PANORÁMICA: 1979. España experimentaba las mieles de la libertad, gracias al ejercicio de la democracia: UCD ganó, de nuevo, las elecciones generales y se celebraron las primeras municipales libres tras la Guerra Civil. Pero más allá de nuestras fronteras, el mundo, por aquel entonces, era un auténtico polvorín. Fue un año de huidas hacia ninguna parte. El sanguinario Pol Pot y los suyos, los Jemeres Rojos, comenzaron el año refugiándose en la jungla porque las tropas vietnamitas lograron el control de la capital Phnom Penh. Terminaba así un régimen de pesadilla que se había cobrado más de dos millones de muertos en Camboya, aparte de cientos de miles personas torturadas. Por su parte, en Irán, se produce otra huida, la del Sha Reza Palevi y la entrada triunfal del líder chiíta, el Ayatolá Jomeini. Comienza así la República Islámica. En Nicaragua, Somoza huye de su país a Miami mientras los sandinistas forman parte de la Junta de Reconstrucción Nacional liderada por la viuda de Chamorro, víctima de la dictadura del tirano. En el Reino Unido, la conservadora Margharet Thatcher se convierte en la primera mujer europea que ocupa un puesto político de tamaña responsabilidad. 1979 llega a su fin con más turbulencias, pues la Unión soviética invade Afganistán. Una vez más, aquel hecho abrirá, con el tiempo, la Caja de Pandora.
EL MEOLLO: El capitán del ejército estadounidense Benjamin L. Willard (Martin Sheen) combate en dos guerras. Primero la suya interior, enfrentado a sus sangrantes y alucinantes demonios ante un premonitorio The End en una calurosa y claustrofóbica habitación de hotel. Y en segundo lugar, la Guerra de Vietnam, ese conflicto cuya derrota norteamericana ha sido la más rentable jamás pensada. En pleno delirio alcohólico, Willard recibe la misión de adentrarse en un lugar recóndito de la jungla de Camboya para apresar y asesinar a un ex boina verde, el coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando), que ha renegado del ejército y ha creado su propio imperio entre los nativos, quienes le adoran y veneran como un dios. El viaje que emprende por el río y la selva al encuentro de este personaje, junto con varios soldados, algunos pasados de rosca y otros enganchados a las drogas psicotrópicas, se convertirá en una travesía de transformación interior que termina afectando a la propia película, cada vez más irreal, más onírica, más sorprendente y gratificantemente incómoda, que obtiene su mejor catarsis en el encuentro entre Willard y Kurtz, un duelo interpretativo que ha pasado a ser referente del existencialismo, la angustia y el poder. Adaptación de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, Francis Ford Coppola cambió el África colonial del siglo XIX retratado en el libro por la jungla vietnamita (aunque rodada en Filipinas), creando una de las películas bélicas más asombrosas del séptimo arte, objeto de miles de lecturas y engalanada en 2001 con una versión etiquetada como Redux a la que se añadieron 49 minutos de escenas eliminadas de su montaje original de 1979. Con multitud de premios, entre ellos la Palma de Oro de Cannes, Apocalypse Now, con un reparto completado –en porciones- por Robert Duvall y unos jovencísimos Lawrence Fishburne, Dennis Hopper y Harrison Ford, sigue siendo un auténtico descenso al averno, de esos de los que despiertas sudando y con las manos temblorosas después de casi haber sentido su apología del miedo.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: De Michigan al cielo de su éxito y al infierno retratado en sus primeras películas. Hablar de Francis Ford Coppola es entrar de lleno en la historia del mejor cine de todos los tiempos, siendo como fue dueño de toda la década de los 70 del siglo pasado. Sin haber cumplido los 30 años, y tras haber estudiado cine en Los Ángeles, este estadounidense de ascendencia napolitana, enfermo infantil de poliomelitis y adicto a las marionetas y al cine de John Ford (por el que se inventó su primer apellido), llamó la atención de una industria en pleno aperturismo de géneros como asistente personal del genio Roger Corman. Tras una historia olvidada de mediometrajes eróticos, fue esta relación de amistad y devoción la que le permitió rodar su primera película, Dementia 13 (1963), hoy en día catapultada a los altares pese a su bajísimo presupuesto y su escasa factura. A partir de ese momento comenzaron a aflorar en largometrajes como You’re a Big Boy (1966) o The Rain People (1968) algunas de las cuestiones clave de su cine como la juventud, el sometimiento emocional y los traumas existenciales. Todos ellos confluyeron de manera definitiva en el oscarizado guion que redactó junto a Edmund North para la fabulosa Patton (1970), dirigida por Franklin J. Schaffner. Su total incursión en el cine bélico, no obstante, todavía se haría esperar, puesto que el siguiente encargo que recibió de la Paramount Pictures fue la adaptación de El Padrino, novela homónima de Mario Puzo –con el que escribió el guion- que prácticamente se acababa de publicar, que terminaría convertida en una soberbia trilogía y que le consagraría como uno de los cineastas más influyentes del mundo. Su trabajo con Marlon Brando, Al Pacino o Robert Duvall resulta todavía absolutamente perfecto, como el que añadiría con Robert de Niro en El Padrino II (1974). Entre medias de ambas entregas y en pleno éxtasis de inspiración rodó La conversación (1974), una bellísima y triste historia de espionaje y saxofones protagonizada por Gene Hackman que todavía hoy no consideramos suficientemente reivindicada.
