Píldoras cinetarias: Momentos cinematográficos de 2012 para el recuerdo

Queríamos despedir el año aconsejándoos un vídeo resumen, que circula por Internet, de algunas de las películas más destacadas de 2012. Nos ha gustado porque se trata de un montaje trepidante, de los que dejan sin aliento, que reúne fragmentos de secuencias de algunos de los grandes éxitos cinematográficos del año. 
Predomina el cine habitual en los circuitos comerciales y los suculentos blockbusters. Hay grandes ausentes, también algunas películas que todavía no hemos tenido oportunidad de disfrutar, pero que se estrenarán en breve en nuestro país, aunque eso sí, es una recopilación impactante, muy elaborada, que a nadie dejará indiferente.
El vídeo tiene varias partes diferenciadas y acompañadas por música radicalmente opuesta. Así, tendréis la oportunidad de escuchar la impresionante banda sonora del documental Koyaanisquatsi, obra del compositor minimalista Philip Glass y también el irreverente y célebre tema Tick Tick Boom, de The Hives.
En cuanto a las imágenes de las películas elegidas podemos encontrar de todo. A Brad Pitt, sublime, en Mátalos suavemente (Andrew Dominik), varias imágenes de la taquillera Los juegos del hambre (Gary Ross) que se confunden con las escenas más épicas de (Peter Jackson) o la elegancia violenta de 007 y su última aventura en Skyfall(Sam Mendes). 

Recoge también algunos de los momentos memorables que nos ha reservado nuestra otra vida más allá de la gran pantalla. De este modo, podemos volver a disfrutar de la asombrosa y estrecha caída entre dos edificios de Jeremy Renner (El Legado de Bourne, Tony Gilroy), del tsunami arrollador y definitivo de Lo Imposible (Juan Antonio Bayona), del accidente escatológico del noir nórdico Headhunters (Morten Tyldum) o de la belleza visual de Prometheus(Ridley Scott) Nos avanza, además, próximos estrenos como la inminente La noche más oscura (Kathryn Bigelow) o Anna Karenina (Joe Wright) que se acercará a nosotros en  primavera.
Pero sobre todo, nos la oportunidad de recordar el inmenso abrazo final de los protagonistas de una de las mejores películas del año, El Profesor Lazhar (Philippe Falardeau), quizás lo más destacado de la ‘cosecha 2012″, junto con la gran ausente de este trepidante resumen: la inolvidable, inquietante y desgarradora Shame(Steve McQueen).
 Esperamos que disfrutéis de este gran paseo por un año cinematográfico que quizás no fuera de los más destacados, pero sí de los más entretenidos e inesperados.
Os dejamos con el vídeo obra de Sleepy Skunk. 

Visionado: ‘El Hobbit: un viaje inesperado’, de Peter Jackson. ‘De nuevo la ilusión’

cuatro estrellas

 
Cinetario no existía cuando hace ya nueve años salimos de la sala totalmente conmocionados tras ver El Retorno del Rey, la última de las tres entregas que Peter Jackson realizó para la adaptación de la novela de J. R. R. Tolkien El Señor de los Anillos. Habíamos crecido y madurado con esos tres libros, sus historias y personajes formaban parte de nuestra experiencia vital, y la emoción de poder disfrutar de su insuperable salto a la gran pantalla dio paso a un gran vacío: el que experimentamos cuando nos dimos cuenta de que nunca volveríamos a ver algo así. El listón estaba tan alto, lo que habíamos contemplado era de tal magnitud, que todo lo visto después solo sería un espejismo, una burda imitación. Así pensábamos hasta que nuestra esperada ilusión se renovó cuando supimos del inicio del rodaje de , el inicio de todo, en las mismas manos del director neozelandés, nuestro pequeño gran alquimista.
 
Después de muchos tropiezos, de la guerra contra los herederos de Tolkien, de los cambios en la distribuidora, de la la huida de Guillermo del Toro, de nuestra casi total certeza de que el proyecto no saldría adelante, finalmente fue posible. Nuestra última visión cinematográfica de la novela ya no sería la despedida de Frodo en los Puertos Grises. Ya no lo es. Peter Jackson nos lo está diciendo al comienzo de : se remonta al inicio de La Comunidad del Anillo para que entendamos que aquello que el viejo Bilbo Bolsón (Ian Holm) comenzaba a escribir ocultándolo a su sobrino Frodo (un placer reencontrar a Elijah Wood) tenía algún sentido. Es la precuela, el viaje que siendo un ingenuo y comodón hobbit, 60 años atrás, realizó con el mago Gandalf y con doce enanos para recuperar el Reino bajo la Montaña, usurpado por el dragón Smaug.
 
Tan fuerte es el lazo que une esta película a la trilogía de El Señor de los Anillos que el director ha apostado por prescindir, salvo al principio, del tono enormemente infantil de la novela original para hacer la historia más madura, más profunda, dotándola de una épica y una trascendencia que pasa del todo desapercibida en la lectura. De hecho, como ya hiciera hace más de una década, no ha adaptado solo sino que ha abierto los valiosos Apéndices de Tolkien para que conozcamos las historias legendarias del enano Thorin Escudo de Roble, la naturaleza del mago bardo Radagast, la historia del Bosque Sagrado (luego Bosque Negro), las predicciones de Galadriel de Lòrien sobre el nacimiento de fuerzas oscuras, y la introducción de la pérdida del Reino de Thrór. 
 
