Atado en corto: ‘La culpa’, de David Victori. ‘Bucle por venganza’

 
Gandhi dijo aquello que “ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”. Era su alegato contra la venganza, contra pagar con la misma moneda aquello que nos hicieron, compensar la muerte con la muerte, y el hierro con el hierro. Otros defienden la tesis contraria, con argumentos adulterados, muchas veces bajo apariencia justificada, envuelta en sentimientos, en la condición humana, en defender aquello que queremos. 
 
En medio de este interesante y difícil debate se mete de lleno el cortometrajista David Victori, con una historia de casi 13 minutos que recibió muy buena acogida en el Festival de Sitges y que ha quedado entre los finalistas del , organizado por Youtube y apoyado por Ridley Scott y Michael Fassbender, entre otras personalidades del cine.
 
Protagonizado por Carlus Fábrega, Mar Ulldemolins, Cesc Gómez y Pol Estadella, describir su argumento es casi quitarle todo el misterio. Tan solo podemos decir que un hombre pasea con su pareja, la pierde y decide vengarse por su cuenta, aunque no todo será tan fácil. Las rupturas de las reglas del tiempo, la posibilidad de tomar una nueva decisión, los bucles mentales y el arrepentimiento son la trama filo-psicológica sobre la que se sustenta el relato, inquietante, poderoso y claustrofóbico.
 
¿Qué habrías hecho vosotros?:

Visionado: ‘Ted’, de Seth MacFarlane. ‘El cómplice perfecto de Peter Pan’

tres estrellas

Últimamente aparecen muchas películas que hablan sobre la inmadurez emocional. El síndrome de Peter Pan, en el que se ven atrapados algunos treintañeros y cuarentones, parece sobrevolar la imaginación de algunos cineastas (como es el caso del tándem Jason Reitman y Diablo Cody en Young Adult y ahora, del irrevente Seth MacFarlane) para intentar rentabilizar en la gran pantalla algunas historias taquilleras con mayor o menor fortuna. En esta ocasión, la película no se anda con términos medios, es un producto veraniego entretenido, que está haciendo caja, y que deambula entre el acierto de algunas escenas logradas  y el chiste más simplón y chabacano.
 
Ted cuenta la historia de John, un niño inadaptado y solitario que, una buena noche, formula un deseo que se ve cumplido. Quiso que su osito de peluche tuviera vida para poder convertirse en lo que ya era en su imaginación: su mejor amigo. El problema es que, con los años, el oso animado resulta una carga, porque al protagonista le toca vivir la vida real, es decir, formar un hogar con la simpática y, hasta cierto punto comprensiva Lori (Mila Kunis). Y ahí comienza la odisea cómica y triangular de nuestra pareja protagonista.
 

 

En este contexto, que nadie espere encontrarse en el cine con el célebre Seth MacFarlane, creador de las series televisivas Padre Made in UsaPadre de Familia porque Ted resulta un vehículo expresivo, para la imaginería del ahora cineasta, mucho menos agresivo, más complaciente, si se quiere, pero también más adulto y respetuoso con la naturaleza humana. De ahí que algunos lo estén encontrando algo ñoño. En la película hay algunas secuencias bastante logradas y algunos solemnes fiascos. Nos quedamos con aquella en la que Ted organiza la gran juerga donde John tendrá la oportunidad de compartir una noche loca, de copas y de coca, torpemente esnifada, con su ídolo televisivo de la infancia. ¡Ojo al cameo!

 

En cuanto al reparto animado y ‘humanizado’, Whalberg está fantástico demostrando, en cada papel que aborda, que es un actor que siempre sabe encontrar el tono adecuado para sus personajes. No importa el registro que se le ponga por  delante. Mila Kunis le da cumplida réplica con bastante soltura. Como contrapunto surrealista y grotesco, está el personaje desquiciado que interpreta Giovanni Ribisi y de quien no hablaremos demasiado para no desvelar algunos aspectos de la trama (por cierto, es el detonante de una línea argumental que se cuela, de una manera bastante forzada, en la historia).
Sin embargo, el personaje de Ted (a quien le pone voz el propio Seth MacFarlane en la versión original) tiene su aquel. Fuma hierba compulsivamente, bebe, suelta tacos, es un putero juerguista consumado y un mamífero con un plan irresistible siempre a punto. Resulta una presencia muy sugerente porque es ese demonio tentador que ronda por la cabeza a la hora de tomar una decisión (al menos en los dibujos animados) y tiene también la fuerza de otro animal cinematográfico, Harvey, el conejo cómplice, amigo imaginario de James Stewart, en El invisible Harvey. En definitiva, el osito de peluche de MacFarlane es todo un acierto que a más de uno le gustaría tener a mano. De manera bastante obvia, simboliza el miedo a crecer y al compromiso por lo que funciona como una catarsis sanadora para todo aquel que, como John, tuviera la suerte de escaparse, por unos minutos, de un mundo adulto equivocado.
Os dejamos con el trailer original donde la voz de Seth MacFarlane da vida (¡y de qué manera!) a Ted.