De cualquier forma, el gran éxito en taquilla y público le hizo prácticamente millonario, lo que abrió las puertas a su valiente y muchas veces desinteresada faceta como productor, siendo entonces el mecenas de su amigo George Lucas en American Graffiti y posteriormente de Akira Kurosawa en Kagemusha. Pero tras muchos años de darle vueltas y algún que otro desánimo derivado del miedo al fracaso, Coppola decidió casi a finales de la década que había llegado el momento de dar un paso más por delante de sí mismo, dejando anonadado a medio mundo con Apocalypse Now (1979). El cineasta quiso embarcarse en este proyecto como homenaje a los intentos frustrados de Orson Welles de realizar esta adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad años atrás. El rodaje y el resultado hicieron saltar la línea roja de todas las estadísticas. Interpretaciones majestuosas, traumas reales de sus protagonistas, banda sonora de vértigo, escenas demenciales, rodaje traumático, presupuesto disparado y problemas de posproducción merecieron al final la pena de su tesón. Muchos apuntan que Coppola nunca pudo recuperarse del esfuerzo titánico que le supuso esta película, y que su carrera posterior fue una auto-cura de humildad y un regreso a cuestiones más urbanas y melancólicas, como reflejó en La ley de la calle (1983), en la generacional Rebeldes (1983) y o en la siempre infravalorada Cotton Club (1984). Ya en los 90 destacó por su (libérrima) adaptación del Drácula de Bram Stoker y la tercera entrega de El Padrino, y en el presente siglo, por la irregular pero sorprendente Youth Without Youth (2007) y la incomprensible y surrealista Tetro (2009). Hoy en día, mantiene la tutela de numerosos cineastas, entre ellos su hija Sofia Coppola, y su oronda sombra de gran hombre del cine, solo compartida con su hermano italo-americano Martin Scorsese. El capitán Willard afirma al principio de Apocalypse Now que nunca querría otra misión como la que le es asignada al buscar al coronel Kurtz. Al igual que nos pasó a nosotros con Coppola tras ver esta película.
PRIMER PLANO
MARLON BRANDO: Un hombre arrodillado ante unas escaleras. La camiseta rota y en su grito loco (¡¡¡Stella!!!), la angustia de la pérdida. Otro hombre, un viudo, en cuclillas, llorando con desgarro su soledad en un piso parisino. O agonizando, con la mirada perdida en algún punto de la jungla donde todo queda explicado. O despidiéndose, con desoladora ternura, del cadáver de su hijo acribillado. Marlon Brando sucedió y el cine nunca fue lo mismo. Nos brindó tantos y tantos instantes de verdad, de humanidad, conflicto y dolor que resulta imposible adivinar el hombre que se escondía detrás de su arte. Aunque su biografía se haya visto adornada por una literatura que nunca acaba. Dicen que nació en Omaha, Nebraska, en 1924. Dicen que su madre, actriz venida a menos, dirigía una compañía de teatro y que aquella fue su verdadera escuela. Una escuela donde el alcohol y la inestabilidad emocional de su progenitora también tuvieron su pedagogía. Su padre fue un frío maltratador que supo darle la libertad en el momento adecuado y le animó a buscar su camino y marchar a Nueva York donde Brando comenzó a interpretar sus primeros papeles en el teatro.
Dicen que Elia Kazan le descubrió (guapo, violento y acariciado por el sudor) en la versión sobre las tablas de Un tranvía llamado deseo y le dio su primer gran éxito cinematográfico repitiendo para el cine la obra de Tennessee Williams. Después, Brando siguió a Kazan hasta un México revolucionario donde dio vida a Emiliano Zapata y midió su talento con Shakespeare en Julio César. Su Marco Antonio fue una de las interpretaciones más memorables y desconcertantes de la historia. En La ley del silencio volvió a conmover en la piel de un estibador bruto y con conciencia y en Rebelión a bordo, dotó de humanidad a un petimetre amanerado, el teniente Fletcher Christian. Brando fue un artista inquieto al que le gustó experimentar en el cine. Así, estuvo más que notable en su incursión en el musical Ellos y ellas y lo intentó como director creando un extraño, pero interesante western (El rostro impenetrable). Después, llegaría su segunda época dorada. En 1972, dio vida y muerte magistralmente a su personaje más carismático, Don Vito Corleone, El Padrino. Curiosamente, y a pesar de que su leyenda le precedía (también la fama de actor conflictivo) tuvo que luchar por el papel e incluso competir con el otro grande de la historia de la interpretación, Sir Laurence Olivier. El mismo año, asombró al mundo con su capacidad para expresar el dolor existencial en la incomprendida El último tango en París. Después, y para culminar su carrera vendrían otras películas menores donde siempre brilló, a pesar de algunos guiones. Bello, genial, taciturno, ermitaño, de apetito voraz y trágico hacia el final de su vida, fue un hombre que quiso que le dejaran en paz. Probó escondiéndose en una isla, también inventándose, una y otra vez, su historia personal. Así se mofaba de los periodistas y, ya de paso, del resto mundo . Porque más allá del genio, Brando fue un incomprendido o un enigma, en cualquier caso, carne de leyenda.
MARTIN SHEEN: Hijo de un inmigrante gallego que se marchó al otro lado del Atlántico para hacer las Américas, Ramón Estévez, a la sazón Martin Sheen, es hoy un reputado actor cuyo prestigio casi le debe más a sus éxitos en producciones televisivas (como El ala oeste de la Casa Blanca), que a su estupenda carrera cinematográfica. Él cuenta que se sacó de la imaginación el nombre de Martin Sheen para evitar prejuicios en los castings, siempre recelosos de contratar actores de origen latino. Algo que le dio más de un quebradero de cabeza su padre, a quien no le gustaba que escondiera sus raíces. Su primera oportunidad le llegó gracias a una obra de Broadway, The Subject Was Roses, y más tarde lograría entrar en el selecto club de las producciones de Terrence Malick al protagonizar el drama Malas tierras. Fue precisamente la televisión la que le catapultó a la fama, en concreto, interpretando a un militar en la película La ejecución del soldado Slovik. Ahí fue cuando logró llamar la atención de Coppola. El resto forma parte de la leyenda, se convirtió en una estrella adentrándose en el “corazón de las tinieblas” de la Guerra de Vietnam. Su capitán Willard anduvo al filo de la enfermedad, la guerra y la locura en ese viaje a lo más oscuro de la existencia. El papel le valió un ataque al corazón y es que el de Apocalypse Now fue uno de los rodajes más conflictivos que se recuerdan de la historia del cine y la ruina para Coppola. Más allá de Vietnam, a Sheen le hemos visto en infinidad de films: por ejemplo, interpretando al capitán de policía Quennan en Infiltrados; en Wall Street, junto a Michael Douglas y su hijo Charlie Sheen; en Ghandi, de Richard Attenborough; dando vida a Ben Parker en The Amazing Spider-Man y recorriendo fílmicamente el Camino de Santiago (The Way). También hubo muchas películas malas, pero como él mismo dijo en una ocasión, “con ellas mantuvo” a los suyos. Liberal a la hora de defender cualquier causa perdida, católico de los que se dejan de ceremonias y prefieren hablar de tú a tú con Dios, Martin Sheen es un hombre sencillo y un actor de primera. Los grandes directores siempre han confiado en su trabajo.
