CUANDO ESPAÑA SE VOLVIÓ SATÁNICA (Y DE CARABANCHEL)
Pasó que a Álex de la Iglesia no le interesaban milicianos y nacionales que trasegaban por entonces por nuestras pantallas de cine, y se puso serio. En realidad no. Se puso muy cachondo, pero en plan serio, queremos decir. Vale, olvidémonos de lo cañí, se dijo, y considerémonos universales y apocalípticos. Pero en Madrid. Y en Navidad. Y con héroes. Bueno, con un cura esmirriado, un heavy gordo, feo y salido, y un vidente italiano engaña-bobos. Cumplieron su misión un poco de refilón pero, ¿salvaron el mundo o no?
Vemos al de Bilbao sentado con su inseparable Jorge Guerricaecheverría, echándole gasolina a una fábula de fin de siglo: sacerdote en apuros decide empezar a pecar cuanto puede siguiendo las señales que le indican el inminente nacimiento del Anticristo en la capital de España en Nochebuena. Toma ya. El mismísimo 666 quitando protagonismo al todopoderoso Mesías en su megacelebrado cumpleaños. Y para ello, nada mejor que recurrir a la ayuda de un mastuerzo drogata de Carabanchel. Álex Angulo y Santiago Segura, para más señas. El punto y la i. En España no hay Batman y Robin que valgan. Y menos cuando se une al bacanal el italiano Armando de Razza. Aquí, las cosas como son (o como serían si tal misión se nos pusiera por delante) y punto.
Y a partir de ahí, un ‘delirium tremens’ en una suerte de cómic noventero. Busquemos al Anticristo asesinando a los Reyes Magos, matando a madres indeseables y sacrificando doncellas buenorras. Lo curioso no es ésto, sino lo conmovedor del homenaje, nocturno, despiadado y deshumanizado, a nuestro Madrid. La película se lo debe todo a la capital, en cuanto a que se convierte en el símbolo inamovible de todo lo que pasa. Desde el cartel de Schweppes de Callao hasta las torres Kio de Plaza de Castilla. Pues mirad, aquí los presentes ya no pueden mirar esos escenarios sin imaginarse a Santiago Segura partiéndose de la risa (vía pastillas de conjura demoníaca) colgando de una vara luminosa, o a Álex Angulo observando al macho cabrío en lo alto de las torres inclinadas, en transmutación al símbolo de la Bestia. Si el mismísimo Diablo quiere acabar con el mundo, qué mejor forma que hacerlo a lo castizo y a ritmo de Def con Dos.
¿Fin del mundo? Todo lo contrario. El cine español revivió más que nunca con esta pastilla contra el aburrimiento. Le perdimos el miedo al demonio. Ahora somos españolitos satánicos (y de Carabanchel) que todavía percibimos la línea que De la Iglesia marcó entre dos bandos: los que sabemos partirnos por la mitad y los que no. Particularmente no hemos vuelto a ver una sala de cine riéndose así con una película española. Humildemente creemos que no es que esta historia juegue en otra Liga, es que creó la suya propia. Y ahí sigue jugando consigo misma.
Álex de la Iglesia nos ha regalado después personajes inolvidables y sórdidos, pero por más que busquemos el espíritu de esta película en las historias que acompañaron al cine español una vez que sobrevivimos al milenio, sabemos que una y no más. Porque Amanece, que no es poco o El Milagro de P. Tinto también compiten ellas solas en su propio torneo. A lo mejor no disfrutar de tales ingenios más a menudo es nuestro castigo porque dejamos que el Gran Wyoming nos engañara en esos últimos planos, ocupando el lugar del italianini medio carbonizado, y porque permitimos que nuestros héroes siguieran mendigando en el Retiro y mirando, muertos de hambre pero orgullosos de su hazaña, a la estatua del Ángel Caído. Y eso que nos salvaron la vida.
Sólo hay una definición para esta escena: histórica.
EL ‘SINDIÓS’ GAMBERRO QUE MURIÓ EN EL INTENTO
Sin lugar a dudas, lo mejor de El día de la Bestia fue el brío con el que Álex de la Iglesia cogió su cabra por los cuernos al inicio de la película. Y es que ante nosotros tenemos uno de esos ejemplos de idea concebida en estado de gracia (divertida, salvaje, irreverente) que, sin embargo, va perdiendo fuelle hasta quedar a la altura del tradicional cine chascarrillo.
Hasta el minuto 20 y aledaños, momento demiúrgico en el que se podría decir que estalla el detonante de la historia, la cinta es un rosario de hallazgos festivaleros, a cual más brillante y desternillante. Véase la presentación de los personajes, esos Quijote y Sancho Panza, versión friqui-contemporánea, que se nos van inventando a fuerza de golpes cachondos de guión. Ahí estaba también el poderoso arranque de la historia donde el cura vasco se empeña en hacer el mal o, más bien, el borrico, a base de gamberradas truculentas.
Sin embargo, acto seguido, a la altura del periplo del padre Ángel en busca de una señal demoníaca, os aconsejamos desentenderos de la película y concentraros en las palomitas, que seguramente os tendrán reservados momentos más memorables. Y es que, durante el resto del metraje, parece como si el director estuviera haciendo tiempo hasta llegar a un final donde, de repente, nos ponemos serios. Es el momento del desenlace, toca exterminar al demonio y a su parentela terrenal. La masacre resultante no la habría imaginado ni el mismísimo Michael Corleone durante sus acostumbrados servicios religiosos. Y esto por no hablar del epílogo en el que el padre Ángel y el maestro Cavan se nos hacen homeless. Todo ello para describirnos lo que se dice: que la vida es muy perra y que el destino de dos héroes accidentales, en los tiempos que corren, no puede ser otro más que el anonimato. Cosas de la sociedad fast-food que nos ha tocado vivir donde nada existe si no hay cámara de por medio. Una sociedad que no necesita de ángeles caídos para montar el apocalipsis padre. ¿Sarcasmo como postre, en una película de humor explícito?
Existen otras razones por las que no terminamos de digerir esta película. En primer lugar, porque el director busca desesperadamente nuestra complicidad a fuerza de algo que le funciona al principio del film: proyectarnos situaciones cercanas o escenarios familiares para situar en ellos una épica de andar por casa que pretende resultar ingeniosa. Como ejemplo de intento fallido, en este sentido, recordad la escena de los equilibrios de Cavan, el padre Ángel y José Mª, arrimados al cartel de Swcheppes de la Gran Vía. Una de las más celebradas por los incondicionales de la película. Y sin embargo, tan innecesaria, tan larga, tan sosa… No se puede estirar demasiado el chiste, que no resiste la carcajada. En segundo lugar, y aunque sea marca de la casa, el abuso de mamporros, que se reparten a diestro y siniestro, deja mucho que desear. Esta violenta puesta en escena gratuita no debería haber sido excusa para colapsar fotogramas y evitarse el trabajo de imaginar nuevas situaciones desternillantes.
No podíamos abandonar este texto viperino sin reseñar que existe un curioso rumor que recorre los foros internautas. Hoy tan sólo es un dime y direte, pero ayer, fue carnaza para un titular misterioso del diario El Mundo. Según reza, la génesis de la película y quizás algo más, fue un plagio de una novela llamada La Luz. El damnificado por la presunta tropelía: un autor madrileño de cuyo nombre y circunstancia, al parecer, la Red ya no quiere acordarse. Y si no, intentad acceder a la noticia en la hemeroteca de la publicación. Existió la demanda, existe el autor, pero ¿se trata de la paranoia de un autor caído en desgracia? ¿estamos, quizás, ante un nuevo caso a resolver por los agentes dobles de la SGAE? O más bien ante una de esas ideas afortunadas que alguna vez han cruzado nuestra mente, cuando íbamos en el metro, pero que nunca maduramos del todo porque, antes, habíamos llegado a nuestra parada. Ya se sabe, los caminos del Señor…
Videoclip del tema que Álex de la Iglesia encargó a Def con Dos para ponerle soundtrack a su obra. Eso sí, la banda sonora, muy recomendable: Negu Gorriak, Soziedad Alcohólica y Extremoduro, entre otros.
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