Es esta mimetización y sensibilidad de Peter Jackson con la historia de la Tierra Media lo que le convierte ya en el único director posible a nuestros ojos. Es realmente sorprendente que haya conseguido volver a hacer enmudecer por entero a las grandes salas de cine con escenas de acción tan espectaculares como la lucha de los gigantes de piedra, el ataque de los wargos o la huida de las mazmorras de los trasgos (hay que ver cómo nos recordó a las minas de Moria). Por supuesto, la escena más esperada por los fans, el hallazgo del anillo de poder por parte de Bilbo, su encuentro con Gollum (portentoso, hechizante, trastornado y esperpéntico de nuevo) y los acertijos en la oscuridad, superan con nota la expectativa, no solo por su trascendencia en la historia sino por respetar casi al dedillo el diálogo frenético y desquiciante que ambos personajes mantienen en la novela.
 
Pese a que Gandalf (el gran Sir Ian McKellen) tiene todas las papeletas de convertirse al final en el gobernante de toda la saga, no podemos dejar de alabar la elección del británico Martin Freeman para interpretar al joven Bilbo. Si no fuera porque ya le amamos por su papel de Tim en la serie británica The Office y como Watson en la versión moderna de Sherlock, habríamos pensado que nació hobbit. Su carisma, sus muecas, su pasmo, sus arrebatos de valentía desconocidos hasta para él, su aprendizaje, quedan grabados en su rostro de manera tan perfecta que consigue que le acojamos en nuestro corazón como ya hicimos con Frodo. Pero otro personaje se descubre en bajo el mencionado Thorin, líder destronado de los enanos, con la soberbia y triste mirada del actor Richard Armitage, en un paralelismo con el Aragorn de Viggo Mortensen no exento de astucia. Bien hallados son también los “retocados” Elrond (Hugo Weabing), Galadriel (Cate Blanchett) y Saruman (Christopher Lee) y la caracterización de todos los enanos, valientes, guasones, guerreros y cantarines.
 
Y nada hubiera sido lo mismo tampoco sin Howard Shore. Siguiendo las mismas premisas que en la trilogía anterior-posterior, consigue dotar a cada escena de su personalizado pulso musical. Tras repetirse temas como The Shire para los hobbits, The Ring para el anillo o Rivendel para el reino elfo, el compositor canadiense nos deslumbra con una retumbante partitura exclusiva para los enanos, la de su canción de regreso al reino perdido y la de las escenas de aventuras. Lo mismo realiza para los trasgos (todavía no existen las manadas de orcos de Sauron), para Radagast y para la escena del vuelo final, haciéndonos flotar y vibrar con el ritmo frenético del relato, casi sin tregua, convirtiendo en un pestañeo casi tres horas de metraje.
 
Cinetario no existía cuando en un agujero, en el suelo, vivía un hobbit. Pero ahora sí. Y podemos expresar con alegría nuestra renovada ilusión. Es como tomar el mejor plato de comida de tu vida, y que puedas repetirlo con avidez pasado un tiempo. ¿Quién podría negarse? Quizás muramos de empacho, quizás con dos películas hubiera bastado. Pero el propio Jackson ya se encarga de justificar por boca de Gandalf su nueva trilogía: “Hasta las historias más pequeñas merecen ser adornadas”. Con nació hace veinte años nuestra segunda vida en la Tierra Media, lejos de nuestra mera existencia, descubriendo que pequeños seres pueden hacer grandes cosas. Ahora podemos seguir viviéndola y con eso nos basta.
 

Disección: ‘Lawrence de Arabia’, de David Lean. ‘Medio siglo reinando en el desierto’


MEDIO SIGLO REINANDO EN EL DESIERTO

PANORÁMICA: 1962. En la localidad francesa de Evian, las colonias de Francia y Argelia firman una tregua para acabar con la guerra de liberación, dentro de un proceso de descolonización que ya afecta a todas las metrópolis europeas. La Asamblea General de Naciones Unidas adopta una resolución que condena la política Aparheid de África del Sur. En Inglaterra, los ciudadanos Sean MacBride y Peter Benenson fundan Amnistía Internacional, y The Beatles lanzan su primer single Love Me Do subiendo como la espuma en las listas de éxitos de todo el mundo. Muere ejecutado en la horca Adolf Eichman, arquitecto del Holocausto judío. Fallece la gran musa del cine Marilyn Monroe, el escritor norteamericano William Faulkner, el novelista germano-suizo Herman Hesse, y la diplomática Eleanor Roosevelt. En el mundo del cine, comienza la saga de James Bond con Agente 007 contra el Dr. No, y se estrenan Matar a un ruiseñor, El hombre que mató a Liberty Valance, El ángel exterminador y Atraco a las tres.

EL MEOLLO: El oficial británico Thomas Edward Lawrence (Peter O´Toole) es conocido entre sus compañeros y superiores por su excentricidad, insubordinación y rarezas. Desde su destino en el destacamento inglés en El Cairo (Egipto) durante la Primera Guerra Mundial, es enviado a Arabia para contactar con las tropas aliadas del príncipe árabe Faysal (Alec Guiness), que combaten contra los turcos. Su fuerte personalidad, su fuerza de voluntad, sus ansias de rebeldía y su entrada en contacto con el desierto y los beduinos, despertarán en el joven Lawrence el sueño de unir todas las tribus árabes en contra de los propios intereses británicos y franceses. Convertido en líder de una revolución imposible, buscando la grandeza ancestral del pueblo árabe, y acompañado por la fuerte lealtad (ganada e pulso) del líder harish Sherif Alí (Omar Shavif) y las ansias tribales del jefe del todopoderoso clan howeitat Auda abu Tayi (Anthony Qumnn), un héroe, un profeta, un hombre fuera de lo corriente se enfrentará a un destino no escrito entre las inclementes tierras del Nefud y el Sinaí, acosado por la muerte, convencido de que “un hombre puede ser todo lo que quiera” y luchando contra su rendición y su propia tierra. Lawrence de Arabia, probablemente uno de los mejores personajes adaptados de toda la historia del cine, liderará entre dos tierras su propia guerra contra sí mismo, entre la locura y la razón, la barbarie, la enajenación y la pérdida. Este año cumple medio siglo reinando en el desierto la historia de este grandioso hombre, atrapado para siempre entre las dunas, de regreso a su expiación y buscando la parte de humanidad que nunca le fue dada. En estos 50 años, nadie ha conseguido superar la obra magna de David Lean, coronada con siete Premios Oscar, con la misma espectacularidad que lo hizo el genio británico, manteniendo su corona dorada de las áridas tierras de la antigua Arabia.

DETRÁS DE LAS CÁMARAS: David Lean es el narrador, por excelencia, de la historia del cine. Un contador de historias intimistas, cercanas, pero también épicas y remotas. Lean fue capaz de adentrarse en todos los rincones del alma y de la psique humana para hablarnos de amores fugaces, imposibles o prohibidos; de las ansias de volar en un sueño de romanticismo; de la lucha entre el deber y el orgullo personal, de la búsqueda del exotismo y de los confines de la naturaleza para renacer o quizás alejarse de uno mismo. Fue capaz de deslumbrarnos en la pantalla con grandes pasiones, y enormes frustraciones, con firmes ideales que sucumben y flaquezas humanas. Su sentido de la estética ha dejado huella en generaciones de espectadores y de grandes cineastas. Fue un clásico y también un revolucionario.

David Lean aprendió cine porque asumió todos los oficios de la industria hasta que se convirtió en un montador muy solicitado en Gran Bretaña. Pasó a la dirección, de la mano del actor y dramaturgo Nöel Coward, y juntos crearon la cinta bélica Sangre, sudor y lágrimas (1942) donde somos espectadores de la Segunda Guerra Mundial asomados a las vivencias de tres hogares británicos. Además, fue el autor de la divertida y ácida comedia Un espíritu burlón (1945) donde Rex Harrison es perseguido por el fantasma de su primera esposa. En 1946 realizó su primera obra maestra, Breve encuentro. Se trata de una sencilla y bellísima historia de amor entre dos personas que se encuentran en una estación un tren una vez por semana. Su primera gran producción llegó en el 57 y de la mano de El puente sobre el río Kwai. Es quizás la película bélica más original de la historia del cine. Más allá de las escenas acción, la narración se sumerge en el retrato de un personaje enigmático y testarudo, pero fascinante: el coronel Nicholson. Un militar que desobedece a su sentido del deber para defender un sentimiento de orgullo. El camaleónico y carismático Alec Guinness (actor fetiche de Lean) interpretaba al protagonista. Después, llegaría su gran gesta cinematográfica, Lawrence de Arabia (1962) y, más tarde, la denostada Doctor Zhivago (1966). Incomprendida en su tiempo (se decía que pasaba de puntillas por el gran momento histórico, la revolución rusa, que servía de telón de fondo a la producción), su historia de amor es un referente cinematográfico muy aplaudido por el gran público. La hija de Ryan (1970) es quizás su obra más lograda aunque, en su tiempo, fuera también criticada. Entre tormentas, bosques y acantilados, refleja la historia de la insatisfecha y soñadora irlandesa Rosy Ryan (Sarah Miles), quien se entrega a una pasional y oculta historia de amor prohibido con un oficial británico. Será rescatada del escarnio público por un buen hombre, su marido (gran Robert Mitchum). Lean tardaría 14 años en volver a rodar otra película, pero eso sí, volvió por la puerta grande y con una novela de E.M. Forster apoyando su visión artística: la formidable Pasaje a la India (1984).

PRIMER PLANO

PETER O´TOOLE: Desde Cinetario rendimos hace poco homenaje a uno de nuestros actores favoritos con motivo del anuncio de su retirada de la gran pantalla, nada menos que con 80 años. Hace 50 años este actor irlandés realizó bajo la batuta de David Lean el gran papel de toda su carrera cuando dio vida al comandante Lawrence. Antes de esta subida al pedestal de los grandes actores de la década de los 60 y 70, O´Toole había comenzado su carrera profesional como periodista de provincias y más tarde como técnico de mantenimiento en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial. No obstante, su pasión por la interpretación le llevó a formarse más tarde en el Bristol Old Vic Theatre, donde se forjó en las tablas teatrales de la mano de las obras de William Shakespeare. Tras un desapercibido debut en la televisión inglesa, su estreno en el cine se produjo en 1954 con Kidnapped, aunque no destacó hasta su papel en Salvajes inocentes (1960), de Nicholas Ray. Desde ese primer momento, el actor demostró su capacidad para ahondar en la psicología de sus personajes hasta límites casi enfermizos, lo que le hizo candidato firme para conseguir el papel de Lawrence de Arabia, después de que lo rechazaran Marlon Brando y Albert Finney. A partir de ese momento, su carrera fue imparable y su nombre estuvo asociado a la solidez interpretativa, a los personajes torturados y a genios inacabados como demostró en los filmes Lord Jim (1964), La noche de los generales (1966) o la maravillosa El león en invierno (1968). En la década siguiente, tras atreverse con el musical El hombre de La Mancha (1972), se refugió en el teatro y en la bebida, crió su fama de actor difícil y relegó su carrera a papeles menores que nunca le hicieron justicia, salvo en El último emperador (1987). Quizás, para su suerte o desgracia, quedó marcado para siempre por Lawrence de Arabia, pero sus tres horas de absoluto protagonismo (con contados los planos en los que no aparece) dicen todo de su grandeza y de nuestra profunda admiración.

OMAR SHARIF: Sangre egipcia y libanesa corre por las venas de este carismático y portentoso actor, que logró hacerse un hueco en el cine occidental después de ser descubierto por el gran director Yousseff Chahine y comerse la pantalla como galán en películas egipcias de gran éxito. David Lean le eligió para el papel del harish Sherif Alí tras observar una fotografía suya, y fue tanta la química director-actor, que le entregó cuatro años después el papel protagonista de Doctor Zhivago (1966) la inolvidable adaptación de la novela rusa de Boris Pasternak, convertida en otro sólido clásico del director británico. Tras estos dos exitazos, Sharif se afincó en Hollywood donde su carisma, profesionalidad y buena planta le otorgaron papeles de gran calado, desde La noche de los generales (compartiendo de nuevo plano con O´Toole) pasando por las estupendas Funny Girl (1968), El último valle (1970) y Lazos de sangre (1979); la disparatada comedia Top Secret (1981); y más recientemente la multipremiada El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003) u Océanos de fuego (2004), por mencionar algunas de las más particulares, debido a que por su porte y encasillamiento, la mayoría de las producciones realizadas en los últimos años han sido de carácter histórico y poco mencionables. Hoy en día, sigue en activo y en su mirada seguimos viendo la estirpe más antigua del mundo árabe y su gran contribución a la eliminación de clichés en las décadas más importantes del cine épico y de aventuras.

CONTRAPICADO: Visualmente es inmenso el retrato de un personaje complejo y polémico, prodigiosamente claro. Lawrence de Arabia es una película apasionante que nos construye la leyenda de un héroe, al mismo tiempo que la desmonta o le devuelve su rostro humano. Impresiona el minucioso guion de Robert Bolt, basado en las memorias de T. E. Lawrence y la propia construcción de la película que pretende resaltar la gesta de un héroe cuestionado, pero sin lugar a dudas, singular. Lean no es un realizador exhibicionista, pero sí un narrador conciso, lírico y con un gran sentido del ritmo. Para él, el montaje es el auténtico proceso creativo. Cada detalle de cada secuencia ofrece información y poesía. En esta película abundan las metafóricas-elipsis (la cerilla que enciende un amanecer y el nacimiento de un héroe), los planos amplios, que saben cómo abrazar un entorno natural fascinante, o las panorámicas narrativas. Hay mucho estudio en sus encuadres y así, la cámara logra momentos impactantes como la mirada rota y de cristal celeste de un Lawrence / O´Toole que comprende la vileza de sus acciones y el placer que descubre en ellas; pero también es una guía que nos acompaña, a ritmo de camello y a bordo de un pausado travelling, por el Nefud Es también irónica al llegar a Aqaba o permanece expectante cuando Alí (Omar Sharif) se confunde con un espejismo para cobrar vida y presentarse en la historia. Inolvidable es también la fotografía de Freddie Young y sus bellas texturas de atardeceres, horizontes sin final, dunas acariciadas por el viento. David Lean fue capaz de detener el tiempo en la película y de filmar la sensación de eternidad.

PICADO: Una tremenda desazón acompaña al espectador al terminar de ver esta película que mucho tiene que ver con la tremenda innovación que supuso la dirección artística y el dineral que para tal fin se dejó el prolífico productor Sam Spiegel. Terminas empachado de arena, de sol, de viento y de agotamiento psicológico. Hace cincuenta años era de lo más normal que los dramas épicos de esta índole tuvieran sus cuatro horas de metraje. Si no, bien podía parecer que se trataba de un producto a medias o “cortado”, y por lo tanto, mediocre, para la mentalidad cinéfila de la época, entrenada ya con superproducciones como Lo que el viento se llevó o Los diez mandamientos. En el caso de Lawrence de Arabia este objetivo se cumplió con creces pero a base de cierto aturdimiento y de una textura fotográfica deslumbrante (en el sentido más literal de la palabra) que no da tregua durante sus 220 minutos de duración. Este pequeño atolondramiento solo se compensa por la magnífica presencia del protagonista, y por la humanidad que su rostro da a los paisajes desérticos. Precisamente, el hecho de que sea la historia de un hombre que realmente existió nos hace perdonar el histrionismo de algunos gestos, porque nos saca de esa asfixia de aridez y nos da de beber cuando sentimos la sed insaciable a la que su protagonista parece ser inmune.

SIMBIOSIS SONORA: El francés Maurice Jarre, autor de la magistral banda sonora de Lawrence de Arabia, no fue la primera elección de Sam Spiegel, productor de la película. Sin embargo, fue el que finalmente recibió el encargo de componer una partitura-orquesta de dos horas de duración en seis semanas. El resultado habita en la memoria de espectadores de todos los tiempos: es de una belleza brutal. Se trata de una música orgánica y paisajística, que adquiere un gran protagonismo a la hora de reivindicar ciertas emociones logradas a lo largo del metraje. Es apasionada, capaz de reflejar la barbarie y de retratar la compleja e inquietante personalidad del protagonista. En Lawrence de Arabia, como en pocas películas, la música se hace cine. El filme comienza con una larga obertura donde el compositor reúne todos los temas que se irán, poco a poco, escuchando. Entre ellos, la insistente percusión que acompaña a las piezas musicales árabes y nos hablan de un pueblo exótico, fascinante y violento. La melodía principal, con la que identificamos al héroe, se interpreta con diferentes instrumentos, jugando con los tiempos y las variaciones, volviéndose solemne y grandiosa, irónica a ratos y emocionante siempre. También hay espacio, en la majestuosidad de la banda sonora, para ciertos ‘toques electrónicos’ que se prodigan, por ejemplo, en la desoladora travesía por el desierto del Nefud.

OJO AL DATO: Se han escrito páginas y más páginas de anécdotas sobre el complejo rodaje de Lawrence de Arabia y éstas van en todas las direcciones de su producción. Nos llaman poderosamente la atención varias de ellas. Por ejemplo, dicen que Marlon Brando rechazó el papel del héroe inglés porque no se veía pasando dos años de su vida “subido a un camello”. Además, se cuenta que Lean quiso ser más explícito a la hora de tratar el tema de la homosexualidad de T. E. Lawrence,  pero la productora se lo impidió para no ofender al puritano público norteamericano. El respeto a la taquilla fue lo primero, aunque Lean hizo de la sutileza una virtud y logró contar, con gran habilidad y tacto, todo lo necesario. Por otro lado, varias escenas se rodaron en nuestro país. Es fácilmente reconocible, por ejemplo, la Plaza de España de Sevilla, que se convirtió en el cuartel general británico en El Cairo. En las dunas del Cabo de Gata ‘se voló’ el tren que va de Damasco a Medina (Arabia) y en Carboneras, también en Almería, ‘se conquistó’ Aqaba. Para ello, se construyó un poblado a imagen y semejanzade la que fuera ciudad jordana.

RETRATO DEL HÉROE: No era un beduino, ni tampoco un dios. Sin embargo, encontró en el desierto ese destino que, según parecía, no estaba escrito para él. Carismático, ególatra, brillante, chiflado, apasionado, visceral, culto y cruel, Lawrence de Arabia era un ser atormentado y vengativo, pero también un poeta y un hombre inteligente con “una mente concebida por un escorpión”. El comandante T. E. Lawrence fue un hombre fronterizo, capaz de encarnar las más extremas contradicciones. De ahí la fascinación que produce el retrato realizado por Lean.

Este “pobre diablo que camina por un torbellino”, fue un Quijote arrogante con los arrestos suficientes como para cambiar el rumbo de la guerra con un puñado de árabes, grandes guerreros, más o menos nobles, más o menos interesados. Albergó la idea loca de construir un estado árabe arrebatándole el territorio a los turcos, pero ignorando, de manera consciente, las ambiciones que albergaban las potencias europeas para las que nunca había dejado de trabajar. ¿Fue un traidor o luchó por una causa que era un espejismo, un sueño de nadie? Lo cierto es que Lean nos lo presenta como un romántico empedernido, con madera de héroe, muchas debilidades humanas y hambre de inmortalidad. Demasiado pronto se dio cuenta de que la vida era muy larga; la gloria, un suspiro, y detrás de todo ello, tan sólo había una certeza: se encontraba solo, únicamente acompañado por la enormidad de una leyenda que le inquietaba.

Realmente difícil resulta rescatar una escena de sus casi cuatro horas de duración. Pero coincidimos con su propia leyenda. Ante vosotros, en versión original, la portentosa escena del inicio de la toma de Damasco:




De nuevo, como siempre que merece la pena, otra entrega de TCM dentro de la serie 50 películas que deberías ver antes de morir, con motivo del 50 aniversario de esta obra maestra:

 

Visionado: ‘La vida de Pi’, de Ang Lee. ‘La fábula del tigre y la fe’

 
tres estrellas
 
En Montreal, un escritor frustrado visita a un hombre indio con una historia fascinante que contar. Va sobre Dios, sobre la supervivencia, sobre la fe y sobre un tigre. El relator rememora la localidad india de Pondicherry, donde siendo tan solo un un niño, decide hacerse creyente de todas las religiones posibles y desde muy temprana edad se adentra en terrenos de la filosofía, la teologia y la fe que sus padres no pueden sino admirar. Criado entre los animales de un zoológico, bautizado como Pi, abreviatura de Piscine Molitor Patel, (una excentricidad de su tío) siendo él ya adolescente, su familia se traslada junto con sus animales a Canadá en un carguero coreano que naufraga en aguas del Pacífico. Pi consigue salvarse en una barca, un pequeño arca de Noé, junto con una cebra, una hiena, un orangután y con Richard Parker, un tigre de bengala.
 
La vida de Pi es la historia de la supervivencia del joven tras el naufragio, la fábula de su interacción con el majestuoso tigre, el cuento de una amistad imposible forjada a través de la fe, la espiritualidad, la voluntad y las ganas de vivir. Es el relato de un mar de colores imposibles, de actitudes impensables y de amistades fuera de toda lógica, adornado con una fotografía de cuento infantil y con una chispa de humor que apenas se deja ver de tan ingenua y subliminal.
 
El director taiwanés Ang Lee sigue forjando su leyenda de director fuera de género, con esta película fantástica que rescata algunas de las premisas de Tigre y Dragón, aunque navega con la independencia proporcionada por el best-seller original, del escritor canadiense Yann Martel. Aunque fiel a su guion y a la lucha permanente por las finas fronteras entre la realidad y la ficción, el cineasta no consigue convencer del todo al haber querido abarcar toda la complejidad narrativa y filosófica de la historia original. Tanto su introducción como su final , es decir, las dos conversaciones entre el escritor y el protagonista, resultan algo vacías y forzadas, y al final con lo único que disfrutamos fue con el núcleo de la historia: los 227 días del naufragio colorista, pictórico y maravilloso de Pi y Richard Parker.
 
Pero se trata de una fascinación trucada por la imagen poderosa del tigre, conseguida mediante la digitalización de una especie real, que es el que impone el poderío de las escenas más hermosas de la película, aquellas en las que sus ojos miran fijamente a Pi, le hablan, le muestran su alma y le ayudan a vivir. Richard Parker es la fuerza del joven náufrago, perdido entre sus peticiones de salvamento a Dios, sus pensamientos filosóficos, sus trucos de supervivencia para no morir ahogado o devorado, y su fe en un destino que le lleve más allá de las aguas interminables.
 
Suponemos que al final solo es cuestión de creer o no creer, y el caso es que esos momentos no consiguieron hacernos entrar de lleno en la historia, ni en su giro final, ni en su moraleja, ni en la parábola que esconde su epílogo, por otra parte bastante frío y aséptico. Vemos tan solo una nueva fábula, la del tigre y la fe, la de un bis a bis impensable conquistando el corazón de medio mundo y justificando con ello una religiosidad algo pasada de moda. Y ya no conseguimos pasar de ahí, aunque adoremos para siempre la fuerza de sus bellas imágenes, los ojos fieros, tiernos y asustados del tigre, y las buenas intenciones de su sorpresa final.

Visionado: ‘Cosmopolis’, de David Cronenberg. ‘La odisea de una próstata asimétrica’

dos estrellas

Eric Packer (Robert Pattison) es un gurú de Wall Street, un asesor de inversiones que no ha llegado a los 30 años, pero sí a las más altas cumbres del éxito y de la gloria profesional. Una mañana, aquella en la que le conocemos, se embarca en su limusina y decide atravesar la ciudad para visitar a su barbero. Necesita un corte de pelo. Poco importa que ese día el tráfico esté imposible por la visita del presidente de la nación y por el funeral de una estrella musical. Tampoco le hace cambiar de opinión la amenaza de atentado que pesa sobre su persona ni el hecho de que su fortuna comience a desmoronarse por una predicción desafortunada en torno al yen. Packer seguirá adelante con sus planes y logrará llegar a su destino final, tras ser visitado por asesores, amantes y por un doctor que dictará sentencia sobre su próstata. Todo un signo de mal agüero.
Basado en la novela homónima del escritor norteamericano Don DeLillo, Cronenberg nos asoma a un mundo pre-apocalíptico (anterior a nuestro cambio de ciclo económico) a través de un atasco en pleno Manhattan. Con auténtica visión clarividente, DeLillo había escrito la novela en 2003, cuando todavía no había estallado la crisis de nuestros tiempos, que convirtió en el telón de fondo de su obra.  A Cosmopolis la fama le precede, pero para confundirnos. Se ha dicho de ella que es un filme complejo, prácticamente inaccesible para el común de los mortales que no dominan el lenguaje financiero. Sin embargo, no es así. La película se puede entender perfectamente, aun siendo un perfecto analfabeto bursátil. Esa no es precisamente la razón por la que resulta antipática.
Produce aburrimiento. Cuenta con secuencias aisladas interesantes, pero en general, abusa de la paciencia de los espectadores y, sobre todo, de los despistados que acudieron al cine siguiendo el reclamo de un trailer completamente alejado de la película. Da la sensación de que el cineasta se dejó fascinar por la obra literaria, pero sin respetar el hecho de que la historia que cuenta debería haberse movido en otra esfera, respetando ciertas máximas del lenguaje cinematográfico. Vaya por delante que nunca nos  ha molestado la inclinación de Cronenberg hacia las historias intrincadas, difíciles de narrar, al contrario, es una de las señas de identidad de su maestría.  Al fin y al cabo es un realizador capaz de afrontar cualquier tipo de desafío intelectual, de abordar cualquier oscuridad del alma  y librar con ellos absorbentes batallas en la gran pantalla. Sin ir más lejos, fuimos espectadores de su habilidad en Un método peligroso (estrenada hace un año). En Cosmopolis, sin embargo, parece haberse desorientado. Lo que en la novela funciona y causa admiración (la incontinencia verbal de los personajes, el mecánico y existencial ardor sexual del protagonista o, especialmente, la ‘erótica’ revisión anal), en cine conforma un espectáculo indolente, carente de misterio o pasión.
Tal y como la vemos en la gran pantalla, Cosmopolis llega a convertirse un carrusel de personajes sin vida, con el nervio ausente de un autómata. Son personajes que suben y bajan de una limusina para entrar en escena y soltar, en ocasiones, vomitar, una serie de monólogos y diálogos de complejo significado. Algunas frases son fascinantes, algunas reflexiones ahondan en los vicios de un mundo enloquecido por la tecnología y los negocios sin alma. Sin embargo, las palabras, insertadas en secuencias que se hacen eternas, llegan a provocar indiferencia. 
 
A esta sensación se añade el hecho de que conduce la historia Robert Pattison, quien promete ser un digno heredero de los grandes actores de rostro inexpresivo de la historia del cine. No entendemos cómo un actor, sin el más mínimo encanto físico ni interpretativo, puede provocar tanto entusiasmo entre el público juvenil de todo el mundo. 
Más allá de la estrella mediática, el reparto está plagado de actores de primera (Binoche, Almaric), los cuales no consiguen levantar el interés por la película. Salvo dos honrosas interpretaciones: las piruetas filosóficas que realiza una espiritual Vija Kinsky (Morton) y la aparición final de Benno Levin (Paul Giamatti), el personaje-destino que precipitará el desenlace. El momento en el que la película parece despertar de su sueño virtual y adquirir ciertos rasgos de humanidad.
 
A continuación, pasen y vean uno de los diversos trailers realizados para promocionar Cosmopolis. Todos ellos hablan de una película que nada tiene que ver con la filmada por Cronenberg. Es la magia interesada del montaje.

Visionado: ‘Invasor’, de Daniel Calparsoro. ‘Daño no colateral’

 
cuatro estrellas
 
El mundo de Pablo (Alberto Ammann) es amarillo y azul. El desierto de Irak y los acantilados gallegos se cruzan en su mente mientras trata de hallar la respuesta a una incógnita entre las esquinas de su memoria. Médico militar destinado en Irak, tras sufrir un ataque terrorista mientras regresa de un operativo junto con su compañero Diego (Antonio de la Torre), ambos acuden a un poblado en busca de ayuda pero se encuentran con un cruce de vidas y muertes. El protagonista despierta en el hospital, ya en España, incapaz de recordar lo que sucedió, y trata de regresar a la normalidad arropado por su mujer (Inma Cuesta) y su hija.
 
Pero de vuelta a su mundo azul de acantilados, fogonazos amarillos de sangre y gritos comienzan a hacerle dudar de lo que realmente pasó, de la mentira que esconde lo contado en los grandes titulares de la prensa y de lo que un enviado del Ministerio del Interior, Jesús (Karra Elejalde), trata de hacerle firmar, con compensación económica de por medio. Y eso es Invasor: la búsqueda de la verdad que Pablo emprende cuando entiende que no fue un mero daño colateral de guerra, que las consecuencias de sus actos provocaron una realidad de terribles decisiones, escondidas bajo la alfombra de la vergüenza, la negación y el miedo.
 
El cineasta catalán ha conseguido la gran película de su carrera. Nada amantes del cine pretencioso, aturullado y supuestamente “guay” con el que se dio a conocer, consideramos que con esta cinta de acción, drama y conciencia, ha conseguido hacerse un hueco entre el género que con gran soltura está arrasando en la taquilla española, precedido honrosamente por las estupendas Grupo 7 y No habrá paz para los malvados. Superadas las insípidas Salto al vacío, Asfalto y Pasajes, y con mayor pulso y factura que la también bélica Guerreros, el director, gracias a la historia original de Fernando Marías, ha sabido articular un inteligente thriller donde la sobriedad y la frialdad no están reñidas con una vertiente emocional que suena a sinceridad e implicación.
 
El paralelismo entre los dos mundos, el de Irak y el de España, y el descubrimiento de la trama sin artificios, naturalista y creíble, hacen de Invasor una de las mejores películas del año, donde la conciencia, húmeda y seca al mismo tiempo, del protagonista recuerda la importancia de los hechos fortuitos que, en tiempos de guerra, donde todo parece estar permitido, marcan la vida para siempre, recordándonos historias contemporáneas como las de En el valle de Elah o En tierra hostil. Prestando su enorme carisma se retrata en estado de gracia el cuarteto protagonista, perfecto, sin salirse de los márgenes de la película y rodeados de esa inquietud que palpita desde el minuto cero.
 
Al margen de algún giro argumental forzado, resulta también fascinante disfrutar de su ambientación y de persecuciones al más puro estilo americano, pero por las calles de La Coruña: una mezcla de admiración y sorpresa, por la falta de costumbre, claro. Como realmente compulsiva resulta la casi épica banda sonora de Lucas Vidal, marcando el ritmo creciente del relato, acompañando sin descanso a su protagonista en la búsqueda de una verdad casi impensable y a los interesantes y originales créditos fotográficos del final. Al margen de su mensaje, no por manido menos interesante y denunciable, Invasor representa esa frescura de la que el cine español está tan necesitada y una forma de hacer ver los frágiles límites que se trazan en la mente de los hombres cuando la guerra es la que manda.
 

‘La ley del silencio’, de Elia Kazan. ‘Lenguaje del miedo’ vs ‘Excusatio non petita’

 
LENGUAJE DEL MIEDO
 
En los muelles del puerto de Nueva York más le vale a uno ser “sordo y mudo”. Cualquier crimen se perdona excepto cometer la torpeza de ser un chivato. El silencio hace tiempo que dejó de ser una condena para convertirse en un aire gélido que se respira como si tal cosa y sin que nadie pueda acordarse del miedo que lo inspiró en algún momento. Entre los estibadores apenas hay espacio para los héroes, pero sobran los perdedores. Y uno de ellos, Terry Malloy (Marlon Brando) un ex boxeador fracasado y de pocas luces será una de esas raras personas que acabarán levantando la cabeza para enfrentarse a la injusticia de su barrio, al mafioso Johnny Friendly, que controla el puerto más rico del mundo.
 
La ley del silencio surgió como una película de marcado acento social que pretendía denunciar la corrupción de los sindicatos portuarios. Fue un perfecto telón de fondo para contar la historia de unos seres humanos que intentan ganarse la vida bajo unas condiciones de miseria e indignidad. Es cine con mensaje, desde luego, aunque también es mucho más. Por ejemplo, es una gran película porque su director, Elia Kazan, necesitaba gritarle al mundo su presunta inocencia. Hacía dos años que el realizador había testificado ante el Comité de Actividades Antiamericanas, contra los que fueron sus compañeros en el Partido Comunista. Una delación que supuso el final de la carrera de varias personas en la industria del cine. En su momento, el realizador se enfrentó a la prensa, que le acusaba de haber deformado la historia de La ley del silencio para explicar su comportamiento: “Cuando los críticos dicen que he vertido mi pensamiento en pantalla para justificar la delación, dicen bien”, llegó a afirmar con rotundidad. Sin embargo, por esa misma razón, de dudosa moralidad, es una película que rezuma autenticidad y pasión, un filme atormentado y con alma.
 
Aunque se mostró reacio en un principio, Marlon Brando aceptó trabajar en la cinta, donde compuso uno de sus trabajos más impactantes e intensos, más tiernos y brutalmente humanos de su carrera. Y es que en Brando todo es verdad y dolor. Ahí están la melancolía de su mirada derrotada y la actitud de su cuerpo, su postura resignada, ligeramente encorvada, sabiendo cuál es el segundo plano que le conviene ocupar. O esos pequeños gestos cotidianos con los que Brando roba planos o es capaz de dar credibilidad a escenas que corrían el peligro de resultar inverosímiles. Recordemos el guante con el que juguetea para retener a la chica, Edie (Eva Marie Saint), un rato más.
 
Cualquier detalle es importante en el filme. Está confeccionado a base de mucha psicología cinematográfica: abundan los primeros planos delatores que acusan el miedo, la indignación, la tensión y la culpa de los personajes que ponen en escena el drama. Son retratos que acompañan a los silencios y a las palabras entredichas para cobrar elocuencia y significarlo todo. Y es que los diálogos salen directamente de las alcantarillas, son llanos y sinceros, redondos y realistas, el lenguaje de la calle, del hombre que malvive o del que es capaz de todo para escapar de la miseria. Fue el mejor trabajo del guionista Budd Shulberg.
 
Las atmósferas logradas también tienen protagonismo. En los interiores, los ambientes son turbios, asfixiantes y atragantados por el humo perpetuo de los cigarrillos mientras que en los exteriores, la niebla o la bruma, casi imperceptible, envuelven la atmósfera gélida de los alrededores portuarios. Una sensación de frío magníficamente captada por un denso blanco y negro, la textura que predomina en la fotografía de la película y que logró uno de los ocho Oscar de la Academia que recibió la obra en 1955 (Película, Director, Actor, Actriz de Reparto, Guión Original, Montaje, Dirección Artística).
 
El filme está lleno de escenas impactantes, aunque la mejor secuencia es, sin lugar a dudas, aquella en la que Terry (Brando) comparte con su hermano ‘Charley, el elegante’ (fantástico y sudoroso Rod Steiger) un último viaje en taxi. Es un intenso y brillante duelo interpretativo. Ambos se embarcan en un ‘confesionario’ urbano donde exorcizan sus demonios internos. Charley el benefactor, el astuto y diplomático hermano mayor pierde los papeles cuando adivina que nada podrá impedir que Terry declare en el juzgado contra Friendly y los suyos. Incluso le amenaza con una pistola, en un último gesto de desesperación. Pero Charley hace tiempo que le dio a su hermano el pasaporte hacia el fracaso y aunque Terry es un buen tipo, que aceptó con resignación su lugar en el mundo, ya no puede seguir traicionándose a sí mismo. Retira el arma con ternura y decepción. Tiene el alma rota. Charley, en cambio, mira al frente y parece comprender su inminente final. Aun con todo, callará. No puede sacrificar a su hermano.
 
Aqui queda el grandioso final (SPOILER). Desgarrado, valiente, inigualable:
 
 

EXCUSATIO NON PETITA

En 1998 en director greco-estadounidense Elia Kazan recibió un Oscar Honorífico por toda su carrera. En el patio de butacas del Kodak Theatre de Hollywood algunos se levantaron para ovacionarle y otros permanecieron sentados y sin aplaudir. Habían pasado más de cinco décadas desde que el cineasta delatara a algunos de sus compañeros de profesión ante el Comité de Actividades Antiamericanas que el senador McCarthy llevó a cabo en la famosa “caza de brujas” contra el comunismo. Nunca pudo quitarse el estigma y buena parte del gremio siempre le dio la espalda, pese al alegato de justificación que, desde todos los puntos de vista, supuso el estreno de La ley del silencio en 1954.
 

 

El grandioso Marlon Brando, de nuevo a las órdenes de uno de los mejores cineastas del celuloide norteamericano, en una proyección de su alter ego: el ex boxeador Terry Malloy, al servicio del mafioso John Friendly (Lee J. Cob), que controla el sindicato de los estibadores neoyorkinos. Tras adentrarse en la verdad, el protagonista se tambalea entre la espada y la pared, entre la traición y la lealtad, entre la muerte y la honradez. El alegato de defensa de Kazan fue inteligente y certero por momentos, pero creemos que al final falló. Fue la excusa no pedida. Excusatio non petita accusatio manifesta. No somos abogados de la gran industria cinematográfica estadounidense pero tampoco creemos que el cineasta fuera amedrentado como Terry ni que los pusilánimes compañeros ni el sacerdote redentor (Karl Malden) ni la Comisión de Investigación de los astilleros tuvieran algo que ver con la humillante persecución que ejecutó el senador norteamericano.
Pero ni siquiera si extraemos de la película el mensaje con el que el cineasta quiso defenderse de manera innecesaria (porque tampoco convenció a nadie) obtenemos la obra maestra que casi todo el mundo ve, tal y como demuestran sus premios y su posición en la historia del cine. Esa oscuridad subyugante, esa permanente angustia antológica de Brando, esa indolencia que a base de golpes se transforma en su redención y le convierte en héroe de los trabajadores, forma parte de un proceso forzado por un guion de cliché propio de la gran década del cine negro, pero estirado hasta resultar totalmente irreal.
La mejor prueba la encontramos en el personaje de Edie Doyle (debutante Eva Marie Saint). Cándida, dulce e inocente, sirve como contrapeso a la brutalidad indómita del ex boxeador que solo necesita una caricia para darse cuenta de la maldad de los hombres a los que sirve. De repente, lo que durante años fue rutina ahora son fechorías, por iluminación cristiana y amorosa. Oye, y si te lo crees, mejor. Pero es que el mundo no era, ni es, así. El mundo es peor, las mafias eran peores, las extorsiones eran más masivas, el chantaje no se limitaba al cara a cara, el asesinato no era puntual.
Sabemos del alto voltaje que solo la presencia de Brando provoca en la pantalla, pero no nos gusta que tales grandezas sean la sombra de las historias a pie de calle. Eso no le pasaba ni a Orson Welles. De hecho, el rechinar de dientes que nos provoca su proceso resucitador es inversamente proporcional a la maravillosa interpretación que el actor del “método” realizó de otro bruto, el violento Stanley de Un tranvía llamado deseo (1951). Por entonces Kazan, quizás por la gloria de la historia original de Tennesse Williams y por no haber sucumbido a su chivatazo, sí supo empaparse de un ambiente tan grotesco como cotidiano.
Somos conscientes de que juzgamos esta película desde dentro y desde fuera, pero así es el cine cuando se pone al servicio de unos ideales. Salvo por la soberbia partitura de Leonard Bernstein y la historia del conflicto laboral (si la entendemos de forma independiente), La ley del silencio no es más que un producto moldeado y engañoso servido como menú de expiación, para hacernos pensar que todo está justificado, que se puede “cantar y volar” al mismo tiempo, y que los héroes mallugados al final vencen y mueven a las masas. Porque no fue así, ni lo es ahora.
Os dejamos finalmente con un nuevo reportaje del Canal TCM sobre la película dentro de su serie 50 películas que deberías ver antes de morir: