon desde Take Shelter y Boardwalk Empire es para encerrarle con cuatro llaves en su soberbia guarida de roles de enajenado mental.
 
 
Como tampoco conseguimos entender la selección de Amy Adams como Lois Lane, ni la mayor parte de las situaciones en las que se ve envuelta, ni la trascendencia del papel de un malgastado Lawrence Fishburne como su jefe en el Daily Planet, no hemos conseguido dejarnos deslumbrar del todo por el reparto coral. Decidimos por tanto centrarnos en la partitura del gran Hans Zimmer y en un guion muy bien cuidado, oscuro y psicológico, con un tratamiento exhaustivo de la moral moderna, pero al que le asoman esas trazas de trascendencia mesiánica, asimilaciones bíblicas (charla con cura incluida) y patriotismo que descuajan el sufllé. Así podemos disfrutar mejor de unas escenas de acción que hacen explotar cualquier electrocardiograma, reafirmados en la querencia de Nolan por la destrucción de edificios y en el amor de Snyder por el super-zoom y el retro-zoom.
 
Bajo este espectáculo visual se adivina toda una filosofía del ying y yang que no tiene desperdicio, astutamente insertada en las frases de los malos. Las teorías sobre la evolución de la especie humana, la falta de moral, la necesidad de la fe, la evolución genética, los códices craneales o el miedo a lo desconocido, son un respiro emocional entre la desmedida pirotecnia. Destaca al final la ambigüedad de todo aquello que representa a nuestra especie. Porque no sabemos muy bien qué significa entonces ser humano si necesitamos ser de acero para combatir a nuestros enemigos. Por lo visto extinguirnos nunca es una opción viable para el cine apocalíptico. Y en ello estamos.

‘La Reina de África’, de John Huston. ‘Vibrante e irresistiblemente irónica’ vs ‘Forzada river-movie colonial’

 
 
VIBRANTE E IRRESISTIBLEMENTE IRÓNICA
 
En 1951, John Huston sorprendió al mundo con La reina de África, una película completamente atípica en su filmografía hasta aquel momento. Es un filme trepidantemente optimista, un canto a la vida con sutil acento irónico, donde los perdedores y sus esforzados propósitos, tan habituales en el cine de Huston de aquel tiempo, se daban cita esta vez en una producción de aventuras, envueltas en un entorno exótico y un bien manejado Technicolor. 
 
La Reina de África es una película que se sostiene sobre un cascarón de madera de 10 metros, en dos grandes interpretaciones y en dos naturalezas encontradas. Charlie Allnut (Humphrey Bogart) es el capitán de un barco comercial, La Reina de África, que proporciona víveres y todo tipo de mercancías a los poblados del este del continente negro. Rose Sayer (Katherine Hepburn) es la hermana del reverendo Samuel (Robert Morley), ambos son dos misioneros británicos que intentan evangelizar a los habitantes de las tribus de la zona. En esas, comienza la Primera Guerra Mundial, los alemanes arrasan el poblado de los misioneros y el reverendo fallece de la impresión que le produce la violencia y el desastre causado a su alrededor. Allnut se ofrecerá entonces a llevar a Rose, río abajo, hasta un lugar donde se encuentre a salvo, pero ella tendrá en mente otros proyectos más patrióticos y disparatados.
 
Así, en ese destartalado barco de vapor vivirán mil y un peligros, mientras se evidencian las enormes diferencias que existen entre ambos. Y mientras el mundo se desmorona por culpa de una guerra y la naturaleza salvaje va a lo suyo, presentando desafíos y riesgos, los protagonistas sobreviven como Marco Antonio y Cleopatra, como Adán y Eva, como si fueran el primer hombre y la primera mujer, pero siendo más ingenuos y al mismo tiempo, demasiado curtidos, cada uno en lo suyo: ella, en sus ideales y él en su destino errante de buscavidas. Rose es una ‘solterona, beata y escuchimizada’, pero también una mujer de increíble valentía y firme determinación. Una mujer que tiene que soportar la crueldad de las palabras de los hombres que la miran, aunque envueltas en el delirio, en un caso, o atropelladas entre los vapores del alcohol, en el otro. Charlie, por su parte, es un borracho y un parlanchín que vive a sus anchas sobre su pequeño barco de vapor, añorando entre trago y trago de ginebra, un pasado al que, en realidad, no quiere regresar.
 
La Reina de África es vibrante, enérgica, de argumento sencillo y diálogos arrebatadores. Son ágiles, firmes y cumplen con su cometido: saben desgranar, a la perfección, las diferentes personalidades que construyen el filme. Nos regalan unas réplicas y contrarréplicas divertidísimas, que son capaces de acercar a dos almas, completamente opuestas, en el conflicto, en la decepción, en el miedo, la emoción, el cabreo, la comprensión y hasta en el amor.
 
El humor se desenvuelve en ella con naturalidad, a través de circunstancias chocantes, inusuales: por ejemplo, desde el intento tozudo y patético de los misioneros de enseñarles a cantar una tonadilla religiosa a los habitantes del poblado, al ‘inconveniente’ ruido ‘voraz’ de las tripas del Sr. Allnut, pasando por la sumisa resignación con la que el borrachín vuelve a dormir a la intemperie, bajo la tormenta o contempla, atenazado por la resaca, el sendero de botellas de ginebra vacías que flota sobre el río.
 
Bogart está como nunca. De hecho ganó un Oscar por su caracterización de tipo vulnerable y tremendamente humano, indeciso, bonachón, hasta donde le deja su pellejo de superviviente. Un hombre que se enamora con una ingenuidad enternecedora. Frente a él, la mejor actriz de todos los tiempos, Kate Hepburn, está fantástica. Melindrosa e insoportable, condescendiente y combativa, al principio, le costó hacerse con el personaje y Huston, astuto e ingenioso como pocos, le pidió que se inspirara en Eleanor Roosevelt. Siempre nos sorprenderá de esta milagrosa actriz su capacidad para transmitir las emociones con increíble facilidad, como si las respirase, como si tuviera acceso a los sentimientos de cualquier tipo humano en el momento cumbre de cualquier secuencia.
 
En muchas ocasiones, a esta película se le ha achacado la poca consistencia de su argumento. Quizás sea esta una de esas obras donde realmente no importa que sea más o menos creíble la trama. Está tan bien llevada que aceptamos con naturalidad y mucha intriga cómica que a ella le invada una irresistible pasión por las infinitas emociones que reserva África y la aventura y que él acepte, aunque sea a regañadientes, la descabellada propuesta patriótica de su compañera de viaje. Al fin y al cabo es un pobre diablo sin voluntad, con la vida medio vacía, que aceptaría cualquier despropósito, con tal de sentir, en medio de su soledad, un poco de calor humano.
 
A continuación, en versión original, uno de esos momentos en que Rose y Charlie convierten sus diálogos en el corazón de África:
 

 

FORZADA RIVER MOVIE COLONIAL
 
Un infierno tropical. Así definieron todos los miembros del equipo la experiencia del rodaje de La Reina de África. Desde luego, no resultaba igual de cómodo leerse las páginas de la novela original del británico C. S. Forester que poner en escena en plena selva africana esta resultona y a ratos desquiciante historia de amor y aventuras. Más de seis décadas después la película resulta simpática y entretenida, pero tan asfixiante y forzada como si nos hubieran llevado a cazar elefantes al Congo, uno de los objetivos que movieron a John Huston a hacer realidad este sueño de colonialista cinematográfico.
 
Las maravillas del Technicolor volvieron tan realista como pringoso el relato sobre la beata misionera Rose Sayer (Katherine Hepburn) que en pleno inicio de la Primera Guerra Mundial se ve obligada a huir de la aldea del África Oriental donde predica, rescatada por el transportista fluvial Charlie Allmut (Humphrey Bogart), alcoholizado y simple como él solo. Mezcla explosiva para una river-movie ambiciosa y de aprendizaje, que mantiene toda su fuerza en las aventuras, diálogos y situaciones de los dos personajes.
 
