Gracias a El origen del planeta de los simios (2011) la franquicia inaugurada en los 70 tomó nuevos bríos y logró despertar el interés de un público que echaba de menos las aventuras de aquel inquietante mundo al revés donde la soberbia del hombre recibía una lección de humildad. La película de Rupert Wyatt protagonizada por James Franco nos descubrió que la propia mano del hombre, y no otra fatalidad, fue la culpable de trastocar el orden establecido por Darwin y el Evolucionismo. Y ello en medio de una película trepidante, tierna y con una estimulante acción. Por ello, la decepción ha sido importante cuando encontramos en su continuación, El amanecer del planeta de los simios, una producción con un agudo sentido de la espectacularidad, pero con un relato perezoso cuya mayor virtud es que rememora historias y resucita géneros que nos resultan demasiado conocidos.
El conflicto en la película nace de dos emociones muy humanas: el resentimiento y la envidia. Las que incuba un simio con cicatrices llamado Koba y que es una especie de lugarteniente de César, el primate protagonista de la anterior entrega. Ambos son destacados componentes de una comunidad de simios que viven en paz, en los bosques que se alejan de San Francisco y ajena a la destrucción de la especie humana que, salvo algunos supervivientes, desapareció a causa de un letal virus. En este escenario, la irrupción de un grupo de hombres que buscan nuevas fuentes de energía romperá el equilibrio de la convivencia simiesca.