Píldoras cinetarias: El cine que pintó Edward Hopper

 
Es con toda seguridad uno de los mejores pintores del siglo XX, aquel que supo captar la esencia de la soledad, la tristeza y el espíritu individualista de una sociedad en transición marcada por dos guerras mundiales y un cambio de valores. El norteamericano Edward Hopper pasó casi toda su vida viajando y por tanto se convirtió en ciudadano del mundo y recreador, a lo largo de toda su carrera, de los estilos americanos y europeos más cercanos al realismo, pero consiguiendo a muy temprana edad una visión propia sellada con escenas de paisajes, casas y personas de trazo destellante, hipnótico por su encuadre y realmente melancólico pese a sus vivos colores. 
 
Precisamente, esa habilidad en la perspectiva hizo que Hopper tuviera entonces, y mantenga en la actualidad, una influencia indiscutible sobre el cine. Pero aquí no queremos hacernos eco de las numerosas teorías que a este respecto pueden encontrarse en cualquier sitio. Tras la visita a la estupenda exposición que sobre este pintor alberga hasta septiembre el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, en Cinetario hemos querido traspasar las fronteras de su arte, y utilizar algunos de sus cuadros para fantasear sobre las escenas y planos cinematográficas que a nosotros nos recuerdan. Un ejercicio individualista y subjetivo con el que esperamos contribuir a aumentar su popularidad mediante lo que vimos plasmado a través de sus manos cinéfilas.
 
Casas y más casas. Tomadas en su totalidad o solo una parte de ellas pero casi siempre luminosas, sin gente, pero llenas de vida, a primera vista. Porque hay una excepción: mucha gente coincide en lo inquietante que resulta contemplar el cuadro “Casa junto a la vía del tren”. Es como si ya hubiéramos estado allí antes, pero no. Más bien nuestra mente nos recuerda una lúgubre casa subida a una pequeña cuesta, y a una mujer asomada a una ventana: la madre de Norman Bates (Anthony Perkins) en Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. Justo arriba, donde empieza la sombra, comienza el terror.
 
El miedo pasa rápido. “La casa Lombard” de Hopper es un remanso de paz. La perspectiva es la misma, pero hay una valla, una pequeña pradera, un árbol seco. La melancolía se desprende por cada esquina, nostalgia de días pasados, que nunca volverán, aquella que rezaba el poema de William Wordsworth: “Nada nos devolverá los días de esplendor en la hierba” y que inspiró a Elia Kazan para dirigir el drama hipnótico-sexual protagonizado en 1961 por Warren Beatty y Natalie Wood. Acaso es ese hogar al que acude Dennie al final de su locura, para visitar a su antiguo amor.
 
Algo más sombría, oscurecida por las sombras de los árboles y por la caída de la tarde observamos la “Casa de Marty Welch”. Ya no la vemos sola, en mitad del campo, sino formando parte de un vecindario, cercana y íntima, aunque vista desde fuera. Son esas las casas en las que se suceden una y otra vez los famosos melodramas de Douglas Sirk de los años cincuenta como Escrito sobre el viento (1956) o Sólo el cielo lo sabe (1955), a los que Todd Haynes rindió homenaje en el año 2002 con la fantástica Lejos del cielo.
 
La cámara se acerca, el sol sale e ilumina la terraza veraniega de una blanqueada casa estadounidense. Vemos los primeros personajes: una mujer mayor permanece sentada en posición de lectura, mientras una suntuosa joven, en traje de baño deja ver casi todo su cuerpo de manera sinuosa, asomándose y buscando a algo o a alguien. “Sol en el segundo piso” es el título del cuadro, pero en realidad nos encontramos a Kim Novak, esquivando la mirada autoritaria de su madre, mientras escudriña la calle en busca del recién llegado al pueblo, el rudo, el atormentado, el sensual y endemoniado William Holden, poco antes de compartir baile en la fabolusa Picnic (1955), de Joshua Logan.
 
El ojo de Hopper se vuelve curioso en “Casa al anochecer”, donde el título nos desvela las dos composiciones, un frondoso bosque con la línea, ya parda, del horizonte, y en primer termino la toma, casi accidental, del último piso de lo que parece un bloque de apartamentos. Hay varias ventanas iluminadas pero el rastro humano solo aparece en una de ellas, mirando hacia abajo mientras nosotros la contemplamos a ella. Estamos ante el mito ‘voyeur”, mirones de lo ajeno, aunque sea cotidiano y sin peligro, como al principio se entretiene un escayolado James Stewart, espiando al vecino, en La ventana indiscreta (1954), de Alfred Hitchcock, antes de que Grace Kelly entre en su juego y pase a ser la observada, la casi víctima, la de la ventana.
 
Con una toma aérea como la que puede contemplarse en “La ciudad” de Hopper comienza uno de los thrillers de espías más inquietantes de todos los tiempos, La conversación (1974), de Francis Ford Coppola. Como el pintor, la toma del inicio de la película sobre una plaza de París es esquinada y misteriosa, sin que sepamos muy bien hacia donde dirigir la mirada, en qué lugar se encuentra el misterio de los susurros que estamos oyendo. Porque desde muy cerca, desde ese mismo edificio que aparece resaltado en el cuadro, Gene Hackman espía a dos enamorados que planean algo que no acierta a comprender pero que marcará su vida para siempre.
 
Uno de los cuadros más cinematográficos de Hopper es el grabado “Sombra nocturna”, por su estilo story-board en el trazado cómic, y por la propia perspectiva, un encuadre superior amplísimo, casi aéreo, que muestra a un hombre solitario atravesando una calle con evidente sigilo, frente a dos casas, y a punto de encontrarse con la sombra de un poste (uno de los objetos fetiche de Hopper). Indudablemente, Orson Welles sujeta una cámara similar en Sed de mal (1958), con el mismo cuidado, mientras Charlton Heston acude en busca del caso más difícil de su vida; o Clint Eastwood se observa a sí mismo reviviendo su renegado pasado por una noche sin fin en Sin perdón (1992).
 
Abandonamos las casas para dirigirnos a la costa y allí encontramos “Rocas y mar”, donde el pintor norteamericano plasma uno de los paisajes más evocadores de toda su obra y que muchos, ya no solo nosotros en este ejercicio de imaginería, identifican con el entorno de agua y gaviotas, en los alrededores de San Francisco, donde James Stewart y Kim Novak protagonizan uno de los besos más apasionados del cine, el de la obra maestra Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Sobre esta cuestión hay mucho escrito, pero en Cinetario volvemos a repetir una y otra vez esa mítica escena, llena de magia, de confusión y de angustia.
 
La “Puesta de sol ferroviaria” de Hopper es un cuadro de una belleza tan electrizante que es casi necesario recordar los varios anocheceres que el fallecido Richard Farnsworth recorrió, atravesando Estados Unidos en un cortacésped, para ir a visitar a su hermano en la sui generis Una historia verdadera (1999), de David Lynch. Pero en un cambio de registro no tan radical como pareciera, esta maravilla de paisaje podría ser igualmente uno las estampas del sol muriente que a Luis Ciges le gusta contemplar junto a su hijo adoptivo, sentados sobre una cumbre, en El Milagro de P. Tinto (1998), de Javier Fesser. No es broma, la escena es clavada.
 
Abrimos la puerta al interior y “De noche en la oficina” ofrece al espectador una de las escenas más curiosas del pintor. Dos personajes (una multitud, para la costumbres del artista): un hombre en una mesa de despacho, y una secretaria u oficinista voluptuosa que parece estar comentándole algo. La luz de las farolas nocturnas entra por la ventana, y bien podemos pensar que ambos trabajan duramente en un asunto importante. ¿Es una oficina de abogados? ¿De detectives? Abundantes en los años 40, antes de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial, en ellas se inspiró Roman Polanski para crear el ambiente detectivesco de su homenaje al cine negro en Chinatown (1974).
 
“Habitación de hotel” es probablemente el cuadro más conocido de Hopper. La figura de la mujer solitaria, semidesnuda, sentada en la cama de una estrecha habitación, leyendo cabizbaja una carta, y rodeada por su triste equipaje, es la estampa misma de la soledad. Miles de escenas cinematográficas podrían identificarse con esta obra cumbre del pintor, pero en Cinetario hemos decidido convertir esa habitación en la celda de una cárcel, donde una Kate Winslet en la misma postura, y también sobre su cama, mantiene correspondencia con el joven amante que no conocía su terrible pasado, en la magnífica El lector (2008), de Stephen Daldry. Como en cada uno de los cuadros, sabemos el destino del personaje de la película, pero tampoco en este caso el de la pelirroja triste que Hopper inmortalizó para siempre.
 
Terminamos con otra faceta brillante del pintor, su papel como dibujante de cubiertas de revistas de los años 20. En este caso, elegimos una de las primeras, la del número de febrero del “Morse Dial” de 1919, una estética que recuerda la cartelería de entreguerras emanada del arte soviético de la propaganda. Un hombre corpulento, ensombrecido, sostiene un mazo en lo que parece la defensa obrera frente a las espadas amenazantes, una alegoría del carácter luchador y atormentado de Marlon Brando en la expiación que Elia Kazan quiso vomitar en La ley del silencio (1954), precisamente su justificación por haber declarado frente al Comité de Actividades Antiamericanas, la caza de brujas contra el comunismo. Otras cubiertas del pintor, evocando la entrada a los puertos de Nueva York pudieron servir igualmente a Martin Scorsese en su recreación de la vida porteña de la futura ciudad de los rascacielos. De cualquier forma, Hopper navegó por el cine, apenas casi sin saberlo, y con ello dejó imborrable la huella de su talento para mirar la luz, la figura humana, el paisaje, el mundo.

Disección: ‘El Gran Lebowski’, de los hermanos Coen. ‘Por una alfombra meada’

 

 

POR UNA ALFOMBRA MEADA 

 

PANORÁMICA: En 1998, en Europa había guerra. Aunque fue el año en el que Croacia tuvo la oportunidad de recuperar el último territorio que había quedado bajo dominio serbio, la policía de este país iniciaba también sus ataques contra el Ejército de Liberación en Kosovo. En Irlanda del Norte, se produjo el atentado de Omagh con 29 muertos y 200 heridos y Centroamérica fue víctima de dos huracanes devastadores, el Georges y el Mitch. EEUU encajó otro gran temporal: una oleada de piratas informáticos asaltó el Pentágono en el que ha sido, hasta el momento, el mayor ataque registrado. Sin embargo, en el ámbito de las nuevas tecnologías no todo eran malas noticias: se abría una ventana más para asomarse al mundo gracias a la creación de Google, el buscador de Internet más potente. En España, mientras le decíamos adiós a la peseta, el Gobierno tramitaba la petición de extradición de Augusto Pinochet, solicitada por el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón. En Hollywood, Titanic recibía 11 Oscar de la Academia, mientras en los confines del Universo, se descubría un nuevo océano líquido, bajo una rotunda capa de hielo, en una luna de Júpiter. Se llama Europa.
EL MEOLLO: Una voz en off nos presenta la historia de un hombre “cuya historia merece la pena contar” mientras un salicor del desierto recorre las calles de Los Ángeles. Jeff Lebowski (Jeff Bridges) es un vago, un fracasado, un pasota. Pacisfista, porrero y amante de los bolos, le gusta que le llamen “Nota” (“Dude” en inglés), y aunque algo desarrapado e indolente en un principio, pequeños defectos (o virtudes) que le permiten ir a comprar leche para su White Russian en albornoz y sandalias, su pequeño orgullo de hombre insignificante se ve trastocado cuando un grupo de matones irrumpe en su casa confundiéndole con un millonario del mismo nombre. En realidad solo le asustan, y ahí podría haber quedado la cosa, pero hay un problema: uno de ellos se mea en su alfombra, un objeto que “armonizaba con el salón”. En ese momento y estimulado por su amigo y compañero de bolera Walter Sobchak (John Goodman), judío impostado, violento, obsesionado con Vietnam y revienta-operaciones, decide acudir a casa del otro Lebowski para exigirle daños y perjuicios. A partir de ahí, la película compone un trazado de comedia esperpento, a ratos thriller, a ratos policiaca, a ratos friqui, a ratos sofisticada, y a ratos simplemente con elementos inconfundibles de la factoría Coen: surrealismo, gamberrismo, drogas, extorsión, chantaje, contraofertas, pornografía, arte, chapuzas y discursos muy profundos pero sin sentido. La cinta se convirtió en 1998 en una de las películas más populares y aclamadas de los hermanos norteamericanos, justo dos años después de Fargo, que les congraciaría con la Academia de Hollywood, pese a que anteriormente ya habían rodado auténticas maravillas como Muerte entre las flores. De cualquier forma, el “Nota”, personaje que bebía de esa filmografía anterior, se convirtió en icono de masas y la película sirvió para demostrar que en Estados Unidos existía una nueva comedia, con nombres y apellidos.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Joel David Coen y Ethan Jesse Coen son el pilar indestructible del cine mal llamado “independiente”, y el perfecto ejemplo de una estructura única de talento de familia. Aunque en ocasiones uno firma como director y otro como guionista, la realización de sus películas es bicéfala total, así como su producción, y su montaje, para los que suelen utilizar seudónimos. Su apellido es ya una marca de éxito, y su prolífica producción bebe de las fuentes del primer Woody Allen y de las comedias de Peter Bogdanovich, aunque han sabido desligarse de todo y crear su propio tipo de comedia: llana, sin demasiado artificio, cercana pero con un surrealismo o ‘marcianismo’ sutil, que han ido perfeccionando tanto que en sus últimas películas apenas se deja ver. Desde luego, han conseguido como ningún otro cineasta estadounidense parir una filmografía de montaña rusa, intercalando en el tiempo la comedia disparatada (Arizona Baby, El Gran Lebowski, O Brother, Ladykillers, o Quemar después de leer) con elegantes ejercicios de estilo que suponen auténticas joyas del género negro o del western (Muerte entre las flores, El hombre que nunca estuvo allí, No es país para viejos o Valor de ley). Siempre manteniendo su seña común: sacar al escenario al americano profundo, con cosas que decir, algo chiflado o desequilibrado, y dispuesto a meterse en una tragicomedia que le supere por todas partes, rodeado de personajes de toda casta y sentido, procedentes de un universo coral que solo los Coen han sabido formar a lo largo de casi un cuarto de siglo.
PRIMER PLANO
JEFF BRIDGES: Un californiano de pura cepa, amante de la música, de la fotografía, y de pasar las horas muertas frente al ordenador, dejándose devorar por Internet y las cosas que le suceden al mundo. Pero al otro lado de la pantalla, Jeff Bridges es un encantador de serpientes que siempre ha sabido repartir su carisma e inteligencia en un amplio abanico de registros. De sonrisa sardónica y mirada pequeña, como de tipo que acaba de aterrizar del limbo, Bridges es un actor que lo tuvo fácil, sólo al principio, por ser ‘hijo de papá’, o más bien de ‘papás’. Sus progenitores eran actores (Doroty Dean y Lloyd Bridges). Sin embargo, en seguida mostró que tenía aptitudes para hacerse un hueco en el cine por derecho propio. Debutó con Odio en las aulas (Paul Bogart, 1970), pero fue en La última película, de Peter Bogdanovich, filme grande y nostálgico, donde se convirtió en un actor celebrado. Llegó a trabajar bajo las órdenes de John Huston en Fat City, ciudad dorada (1972), donde Bridges fue un aspirante a boxeador en medio de una historia de perdedores. También fue cómplice de una revuelta en el cine fantástico, la que se produjo al estrenarse la originalísima Tron (Steven Lisberger, 1982). Sin embargo, de su larga carrera, no exenta de altibajos, nos acordamos especialmente de sus armas de seducción en Los fabulosos Baker Boys (Steve Kloves, 1989) donde conquistó sin miramientos a la mismísima Michelle Pfeiffer; de su caída a los infiernos para buscar el Santo Grial en la película El Rey Pescador (Terry Gilliam, 1991) y de su fantástica interpretación en Crazy Heart (Scott Cooper, 2009), donde fue un cantante de country, alcoholizado y perdedor, que tuvo la suerte de encontrarse con una ‘segunda oportunidad’. Dado su brillante talento, es muy difícil ser categóricos a la hora de elegir su mejor interpretación. Probablemente sea la que realiza en esta película, El Gran Lebowski, donde da vida al “Nota”. Nadie como él le dio el tono adecuado a un ‘colgado’, amante de los bolos y de tomarse la vida con calma, al que se le pierden las reflexiones en frases atolondradas. De aquellos mimbres neohippies, confesaría el actor, nacería otro de sus personajes más simpáticos, Bill Django, en Los hombres que miraban fijamente a las cabras (Grant Heslov, 2009).
JOHN GOODMAN: Walter Sobchack es un ex-combatiente en Vietnam, también judío y un solemne ‘pringao’, pero por amor. Un mete-patas de órdago y el típico brasas que tiene teorías manidas (o marcianas) para todo con las que empaquetar y solucionar las cosas que tiene la vida. Walter es también el mejor amigo del “Nota” y uno de los mejores papeles de John Goodman, un tipo de Missouri que iba para deportista (fue jugador de fútbol americano) hasta que una lesión le llevaría por los derroteros de la vida artística. Aunque Goodman comenzara en Broadway y en sus alrededores (participó en shows y anuncios comerciales) fue la televisión la que le daría la fama que hoy sigue manteniendo. Su participación en la serie Roseanne, durante casi una década, (1988-1997) le abriría muchas puertas, aunque un año antes los Coen ya se habían fijado en él contratándole para la película Arizona Baby (1987). Junto a los hermanos cineastas participó también en O Brother! (2000), El Gran Salto (1998) y tiempo atrás, en 1991, en Barton Fink donde tuvo la oportunidad de ofrecer su mejor y más inquietante interpretación. Actuando como Charlie Meadows, un vendedor de seguros rotundo y solícito, vecino de Barton Fink en el destartalado y surrealista Hotel Earl, Goodman nos disparó a quemarropa con lo mejor de su arsenal: todo un abanico de matices interpretativos del mejor calibre. Recientemente hemos tenido la oportunidad de volver a verle en la fantástica y oscarizada The Artist (Michel Hazanavicius, 2011).
STEVE BUSCEMI: Al desconfiado señor Rosa le echamos el ojo en Reservoir Dogs y ya no quisimos perderle de vista. De aspecto frágil y quebradizo, descubrimos que el actor que lo interpretaba era un neoyorkino de ojos saltones y rostro imposible. Tenía hechuras de gran intérprete y algunos de los directores de cine del momento supieron reconocerlo y sacarle partido. Buscemi ha estado bajo las órdenes de Jim Jarmusch, de Tim Burton, de James Ivory, de Martin Scorsese y muchas veces bajo las de los hermanos Coen. Con ellos ha participado, por ejemplo, en Muerte entre las Flores (1990), Barton Fink (1991), El Gran Salto (1994), o Fargo (1996). En El Gran Lebowski es Donny, un hombre pegado siempre a una pregunta, sin personalidad, inocentón, lo que se dice un niño atragantado en el buche de un tipo que ronda la mediana edad. Y el sacrificio perfecto para la parodia del cine negro que quisieron poner en escena los Coen con este espectáculo. Buscemi también es director. Su debut, con Trees Lounge (1996) tuvo un éxito notable, aunque también ha llevado la batuta en otros filmes como Animal Factory (2000), Lonesome Jim (2005) o Interview (2007).
CONTRAPICADO: El Gran Lebowski es lo que son sus numerosos personajes en cada momento. No solo el “Nota”, dando explicaciones sin sentido a matones que le crecen como pulgas, o Walter y Donny tratando de resolver la encrucijada mientras pelean en un torneo de bolos. La película es también David Huddleston (el gran Lebowki del título); un irritante Philip Seymour Hoffman como su asistente; una Julianne Moore (Maude Lebowski) sensual, raruna y con su propio plan procreador; un John Turturro (Jesús Quintana) bailongo, desafiante y hortera; un Ben Gazzara (Jackie Treehorn) como productor de películas porno y dueño de matones; la banda chapucera de Los Nihilistas alemanes que inician el enredo; un Jon Polito (Da Fino) siguiendo la estela ¿detectivesca? del “Nota”; y un Sam Elliot, vaquero narrador de la historia, voz de los Coen, que se cuela entre sus fotogramas para conocer de primera mano la desternillante historia y que sentencia la película alabando la “comedia humana” transmitida de generación en generación, y con un fabuloso “El Nota está con vosotros”.
PICADO: Pero precisamente, si hay algo que aborrecemos en El Gran Lebowski es el sabor de boca final que nos deja la película. Y todo es por culpa de las últimas palabras de ese narrador omnipresente, petardo, con pinta de texano justiciero y sabelotodo, que en lugar de aportar algo al fantástico dibujo de los personajes o a la historia misma (Made in Coen), resulta redundante y crea rechazo. ¿Por qué convertir al “Nota” en un héroe de nuestros tiempos en posesión de la gran verdad? ¿A qué viene ese epílogo que nadie ha pedido? El “Nota” es tal y como es, un desastre humano que vive a su aire, un ‘pringao’ entrañable cuya principal virtud es que la sociedad de ciudadanos ocupados y estresados del mundo ha aprendido a ignorarlo. Después de la aventura que ha tenido que sufrir, ¿para qué vamos a llevarle la contraria? No le demos una importancia que no quiere. Descanse en paz y mullidito sobre su bigote mojado en ruso blanco.
SIMBIOSIS SONORA: Aunque en sus películas más serias, los Coen apuestan por un casi mudismo musical, por aquello de la profundidad inherente de sus personajes, en sus comedias siempre hemos encontrado la banda sonora perfecta para el lío más enrevesado. El soundtrack de El Gran Lebowski es probablemente de los mejores de su filmografía siendo el hilo conductor de su inicio el “la, la, la” de The man in me de Bob Dylan, que casi parece escrita para el “Nota”. Se suceden durante la historia otros temas de lo más variopinto, de los que queremos destacar, sobre todo, la rockera My Mood Swings de Elvis Costello, el apasionado I Got it Bad de Nina Simone, o la impagable Lujon de Henri Mancini (todo un homenaje al cine negro, de espías, de chantajes). Y por encima de todo, hay que resaltar los temas que acompañan a dos de las mejores escenas: Just dropped in to see what condition my condition was in, de Kenny Rogers & The First Edition, para el sueño psicodélico del “Nota”, y Hotel California, versión Gipsy Kings, la rumba que se marca Turturro para peor gloria de The Eagles, a los que, como todos sabemos, el “Nota” odia profundamente. Por cierto, que en la película se escuchan dos temas de Creedence Clearwater Revival que brillan por su ausencia en la banda sonora.
OJO AL DATO: Que el arranque de la película es un claro homenaje a Con la muerte en los talones de Alfred Hitchcock es algo que los propios hermanos defendieron a capa y espada y que no escapa a un cinéfilo que se precie, salvando las diferencias entre un Cary Grant, también confundido con otro, resolviendo con elegancia y coraje su problema, y un Jeff Bridges más bien arrastrado por la estupidez propia y ajena. La comedia está plagada de curiosidades a cual más sorprendente, como el hecho de que el “Nota” esté inspirado en un hombre real que los Coen conocieron mientras buscaban distribuidora para otra de sus producciones, o los cameos de la actriz porno Asia Carrera en el vídeo que Maud Lebowski le muestra al “Nota”, y de la cantante Aimee Mann como novia de uno de Los Nihilistas, siendo precisamente uno de ellos el bajista de los Red Hot Chili Peppers. Y un último apunte: algunas teorías apuntan a que la estructura narrativa de la película es calcada a la de la novela (que no la película de adaptación) El sueño eterno de Raymond Chandler. Ni afirmamos ni negamos, pero el enrevesamiento, desde luego, es el mismo.
RETRATO DEL HÉROE: Pese a que no hemos dudado de tachar al “Nota” de antihéroe al inicio de esta disección, es indudable que este personaje forma parte de esa caterva de fracasados, malnacidos, desgraciados, torpes y con mala estrella a los que el espectador termina amando con todas sus fuerzas, no tanto por su desamparo, sino porque, como en este caso, afrontan sus vicisitudes, traspieses y malaventuras con estoicismo, buscando una solución mientras intentan continuar su vida normal, llena de leches agriadas y polvo de tres dedos. Y ése es también el “Nota”. Por una alfombra meada se ve sometido a dos o tres palizas, a más de una humillación, a la amenaza aterradora de la castración genital, a dar explicaciones espatarradas que ni él mismo comprende y a un laberinto de sinsentidos que no es capaz de resolver. Pero aún así, va a la bolera, se pide su White Russian, y se sienta, resignado, a esperar a ver qué pasa. La pequeña parte de héroe que habita en su mente se aprecia en un magnífico diálogo: el Gran Leboswki, el millonario, le pregunta al principio “¿Qué hace a un hombre ser un hombre?¿Estar preparado para cumplir con su obligación cuando llegue el momento”. El “Nota” le contesta: “Bueno, eso… y un par de cojones”.
Nada mejor para interpretar el espíritu de esta gran comedia, como una de sus grandes conversaciones. Las tres mentes pensantes en acción:

Y para terminar, ahí dejamos a Jesús Quintana demostrando sus dotes de horterismo:

 

 

Visionado: ‘El dictador’, de Larry Charles. ‘La carcajada inconsciente’

 
tres estrellas
 
Es bueno partir del hecho de que no hay límites para el humor. Que todo es comediable, satirizable y parodiable. Además, desde tiempos inmemoriales, el burlarse de lo intocable ha sido una forma de exorcizar los peores males de la sociedad. Por eso, nos congratulamos del buen rato que pasamos viendo El dictador, la nueva película del tándem formado por el cineasta Larry Charles y el actor, humorista y escritor Sacha Baron Cohen, gurús de una nueva forma de abrir la caja de las carcajadas despiadadas, las que no tienen temas tabúes, y afrontan, a lo gamberro, a lo salvaje, todo lo que se les pone por delante.
 
En esta ocasión, y tras los papeles, algo menos conseguidos, de Borat y Brüno, el actor británico encarna al General Almirante Haffaz Aladeen, el dictador de una ficticia dictadura de Wadiya (trasunto de cualquier autocracia árabe), despiadado, cruel, genocida y absolutamente repugnante, que se ve obligado a viajar a viajar a Nueva York para ofrecer un discurso ante las Naciones Unidas, donde sufrirá un percance de desastrosas o esperanzadoras (según se mire) consecuencias. Desde la breve introducción biográfica del dictador, hasta su cruce del charco, la carrera de obstáculos es una sucesión de gags a cual más bestia sobre la homosexualidad, el machismo, el terrorismo, los genocidios, los crímenes, el sexo, los derechos humanos o la xenofobia, que se multiplican a ritmo vertiginoso una vez la acción transcurre en los Estados Unidos.
 
Precisamente ése es el truco de la risa continua del espectador. La concatenación de ofensas y barbaridades es tan rápida que al asombrado respetable no le da tiempo ni a tener noción clara de lo que se está riendo. De pensarlo, muchos se guardarían mucho de burlarse de determinados temas. Pero ahí está el juego, y si entras, y rompes junto con el dictador apayasado todos los tabúes, el disfrute está asegurado, sobre todo cuando el guion se construye sin moral, sin conclusiones claras y le da en las narices a todo el mundo: orientales, occidentales, ecologistas, economistas y salvapatrias. A lo mejor cierta escatología no va acorde con un humor que consideramos inteligente y no apto para adolescentes (Ali G ya no anda suelto, afortunadamente), pero lo cierto es que es de agradecer, para los que consideramos que el humor no entiende de semáforos en rojo, que haya películas valientes como ésta, que siguen la estela de otras recientes como Four Lions o Los hombres que miraban fijamente a las cabras, donde el surrealismo y la parodia no es solo cosa de Occidente.
 
Tenemos que destacar también que pese a que las interpretaciones tampoco son especialmente reseñables y a que la trama se desinfla un poco en un atolondrado final, es un lujo encontrarse de nuevo a Sir Ben Kingsley compartiendo plano con Baron Cohen (acordémonos de La invención de Hugo), a la guapísima Megan Fox y al soberbio Edward Norton haciendo de sí mismos (o burlándose de ellos mismos, más bien), y a un John C. Reilly tan breve como hilarante. Mención especial para esa Plaza de España de Sevilla engalanada como palacio imperial del dictador, y para la banda sonora procedente también del clan Cohen, autoría de Erran Baron. 
 
Incongruencias hay unas cuantas, y desde luego a Sacha le queda mucho para llegar a ser, si ésa es su intención, el Peter Sellers del siglo XXI, pero está logrando que las ofensas sean menos ofensas cuando salen de su boca, de sus manos, de su trasero o de sus genitales. No es fácil reírse del mundo cuando el mundo es una mierda. Hay que saber aturullar al espectador, como un ejercicio de hipnosis, pero al revés. No dejar que se relaje, y estimularle la risa con los temas menos susceptibles de humor que puedan imaginarse. Y el que consigue provocar la carcajada inconsciente en esa misión, es algo más que un simple comediante o un payaso.
 

Píldoras cinetarias: ¿Qué clase de espectador eres?

 

La sala de cine no es sino una habitación cerrada con butacas que agrupa a un conjunto de personas que comparten un disfrute común: una película. Hasta aquí bien, simple y categórico. Pero como la humanidad en sí misma, ese conjunto de asientos acoge a un buen compendio de caracteres varios que establecen una relación bilateral con la película exhibida en cuestión. Y de ahí salen las razas, los modelos, los roles, las etiquetas de cada uno.
 
Los siempre ingeniosos compañeros de El Jueves así lo han publicado en una viñeta del genial Albert Monteys donde se realiza un pormenorizado repaso de estos moldes cerebrales que ha parido el arte cinematográfico desde las salas de todo el mundo. Nos alegramos por su perfecta identificación y también por el velado homenaje a estos sitios, que esperamos que sigan existiendo por siempre jamás.
 
A continuación tenéis la viñeta. Os dejamos también el  para verla en la página original. Buscaos. Imposible no identificarse con ninguna. Y de ser así, aportad una nueva especie, aquella a la que pertenezcáis:

Visionado: ‘Prometheus’, de Ridley Scott. ‘El viaje existencial de Alien’

 

tres estrellas

Prometheus plantea respuestas para las grandes preguntas universales (¿quiénes somos?  ¿de dónde venimos?). Misterios que deberían permanecer callados porque, en la búsqueda de su solución, puede llegar a destaparse la ‘caja de los truenos’. Así, al menos, nos lo cuenta Ridley Scott en su última película, un auténtico  placer para los sentidos y un alarde de técnica cinematográfica con detalles del mejor cine del realizador. Prometheus es un filme de factura perfecta, espectacular, visualmente inmenso; con una escenografía y una ambientación tan acertadas que la historia resulta tremendamente creíble dentro de ese universo de mundos posibles que alberga la ciencia-ficción. Y sin embargo, tropieza en los pilares básicos de su propia trama.
La génesis misma de la expedición, que se inicia a bordo de la nave Prometheus, resulta endeble. Sin apenas base argumental que apoye su teoría, los protagonistas están muy seguros de que al término de su viaje se encontrarán con el mismísimo Dios o, como ellos mismos dicen, con ‘los ingenieros’, unos ‘seres’ del espacio exterior que tuvieron la genial idea de crear la Humanidad para dejarla luego huérfana de significado. Es tan poderosa la intuición que tienen los científicos artífices del viaje, Charlie Holloway (Logan Marshall-Green) y  Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) que es capaz de lograr que financie un viaje a los confines del universo una gran corporación, la Weyland Company.
Existen también otros aspectos de la película que nos hacen dudar de la verosimilitud de la trama, dentro de la ficción. Llama la atención que en una historia donde se busca el sentido de la existencia del hombre, los personajes protagonistas no encuentren el suyo, mostrando un perfil humano apenas esbozado y unos comportamientos un tanto apresurados. Faltan detalles que les proporcionen un alma; nos hubiera bastado que fueran arquetipos eficientes, de esos que hacen posible el desarrollo de un argumento sin mayores complicaciones. Pero no las medias tintas.
Curiosamente, es David (Michael Fassbender), el ‘robot – mayordomo’, que vela para que la travesía de sus colegas humanos se desarrolle perfectamente, el único personaje bien definido. ‘Rubiteñido’, servicial, elegante y misterioso, es un ser fascinado con el mítico Lawrence de Arabia y la película de David Lean. Un autómata inquietante que muestra la misma ilusión infantil por los hallazgos resultantes de la expedición que por ver hasta dónde puede llegar la angustia humana.  Hasta que un cambio de ‘chip’, un tanto desconcertante, nos lo transforma en ‘alguien’ -digámoslo así- más predecible. Damon Lindelof, uno de los creadores de la serie de TV, Perdidos, guionista de Prometheus, realiza, en este caso, un inexplicable ejercicio de ingenuidad narrativa.
Ridley Scott lo dejó claro desde el principio. Prometheus no era una precuela al uso de  la saga Alien. Y muchos, incluso los más entusiastas y fanáticos de la saga aceptaron expectantes las nuevas reglas del juego. Resulta, sin embargo, más difícil de encajar para todos que el cineasta, que se reveló en El octavo pasajero como un maestro de la tensión y del suspense, no sea capaz de desarrollar con mayor agilidad y sensación de claustrofobia ciertas secuencias clave de su última película.
No es que hayamos cargado las tintas demasiado en nuestro post sobre el filme, es que nos hemos sentido un tanto defraudados ante una película que esperábamos desde hacía mucho tiempo. En este contexto, baste decir que tiene alicientes, más que de sobra, para disfrutar de su metraje. La banda sonora es impresionante, efectista y angustiosa, con un grito metálico desgarrador recurrente, como aldabonazo que martillea los nervios. La secuencia inicial, rodada en Islandia, es de una belleza increíble. En su dimensión existencial, la película pone sobre la pantalla algún que otro enigma estimulante que nos anticipa una posible continuación de las aventuras de la doctora Elizabeth Shaw. Además, está la curiosidad científica de David, un soplo de aire fresco ante tanto interrogante universal. Es una curiosidad bien templada por la interpretación de Michael Fassbender, uno de los actores más brillantes y epidérmicos que ha visto el cinematógrafo desde los tiempos del Dios Brando.
Bajo estas líneas, podéis ver uno de los últimos trailers que se distribuyeron antes del estreno. La película era muy prometedora, desde luego.