Por ahí gana y por ahí pierde. Gana por unas interpretaciones fuera de serie de los sucios y nada glamurosos Bogart y Hepburn, marcando química costumbrista y provinciana mientras sortean aventuras y mosquitos en su travesía hacia el Lago Victoria. Vamos, que Bogart se llevó el Oscar ese año, no sabemos si por su interpretación (al fin y al cabo se pasó casi toda la película borracho de verdad) o por ser el único de las decenas de occidentales desplazados a la jungla que no enfermó de malaria o disentería. 
 
Pierde por unos diálogos de pandereta que se tocan sin pudor con el payasismo mímico. Rose y el “señor Allnut” despliegan sus filosofías blancas y negras como si cada uno estuviera hablando delante de un muro de acero forjado. Y a los diez minutos, sin pasar por el gris marengo, comienzan a amarse tiernamente cuando las aguas del río están a punto de tragárselos o ante cualquier posibilidad de morir, que son unas cuantas. Enamorados en la desgracia, claro, pero requiriéndose el uno al otro como un auténtico y educado matrimonio inglés.
Del objetivo final de ambos, mejor no hablar, no ya solo por el patriotismo que se gasta el crápula Huston con un torpedo de chicha y nabo, sino por la ridiculización facilona a la que es sometida el bando enemigo. Porque somos mucho de que nos saquen a los malvados alemanes como algo más que dementes, algo así (y salvando distancias) como hizo Jean Renoir con el fabuloso personaje del comandante alemán Von Rauffenstein (Erich Von Stroheim) en La gran ilusión (1937).
Mucho nos queremos guardar el juzgar algunas películas con el contexto actual. No nos cansaríamos entonces de hablar de machismo, esclavismo, intolerancia, racismo y otros tantos enemigos de lo políticamente correcto en el cine clásico. Siempre hemos sido salvajemente amorales con el cine. Pero tampoco viene mal que en este caso recordemos lo contento que se quedó el público tras ver que en la jungla triunfaba el amor anglosajón impuesto por la metrópolis dominante. Felicidad ficticia y desbocada por las aguas de un lago africano, y mucho esfuerzo técnico empeñado en demostrar que los blancos también sobreviven y se enamoran en África.

Un especial sobre este clásico, como con todas las que creemos que se lo merecen:

Visionado: ‘Oblivion’, de Joseph Kosinski. ‘El Apocalipsis intrascendente’