ROBERT DUVALL: Nadie se ha colocado ‘la hombría’ con mayor desparpajo que Robert Duvall en la película que nos concierne. Ese frotamiento en sus partes, minutos antes de producirse la avanzadilla de los helicópteros a lomos de Wagner y sus Valquirias, ha pasado a los anales de la historia del cine. Como también su personaje de Tom Hagen, el más leal y astuto ‘consigliere’ del Don. Quién no recuerda su impertérrita paciencia, su suave y a la vez terrible manera de cerrar tratos en El Padrino. Elegante pero contundente, con esa media sonrisa gélida de quien es capaz de predecir el futuro sin magia alguna, pero sí con métodos mucho más expeditivos. De familia militar californiana, el actor se desentendió de la tradición de los suyos para marcharse a Nueva York a estudiar interpretación. Comenzó a lo grande, participando en la película Matar a un ruiseñor donde se puso la piel del taciturno y enigmático Boo Radley. Más tarde, participaría en producciones tan célebres como La jauría humana y Bullitt, pero la gran oportunidad le llegaría de la mano de Coppola y sus Padrinos, las mejores películas de todos los tiempos. Fue candidato al Oscar como mejor actor de reparto en Acción Civil, pero también interpretando a Coronel Kilgore de Apocalypse Now. Como actor principal, la Academia también quiso reconocer su talento por sus trabajos en El don del coraje y El Apóstol, cinta que también dirigió. Finalmente, se llevaría la estatuílla por su papel de trotamundos pasado de copas en Gracias y favores. Amante del tango y la vida sencilla, dice que Buenos Aires es su ciudad favorita. Además, lo tiene claro. De volver a nacer, sería un vaquero de los de antes aunque como actor es un apasionado profesional; escoge un papel “porque le sale de las entrañas”.
CONTRAPICADO: Apocalypse Now es más que una película, es un viaje iniciático desquiciado. Es un recorrido sin rumbo que se desliza “sobre el filo de una navaja”. Y una historia incómoda, que casi no deja respirar porque nos recuerda quiénes somos o más bien quiénes dejaríamos de ser si nos encontráramos a solas con nosotros mismos, desamparados, mirando cara a cara el abismo: nuestra naturaleza depredadora. En el viaje, la película nos conduce hasta un hombre hecho Dios (el coronel Kurtz) para cuyo advenimiento se nos va preparando. Hasta el momento en el que, de alguna aberrante manera, se nos revela en claroscuros y una lúcida locura. Dejando a un lado la versión del director, aparecida algunos años después, todo en la película original es un hallazgo. Nada le sobra y nada le falta. Ahí están la belleza de los encuadres; el desfile de personajes dantescos; la superposición simbólica de imágenes; los aullidos de Charlie (el vietcong) gritando con diabólico tono de burla; la escalada de tensión de algunas secuencias que nos precipitan hacia situaciones demenciales; el Noveno de Caballería a ritmo de las Valquirias anticipando el Horror; el miedo de las gentes que permanecen atrapadas en los aledaños del vietnamita río Nung. A la atmósfera irreal, hipnótica, que logra Coppola contribuye especialmente la música delirante y litúrgica de The Doors y una fotografía envuelta en napalm y gases de mil y un colores psicodélicos y traicioneros. Son velos que sirven para dejar entrever una guerra sin fin y sin causa, pero con demasiadas vísceras. Apocalypse Now es, sencillamente, inmensa.
PICADO: Coppola también habla de sí mismo cuando en una grabación escuchamos la voz del coronel Kurtz detallando sus sueños y pesadillas. Al igual que le sucedió al personaje interpretado por Marlon Brando, el cineasta jugó a ser dios probando los límites de la resistencia humana, una tarea mastodóntica que roza la irrealidad de manera peligrosa y que flaquea en el caso de Martin Sheen. Su interpretación de hombre reflexivo y algo anonadado y contemplativo, resulta en ocasiones tan ambigua como incomprensible, sobre todo en comparación con el personaje literario del marinero Marlow en la novela de Conrad, cuya intensidad emocional solo reconocemos por una agotadora voz en off. Pero visto en su contexto, es importante tener en cuenta que el director apenas contaba con referencias a este respecto, y que desde el primer momento sintió que no habría barreras para el proyecto que tenía en la cabeza. Las notables dosis de contradicciones, surrealismo y banalidad que florecen en toda la película fueron el fruto de una locura cinematográfica que acabó rebosando por todas partes, provocando que su mensaje se volviera algo enigmático, trivial y no tan antibelicista como algunos desean pensar.
SIMBIOSIS SONORA: Casi podría decirse que un buen porcentaje de la grandeza de esta película se asienta sobre uno de los mejores arranques cinematográficos que se han rodado. Y eso Coppola se lo debe en parte a ese solo de guitarra con el que comienza el tema The End de The Doors, y que decidió superponer a una selva bombardeada con napalm y al enajenado rostro de Martin Sheen mientras observa un ventilador de techo que termina confundiéndose con el ruido de helicópteros. Casi diez minutos de inicio que se repiten de manera casi similar al final con los acordes de Robby Krieger, y que suponen toda una declaración de intenciones. A partir de ahí, el trasfondo musical de la película está sustentado básicamente por los desasosegantes sintetizadores del compositor Carmine Coppola, que realizó una espectacular y electrizante partitura de casi dos horas para la película de su hijo. Entre medias, suenan temas profundamente relacionados con las escenas que les dan sentido como el ya mítico baile de Lawrence Fishburne de (I Can`t Get No) Satisfaction de The Rolling Stones o el espectáculo de las “conejitas” al ritmo del Suzie Q de Flash Cadillac. Pero las notas indiscutibles que han hecho pasar a la historia a este filme son las de La cabalgata de las Valkirias (The Ride of the Valkyries) del grandísimo compositor alemán Richard Wagner, que el cineasta decidió introducir en el ataque a un poblado vietnamita del destacamento liderado por Robert Duvall, utilizando como bajo la base rítmica de los helicópteros. Un espectáculo bélico de música, bombas y desfase, con unas cotas de trascendencia visual a las que tan solo había conseguido acercarse por entonces Stanley Kubrick.
OJO AL DATO: Hay libros enteros sobre los contratiempos a los que se tuvo que enfrentar el rodaje de esta película, muchos de los cuales vinieron directamente de sus actores. Rescatamos de esta enciclopedia de despropósitos el hecho de que Martin Sheen, al que en un principio iba a interpretar un Harvey Keitel que finalmente fue despedido, sufrió un grave infarto que retrasó el estreno del filme pero del que finalmente se recuperó de manera sorprendente. Él mismo confesó en entrevistas posteriores que su escena inicial fue completamente real: se emborrachó a más no poder y destrozó los muebles de la habitación en plena improvisación etílica, por lo que la sangre de sus manos son cortes totalmente reales provocados por el espejo roto. El gran azote tras las cámaras sería, sin embargo, Marlon Brando, quien terminó por desquiciar a Coppola con continuas exigencias sobre sus honorarios, los planos que debía utilizar para sus escenas y su rechazo en redondo a compartir plano con Dennis Hopper, al que detestaba. Dicen que el límite del cineasta tocó fondo ya casi en la última escena que grabó con él. En paralelo, otras vicisitudes tuvieron que ver con los medios técnicos de tan magna obra, como los helicópteros utilizados, que aparecían y desaparecían del rodaje sin avisar conforme los iba necesitando el Gobierno de Filipinas, entonces en plena guerra. Enfermedades tropicales, desaparición de extras y figurantes en la jungla filipina, escenas repetidas hasta la saciedad y continuos cambios de guion al final hicieron que la ansiedad y casi demencia de Coppola quedaran reflejada en cada plano. Tan solo pudo recuperarse de su total endeudamiento debido al éxito de taquilla de la película. “Mi película no trata sobre Vietnam; mi película es Vietnam”, llegó a decir el cineasta en Cannes, totalmente devastado por el parto de la que sería su gran criatura.
RETRATO DEL HÉROE: En casa se despertó y “no había nada”. El destino de Willard estaba en otra parte, en la jungla. La espera, la claustrofobia, la angustia pasaron y por sus pecados le dieron una misión: acabar con el coronel Kurtz, un hombre demasiado brillante, de “ideas y métodos absurdos”. Un “genio con la mente clara y el alma loca” que encontró la paz en la crueldad, en la fría y despiadada voluntad del hombre que sobrevive al miedo desprendiéndose de su conciencia. Kurtz resultaba demasiado incómodo porque supo convertirse en dios para sus semejantes, pero también porque encontró respuestas en el espanto, en una montaña de pequeños brazos mutilados. Kurtz es la antítesis de Willard y a la vez su reflejo, su enemigo y su universo paralelo. Kurtz es la desembocadura del conocimiento y Willard estaba allí porque tenía que ser así. Debía quitarle al dios el dolor de estar vivo: El Horror, el Horror…
A continuación una de las escenas claves del final (SPOILER) en versión original, y seguidamente el renovado tráiler que se hizo en 2001 cuando se estrenó la versión Redux: