Atado en corto: ‘La ruta natural’, de Álex Pastor. ‘Viviendo hacia atrás’


Hoy queremos destacar este maravilloso cortometraje de Álex Pastor con motivo del espectacular estreno y acogida de la apocalíptica Los últimos días, la película que este cineasta ha rodado junto a su hermano David Pastor y que se está convirtiendo en todo un fenómeno en nuestro país, con José Coronado y Quim Gutiérrez a la cabeza. La ruta natural (2004), el que fuera primer cortometraje de Álex, tuvo unas críticas excelentes y recibió un año después el Premio Internacional del Festival de Sundance y el Premio Nova Autoria del Festival de Sitges, realizando un recorrido por todo el mundo lleno de apasionadas críticas.

 
Es muy difícil comentarlo sin desvelar la magia de su dirección y argumento. Solo podemos decir que Divad, su protagonista, se despierta en la bañera tras un extraño accidente, momento a partir del cual comienzan a sucederse inquietantes hechos en el mundo que lo rodea. A la inversa del resto de los humanos, recorre su vida marcha atrás, aprendiendo con ello que no siempre nuestra ruta vital es la adecuada.
 
Con guion de Martí Roca, fotografía de Eduard Grau y protagonizada por Pere Ventura, Albert López-Murtra, Albert Capdevilla, Carlota Ribes y Lucas Zamora, os dejamos esta breve historia que condensa la vida a la inversa en poco más de diez minutos y deja un sabor de vacío temporal y emocional difícil de superar:

Visionado: ‘Oz, un mundo de fantasía’, de Sam Reimi. ‘El mejor truco es el engaño’

tres estrellas
 
El atrevimiento de los directores más iconoclastas por adentrarse en las precuelas de películas y sagas fantásticas parece no tener límites hoy en día, cuando los efectos especiales y el mundo digital hacen posible casi todo. El proyecto para contar el origen del mago más famoso del mundo tenía solera en los cajones de Hollywood y es que solo alguien con la suficiente “chepa” artística podía tener el valor de meterle mano a los volúmenes del novelista Lyman Frank Braun sobre este reino y contar la historia precedente a El mago de Oz que Victor Fleming rodó con Judy Garland en 1939, una de las mejores películas del séptimo arte. Entendemos que animado por el éxito de su trilogía Spider-Man, Sam Reimi fue al final el valiente, y solo por eso ya prometía.

 


Así que podíamos imaginarnos sin temor que el gran maestro del cómic convertido en cine no haría un trabajo desdeñable. Y no lo ha hecho. Oz, un mundo de fantasía es una película entretenida a más no poder y que además mantiene la textura iconográfica que Fleming rodó hace más de 70 años, que se dice pronto. Pese a su inevitable toque cursiloide, que para eso es Disney quien paga el banquete, Raimi ha sabido imprimir en ella su personalidad frenética y algo nostálgica del reino más allá del arco iris, el de las baldosas amarillas y el de la Ciudad Esmeralda. Un ejemplo es su similar arranque en blanco y negro, la profundidad de la magia de los bosques y su enorme homenaje a la bruja verde del Oeste, probablemente lo mejor del film.
 
Para este objetivo hace recaer prácticamente todo el peso de la película en el chisposo James Franco, ese actor de sonrisa irresistible al que le viene como anillo al dedo el papel del trilero y timador Oscar Diggs Oz, quien huyendo en globo va a parar al reino que lleva su nombre, y cuyos habitantes le esperan para que les salve de la destrucción que sobre ellos planea la Bruja Mala. Está algo histriónico y payasete por momentos, pero al final su deje de burla sarcástica le saca del enredo. Eso y su tremenda y sofisticada “corte” de actrices: la portentosa Rachel Weisz (la Bruja Evanora), la dulce Michelle Williams (la Bruja Glinda) y la morbosa Mila Kunis (la Bruja Theodora), que le meten en un juego de despistes y lealtades igualmente eficaz.
 
Este elenco no nos descubre, sin embargo, nada nuevo. El ritmo narrativo es ágil e inteligente, las interpretaciones son correctas, algunas más que otras, y las dos horas y pico no resultan excesivamente largas aunque sí estiradas, que no es lo mismo. Al final -lo tenemos que decir- no pudimos evitar echar de menos a Dorothy, a Totó y a sus tres torpes acompañantes, cantando aquello de because, because, because en el tema The Wonderful Wizard of Oz. Así funciona la melancolía cinéfila.
 
Admitimos que no carece tampoco la película de cierta ternura, con esas entrañables criaturas que no por tópicas y friquis resultan menos adorables: un mono volador vestido de botones, una muñequita medio de porcelana-medio manga, un cascarrabias bigotudo y un maestro de la pachorra. Toda esta compañía, junto con la inestimable ayuda de las melodías de Danny Elfman y de la imaginación visual, configuran el camino a la grandeza del mago, un aprendizaje mil veces visto, mil veces insertado en la moralidad de la sociedad occidental, esa eterna lucha por la bondad que de repente empapa las buenas intenciones de una historia que no llega a tanto, pero que lo intenta honestamente.
 
Incluso da la sensación de que el propio Raimi, listo como ninguno, disfraza este aleccionamiento moral de la misma manera que el falso mago se hace pasar por un gran hechicero. Nos hace creer que todo es posible con ingenio y creatividad, que a veces pasa que un pequeño pueblo oprimido puede echar a sus malos a golpe de falsa creencia, y lo hace con el mejor truco de la historia: el engaño. Hay una escena en la que se promulga la necesidad de mantener la fe de los ciudadanos (no su voluntad, ni su valor, ni su capacidad para luchar) por encima de todo. Todos bajo una mentira, una promesa, pero ante todo creyentes y comprometidos. Se trata de un mensaje religioso muy fiel a la novela original y que el cineasta enarbola como para mostrarnos que también su película es un truco. Lo descubrimos, pero nos dio igual. El cine también es así. 
 

Cinetario gana el concurso tarantiniano de Fnac España

 
 
Cinetario ha amanecido hoy con una estupenda noticia. Una de nuestras colaboradoras ha sido la ganadora del Concurso Tu reseña tarantiniana de Fnac España, con un texto sobre Django desencadenado, a cuyo director dedica una entregada carta de amor. Como ella siempre comenta, Quentin Tarantino llegó a su vida hace 20 años para no darle nada más que alegrías. Esto es solo un paso más en la relación obsesivo-compulsiva que mantiene con la filmografía de este cineasta. 
 
Por nuestra parte solo podemos congratularnos del reconocimiento a los habitantes de nuestro planeta, que frente a viento y marea siguen llenando de pasión este blog.
 
Enhorabuena

‘Deseando amar’, de Wong Kar-wai. ‘Un latido diferente’ vs ‘De cuello para arriba’

 
UN LATIDO DIFERENTE
 
Deseando amar es una sensación, un estado de ánimo agotado por la melancolía, es la belleza del gesto cotidiano y un secreto liberador que se oculta en un agujero. Es mucho más que una película, es un sentimiento intenso y apasionado. Es un filme que habla sobre el amor, pero no es uno de tantos. El amor surge del desgarro, del profundo dolor que supone el rechazo. Nace entre dos vecinos de un piso de Hong Kong: la señora Li-Zhen, secretaria de una empresa de exportación y el señor Chow, redactor jefe de un diario local. Son dos personas tristes, solitarias, a pesar del compromiso legal que las mantiene atadas a unos terceros que acaban traicionándoles. 
 
El despecho es el responsable del acercamiento de nuestros protagonistas, quienes se atraen y, en un principio, se aferran a ese deseo porque, de alguna manera, les mantiene unidos a sus historias rotas. Mientras tanto, juegan a ser sus parejas, los que engañan, y simulan rupturas o conversaciones tensas y en ese morboso entretenimiento, se descubren y se hacen amigos. Los encuentros se hacen cotidianos y, poco a poco, los protagonistas se van liberando de su soledad hasta recuperar su dignidad y darse cuenta de que se habían enamorado. La vida, sin embargo, con su cinismo particular, tendrá la última palabra en este relato. 
 

 

 

Wong Kar-wai nos ofrece esta historia de una manera muy elegante, preciosista, sin apenas diálogos que den explicaciones, con la elocuencia de unas imágenes de gran belleza y minuciosamente estudiadas. Cada gesto sutil, cada encuentro casual o deliberado, cada mirada huidiza y cada forma de caminar están llenos de múltiples significados. Los colores vivos y los taciturnos, los cuerpos enfundados en vestidos ceñidos, el humo melancólico del cigarrillo, los largos pasillos de pesadas cortinas rojas, la lluvia resbalando sobre una piedra desbordada. Todo objeto cotidiano adopta, gracias a la fascinante fotografía y a la mirada detenida de Kar-wai una belleza tan extraña, tan singular, que el mundo a través de sus ojos nos parece nuevo. Produce un efecto hipnótico del que resulta muy difícil escapar.
En su narración, el director utiliza unos interludios donde el ritmo de la película busca otro latido diferente. Son unos interludios que se dejan ver a cámara lenta y donde suena de fondo, con la cadencia de un valls, una increíble melodía (Yumeji´s Theme, de Shigeru Umebayashi) que va dibujando la evolución de los sentimientos de los protagonistas. Y es que la banda sonora tiene un protagonismo esencial en la película. Así, frente al llanto de los violines del tema de Yumeji, se encuentran las canciones que hiciera inolvidables Nat King Cole (Quizás y Aquellos ojos verdes), una música que devuelve la alegría de vivir o abre una puerta a la esperanza. Por unos breves instantes, como acostumbra a dejarse ver la felicidad.
Wong Kar-wai es un orfebre que pule la imagen de su película hasta dar con el encuadre acertado. Le gusta colocar la cámara utilizando un estilo indirecto que encierra en sí mismo un rico código de lecturas diversas. De este modo, observamos a nuestros protagonistas a través de espejos ‘desenfocados’ o en escenas donde cobra protagonismo la fachada en escorzo de un edificio. O les espiamos tras las sombras de unos barrotes. La cámara atraviesa, en ocasiones, los muros del edificio para unir emocionalmente a nuestros protagonistas mientras oscila de uno a otro, con una sinuosa danza. Incluso nos obliga a robarles su intimidad para observarles, como a hurtadillas, debajo de una mesa.
Mirarles de frente, sentirles cerca resulta muchas veces difícil. A lo mejor porque, como el mismo protagonista nos dice, en los instantes finales de la película, “todo lo que se recuerda es borroso y vago”.
Uno de los juegos de la pareja y muestra del apasionado acercamiento de ambos desengaños:

 

 

DE CUELLO PARA ARRIBA

Wong Kar-wai tiene esa especial manera de ver las relaciones amorosas cubiertas de colores glucosos y lentitudes somnolientas. Aunque es cierto que su intensa carrera como cineasta nos ha permitido descubrir la concepción del amor como elemento transfronterizo y exportable, la mayoría de las veces solo nos hemos encontrado con una lánguida representación de las pasiones más ñoñas y acompasadas hasta el sopor. A lo mejor es fallo nuestro, pero no sabemos captarlo de otra manera después de haber seguido parte de su prolífica carrera incluso en sus abundantes cortometrajes.
Deseando amar, esta aclamada historia de encuentros pictóricos entre dos vecinos -el director de un diario local, Chow (el premiado Tony Leung), y la administrativa Li-Zhen (Maggie Cheung), ambos traicionados por sus respectivas parejas, contribuye como ninguna a dejarnos claro el decálogo del cineasta de Hong Kong a la hora de plasmarnos un guion de telefilme como si de un melodrama histórico se tratara. Quizás la desatada euforia que provocó en la crítica mundial tuvo más que ver con la puesta en escena, con sus trucadas elipsis y saltos en el tiempo, y con el hermetismo hipnotizador de su dirección, pero aquí no nos andamos con cribas estilísticas.
Con algo menos de disimulo que años después demostraría en la más aceptable My Blueberry Nights, Kar-wai decidió que las tristes existencias de estos personajes en el Hong Kong de los años 60 merecían ser lloradas y admiradas por el público tendente al desasosiego. Para la tarea utilizó una ambientación vecinal urbana y cosmopolita muy conseguida y se afanó en enredar las secuencias de los dos personajes en planos que parecen repetidos pero que no son el mismo si atendemos al vestuario de la protagonista femenina: todo un catálogo de vestidos apatronados en manga corta y cuello alto que nos sitúan en diferentes momentos del tiempo a modo de brújula emocional. Y entre este caótico baile de despistes se quedan las pasiones de ella y él, en sus miradas eternas, sus frases sacadas casi con presión arterial y una expresividad de cuello para arriba que nos lleva hasta el ahogo, en su sentido más negativo.
Mientras ambos suben y bajan escaleras en busca de cuencos de arroz, se cruzan por el mismo pasillo, se apoyan una y otra vez en la misma pared, se empapan sin parar con la misma lluvia, se repiten las mismas palabras cual amnésicos crónicos, suena de manera enfermiza el Yumeji´s Theme, del compositor japonés Shigeru Umebayashi, que la película convirtió en casi un hit publicitario mundial. Diez replays, ni uno más ni uno menos, le hacen falta a War-kai para que consigamos odiar esta bellísima pieza instrumental como si nos anunciara un nuevo retroceso en la historia. Eso no se hace. Porque ya no hay quien nos cure.
No nos creemos insensibles a la belleza cotidiana que desprenden muchas de sus imágenes. Su diseño artístico es original y llamativo. Otra cosa es que no nos resulte suficiente para comprender su continente sentimental, si aceptamos que existe, que de alguna manera que se nos escapa hay un trabajo narrativo que llena la película de algo pasional, de ese eterno “lo que pudo ser y no fue” que no podemos ver.
Resulta que la mayoría de los defensores de Deseando amar creen asistir a una representación cultural del amor, es decir, asumen que están aprendiendo la percepción asiática de las pasiones. No lo vamos a negar, pero no lo consideramos atractivo irrevocable para su elogio. Ni siquiera ese paseo final del triste Chow entre las ruinas de un templo, susurrando sus secretos a un hueco en la pared nos pareció convincente o rashomoniano. Al final viajamos a su título original, Fa yeung nin wa, y nos encontramos con que significa “la magnificencia de los años pasa como las flores”. Casi nada. Una especie de Esplendor en la hierba al estilo maduro, sofisticado y contenido. Tanto que ni sientes que termina, cuando consigue terminar.

El final de la película. Avisamos de SPOILER, aunque no es muy determinante sobre el argumento de la historia:

Y, cómo no, el tercer protagonista, la maravillosa pieza musical de Umebayashi, con escenas del filme:

 

 

Visionado: ‘Los amantes pasajeros’, de Pedro Almodóvar. ‘Orgía sin desenfreno’


dos estrellas


Una cosa queda clara. La marca Almodóvar es arrolladora. Sobre todo, cuando se observa el tirón en taquilla que ha tenido su última película, Los amantes pasajeros, en su primera semana en la cartelera. De hecho, siempre merece la pena acudir al cine para disfrutar de sus historias apasionadas, de las situaciones al límite y extrañas que imagina, ajenas, pero siempre capaces de despertar sentimientos universales en los que reconocemos nuestro propio dolor o nuestra propio desconcierto, quizás algún rastro de felicidad. Su puesta en escena, la belleza de su escenografía, la música que acompaña a los sentimientos, su sentido singular de la estética… Almodóvar y su universo  pocas veces decepciona. Por eso, nos sorprendió que su vuelta a la comedia disparatada, liberado de la oscuridad pasional de sus últimos relatos, no fuera algo más convincente, más rebelde o transgresora. Por lo menos, algo más graciosa, sin ánimo de resultar blasfemos.
Y es que en Los amantes pasajeros el ‘absurdo’, que formaba parte del instinto que el cineasta tenía para la comedia, deja de ser surrealismo creativo para convertirse en algo así como un pan sin sal. En la película, no hay una verdadera celebración de la vida  (como promete el tráiler) ni tampoco irreverencia (como todos esperábamos de su cacareada crítica a los momentos que vivimos) y sí demasiadas ganas de reivindicar un tipo de humor que parece una copia pirata del cine del manchego.
En Los amantes pasajeros,  a la denuncia le falta corporeidad y al cotilleo descarnado, le falta  sarcasmo. En ambos casos, solo obtenemos el retrato obvio y esquematizado de unos tipos fácilmente reconocibles de “esta”, nuestra España corrupta de pandereta y papel couché. Junto a ellos, aparecen otros seres inventados y ocurrentes, en la órbita del cine del manchego,  pero malgastados porque no desarrollan todas las posibilidades que tienen a su alcance. Parecen aburrirse  de su propia existencia. Ahí está esa virgen vidente que accede a los acontecimientos futuros accionando un mecanismo curioso: tocando paquetes. Todo ello por no hablar del flojo y decisivo cameo con el que arranca la película donde nuestros dos actores más internacionales (Penélope Cruz y Antonio Banderas) parecen sentirse incómodos con los papeles que Almodóvar les ha regalado para su aparición estelar. Son dos fantasmas del tan celebrado costumbrismo patrio que, en otros tiempos, tan bien sabía retratar el cineasta.
Y es que es esa precisamente la sensación que invade al ver la película. Es como si todos los personajes hubieran nacido viejos y cansados, sin el brío, la gracia, el desparpajo y la locura de la galería de retratos que ha sido capaz de crear a lo largo de su filmografía.  Los amantes pasajeros deambulan, sin orden ni concierto (hay que llenar un metraje de 90 minutos, que se hacen largos), en situaciones armadas en torno a un viaje a ninguna parte y con un destino accidentado. Hay historias dentro de otras historias perfectamente prescindibles, sencillamente, porque aburren, destrozan el ritmo y no aportan nada (el galán-actor venido a menos y las mujeres que le rodean). El toque catártico de las drogas y sus efectos secundarios: léase un ardor sexual incontrolable, no resulta revolucionario, ni provocativo, ni siquiera excitante. Podría tener su punto si resultara menos vital para el argumento.
Sin embargo, siempre hay momentos mágicos en el cine de Almodóvar y esta película no iba a ser una excepción. Mención aparte merece el perfil de los tres ‘azafatos’ de la clase business que se sobreponen a la fatalidad y al aburrimiento del resto de la película gracias a los mejores diálogos y a tres intérpretes verdaderamente dotados para la comedia (Carlos Areces, Javier Cámara y Raúl Arévalo). Lo de menos es su publicitado número musical.
Solamente en algunas escenas impactantes y formalmente bellas reconocemos al maestro que tantas horas de felicidad y diversión nos ha regalado. En especial, la imagen de ese ‘Aeropuerto’ desértico,  sin alma, vacío de viajeros y espejo de nuestras miserias.

 

Píldoras cinetarias: David Bowie, "starman" de cine

 
Next Day es el nombre del regreso del gran David Bowie a la música después de una década silenciosa. El título de su nuevo álbum, que acaba de salir a la venta con excelente acogida, no podría haber sido mejor carta de retorno, tras varios años completamente desaparecido como compositor, artista, productor y también colaborador esporádico pero intenso en películas de todo tipo. El disco, bien resguardado de rumores y anunciado por sorpresa en enero, pudo escucharse entero en streaming (es todo un señor y se lo puede permitir) y muchos de sus fans estamos ahora atentos cada día al anuncio de una posible gira, que terminaría de consagrar al White Duke como uno de los mejores artistas de la historia de la música.
 
Pero en Cinetario, fiel a nuestra mitomanía incurable, queremos hoy rendir un pequeño homenaje al paso de Bowie por el celuloide, que no ha sido precisamente escaso. Este genio británico siempre dejó que su capacidad para ser un camaleón de ficciones y su fascinación por el cine fueran evidentes desde los años 70, cuando el glam, el rock y el concepto de vinilos conceptuales se unieron para formar parte de su mejor discografía. Así intentó reflejarlo Todd Haynes en la película Velvet Goldmine (1998), pseudo-biopic sobre los años locos de Bowie, honesta con el tiempo que retrataba pero excesivamente maquillada en especulaciones.
 
Al margen de su vida y estridencias, creemos que desde el Major Tom de Space Oddity hasta su legendario Ziggy Stardust, los personajes de sus discos no son sino almas cinematográficas a las que dio vida a través de sus composiciones. Además esa tónica permanecería en las tres décadas posteriores y David Robert Jones seguiría regalándonos su mirada bicolor y sus canciones tanto en escenas como en títulos de crédito iniciales y finales, que consiguió hacer más carismáticos solo con sus letras o su presencia.
 
No están todos (para eso haría falta un monográfico), pero a continuación recopilamos, en orden cronológico, los que consideramos sus mejores coqueteos con el séptimo arte, ya sea mediante la encarnación de personajes o a través de la utilización de sus canciones en bandas sonoras que quedaron para el recuerdo de su inmensa y apasionada contribución a lo audiovisual.
 
- El hombre que vino de las estrellas, de Nicholas Roeg (1976). Cuando Ziggy y sus arañas de Marte ya habían vivido su aventura en La Tierra, Bowie protagonizó esta extrañísima e hipnótica historia sobre un extraterrestre que llega del planeta Anthea y acaba como dirigente de una multinacional gracias a sus inventos. En plena eclosión del cine de ciencia-ficción, la película tuvo su público y además influyó claramente en la posterior aventura espacial de su primogénito Duncan Jones Zowie, hoy reconocido cineasta independiente especializado en este género.
 

 
- El ansia, de Tony Scott (1983). Poco o nada se habla actualmente de esta película, una de las más peculiares del género vampírico y precursora de otras lamentables interpretaciones sobre los acólitos del Conde Drácula. A raíz del reciente y misterioso fallecimiento de su director, algunos de sus fanáticos seguidores volvieron a rescatarla del olvido, y junto a ella el papel de Bowie como John y sus juegos erótico-festivo-sanguíneos con Caherine Deneuve y Susan Sarandon.
 

 
- Dentro del laberinto, de Jim Henson (1986). Sin duda su película más conocida y comercial, no solo por su carismático papel del villano y ochentero Gareth sino porque compuso casi en su totalidad la banda sonora. Pese a que el tiempo y la tecnología ha pasado factura a la artesanía de los muñecos de Henson, sigue resultando una maravilla contemplar la historia de la adolescente Sarah (Jennifer Conelly) perdida en un mundo de fantasía. Y ese baile de máscaras entre ambos, imposible de olvidar.
 
 
- Mala sangre, de Leos Carax (1986). El inclasificable cineasta francés entronaba para siempre al atlético intérprete Denis Lavant como su fetiche particular y como el perfecto mimo de sus historias grotescas y fantásticas. A nuestro homenajeado le encontramos de esta guisa pero solo con su música, cuando el atormentado Alex (Lavant) pasa del tullimiento a la locura coreográfica mientras se escucha el potente tema Modern Love, uno de los singles más poperos de Bowie.


- La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese (1988). Solo dos años después Bowie debutaría en uno de sus roles más realistas y de la mano de unos de los grandes cineastas de la historia. Su papel de Poncio Pilatos en esta libre y polémica adaptación de la vida de Jesús de Nazaret le valió muy buenas críticas y muchos comenzaron a pensar que el cantante realmente había encontrado su encaje en los papeles más atrayentes y magnéticos que encontraba.


- Twin Peaks. Fuego, camina conmigo, de David Lynch (1991). La precuela cinematográfica de la que probablemente sea una de las mejores series televisivas de la historia horrorizó a todos los fans de esta última, pero sin embargo sirvió para que volviéramos a ver al cantante británico en otra revisión de su enorme pasión por los personajes surrealistas, inescrutables y enigmáticos, y además en plano junto a Lynch. Los dos juntos, todo un regalo.


- Basquiat, de Julian Schnabel (1996). Este caótico biopic independiente sobre el artista neoexpresionista Jean-Michel Basquiat consagró a Bowie, encargado de interpretar a Andy Warhol, como un auténtico imán de personajes con chispa. Es uno de los roles cinematográficos que él mismo recuerda con más cariño, por lo bien que se lo pasó durante el rodaje y porque pudo rendir tributo particular a uno de sus referentes culturales más admirados. Y una nueva secuencia de lujo, con Dennis Hopper y Benicio del Toro.


- Carretera perdida, de David Lynch (1997). Por entonces no era habitual arrancar una película con un tema musical conocido. Fue con el I´m Deranged del cantante británico como Lynch vino a decirnos que estaba empezando una nueva etapa en su carrera, una de sus grandes obras maestras, consiguiendo paralizarnos de inquietud desde los títulos iniciales de crédito con Bill Pullman conduciendo su coche en medio de un bucle infinito.



- Dogville, de Lars Von Trier (2003). Resultó muy extraño que una película rodada en una nave industrial con los muros de las casas pintados a tiza y con un presupuesto tan comedido finalizara con escenas de todo tipo sobre la vida norteamericana. Para explicarlo, nada tan fácil como escuchar la letra de la canción que suena. El tema Young Americans de Bowie resume la esencia de un pueblo algo podrido pero dispuesto a guardar su esencia como un tesoro.

 

- The Prestige, de Christopher Nolan (2006). De nuevo recreando a un personaje real, en esta historia sobre el enfrentamiento de dos magos, el artista inglés se dejó convencer por el asombroso Nolan para darle cuerpo y voz al inventor y científico revolucionario Nicola Tesla. Y lo cierto es que su encriptada voz y su perfecto guion dio la réplica de maravilla a Hugh Jackman y Christian Bale, por entonces ya actores consagrados.
 
- Control, de Anton Corbijn (2009). Aunque relativamente reciente, este film sobre los últimos años de Ian Curtis, líder del grupo Joy Division fue un éxito en los circuitos independientes y se ha convertido en símbolo de la generación post-punk. Una de sus secuencias más famosas es precisamente aquella en la que Sam Riley (que interpreta a Curtis) emula a Bowie bajo el himno Jean Genie:
 
 
- Malditos bastardos, de Quentin Tarantino (2009). Shosana (Melanie Laurent) está a punto de consumar su venganza contra el coronel caza-judíos que mató a toda su familia. Vestida para la ocasión, de rojo fuego, parece dejarse guiar en su plan por la letra sinuosa del tema Cat People de nuestro cantante, una de las joyas de la banda sonora de esta fabulosa película.
 
 

No descartamos que Bowie vuelva a sorprendernos con un nuevo cameo. O confundimos deseo con creencia. Queremos que en el futuro también podamos hablar de su next movie como de su nuevo álbum, y que otra vez un hombre de las estrellas se pasee por la gran pantalla. Sin miedo a aquello que Ziggy Stardust advertía ante los terrícolas en el tema Starman, nada más llegar a nuestro planeta: 
 
“There´s a starman waiting in the sky
He´d like to come an meet us
But he thinks he´d blow our minds”
 
(Hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo
Le gustaría venir y conocernos
Pero cree que haría estallar nuestra mente)

Que nos haga saltar por los aires. Él es grande. Es Bowie.

Visionado: ‘No’, de Pablo Larraín. ‘El triunfo de la imaginación’

cuatro estrellas

A veces, hay que ser medio niño para conquistar el mundo. En un país de discursos abotargados y pasado trágico, el mensaje más sencillo es el único capaz de tocar la fibra sensible, de despertar conciencias, es el único con los arrestos suficientes como para plantarle cara al miedo. René Saavedra (Gael García Bernal), a bordo de su monopatín, con el mando de su tren eléctrico en la mano, tiene muy claro qué es lo que no necesita escuchar su país, Chile, una nación que tiene la posibilidad de votar democráticamente si despide o no al dictador que marcó dramáticamente su destino durante largos años…
No, de Pablo Larraín, basada en la obra El Plebiscito, de Antonio Skármeta, nos remonta a finales de los 80, en el país latinoamericano, un momento en el que Pinochet, cediendo ante la fuerte presión internacional, se ve obligado a convocar un referéndum que ratifique su estancia en el poder. En este escenario, conocemos a René Saavedra (espectacular García Bernal), un joven ‘yuppie’ que vive las mieles de una trayectoria profesional de éxito como publicista, mientras cuida a su hijo pequeño y mantiene una extraña relación con su ex mujer. René, hijo de exiliado, se sentirá obligado a romper con su bienestar, dentro del régimen, porque algo se inquieta en su conciencia, algo que le empuja a dirigir la campaña publicitaria a favor del ‘NO’ a Pinochet.
Es la historia de David contra Goliat, es un duelo que se dirime en el salvaje mundo de los mensajes publicitarios. Es  también la historia de la lucha entre el cinismo de una élite apoltronada en el poder y el discurso naíf que logró aglutinar, a regañadientes, a una oposición caótica y multipartidista. La campaña estuvo dirigida por un joven que mamó la publicidad impulsiva y efectista de los norteamericanos y tuvo la lucidez suficiente como para comprender que la tristeza no vendía, tampoco los ajustes de cuentas, entendió que, a pesar del dolor, “los muertos y desaparecidos” pertenecían al pasado. Así que sin renunciar a la denuncia, apostó por los ‘valores universales’ y diseñó una campaña plagada de conceptos manidos e imágenes alegres, esperanzadoras… pero intemporales. Su equipo compuso, además, un jingle tan pegadizo (“Chile, la alegría ya viene….”,) que, según se cuenta, era incluso tarareado, a hurtadillas, por los estrategas de la campaña de Pinochet.
Este making off hecho película, este canto a la imaginación está  también sembrado de ingenios técnicos. Rodado como un falso documental o reportaje, las secuencias parecen escapar de la improvisación y se dejan aturdir por dificultades técnicas provocadas (por ejemplo, esas imágenes frecuentemente ‘quemadas’ o deslumbradas por el sol). En ocasiones, el estilo narrativo de la cámara en mano, oscilando de un rostro a otro, de una figura a otra hasta producir sensación de inestabilidad, contrasta con las imágenes fijas de la publicidad que van creando los creativos del Gobierno del dictador y de la oposición. Como si la realidad inventada fuera más poderosa y tuviera más verosimilitud que la que viven los protagonistas a los que acompañamos a lo largo de la película. Como si nos dijeran aquello de que, al fin y al cabo, la “vida es  sueño y los sueños, sueños son”.
Además, Larraín narra las conversaciones vitales para la trama de manera fragmentada, situándolas en diferentes localizaciones. Es muy agudo su intento de deslocalizar, desarraigar una decisión crucial para el protagonista que cambiará el rumbo de su vida.
En definitiva, es un placer disfrutar de esta película e intentar imaginar, a través de ella, lo que ocurrió en un país cansado y atormentado por la dictadura. Sin embargo, lo irónico del asunto es que según una serie de encuestas que se realizaron tiempo después del plebiscito, los votantes del NO explicaron que se decidieron por esta opción debido a las dificultades económicas que atravesaba el país. Fueron más determinantes que la defensa de los derechos humanos. Es decir, a pesar de la superioridad técnica y creativa de los publicistas de la oposición, la suerte de la dictadura ya estaba echada. Sin embargo, nadie pudo negar que aquella campaña publicitaria, aquella bocanada de aire fresco se convirtió en la voz de un pueblo que aprendía a escucharse y despertaba de un mal sueño.
La película no pretende dejar en el aire ninguna moralina, aunque hay cierto mensaje subliminal, deliberado o no, que se nos queda en la mente tras su visionado. Así, Larraín parece decirnos que el Peter Pan que llevamos dentro no se nos debería escapar volando. Lo suyo es subirlo a un monopatín y dejarle rodar por ese mundo sin horizontes que es la imaginación. En ese camino, lo de menos es el país o el mundo que nos estemos inventando.