dos estrellas

Tras la desafortunada Tron: Legacy, Joseph Kosinski ha regresado a la gran pantalla abordando una película de ciencia ficción con Tom Cruise en la proa. Se trata de una gran producción apocalíptica cuya idea original surgió, en la mente del cineasta, como base de una novela gráfica y durante una mala racha profesional.
En Oblivion, la humanidad vence a una civilización alienígena, los Scavs, que destruyeron la Luna para generar una serie de desastres naturales en la Tierra. El Planeta Azul, sin embargo, se verá definitivamente arrasado por las armas nucleares con las que los hombres se defienden y los alienígenas retroceden hasta ser derrotados y formar pequeñas guerrillas que habitan en lugares ocultos. La mayor parte de los habitantes de la Tierra son evacuados a Titán (luna de Saturno), mientras unos cuantos se quedan para controlar unas plantas de extracción de agua, líquido elemento que se intentará recuperar para su posterior uso en la nueva colonia. En este contexto, Tom Cruise es Jack Harper. Un piloto y técnico que tiene como misión reparar drones, unos robots que vigilan que no sean saboteadas estas grandes infraestructuras hidrográficas.  
Este es el punto de partida de la película, la cual cuenta con un planteamiento interesante, un desarrollo que se sigue con cierta curiosidad (sobre todo, cuando comienza la acción) y un desenlace que se cae por su propio peso. El guión de Oblivion parte de una  idea original, pero da ciertos tumbos en algunos fallos de narración. De esos, que necesitan a su lado la total complicidad o el despiste más radical del espectador. Hay situaciones completamente incomprensibles que desafían toda lógica argumental, algunas de las cuales no podemos explicar por aquello de no revelar ciertas sorpresas que reserva la trama. Baste decir, sin embargo, que resulta sorprendente la libertad con la que actúa, en muchos casos, nuestro protagonista teniendo en cuenta que vive rodeado de una nueva tecnología que le sigue férreamente los pasos. O que, a pesar del ‘barrido de memoria’ que sufre, se permita conservar  recuerdos, con todo lujo de detalles, y almacenar algunos objetos con nostalgia. Una nostalgia que le queda un poco lejos…
El filme tiene situaciones inquietantes, muchos elementos visuales fascinantes (el diseño de las naves o de las ‘hidroplantas'; las ubicaciones de las plataformas donde viven los escasos habitantes que quedan en la tierra) y unos paisajes espectaculares. La película fue rodada con una resolución digital 4K y en espacios naturales como Louisiana, California, Islandia y Nueva York y cuenta con el prodigioso Claudio Miranda (La vida de Pi) como director de fotografía.  Por otro lado, Oblivion tiene el aire nostálgico de Blade Runner (un tono  que parece fascinar a buena parte de los guionistas que abordan el género) y muchas reminiscencias, quizás demasiadas, de otras cintas del género (Moon, 2001, o incluso The Matrix). 
En cuanto a las interpretaciones, Tom Cruise está bien, confortablemente afincado en sus héroes de acción con un punto de melancolía atragantada, mientras que Olga Kurylenko, Melissa Leo y, por supuesto, Morgan Freeman (cada uno en su estilo, cada uno en la piel que le ha tocado) aportan algo de magia a la película. Sospechamos que sin sentirse muy entusiasmados,
Y es que Oblivion no es una película mala, es una producción con mucho trabajo técnico detrás en el que se adivina el talento. Es correcta, pero a diferencia de la civilización  alienígena que irrumpe en la Tierra, apenas deja huella. Ni siquiera nos dejamos impresionar cuando descubrimos ciertas claves del argumento que aclaran por qué ese mundo, que creíamos arrasado, comienza a desmoronarse. Al salir del cine, uno tiene la sensación de que pronto perderá de vista los recuerdos relacionados con esta película y sufrirá un ‘reseteo’ de memoria como Jack Harper, pero en nuestro caso, como mecanismo de supervivencia cinéfila.

Atado en corto: ‘Invention of Love’, de Andrey Shushkov. ‘El amor en tiempos de máquinas’

 
Más de una vez nos hemos referido a la alargada influencia de George Méliès en el cine fantástico y de ciencia-ficción. No solo inspiró a cineastas de todo el mundo cuando ya no podían rendirle tributo en vida, sino que estos, a su vez, dieron a conocer su legado a las generaciones más jóvenes. El mundo de siluetas del cortometraje Invention of Love (2010) fue un ejemplo de cómo la técnica del ilusionista francés ha navegado de mano a mano hasta el siglo actual.
 
El director y guionista ruso Andrey Shuskov compone en esta conmovedora historia un triste cuento sobre el amor en tiempos de máquinas. La contraposición entre lo real y lo ficticio, entre la antigüedad y el futurismo, es una excusa argumental para ofrecer un regalo audiovisual de magia y emoción sin palabras. Solo acompaña a las imágenes el romántico trasfondo musical de los compositores Polina Sizova y Anton Melnikov.
 
 
Se trata de un apasionado tributo que el propio cineasta elaboró como homenaje a Lotte Reineger, precursora alemana del cine de animación de personajes silueteados, y a otra de las maravillas del género de los engranajes y máquinas aéreas: la serie de cortometrajes  Las exploraciones geográficas de Jasper Morello, del animador australiano Anthony Lucas. Un largo camino por varios países, desde los cachivaches de Méliès hasta estas cortas maravillas del cine, que merece la pena recorrer con los ojos bien abiertos.
 
