POR LAS ALTURAS DE UNA GLORIA PERDIDA
PANORÁMICA: 1950. El año despierta sorprendido por una pesadilla. El senador republicano estadounidense Joseph McCarthy despliega una hoja de papel donde dice que pueden encontrarse 205 nombres de personas que pertenecen al Partido Comunista y, además, al Departamento de Estado. Es el inicio de la denominada ‘Caza de brujas’, un estado de psicosis colectiva que llega a cobrarse un buen número de ‘víctimas’ entre los que se encontraban periodistas, funcionarios del gobierno, militares y gente del cine. Gentes que o bien perdían el empleo y quedaban condenados al ostracismo profesional o llegaban a la desesperación y se quitaban de en medio. En mayo, otra Declaración, esta vez francesa y constructiva, pone las bases de la Unión Europea. La ‘Declaración Schuman’ presentaba el proyecto de una Europa organizada y pacificada. También en el viejo continente germina otro discurso bienintencionado, la Declaración de los Derechos Humanos que había sido elaborada por la Asamblea General de Naciones Unidas. En Asia, el paralelo 38 (Corea del Sur) es invadido por tropas norcoreanas. El presidente norteamericano, Truman, anuncia que los EEUU no mirarán a otro lado ante este desafío y comienza la Guerra de Corea. Y en Israel, otra vez la palabra se hace destino para un pueblo. En esta ocasión, el judío, ya que el parlamento sionista aprueba la Ley del Retorno. Concede residencia y ciudadanía a todos los judíos que, desde cualquier parte del mundo, decidan regresar a lo que consideran su ‘tierra prometida’.
EL MEOLLO: La cámara se acerca al bordillo de una acera que señala un lugar mítico de Hollywood: Sunset Boulevard (el título original de la película), el corazón residencial de la meca del cine. Allí, en una gran mansión aparece el cadáver de un hombre en la piscina, sacado en uno de los contrapicados más magistrales del cine. Es Joe Gillis (William Holden), un escritor de guiones cuya voz en off, en una fórmula revolucionaria en ese momento, comienza a narrar los hechos que llevaron a su propio asesinato. Seis meses antes, Gillis, escritorzuelo endeudado y sin éxito que pulula por los estudios de la Paramount de los años 50, da con sus huesos en una enorme y ostentosa mansión de la famosa calle, huyendo desesperado de unos prestamistas. Allí conoce a Norma Desmond (Gloria Swanson) una antigua actriz del cine mudo que vive encerrada con su criado Max (Erich von Stroheim) y que sueña con regresar a la gran pantalla, ajena a la realidad de un mundo que se ha transformado y ha olvidado a sus viejas glorias cinematográficas. La mítica actriz, trastornada y apasionada, consigue convencer a Gillis a través de dinero y chantajes emocionales para que escriba junto a ella el guion de su regreso, estableciéndose entre ambos una destructiva relación de la que el escritor no sabrá cómo zafarse, asqueado y conmovido a partes iguales por la sombra de la diva que fue. Billy Wilder inauguró la década de los 50 con esta obra maestra en la que se atrevió a hacer una crítica de la parte inhumana del cine cuando este apenas había empezado a conocerse a sí mismo. Refrescando los métodos narrativos y del ‘flashback’ que él mismo fraguó en Perdición y llenando de guiños y cameos su oda a la época muda, el cineasta dejó para la historia este triste relato de talentos frustrados, dioses caídos y reinas olvidadas. Hasta Robert Aldrich una década después con ¿Qué fue de Baby Jane? nadie conseguiría un relato tan fresco, cruel y conmovedor sobre la cara oscura de la fama.
DETRÁS DE LA CÁMARAS: Por primera vez repetimos director en una disección. En marzo de 2011, con motivo de nuestra radiografía de Con faldas y a lo loco, realizamos el perfil de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, que ahora volvemos a repetir:
En 1934, Dios llegó a Hollywood y no sólo hizo la luz sino que la proyectó sobre fotogramas creando, a partir de ella, magia, genio y oficio en películas inolvidables. Hablamos de Billy Wilder, el genial cineasta de origen austriaco, cuando “el exilio no fue idea suya, sino de Hitler”. Wilder es el autor de la mejor película de cine negro de la historia del cine (Perdición), de la crónica más desgarradora pergeñada para descender hacia los infiernos del alcohol (Días sin huella) y de la comedia que encontró la alquimia perfecta entre lo agrio y lo dulce en El apartamento, cimentado en un prodigio de guión. Y qué decir de Irma la dulce, aunque “esa es otra historia”. En El crepúsculo de los dioses nos brindó la mejor de sus creaciones para burlarse de las miserias de Hollywood y de la fama, para ser cruel, elegante y regalarnos algunas de las secuencias más fascinantes del séptimo arte. Todo ello narrado por un cadáver, de vuelta de todo, que se ríe de su propia suerte.
Y es que el austriaco tenía un sexto sentido prodigioso que se llamaba sarcasmo. Una intuición, casi visceral, para la narración cinematográfica a través de la cual lograba hacerse con la comedia de una manera inteligente, con diálogos amargamente divertidos que unas veces concebía en soledad y otras, en buena compañía (junto a los guionistas Brackett y I.A.L. Diamond). Además, hizo gala de una astuta psicología para meter en vereda los talentos caprichosos e indomables de ciertas estrellas. En Con faldas y a lo loco, se las tuvo que ver con la mismísima Marilyn Monroe, pero se lo tomó con calma, pues ya se había parapetado tras un guión fabuloso e hilarante, escrito junto a Diamond y cómicos de sobrado talento.
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