Homenaje: Lauren Bacall. ‘El misterio de una voz rota’

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El sarcasmo se le escapaba de su voz grave, embriagadora, como de mala vida. Una voz rota que hacía juego con su mirada de gata y con una seguridad equívoca que paseaba en sus personajes, aquellos con los que llenaba la gran pantalla. Lauren Bacall sabía que era una leyenda y se fue en agosto de este año dejando tras de sí ese rastro de inmortalidad que pocos animales cinematográficos han sabido abandonar, tan vivamente, en la memoria de generaciones de espectadores asombrados.

Son muchos los que han celebrado su belleza, quizás demasiado sofisticada para todos los gustos, pero no todos recuerdan que fue una actriz con paciencia y un talento inconmensurable. Y es que de sus féminas noir, arrogantes e inteligentes, pasó a llevar con dignidad interpretativa ciertos melodramas mediocres y, además, resurgir de manera irresistible en las comedias, allá por los años 50. El teatro le dio el prestigio en los 60 y 70, que le resultó un tanto esquivo en el cine y, en los últimos años de su vida supo conquistar a cineastas que tenían algo que decir a nuevos y malcriados espectadores.

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Bacall fue descubierta por Howard Hawks en la portada de la revista Harper’s Bazar. Y el cineasta lo tuvo claro. Aquella extraña belleza, que no terminaba de superar la timidez, le intrigó sobremanera. Quiso conocerla y dicen que se quedó algo decepcionado porque se encontró con una joven de voz nasal y chillona. El director le obligó a leer en voz alta como terapia para hacer más interesantes sus cuerdas vocales y al poco tiempo a la voz le nació la “gravedad”. Así que consiguió su primer papel en Tener y no tener, donde Bacall conoció a Humphrey Bogart. Ella tenía 19 años y él 43. Cuentan que ‘La Flaca’ se sentía tan intimidada por el tipo duro que no se atrevía a despegar la cabeza del cuerpo por lo que la mirada se le quedaba medio entornada. Aquel acto reflejo de novata se convirtió en todo un  hallazgo visual que sigue enamorando a generaciones de espectadores  y, ya de paso, por aquel entonces, a su compañero de reparto. La tensión sexual entre ambos se apoderó de una producción brillante y el duelo de personajes que se retan,  a través de diálogos y miradas, se repitió en la obra maestra, por antonomasia, del cine negro, El sueño eterno (1946, Howard Hawks).

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Bacall interpretaba a Vivian, una joven de la alta sociedad un tanto ludópata, aburrida y temeraria que se convierte en el fiel escudero del detective privado Philippe Marlowe, más desencantado que nunca. La pareja volvió a reunirse en la estupenda Cayo Largo (1948, John Huston) donde Bacall daba vida a la viuda de un héroe de guerra que regentaba un hotel perdido entre huracanes y mafiosos de medio pelo. Eso sí, con un ‘padrino’ de excepción, Edward G. Robinson. La pareja Bogart-Bacall endulzó entonces su tira y afloja para reivindicar la heroicidad torpe, pero afortunada, del ciudadano ético.

A partir de esta trilogía de títulos afortunados, Lauren Bacall pasó a interpretar personajes prescindibles en películas que apenas dejaron huella (Young man with a horn o El rey del tabaco). La actriz, contestataria y consciente de su potencial, intentó entonces comprar su contrato para tomar las riendas de su carrera. Sin embargo, la Warner no estaba dispuesta a dejarla marchar tan pronto. Tuvieron que pasar algunos años para que su liberación fuera completa.

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Fue entonces cuando la actriz se reinventó y apareció así en Cómo casarse con un millonario (1954, Jean Negulesco). En ella su imagen ganó madurez y elegancia, y su interpretación, hiló fino gracias a un perfecto personaje socarrón. Junto a la deliciosa rubia tonta de la Monroe y la simpática Betty Grable, emergía nuestra actriz para dejar sentado que la comedia no se le resistía y los ‘wise cracker’ (papeles hilvanados con frases ingeniosas, sarcásticas, entretenidas en dobles sentidos) podían ser su especialidad con la misma naturalidad con la que encarnaba personajes más ambiguos. La película tuvo tanto éxito que repitió fórmula cómica en otro éxito, El mundo es de las mujeres (1954, Jean Negulesco).