A continuación os dejamos el cortometraje de Andrey Shushkov y posteriormente la primera parte de la serie creada por su precursor, Anthony Lucas:

Visionado: ‘La caza’, de Thomas Vinterberg. ‘La crueldad vive enfrente’

 
cuatro estrellas
 
La caza (Thomas Vinterberg) es una de esas películas que muestran los abismos del ser humano. Aquel lado oscuro que cualquier individuo oculta en la trastienda del alma, hasta que un detonante emocional deja su ruindad a la intemperie para convertirse en el verdugo de sus semejantes. Con la frialdad y la sobriedad de un  documental antropológico, es una película despierta, con la habilidad de abrir en canal los buenos principios con los que revestimos nuestra vida civilizada.
Es un filme que destroza la vida  apacible de un pueblo rural de buenos vecinos en Dinamarca que un día ve alterado su pulso monótono por una noticia desestabilizadora. Esta noticia comienza con una mentira inconsciente, inquietante, pero apenas balbuceada por una niña. Se propaga entre los vecinos con la velocidad letal de un incendio  y comienza entonces la lenta agonía del protagonista, un cuidador de niños de una guardería. Es un hombre ingenuo (Lucas, Mads Mikkelsen), poco dado a la expresividad de sus sentimientos y que andaba distraído, cuando comenzó su tragedia, recomponiendo los pedacitos en los que se había quedado su vida tras un traumático divorcio.
Se trata de una historia compleja que aborda un tema tabú y doloroso y que resulta creíble porque cualquier viraje argumental que presenta se toma su tiempo. No busca golpes de efecto, ni acude a los dramatismos innecesarios. Tampoco presenta al personaje principal con unos rasgos ambiguos que la historia no necesita, huyendo de los lugares comunes que suelen frecuentar los filmes con temática similar.
Tiene la virtud (que no el defecto) de recordarnos a otras grandes películas que recorren emociones similares. Así, en ella podemos reconocer la angustia claustrofóbica de Henry Fonda en Falso culpable (Alfred Hitchcock), pero también encontramos en ella la crueldad laberíntica y colectiva que persigue a Robert Redford en La jauría humana (Arthur Penn).
La película plantea un sinfín de fascinantes reflexiones sobre el comportamiento del ser humano en situaciones emocionales al límite. Nos recuerda, por ejemplo, que el hombre siempre está  dispuesto a pensar lo peor de su vecino; que quizás todos tenemos un ‘alma de portera’ que nos hace creer, como dogma de fe, las malas noticias. Aunque ello destruya, en un suspiro, relaciones de confianza forjadas durante años e incluso la imagen que hemos construido de los seres queridos. El trabajo de Thomas Vinterberg es, en líneas generales, formidable aunque tan sólo pierda el pie en el dibujo que hace de alguno de los protagonistas que surgen en la historia para amortiguar el impacto del rechazo que sufre Lucas. Se trata de un recurso innecesario.
Entre los aciertos del filme está la interpretación del que se perfila como uno de los actores con más talento del cine europeo. Nos referimos a Mads Mikkelsen. Uno de aquellos intérpretes capaz de sobreponerse a los rasgos duros que presenta su físico para ofrecer un mapa emocional lleno de matices. Por eso, llama la atención el trabajo sutil y delicado con el que sea abre a un personaje atormentado por la soledad y por una psicosis colectiva de la que puede ser víctima cualquier. Y que puede estallar en cualquier momento.

‘Cómo ser John Malkovich’, de Spike Jonze. ‘Memorable surrealismo multigénero’ vs ‘De repente, otro despropósito’

 
MEMORABLE SURREALISMO MULTIGÉNERO

Conviene despojarse de los esquemas de género antes de entrar en el universo filosófico de esta película. Estrenada en 1999, cuentan que muchos críticos no supieron muy bien cómo reaccionar ante esta revisión del mejor conglomerado del absurdo mezclado con ciencia-ficción, comedia disparatada, drama amoroso, thriller psicológico y surrealismo literario. Estupor y miradas de recelo entre los etiquetadores más prestigiosos del celuloide antes de considerar si les había gustado o no. Al final hubo de todo menos consenso, pero el boca a boca convirtió este filme en símbolo del cine más allá del cine, y la colocó entre las categorías principales de los Premios Oscar.
 