Junto a Douglas Sirk se zambulló en el fabuloso melodrama Escrito sobre el viento (1956), que acabó fascinando a público y crítica, y donde Bacall fue una secretaria que se debatía entre el amor de Rock Hudson y el de Robert Stack.

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Poco tiempo después, en 1957, moría Bogart. Bacall fue mucho más que una esposa para él. Fue una gran amiga y una cómplice en causas valientes, que bordeaban la temeridad, como su lucha contra la ‘Caza de Brujas’ y el ‘Macartismo’. Fue también una resignada joven que encajó como pudo el alcoholismo de su querido compañero. Y aunque su amor le costara buena parte de su carrera, Bacall nunca pareció quejarse y tuvo la astucia suficiente como para renacer de sus cenizas.

Tras la muerte Bogart, esa intuición redentora le llevaría a protagonizar otro sonado éxito. Otra comedia sofisticada. Mi desconfiada esposa (1957), de Vincente Minelli, y junto a un irresistible Gregory Peck. Ella era una diseñadora de modas; él, un periodista deportivo. Los dos hacían gala de personalidades completamente opuestas, pero entre tanto antagonismo, se colaba el amor. El guion, puro ingenio, supo retratar el tira y afloja con maestría.

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Ya en los años 60 comenzaría su etapa dorada en Broadway y tras deshacerse de un rumor que la emparejaba con Frank Sinatra, se casó con su segundo marido: el fantástico Jason Robards. Otro buen actor a vueltas con los malos tragos. A pesar de sus incursiones ocasionales y exitosas en Broadway, Bacall volvería a tener momentos inolvidables en el cine como su fantástico secundario en La pícara soltera (1964, Richard Quine) o su presencia, con halo de estrella, en una cinta que añoraba el cine negro, en Harper, investigador privado (1966, Jack Smight) . Para el recuerdo queda, además, su dominante presencia en otro film de los 70,  Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet). La novela de Agatha Christie en la que se basaba sirvió en aquella ocasión como emocionante coartada para dar rienda suelta a la cinefilia de los espectadores, pues logró reunir a un plantel de estrellas y grandes actores que resultaba fascinante.  También la pudimos ver, muchos años después, en un título oscuro y demoledor, Dogville (2003), de Lars Von Trier, donde la actriz tenía un papel de peso y tras el cual se decidió a repetir con el danés en Manderlay (2005).

Es curioso que Bacall lograra buena parte de los galardones y reconocimientos de su carrera (el palmarés escasea tristemente en la carrera de esta gran actriz) por una película infumable. Se trata de El amor tiene dos caras (1996) y fue un vehículo para mayor lucimiento de una Barbra Streissand (protagonista y directora) que volvía a agotar la paciencia del espectador con aquello de que ‘la belleza está en el interior’. Bacall quedaba al margen. Hacía, mientras tanto, otra película. Sobresalía con su talento a la hora de encarnar a una egocéntrica e insufrible señora de cierta edad. Y todos estuvimos de acuerdo. Era una leyenda que aceptaba un papel mediocre que nos supo a gloria. Al fin y al cabo, para nosotros seguía estando en aquel hotel de mala muerte de la Martinica, donde forjó tempranamente su mito. Quizás esperando el silbido de Steve (su Bogart) o puede que seduciendo a todo el mundo sin darse cuenta. Con aquella voz rota que sabía tomar el pelo con mucha clase. Abiertamente, sin ningún misterio.

Uno de los mejores diálogos de la historia del cine en una de las mejores películas de la historia del cine:

 

Por último, si necesitáis a la Bacall, ya sabéis:

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