La firmó Spike Jonze, seudónimo de un ya por entonces conocido Adam Spiegel, famoso en el circuito independiente norteamericano por sus vídeos musicales y algunos trabajos publicitarios, que hizo tándem con uno de los mejores guionistas contemporáneos, Charlie Kauffman. Ambos cofinanciaron la primera fase y al final consiguieron que Michael Stipe, líder y cantante del grupo REM, y otros productores musicales, invirtieran en la película. El resultado fue el extraordinario y asombroso relato de varios personajes que confluyen en un solo objetivo: dejar de ser ellos mismos.
Graig (John Cusack) es un marionetista fracasado que encuentra trabajo como archivero en una oficina achatada, donde descubre un pasadizo secreto que conduce directamente al cerebro de John Malkovich, que se interpreta a sí mismo. Lotte (Cameron Díaz) es su hastiada y entregada mujer, que encontrará en ese túnel el sentido de su existencia al vivir un nuevo amor desde otros ojos. Maxime (Catherine Keener) es la exótica y femme fatale de la que ambos se enamoran, y que solo es capaz de amar a los dos cuando están en la piel de Malkovich, cuando son él. La obsesión de los tres por habitar y disfrutar del cuerpo (y la mente) del famoso actor provoca un sinfín de situaciones que componen uno de los mejores culebrones de culto del cine contemporáneo.
Diálogos beckettnianos, expresiones y planos indescifrables, problemas existenciales sometidos a tortura, cruce de identidades, guiños a la literatura marciana, friquismo de profundidad, sexualidad, transexualidad y homosexualidad extracorpórea, chimpancés traumatizados sometidos a psicoterapia, enlaces ejecutivos con sordera galopante, ancianos a lo Cocoon en busca de la vida eterna, multiplicaciones físicas y marionetas de carne y hueso. Solo desde con un soberano ataque de lucidez pueden abordarse tantos registros de forma más desternillante, y sin que nos importe mucho si Jonze y Kauffman quisieron burlarse de nosotros o intentar realizar un lavado en seco de la conciencia, la frustración y cosas parecidas.
De lo que sí estamos seguros es de que no fue un ensayo-error. El dardo en la diana, el guion peinado con cardado de dementes, y los actores como dejados de la mano de sus dioses. No en negativo. Al revés, tan naturales a los elementos fantasiosos como ofuscados en no desprenderse de lo que han encontrado. Cusack está en su salsa de hombre miserable, abandonado y desgraciado. La irreconocible Cameron Díaz no se ha visto en otra parecida, pese a explotar hasta el infinito su lado cómico. Keener, atrayente y espectacular, es la X impredecible de la fórmula. Y Malkovich es simplemente una maravilla. No solo por saber hacer de sí mismo (no es tan fácil, si lo pensamos), sino por su resignada y aturdida concepción de la posesión a la que le someten los desquiciados personajes que le habitan.
Sean Penn, Charlie Sheen, Brad Pitt y Violeta Spencer, entre otros, también se dejaron ver brevemente, azuzados por los dos titiriteros causantes de esta locura de saltos mortales y arriesgada apuesta argumental. Los mismos que dos años después repitieron experimento metafísico con la prodigiosa Adaptation (El ladrón de orquídeas) donde Charlie Kauffman reclutó a su hermano Donald para el guion, y donde hay un guiño inicial a los incondicionales del cerebro de Malkovich. Mirar con los ojos de otro, no buscar la lógica (que no la hay), no contener la estupefacción y dejarse conquistar por lo insólito. Es el secreto de esta moderna explicación sobre la angustia existencial. Si hay una puerta hacia otro lado, ábrela y no preguntes.
Cuando Graig consigue ser John Malkovich no puede evitar emular a su marioneta, y se marca este momentazo:

 

 

Y DE REPENTE, OTRO DESPROPÓSITO

Al guionista Charlie Kaufman se le ocurrió una genialidad a ojos de todo mitómano que se precie. Se le pasó por la cabeza, y reflejó sobre el papel, una estupenda historia acerca de un titiritero, un ‘domador’ de marionetas, Craig Swartz (John Cusak), casado con una extraña criatura, amante de los animales (Cameron Díaz), que acepta un trabajo de oficinista porque no encuentra quien sepa apreciar su arte. Allí, en su despacho, descubre detrás de un archivador una especie de madriguera oculta que le lleva, ni más ni menos, que a la mente o al alma… o a la sala de máquinas del actor John Malkovich (‘as himself’). En torno a su descubrimiento, y junto a su sexy compañera de trabajo, Maxime (Catherine Keener), ambos montarán un ‘chiringuito’ muy lucrativo.
El argumento era irreverente, potencialmente muy divertido y resultaba estupendo sostener un guión cinematográfico en una idea tan rabiosamente original, pero ¡ay!, el tándem Spike Jonze / Charile Kaufman cometió el error de descuidar el resto la historia. Artísticamente hablando, es demasiado irresponsable apoyar todo el peso argumental en una concatenación de despropósitos que compiten entre sí para ver cuál es más absurdo, en una confusión de acontecimientos e identidades similar a la que se puede producir en el geriátrico que se monta, al final de la película, en la cabeza de nuestra querida estrella. Como un ramillete de absurdeces que se suceden a una velocidad de vértigo, sin orden ni concierto.
El problema es que este ‘desvarío mental’, a lo Malkovich, de puro barroco, termina aburriendo en su desarrollo y en la estrambótica confusión sentimental de los personajes. Hasta el punto de que nos hubiera encantado que se hubieran dejado a un lado los amoríos despechados y que se le hubiera sacado punta cómica a las infinitas posibilidades socarronas que ofrece estar dentro de un tipo de fama, éxito, riqueza y reconocimiento artístico como John Malkovich. No digamos aprender a manejar los hilos de sus apetencias. Seguro que los habitantes de su ‘ensimismamiento’ (lo mejor de todas las paradojas metafísicas de la ‘lata de gusanos’ que plantea la película), los Malkovich multiplicados hasta el infinito, también lo hubieran agradecido.
No hubiera estado de más que Spike Jonze y el auténtico protagonista de esta película, Charlie Kaufman, le hubieran dado cierta coherencia, dentro del disparate, al comportamiento de algunos personajes. No por ello hubieran perdido su gracia.
Porque lo que no se comprende es que, por ejemplo, un tipo de naturaleza tranquila, apática, casi depresiva y un punto amargada recupere, de repente, la vitalidad perdida para amenazar con una pistola a su mujer, quitársela así de en medio y ‘cepillarse’ a la femme fatale que le entusiasma desde el minuto cero. O que, de repente, Maxime, la seductora nata, se descubra enamorada de unos, de otros y de todos en función de la ventolera que le dé en la entrepierna que tiene en su cerebro. O que todo el mundo sea consciente, con certeza científica, de que si tienes a un señor metido en la cabeza de otra persona, el tercero que llegue a ella acabará con sus huesos en el subconsciente. En fin, demasiada ‘aceptación’, demasiada resignación argumental para una sola película.
A pesar del caos, las interpretaciones de Cusak, Keener y Díaz se sostienen con mucho desparpajo y bastante talento. Pero por encima de todos, deslumbra la del señor omnipresente, la del fabuloso Malkovich, quien realiza una exquisita y disparatada parodia de sí mismo. Hay que reconocer también que la película tiene una fascinante capacidad de plantear las más absurdas preguntas existenciales. Tan absurdas como las que siempre nos han estado abrumando en nuestra piel de perdedores manipuladores.

Malkovich entra por la madriguera al cerebro de Malkovich, y esto es lo que pasa: